Del tiempo compartido. Capítulo 9
Sentía calor en el rostro. Una
brisa cálida le acariciaba la cara y escuchaba un rumor a lo lejos. Prestó
atención. ¿Alguien lo llamaba? Sí; estaba seguro. Lo que escuchaba era su
nombre.
-Milo…
Milo…
Miró
a un lado y luego al otro pero no logró ver a nadie. ¿De dónde venía esa voz?
Echó a andar en busca de quienquiera que lo estuviese llamando. No había dado
más que unos pocos pasos cuando le pareció que el suelo temblaba bajo sus pies.
Quiso seguir avanzando pero una sacudida más fuerte lo hizo tambalearse. Cerró
los ojos mientras caía y cuando volvió a abrirlos la mirada serena de Camus
estaba frente a él.
-Milo…
–el aliento tibio del acuariano le llegó como una suave corriente de aire.
-Mmm…
Hola… –sonrió al tiempo que se estiraba. Ahora lo entendía. Soñaba. Camus había
estado llamándolo mientras lo movía intentando despertarlo.
-Nos
hemos dormido. Mira –Camus señaló hacia la ventana. El sol ya casi había desaparecido
y el cielo cambiara su claro manto celeste por uno anaranjado intenso.
Milo
se incorporó y sus armaduras chocaron con un sonido metálico que les hizo ser
conscientes de su cercanía. El rubor iluminó sus mejillas con un leve tono
carmín y desviaron la mirada, obviando la inoportuna reacción de sus cuerpos.
-Lo siento…
–Camus, que seguía aún inclinado sobre su compañero, se apartó y le dio espacio
para que terminara de sentarse. Descendió de la cama, apartándose unos pocos
pasos de ella, y se quedó quieto
mientras veía como Milo se sacudía la modorra.
El escorpiano
se desperezó cual felino después de una placentera siesta. Bostezó, estiró
brazos y piernas y meneó la cabeza de un lado a otro a otro para terminar de
espabilarse.
-¡Auch!
–exclamó entretanto se sobaba la parte posterior del cuello-. Creo que las
armaduras no están hechas para dormir con ellas…
-Me parece que
no –Camus no pudo más que estar de acuerdo. Miró sus brazos. Algunas partes de
su vestimenta dorada habían dejado marcada su piel-. Debimos quitárnoslas,
aunque nunca pensé que dormiríamos tanto tiempo. Además… Creí que dijiste que
no tenías sueño.
-Por lo visto
me equivoqué –Milo le guiñó un ojo-. Es que se duerme muy bien aquí –dijo
palmeando sobre el colchón-. Me gusta esta cama.
-Pues
es mía –Camus lo retó con la mirada. Lucharía por ella.
-Venga
Camus… No seas egoísta –le recriminó con un puchero-. ¿No la compartirías
conmigo?
-Tendré
que pensarlo –concedió, dirigiéndose a la puerta-. Roncas.
-¡¿Qué?!
–gritó-. Eso no es cierto –el acuariano se perdía ya en la oscuridad del
corredor y, tras recoger al vuelo su casco, echó a andar tras él-. Camus,
bromeas, ¿no? Yo no ronco… ¡Camus! –corrió hasta alcanzarlo y lo detuvo
sujetándolo de un brazo-. No hablabas en serio –afirmó, buscando confirmación a
sus palabras en los ojos del otro.
-Te
invito a comer –ofreció Camus-. ¿No tienes hambre?
Milo
iba a insistir en su cuestionamiento previo pero su cuerpo se le adelantó. Un
revelador ruidillo, proveniente de su estómago ,
le recordó que no había probado bocado desde la mañana.
-Sí
–se frotó el abdomen y asintió-. ¿Qué me ofreces?
-No
sé –Camus se encogió de hombros-. Miremos a ver qué hay.
Entraron
en la cocina. Sobre la mesa había una bandeja con dos platos de comida. Fría.
Se miraron e hicieron un gesto de desaprobación. No era lo que buscaban. Lía
era buena cocinera pero, después de varias horas, aquel pescado rebozado no
tenía muy buena pinta así que recorrieron el lugar en un arduo ejercicio de
búsqueda. Abrieron puertas y cajones en busca de algo con lo que calmar su
apetito. A los pocos minutos habían reunido, sobre la encimera, un buen surtido
de provisiones. Pan, mermelada, mantequilla, leche, fruta, zumo, galletas, un
trozo de bizcocho…
-No.
Espera –Camus detuvo la mano de Milo que ya se disponía a dar cuenta del
improvisado banquete-. Quiero enseñarte algo. Nos lo llevaremos.
Entre
los dos acomodaron el botín de su pequeño saqueo en una gran bandeja plateada y
salieron de nuevo al pasillo. Milo siguió a Camus por el pasillo hasta la
biblioteca del Templo de Acuario. Allí habían pasado muchas tardes curioseando
en enormes libracos donde se contaban infinidad de historias sobre tiempos
pasados. ¿Qué quería Camus que viera allí? Ya conocía ese lugar.
-He
estado muchas veces aquí Camus, ¿qué quieres enseñarme? –preguntó.
- Ahora lo
verás –el acuariano atravesó el umbral de la puerta y depositó su carga sobre
una silla de madera-. Ven. Acompáñame –inmediatamente se giró e invitó al
griego a seguirlo tras una enorme librería.
Cuando
llegaron frente a la ventana Milo lo vio. Un telescopio dorado que apuntaba al
cielo estrellado.
-¿De dónde lo
has sacado? –preguntó sorprendido.
-Lo encontré
–respondió con naturalidad-. Estaba en un armario. Desmontado –añadió-. Es muy
antiguo… -su mirada se paseó por el cilindro metálico al tiempo que sus dedos
lo acariciaban con mimo-. Me llevó un buen rato armarlo –admitió, sonriéndole
al escorpiano.
-¿Puedo? –Milo
se acercó al telescopio. Quería probar cuán bueno era ese artilugio que tanto
parecía gustarle a su compañero.
-Claro… –Camus
le cedió su puesto y Milo se inclinó sobre el aparato para descubrir lo que se
ocultaba en la enormidad del firmamento.
-Camus… No veo
nada –miró al francés con gesto decepcionado y este le sonrió.
-Muévelo –le
aconsejó el galo-. El cielo está lleno de estrellas… Alguna tienes que poder
ver.
Milo retomó su
posición tras la lente del telescopio y fue moviéndolo poco a poco hasta, al fin,
quedarse quieto.
-¡Ya la veo! –exclamó-.
¡Escorpio! Con Acrab, Sargas, Shaula…
-Y Girtab,
Grafias, Jabbah… -canturreó Camus. Milo
dejó de mirar al cielo y se concentró en su compañero-. Camus seguía recitando
las estrellas de su constelación guardiana hasta que de pronto se detuvo-.
¿Cuáles me faltan?
-Al Niyat,
Lesath… -el de Escorpio señaló sobre el cuerpo del acuariano los puntos exactos
en los que sus agujas se incrustarían en una lucha-. Y… Antares –finalizó
dándole un pequeño empujón.
-No ha sido
tan terrible –bromeó, devolviéndole el… ataque.
Milo
retrocedió y su pie tropezó con el trípode que sostenía el telescopio
haciéndolo tambalearse. Los ojos de Camus se abrieron en demasía y contuvo un
grito al tiempo que se lanzaba a sujetarlo para que no terminase en suelo.
Milo, por su parte, siguió el mismo camino que su compañero y sus cabezas
chocaron al encontrarse, con prisa, al mismo tiempo y en el mismo lugar.
Tras asegurar
el telescopio, de nuevo, en su posición original se permitieron un pequeño
quejido de dolor mientras se frotaban la zona del golpe.
-Lo siento
–Milo se disculpó.
-No te
preocupes –Camus negó con la cabeza-. Fue mi culpa… No debimos hacer el tonto
justo a su lado –agregó mientras recolocaba con los dedos algunos mechones del
cabello de Milo que aparecían desordenados tras el encontronazo-. Estabas
despeinado –sintió la necesidad de justificarse al sentir sobre sí la mirada
sorprendida de su compañero. El gesto había surgido de forma natural pero la
intensidad con la que el griego lo miraba había hecho que se sintiera incómodo
de pronto.
Milo sujetó la
muñeca de Camus y continuó mirándolo sin pestañear.
-Camus… Tú …
-se detuvo, meditando sus palabras antes de continuar-. ¿Dices en serio lo de
que ronco? –dijo al fin.
-No… -el
monosílabo se escapó de sus labios en medio de un suspiro de alivio. Por cómo
Milo había estado actuando esperaba una pregunta más difícil-. ¿Comemos?
–propuso, recuperando el aplomo que creyó haber perdido.
-Sí –el griego
sonrió con su habitual alegría.
Caminaron
hasta donde habían dejado su merienda, casi cena, y se sentaron en el suelo
para compartirla. Comieron mientras charlaban y recordaban los momentos
compartidos en ese lugar cuando eran tan sólo aspirantes a caballeros. Esa noche
Milo no abandonó la Casa de Acuario. La
mañana los sorprendió pasando las páginas de un libro y, sólo entonces, el
escorpiano partió hacia su Templo a prepararse para una nueva jornada.
Ese día se repitió muchas veces. Pasar el
tiempo en Acuario o Escorpio pasó a ser algo natural. Las horas pasaban entre
fervorosas miradas, veladas insinuaciones, declaraciones sinceras e inocentes
pero nunca lo suficientemente claras… Compartían los días, se acompañaban en
las noches y al amanecer alguno de los dos corría por las escaleras de vuelta a
su morada…
CONTINUARÁ…
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