Espero poder ir aumentándolas, ya que se trata de un reto, cada semana se propone una imagen y hay que escribir sobre ella.
La piedra mágica
«Estabas aquí…».
Es Milo
y su contrariado gesto me hace suponer que llevo demasiado tiempo contemplando
estas rocas lameteadas por el mar.
A estas
horas, el sol ya mortecino, arranca
fulgurantes destellos áureos a la aletargada masa de agua, privándola de sus
tonos azules, para convertirla en un inmenso manto de lamé dorado. «Lo siento».
Me excuso. Hace tiempo que debí desandar el camino hasta mi templo y
esperarlo, tal como habíamos acordado.
«Tendrás
que esforzarte más». Su disconformidad deviene en sonrisa y la picardía hace
que su mirada brille más que los dominios de Poseidón.
Leí
una vez, ya no sé dónde, que en una de las islas del Egeo hay una piedra de
alabastro, blanca como la nieve, del tamaño de una piel de toro y lisa como la
superficie de una laguna en calma. Pronunciando los conjuros apropiados y si
las deidades de la isla se muestran propicias, la piedra se cubre de líneas y
colores que se ponen en movimiento y van cobrando forma. Entonces se ven
escenas del pasado y la historia humana transcurre ante nuestros ojos. Dicen
que los sabios hasta presencian el futuro. Y todo con una claridad asombrosa y
un realismo inusitado, como si la vida misma desfilase, sin cesar, sobre la
piedra.
De igual modo veo yo mi vida, cuando me miro en
sus ojos, sin necesidad de piedra mágica alguna.
FIN
Cálida trinchera
Milo apartó con un movimiento
enérgico las cortinas que oscurecían la habitación. La poca luz que descendía
del cielo era gris, de otoño, y se enredaba entre las nubes oscuras.
¡Plop!
Una
enorme gota se estrelló contra el cristal.
¡Plop!
¡Plop!
Empezaba
a llover despacio.
–Mier…
da… –protestó. Y su queja se perdió en medio de un incontenible bostezo–. Está
lloviendo –informó, volviéndose hacia la cama.
Camus
abrió un ojo y lo volvió a cerrar con un gruñido perezoso, haciendo más patente
su desgana al cubrirse el rostro con la sábana.
–¿Tan
maltrecho te he dejado? –se burló Milo.
Reaparecieron
los ojos del francés y luego la nariz, fruncida.
–¿No
piensas levantarte?
Media
vuelta y un tirón de la sábana, cubriéndose con ella hasta la coronilla. Sólo
unos pocos de los cabellos oscuros del acuariano quedaron a la vista.
–¿Pero
qué te pasa con la lluvia?
Los
días lluviosos tenían sobre el francés un efecto aletargante; lo sumían en una
tentadora languidez. Soltó una risilla y se lazó sobre el cuerpo acurrucado de
Camus.
–¿Eh?
¿Eh? –insistió sobre su cubierto oído.
Con
la misma facilidad con la que se colaba entre las hojas de los árboles, las
gotas de agua traspasaban el frágil velo de sus recuerdos. La lluvia lo
transportaba a los lejanos y casi olvidados días de su infancia en Rouen, al
calor de un hogar, al abrazo amoroso de unos padres cuyos rostros habían
terminado de desdibujarse años atrás, a desordenados juegos de niños sobre un
mojado empedrado… Allí, entre la calidez de las sábanas y los restos del sueño,
sus recuerdos eran más vivos.
–¿Eh?
La
insistencia de Milo hizo que se destapara y lo mirase por encima del hombro.
–¿Eh?
–el griego repitió una vez más, juguetón.
–Pesado…
–¡Hey!
Se
debatieron juntos, entre risas, con la misma despreocupación y ligereza de sus
juegos de antaño.
–¡Basta!
Basta… –sujetó las manos del griego y, mientras su sonrisa pasaba de la
diversión al candor, contempló su rostro lozano. Nada más lejos de la
melancólica lluvia que la siempre vivaz faz de Milo. El pasado podría
recordarlo cada vez que lloviese, pero, justo frente a él, estaba su presente,
esperando ser vivido–. Y…, ¿a dónde quieres ir? Llueve…
–Mmm…
–Entrecerró los ojos para pensarlo durante unos segundos e inmediatamente
abrirlos completamente en un gesto por demás elocuente–. Mejor hagamos tiempo
mientras escampa…
FIN
Una vieja postal
En el primero, no.
En
el segundo, no.
«Está en el cajón».
Si,
en el cajón. Pero, ¿en cuál? ¿Para qué demonios lo escondía tanto? No es que
alguien fuese a entrar allí a fisgar entre sus cosas.
Cerró
un cuarto cajón sin haber encontrado lo que buscaba y… No había más.
–¿En
qué cajón? –preguntó impaciente–. ¿Dónde lo has metido?
Recomenzó
su infructuosa búsqueda.
No.
Tampoco.
–Pfff…
–resopló–. En serio, Camus, ¿estás seguro de que está aquí? –Molesto, metió la
mano en el cajón y revolvió las pocas cosas que allí había. El tubo no estaba,
pero sí que dio con algo que le llamó poderosamente la atención. Una vieja
postal que, a pesar de los años, conservaba sus vistosos colores tan vivos como
el primer día. La tomó con cuidado y se la mostró al francés–. ¿De dónde la has
sacado? –preguntó, devolviendo la mirada a su descubrimiento.
–De
Saga –Habiendo llegado a la altura del escorpiano, se asomó para mirar la
imagen por encima de su hombro–. Me la dio a la vuelta de aquel viaje a Japón.
Fue su primera misión como Caballero de Géminis, ¿recuerdas?
–Sí…
Todos estábamos emocionados con esa misión; creo que más que él –Volvió la
cabeza para mirar al francés–. Yo
incluso le pedí que me llevara; le juré que no lo molestaría –sonrió con
nostalgia–. Cuando regresó y me la dio, recuerdo que me sentí muy especial.
Siempre creí que me la había traído en compensación por no haberme
llevado… Ahora ya no me siento tan
especial…
–Uh…
Lo siento… –Pegó sus labios a la piel desnuda del hombro griego y la cosquilleó
con un vibrante y sonoro beso.
–Idiota
–Golpeó con la postal la cara del acuariano. Por más que su tono hubiese sonado
casi neutro sabía que Camus se burlaba de él.
El
de Acuario rió suavemente y apoyo la barbilla en el lugar donde habían estado
sus labios.
–¿Sabes?
Creo que justo esa fue su intención. Que todos nos sintiésemos especiales
–aclaró–. Sé que Aldebarán tiene una también y estoy por asegurar que todos
recibimos una igual después de aquel viaje.
–Supongo
que tienes razón –Depositó la tarjeta sobre el mueble y miró fijamente los
intensos colores. Era un llamativo jardín que parecía pertenecer a otro mundo;
a un lugar aparte, sereno y calmo, creado para ser contemplado–. Entonces,
¿crees que compró una para cada uno de nosotros?
–No
–Alargó el brazo y señaló la cartulina–. Mira el borde inferior. Parece como si
hubiese formado parte de algo más grande y hubieran rasgado el papel para
separarla –Le había dedicado mucho tiempo
a esa postal–. Creo que, en algún momento, esto fue la portada de uno de
esos calendarios que suelen regalar en los restaurantes japoneses.
Milo
se dio la vuelta y lo miró con los ojos muy abiertos.
–¿Crees
que Saga los robó?
–Tal
vez… –Ladeó la cabeza–. O tal vez comió muchas veces en el mismo sitio –Se
encogió de hombros–. O tal vez simplemente los pidió –sonrió–. En cualquier
caso, dudo que hubiese podido comprarlos; no es que por aquí sean muy
espléndidos con el dinero para gastos.
A
eso último, Milo no tenía nada que añadir.
–¿Piensas
alguna vez en él?
Camus
sólo asintió.
–¿Crees
que existe esta lugar? –Milo volvió a preguntar tras un breve silencio.
Un
nuevo asentimiento.
–Sí.
Parece ser una fotografía.
El
escorpiano permaneció callado unos
segundos y luego decidió:
–Quiero
que vayamos allí.
–De
acuerdo –Camus accedió al tiempo que abría el primer cajón de la cómoda, el
mismo que Milo había abierto dos veces antes sin dar con lo que guardaba, y
tomó un tubo a medio arrugar que puso ante los ojos del griego–. Pero, ¿quieres
ir ahora?
–No
hay prisa…
FIN
Contagio
–¡Vaya! Esto sí que es para ver.
–Había estado parado bajo el dintel de la puerta desde hacía unos minutos. No
había mucha luz en el cuarto, salvo el tenue resplandor del ocaso que, poco a
poco, iba cediendo terreno a la noche. Camus estaba en la cama, pero sólo ahora
comenzaba a poder vislumbrar su figura con cierta claridad; había vuelto de
Siberia días atrás para entregar su reporte periódico al Patriarca mientras él
estaba cumpliendo con su deber en una irrelevante misión. Por boca de Aioria
había sabido que el francés estaba enfermo–. El maestro de los hielos se ha resfriado.
–Con una gran sonrisa burlona curvando sus labios se acercó a lecho del
doliente.
Camus
sacó un brazo de debajo de las mantas y lo dejó caer pesadamente sobre ellas a
un costado. No era dueño de su cuerpo; dolía como si hubiera estado entrenando
días enteros. Es más, estaba seguro de que si lo hubieran utilizado como balón
en un partido de fútbol no estaría tan molido. Le dolían partes del cuerpo que
ni sabía que tenía y la voz de Milo… ¡Aaah! Le taladraba la cabeza.
–No
estoy resfriado –murmuró cansinamente–. Tengo la gripe –especificó con un par
de tosidos sin fuerza.
–Ooooh…
Pobrecito… –dijo, con un marcado retintín–. ¿Unos virus pequeñitos han podido
contigo? –preguntó, golpeando con el índice la nariz del francés.
–Milo…
–pronunció a modo de queja lastimera.
–Bueno,
bueno… –Rodeó la cama y se acomodó junto al acuariano–. Yo me ocuparé de ti
–susurró a escasos centímetros de su boca.
–Te
contagiaré.
Milo
tomó entre sus dedos el mentón de Camus y devolvió el rostro del francés a su
anterior posición, ya que este había girado la cabeza para evitar el contacto
de sus labios.
–¿Acaso
se te ocurre mejor excusa para pasar unos días metidos en la cama? –Alzó las
cejas repetidas veces.
Camus
hubiera reído, pero dolía.
–No
será divertido si estamos enfermos.
–¡Oh!
Sí que lo será –aseguró Milo–. Y lo mejor será que como tú te curarás antes,
luego te tocará cuidarme a mí…
FIN