domingo, 7 de octubre de 2012

Toca beso... ♥

Bueno, después de haber rozado el momento en varias ocasiones, por fin habrá beso... o3o
No tengo mucho más que decir, sólo aclarar que desde el capítulo anterior a este han transcurrido algunos meses en los que han seguido compartiendo el tiempo y las ganas de estar juntos *O*.
Ahora sí, el capítulo número diez de Efemérides.

Cruzando la frontera. Capítulo 10


               El mar le acariciaba el cuerpo, acogiéndolo en su frescura, balanceándolo y arrastrándolo cada vez un poco más lejos de la orilla. Con cada patada que daba para avanzar, el agua, que iba y venía deslizándose por su piel, lo mimaba y lo adormecía.
                -¡Camus!
                El sonido de su nombre le retumbó en los oídos y acabó con el efecto narcótico en el que el suave bamboleo de las olas lo había sumido. No necesitaba verlo para saber quién era el que lo estaba llamando pero, aún así, se detuvo y dio media vuelta para mirar a su compañero parado en la ribera. Mientras daba una brazada tras otra no había sido consciente de cuánto se alejaba. Milo se veía pequeño y lejano. Contempló por unos segundos la línea de la playa y levantó un brazo para saludar al griego, quien continuaba gritando y saltando para atraer su atención, antes de empezar a nadar de nuevo en dirección al escorpiano.
                Se acercó a la orilla con rápidas brazadas. Primero un brazo, luego otro, recortándose contra el cielo antes de volver a hundirse en el agua. El sol de la tarde llenaba de reflejos dorados la superficie del mar y Camus, chapoteando con los pies, añadía adornos de espuma blanca a la calma extensión marina. Cuando estuvo lo suficientemente cerca se puso en pie y caminó hacia la arena entretanto las pequeñas olas que rompían en la orilla se estrellaban suavemente contra sus piernas.
                -No… -Milo iba a reprocharle al francés el no haberlo esperado pero el reguero de gotitas que corrían por la piel clara del acuariano lo distrajo temporalmente de su queja-. No me esperaste –concluyó.
                -Llegabas tarde y... –se apartó el pelo que chorreaba sobre su rostro-. Hacía demasiado calor. Necesitaba refrescarme –se defendió, antes de que la punta de su lengua asomase entre sus labios para saborear sobre ellos el sabor de la sal.
                Milo pestañeó con rapidez. No podía despegar la mirada de la boca de Camus. Sus ojos estaban prendidos de un par de cabellos que permanecían adheridos a los labios del galo. Alargó el brazo, despacio, dándose tiempo para darle un par de vueltas más a una idea que golpeaba en su cabeza con demasiada insistencia, y, con un delicado gesto, apartó esos pelos de un lugar que no les correspondía.
                La calurosa tarde no evitó que se le erizase el vello del cuerpo. La mirada intensa de Milo que no se había apartado de sus labios, el placentero escalofrío que el fugaz roce de sus pieles le había provocado… Sintió el calor ascendiendo a sus mejillas cuando fue consciente del propio deseo… Y del de su compañero…. Agachó la cabeza. El dorso de la mano de Milo rozaba la suya en una sutil caricia y al levantarla otra vez encontró los ojos azules del heleno, amables y joviales.
                Milo atrapó los dedos de Camus entre los suyos y lo miró con ojos encendidos al tiempo que acortaba la distancia que los separaba. Se sintió enrojecer pero no iba a detenerse… No quería hacerlo. Había anhelado muchas veces que sucediera… ¿Y Camus? Camus no lo rechazaría. Estaba seguro. El de Acuario le acariciaba la mano con el pulgar, alentando su avance, y sonrió, nervioso, mientras ladeaba la cabeza y entornaba los ojos.
                Su corazón latía con fuerza y su cara hervía de calor. Milo se acercaba, muy despacio, como a cámara lenta, y sus músculos se tensaron. Durante un breve instante dudó qué hacer. ¿Detenerlo? No. No era lo que quería. Lo deseaba. Deseaba sentirlo y se rindió a ese impulso. Imitó el gesto del escorpiano, buscando el mejor modo de encontrase con él, y cerró los ojos a la espera de que la tibieza del aliento que ya le acariciaba el rostro se convirtiese en el tacto cálido de los labios Milo.
                -¡Hey! ¡Vosotros!
                Levantó los párpados con presteza. Frente a él, Milo se había quedado estático. Sus ojos centelleaban, furiosos, como los de una fiera enjaulada. ¿Cómo podían ser esos ojos aquellos tan adorables de unos segundos atrás?
                -¿Milo? –llamó. El griego no lo miraba. Su mirada estaba perdida, fija, en algún punto entre los dos.
                La voz calmada de Camus lo hizo reaccionar. Le dedicó al acuariano una cálida sonrisa y tras un fugaz apretón a la mano que aún sujetaba salió corriendo sin decir palabra.
                En cuanto Milo desapareció de su vista Camus se dio cuenta de la proximidad de sus compañeros. ¿Se habrían dado ellos cuenta de algo? Aioria, Aldebarán, Shura y Death Mask estaban ya muy cerca.
                -¿A dónde va Milo?
                Camus siguió la dirección que indicaba el índice del brasileño. Milo iba haciéndose cada vez más pequeño. Su larga cabellera azulina se bamboleaba rítmicamente mientras él  continuaba alejándose a la carrera.
                -Quería hacer ejercicio –mintió con la mirada todavía puesta en la ya minúscula figura del griego.
                -¿Quién quiere correr con este calor? –Aldebarán había arrugado la nariz en un sincero gesto de extrañeza.
                -¿Y a quién le importa? –el guardián de Cáncer se desprendía con prisa de su ropa-. Que haga lo que quiera. No hemos venido hasta aquí para debatir sobre las rarezas de Milo.
                Aioria miró a Camus que, por toda respuesta, sólo atinara a encogerse de hombros y ahora observaba la arena con intensidad. Sonrió. El francés no los había mirado a ninguno desde que llegaran. Curioso. El de Acuario siempre fijaba su azulada mirada en quien tuviera delante, desde que eran pequeños; cosa que siempre le había incomodado mucho. Sentía como si esos ojos profundos pudieran ver en su interior, como si lo interrogasen aunque los labios de su dueño permaneciesen sellados. Nunca había podido mantener una conversación larga con él, enseguida se sentía cohibido; pensar que Camus podía saber lo que pensaba le hacía pensar estupideces… No podía entender  por qué Milo quería esa mirada siempre sobre él… Aunque parecía claro que ahora era el galo el que no se sentía a gusto. Mientras se acercaban tan sólo había podido ver la espalda de su compatriota así que lo que fuese que estuviese pasando entre ellos quedara oculto a sus ojos pero la breve explicación del acuariano no le resultó, en absoluto, creíble.
                -Cierto –dijo-. Ya volverá - y golpeó el brazo del de Tauro mientras lo retaba a gritos  a entrar en el agua antes que él.
                Entretanto sus compañeros terminaban de desvestirse y corrían hacia el agua, Camus se sentó y abrazando las rodillas con los brazos apoyó sobre ellas la frente. El olor de la arena caliente mezclándose con el olor a sal que el mar había dejado en su piel inundó sus fosas nasales y cerró los ojos mientras aspiraba profundamente esa agradable combinación. Unos pasos por detrás de él, Shura colocaba la ropa en un montón. El eco del caminar del español al pisar las diminutas partículas de arenisca resonó bajo su cuerpo y alzó la vista para ver el cuerpo espigado del de Capricornio dirigirse al agua con largas zancadas.
                -¿Todo bien? –Shura se detuvo y miró al francés por encima del hombro con sus ojos oscuros.
                -Todo bien –asintió.
                -¿No vienes?
                - No… -musitó-. Tal vez luego.
                Volvió la vista hacia el extremo de la playa por el que Milo despareciera. En esos momentos luchaban en su interior el deseo de levantarse e ir a buscarlo y la esperanza de verlo aparecer. Contuvo el impulso de salir tras él. ¿Qué pasaría cuándo volvieran a encontrarse? Algo se agitó en su estómago. Pudo escuchar su propia respiración mientras recordaba la sonrisa de Milo. Sintió un cosquilleo en la garganta que le produjo náuseas y que en seguida se extendió por todo su cuerpo. Le había mentido a Shura. No. No estaba todo bien. En realidad, no sabía cómo estaba nada. No tenía ni idea de cómo lo que había pasado o, más bien, lo que no había pasado entre ellos, iba a afectarles. Se dejó caer sobre la arena sintiéndose incapaz de contener el revoltijo de emociones que lo invadían. ¡Por todos los dioses! Había estado a punto de besar a su mejor amigo.
                Durante un momento Milo no supo qué hacer. Quiso gritar, patalear, volverse y de un manotazo hacer desaparecer a sus compañeros, agarrar a Camus y marcharse lejos… Al fin sintió que el corazón se le subía a la garganta y, sin saber muy bien el porqué, sus pies lo instaron a salir corriendo.
                No oía otro sonido que el de sus pisadas golpeando con fuerza la arena a cada zancada. Corrió. Corrió y no se detuvo, pensando en su propia frustración. ¿Y Camus? ¿Cómo debía sentirse él? Aflojó el ritmo sin detenerse, avanzando en línea recta por la orilla del mar. Lo había dejado allí. Después de lo que había estado a punto de pasar… Lanzó una patada a las olas que le acariciaban los pies y dejó escapar un chistido entre los dientes apretados. Después de eso… ¿Volvería a tener otra oportunidad? Se retorció las manos, observando inexpresivamente el horizonte y, de pronto, sintió un cosquilleo ascendiendo por su nariz.
                -¡Maldita sea!
                Furioso, sacudió la cabeza y, de nuevo, corrió. Corrió todavía más, apretando los puños. No sabía a dónde iba pero tampoco podía detenerse.
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                Suspiró cansinamente, golpeteándose la frente con los dedos. Milo no había vuelto. Llevaba ya varias horas acostado pero el sueño le huía. Las sábanas eran un amasijo blanco a sus pies. El calor y sus nervios lo hacían dar vueltas de un lado a otro del colchón. Otra media vuelta. Dejó caer pesadamente la cabeza sobre la almohada y empezó a moverla lentamente de un lado a otro. Su mirada vagaba por el alto techo de la Casa de Acuario. Volvió a sentir aquella inquietante sensación… Cerró los ojos. Tenía que dormirse ya. Giró sobre su costado derecho y se obligó a permanecer quieto, pero sus párpados se levantaron otra vez. Allí, en una esquina, estaban los zapatos de Milo. El griego los había dejado atrás en su repentina huída y él los había traído consigo cuando, tiempo después, todos decidieron regresar. Torció el gesto. Quizás no había sido buena idea… Seguramente a Milo no le haría gracia tener que volver al Santuario caminando descalzo, aunque la idea le hizo esbozar una sonrisa divertida. Suspiró. Ahora sí, sus párpados parecían querer rendirse. No se resistió. La sombra de sus pestañas descendió poco a poco sobre sus ojos, sumiéndolo, al fin, en la oscuridad del sueño.
                Camus dormía. Los números brillantes del reloj le dieron la hora. Las tres de la madrugada. Milo había llegado hacía un buen rato. Su primer impulso fuera despertarlo pero, cada vez que su mano se disponía a posarse sobre el hombro del acuariano la duda lo detenía y allí seguía. Mirándolo. Viéndolo dormir. Acercándose a su rostro lo suficiente para poder respirar su aliento cálido y húmedo. A su lado, Camus se movió y, con cuidado, se apartó para hacerle espacio. En cuanto el francés se quedó quieto nuevamente, deslizó la yema de los dedos por la piel suave de su mejilla. Al otro lado de la ventana una media luna brillante iluminaba la noche.
                Camus se sobresaltó al sentir la caricia en su rostro. No estaba solo. Se incorporó. Milo estaba sentado junto a él y contempló su rostro a la luz de la luna, sonriente y hermoso. Sus expresivos ojos brillaban con un resplandor dorado.
                -Milo… -susurró-. Estás aquí –en cuanto lo dijo se dio cuenta de lo obvio de su afirmación-. ¿Cómo? ¿Cómo es que has venido? –balbuceó-. ¿Cuándo has llegado? ¿Qué haces aquí?
                -Sí –contestó-. Tenía que verte –continuó respondiendo a las preguntas del francés-. Hace un rato y… -dudó de su siguiente respuesta-. Estaba mirándote –confesó, observándolo fijamente.
                Las palabras del griego lo sorprendieron. Agarró las sábanas y se quedó paralizado, con las cejas arqueadas y una expresión que iba reflejando una sorpresa cada vez mayor.
                -Lo hago siempre –el tímido desconcierto del acuariano lo hacía verse más hermoso que nunca-. Cuando paso la noche aquí o tú te quedas conmigo –explicó-. Siempre te duermes primero y yo puedo mirarte.
                Camus tragó saliva. Sus ojos se abrieron un poco más. Debería decirle que él también lo hacía. Que cada mañana que amanecían juntos, porque ninguno había sido capaz de abandonar al otro, lo contemplaba en silencio hasta que sus ojos turquesa se abrían con pereza.
                -Camus –Milo lo llamó-. Lo de esta tarde… -tenía que saberlo ya-. ¿Lo habrías hecho?
                Camus asintió. Notaba la saliva acumulándosele en la garganta pero tenía la certeza de que no encontraría mejor momento para sincerarse.
                -Quería hacerlo.
                -Y… ¿Aún quieres? –preguntó, esperanzado.
                El de Acuario se removió en su lugar y se acomodó de frente al escorpiano moviendo afirmativamente la cabeza.
                Mientras le sonreía, sin poder dejar de hacerlo, Milo alargó su mano para tocar la cabeza de Camus y tomar entre sus dedos uno de los largos mechones del cabello oscuro de su compañero. El gesto sencillo del francés bastó para que todo lo sucedido aquella tarde, todo el tiempo que había tenido que esperar, mereciera la pena. Se mordió el labio inferior. Podía hacerlo…
                Nunca antes Camus había sentido una confusión y una exaltación tan grandes. Milo lo miraba. Podía ver el reflejo oscuro de su propia imagen en sus ojos, podía escuchar su respiración, podía sentirla en la cara… Pero Milo no se había movido. Camus se acercó un poco más a él. Ya no tenía dudas, estaba convencido de lo que iba a hacer y le acarició delicadamente la mejilla, antes de tomarle la mano.
                Milo ladeó la cabeza, persiguiendo los dedos del francés. Los latidos le retumbaban en los oídos como un tambor y percibía un calor ardiente en las entrañas. La emoción lo poseía. Sintió miedo, deseo, ternura… Era el momento que había buscado tantas veces, pero ese ardor, ese dulce deseo, eran nuevos para él. Parpadeó, retornando a la realidad después de permanecer sumido en la mirada esplendorosa del acuariano. La determinación y la dulzura en sus ojos le devolvió los bríos que creyó perder en medio de una repentina marejada de emociones. Esta vez la proximidad del francés le infundió valor; estaba seguro de lo que quería. Se inclinó hacia delante, eliminando la distancia, y, casi sin darse cuenta, su boca se juntó con la de Camus en un contacto suave que le produjo un estremecimiento inesperado pero emocionante.
                Sintió una sacudida por dentro. Los labios de Milo estaban calientes y su cuerpo desprendía un olor más dulce del que podía recordar. El escorpiano se movió, montándose a horcajadas sobre sus piernas y presionando un poco más contra su boca. Estrujó la sábana con una mano mientras enlazaba los dedos de la otra con los del griego. Le ardía la piel. En su estómago algo se encendió y empezó a crecer. Intentó tragar saliva pero tenía la boca seca y sin darse cuenta, exhaló un profundo suspiro al tiempo que separaba los labios. El aroma de Milo estaba presente en la bocanada de aire que tomaba. Abrió los ojos. Sus pulmones se llenaban de aire y en su cabeza revoloteaban las preguntas… ¿Y ahora qué? ¿Qué tenía que hacer? ¿Volver a besarlo? ¿Esperar?
                No tuvo que decidirlo. El heleno tiró de su ropa para acercarlo a él y lo besó con suavidad, tirando de su labio inferior con los suyos, clavándole su mirada audaz, invitándolo. Milo se apartó sonriendo y su sonrisa los hizo reír a los dos. Una alegre carcajada que, por unos segundos, resonó en la silenciosa madrugada estival.
                Camus soltó la sábana que aún sujetaba y acercó su mano, despacio, al rostro de Milo para acariciarle suavemente la mejilla. Seguía sonriendo. Ya no quedaba en él ni confusión ni desconcierto. Y lo besó. Besó su boca entreabierta. Cubrió de pequeños besos sus labios y sus mejillas; saboreando su aliento dulce y caliente.
                Milo se apretó más contra el francés. Le pasó los brazos alrededor del cuello y cuando sus torsos se tocaron su ansia se desbordó. Abrió la boca sobre la de Camus, cubriéndola, abriéndose paso entre sus dientes hasta que su lengua encontró la del acuariano y presionó contra ella, con suavidad. Le pareció suave, húmeda… Su saliva estaba caliente… La sensación le gustó mucho más de lo que había imaginado y permaneció así; explorando el interior de la boca de Camus, sintiendo los tímidos movimientos de su lengua por un tiempo que no se molestó en calcular.
                El corazón de Camus latía con fuerza, sus sienes palpitaban. Descansó sus manos, ahora libres pero indecisas, sobre la espalda de Milo mientras respondía a las caricias de su lengua y paladeaba el penetrante dulzor de su aliento; descubriendo una urgencia que no había esperado. Milo le acariciaba la cabeza distraídamente y, dejándose llevar por un repentino impulso lo rodeó con los brazos y lo tumbó sobre el colchón. Descansando en el hueco de su codo, el escorpiano lo miraba con alegría. Seguía sintiendo la emoción de segundos atrás. Agachó la cabeza y le besó la frente. La devoción que empezaba a sentir se expandía como una brisa cálida en su interior.
                Levantó la cabeza. Camus se había apartado y lo miraba con sus ojos azules. Le dio un rápido beso en los labios e, inmediatamente, lo atrapó con brazos y piernas, haciendo que ambos rodasen por la cama. Cuando lo tuvo bajo su cuerpo se sentó sobre su abdomen. Ahora era su turno para contemplarlo. Escrutó, sin parpadear, el rostro del francés; el brillo en sus ojos; sus entreabiertos labios, rojos y brillantes; el incesante subir y bajar de su pecho… Sintió una intensa oleada de deseo. Le sujetó la cara con ambas manos y se inclinó hasta tocar con la suya la punta de la nariz del francés. Mientras lo miraba desde tan cerca, Milo rió, incapaz de contenerse. Nunca se había sentido tan tremendamente feliz.
                Camus posó, con delicadeza, las yemas de sus dedos sobre los sonrientes labios de Milo. Él también sentía unas enormes ganas de reír, y lo hizo; sorprendiéndose a sí mismo y a su griego compañero que lo miraba encantado. Dejó que escapara por entre sus labios la sincera carcajada que hacía rato crecía en su garganta. No recordaba haberse sentido así antes…
                Cuando las risas cesaron se miraron durante un largo momento. Los ojos de ambos chispeaban y en sus rostros ardía el rubor de la excitación. En la penumbra del cuarto, sus labios se juntaron de nuevo. Un amoroso beso en el que desembocó todo el deseo acumulado en una larga espera.
                Mientras se acariciaban de arriba abajo con curiosidad y ternura, los besos se fueron haciendo más atrevidos y desesperados. Las lenguas trepaban por la del otro sin darse apenas respiro. Hambrientos, no se cansaban de probarse. El deseo aumentó, así como la intensidad de sus entrecortadas respiraciones. Rodaron abrazados por el colchón. Tenían los cuerpos apretados y cada suspiro, cada bocanada de aire compartida, desataban en sus cuerpos deliciosos estremecimientos.
                No tenían idea de cuánto llevaban así. Minutos, horas… Siguieron besándose; despellejándose los labios; hasta colmar las ansias de un amor mucho tiempo retrasado.
                Poco a podo los besos se calmaron, haciéndose más tiernos, más suaves, hasta que el contacto no fue más que el roce ligero de una pluma. Después, se quedaron tumbados, uno frente al otro, mirándose en silencio.
                Los largos cabellos de Milo caían desordenados sobre su cuello y sus hombros. Lentamente, Camus levantó la mano para peinarlos, pasando entre los dedos pequeños mechones que luego acomodaba, parsimoniosamente, detrás de su oreja. Milo sabía que estaba sonriendo como un niño pequeño. Los ojos de Camus brillaban con calidez y saberse poseedor de esa mirada lo hacía reír de placer.
                -¿Por qué te ríes? –Camus deslizó, con delicadeza, su dedo a lo largo del contorno del rostro de Milo.
                -¿Por qué te ríes tú? –preguntó con tono alegre.
                -Yo no me estoy riendo –Camus negó.
                -Sí lo haces…
                -No –volvió a negar, esforzándose por no darle la razón al griego.
                -Sí –Milo reforzó su respuesta con movimientos afirmativos para oponerse a la nueva negativa del francés-. Sí –insistió-. Sí. Sí. Sí… -lo repitió una y otra vez hasta que Camus echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada-. ¿Lo ves? Te ríes –la sonrisa del francés le resultó reconfortante. Tan franca e inocente-. Yo tenía razón. Yo gano.
                -De acuerdo –aceptó-. Tú ganas –dijo, mirándolo con la sonrisa aún en los labios.
                Una brisa hinchó las cortinas, trayendo consigo el aroma del mar.
                Milo deslizó la mano por debajo de la ropa de Camus, acariciando la deliciosa y novedosa piel de su abdomen.
                -Milo… -detuvo la caricia del griego sujetándole la mano por encima de la tela-. Creo que deberíamos…
                -¿Volver a empezar? –sugirió, asintiendo.
                Camus se acercó y rozó sus labios, fue apenas un beso. Tan sólo un toque suave.
                -No –dijo-. Dormir –y señaló la ventana-. Ya casi amanece.
                Milo se volvió para comprobar lo que Camus decía. La claridad del alba se abría paso entre las sombras de la noche.
                -¿En serio quieres dormir? –Camus tenía razón pero ni quería dormir ni creía ser capaz de hacerlo.
                Volvió a tumbarse frente al acuariano. Camus seguía mirando hacia fuera con aire ausente, como si no lo hubiese escuchado pero, de repente, sonrió. Pestañeó con lentitud y al instante siguiente estaba mirándolo a los ojos con tal intensidad que Milo no necesitó más respuesta. Se colocó encima de él y sus ojos se recrearon, observándolo por un momento, antes de buscar sus labios.
                Camus lo detuvo antes de que pudiera alcanzarlos.
                -Lo siento –dijo.
                -¿Qué sientes? –preguntó con inquieta curiosidad. No entendía por qué podía estar excusándose.
                Los ojos de Camus pasaron del rostro de Milo a una esquina del cuarto.
                -Ah… –soltó aire, aliviado-. Eso…
                Siguiendo la mirada del de Acuario había descubierto la razón de su disculpa.
                -Los vi cuando llegué y… Bueno… –ladeó la cabeza y entornó los ojos-. Creo que podré perdonarte –dijo suavemente, cerrándole los párpados con los labios-. Ahora… ¿Crees que podrás dejar de pensar?
                Camus sonrió a la sonrisa que, lentamente, había ido apareciendo entre los labios de Milo y asintió. No había nada más en lo que pensar.
                Mientras en el exterior del templo el calor del verano estallaba con el nacer de un nuevo día, abrazados sobre sábanas revueltas, ellos construían nuevos recuerdos.

CONTINUARÁ…


               En estos momentos ellos serían más jóvenes de lo que representan aquí, pero este beso me pareció perfecto  
                

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