El bergantín fantasma
-Me voy –dijo levantándose-.
Llevamos horas aquí y no ha pasado nada.
-Aioria,
espera –pidió Milo-. Será esta noche. Estoy seguro.
-Me
da igual –replicó-. Estoy más que harto. Quédate tú, si quieres. Esto es una
tontería. ¿Venís? –preguntó mirando a sus otros compañeros.
-Sí,
yo me voy contigo –Aldebarán también se puso en pie-. ¿Camus?
El
de Acuario miró a Milo.
-No
–dijo-. Yo me quedo.
Él
tampoco estaba muy seguro de qué estaban haciendo allí pero la absoluta creencia
del griego en esa vieja historia había despertado su interés. Esperaría.
-Como
quieras. Hasta luego –se despidió el de Leo dando ya los primeros pasos de
vuelta a las Doce Casas.
-Buenas
noches –saludó también el guardián de Tauro, caminando tras Aioria.
La
luz naranja del disco solar había terminado de hundirse en el mar tiempo atrás
y ahora, sobre las calmas agua del Egeo era la blanca luna la que se reflejaba.
-Gracias
–musitó Milo con la mirada fija en algún punto frente a él.
-De
nada.
-Ellos
se lo pierden –ahora miraba fijamente al francés mostrándole una enorme
sonrisa.
Camus
le devolvió el gesto y ambos retomaron su posición anterior, mirando al mar.
-Milo…
-llamó-. ¿Estás seguro de que este es el lugar? –preguntó unos minutos después.
Se había levantado viento y pequeñas gotas comenzaban a caer sobre ellos.
-Sí
–aseguró-. Este es el lugar y esta es la noche. He oído esa historia cientos de
veces. Espera y verás. Aparecerá de entre las aguas –su voz se cargaba de
emoción a cada palabra-. Un barco pirata repleto de tesoros…
El
acuariano sonrió de nuevo ante el entusiasmo de su compañero. Sólo esperaba que
ese navío apareciese. Por nada del mundo querría ver la desilusión pintada en
el siempre alegre rostro de Milo.
Los
párpados comenzaban a pesarles demasiado. Sólo el aire que agitaba sus cabellos
obligándolos, de cuando en cuando, a apartárselos de la cara los mantenía despiertos. El agua había cesado
de caer y la tentación de ceder al sueño era cada vez mayor.
Un
débil repique sonó en la distancia y, alertados por ese sonido, ambos
Caballeros abrieron sus ojos a tiempo de divisar la silueta de un rayo
dibujándose en el cielo negro de la noche. Gruesas gotas golpeaban ahora sus
rostros y la arena de la playa sobre la que estaban tumbados se había
convertido en un duro y áspero suelo de madera.
El
capitán, un hombre alto, moreno, de larga cabellera oscura gritaba maldiciendo
ese día, ese lugar, esa hora… La campana había repiqueteado ya marcando la
media noche…
El
temporal arreciaba y ellos estaban ahí ahora; bajo la lluvia, en medio del
viento que sopla, del estrépito de los cables y las velas ondulándose con
fuerza, de los bramidos del mar, de las olas inmensas… Sus ojos se cruzaron. Alumbrados por la
resplandeciente luz de una lámpara colgada del palo mayor los miembros de la
tripulación se afanaban en su tarea. Desplegaban velamen, ataban cabos,
gritaban y peleaban con furia contra los elementos; queriendo evitar que la
nave se hundiese. Los jóvenes Santos de Atenea garraron una gruesa maroma. Sus
doradas armaduras no cubrían ya sus cuerpos. Tan sólo unos raídos ropajes los
protegían del azote de la lluvia. Eran dos marineros más y si la situación no
mejoraba se hundirían con el barco y sus tripulantes.
El
Capitán gritaba y ordenaba con los ojos enrojecidos, brillantes por el furor y
la ira. El bergantín, con las velas tensas, se dirigía derecho hacia las rocas
rasgando la niebla a su paso y él seguía gritando, blasfemando y jurando.
Todo
parecía perdido. Camus aferró con fuerza la mano de Milo que aún peleaba con la
soga y tiró de él.
-¡Saltaremos!-
gritó.
La
madera crujía mientras las rocas se abrían camino en el casco del barco y ellos
se lanzaban al agua tomados de las manos.
No
podía respirar. Sentía su cuerpo pesado, frío y dolorido. Tenía que subir pero
algo lo arrastraba hacia abajo, al fondo. No tenía fuerzas para nadar; el mar
embravecido era más fuerte… Abrió los ojos. Estaba de rodillas sobre la arena
suave de la playa. Respiraba con intensidad procurando llenar sus pulmones de
un aire que ya pensó no volvería a respirar. Milo, tumbado a su lado, tosía.
Se
miraron. Estaban desconcertados. ¿Qué había sucedido? Como si hubiesen tenido
la misma idea se volvieron para mirar al mar. La proa del viejo navío desaparecía
entre las aguas. El barco, la tripulación y sus tesoros retornaban al fondo
marino.
Al
día siguiente regresaron a la playa. Allí todo parecía normal. El mar estaba en
calma y por ninguna parte se veían restos de un naufragio. Tal vez lo habían
soñado. Quizás se habían quedado dormidos y no había sido más que un sueño. No
se dijeron nada. Con un mudo acuerdo decidieron olvidar el tema. Caminaban de
vuelta cuando un reflejo entre las arenas les llamó la atención. Un par de
monedas; dos antiguos doblones de oro resplandecían bajo el sol del mediodía
entre unos pedazos de amarfilados huesos roídos por los peces. No dirían nada.
Ese sería su tesoro secreto. El recuerdo de una inexplicable aventura.
FIN
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