miércoles, 23 de mayo de 2012

Ofrenda

Nunca está de más tener el favor de los dioses XD
Ofrenda es uno de esos one-shots cortitos que surgen de un idea momentánea. Es bastante fluffy-fluffy, pero responde a mi idea de los dos <3



Ofrenda



                 Adoro esos arrebatos suyos, que no son más que la demostración tangible de su alma limpia y su decidida voluntad.
           Sé que deseaba que le encomendasen esa misión. También era mi anhelo. Hubiera sido una excelente oportunidad para que se escapase a Siberia. Mañana partiré de nuevo a cumplir mis obligaciones para con mis alumnos y no podemos saber cuándo volveremos a tener oportunidad de encontrarnos.
                Afrodita ha sido el elegido. Ha sido una decisión lógica.
                ¿Lógica?
                Esa explicación no le resulta satisfactoria. Lo sé. A mí tampoco me consuela. Me siento como él. De nuevo nos hundiremos en interminables y solitarias jornadas. Echándonos de menos. Sin querer abrir los ojos al despertar para no darnos cuenta de que estamos solos; de que si extendemos los brazos no nos vamos a tocar; de que no habrá besos ni caricias, ni miradas ni sonrisas; de que sólo están el vacío y el deseo, quemándonos por dentro.
             Se acerca y aprieta contra mí su cuerpo. Apoya su cabeza en mi hombro y yo, entonces, aprovecho para frotar mi nariz contra su melena y sentir como sus cabellos me hacen cosquillas en los párpados. De repente, sin que lo espere, me agarra por la cintura y, en una hábil maniobra, me tumba sobre la hierba.
                Echado sobre mí y con el rostro a un dedo del mío, me muestra su encantadora sonrisa. Sé lo que piensa, porque es lo mismo que pienso yo. El tiempo que nos queda es demasiado poco como para perderlo dándole vueltas a algo sobre lo que no tenemos ningún control. Se inclina y me besa, con ardor incontenible, una y otra vez. Me encanta ese gesto de ternura que le brota espontáneamente.
                Mientras reposa en mi pecho me asaltan inquietantes preguntas que no puedo evitar su adueñen de mis pensamientos. ¿Cómo hubiera sido mi vida si no le hubiera conocido? ¿Cómo podría vivir sin amarle? Sé que es el miedo. Ese miedo incontrolable que se apodera de mí cada vez que tengo que separarme de él. Acaricio su cabeza, tratando de alisar la arruga, que su aún no disuelta disconformidad, ha dibujado en su frente. Eleva un poco la cabeza y la mía se aproxima para besarlo. Lo atraigo hacia mí y, haciéndole reposar su cabeza en mi regazo, como sé que a él tanto le gusta, empiezo a acariciar su cabello, posando, a cada poco, mis labios sobre su frente, sus párpados, sus mejillas… Mimando ese rostro que adoro.
                Comienza a besarme de nuevo. Sus labios me embriagan. Está hecho de fuego y ese ardor que me transmite me llena de deseo. Siento sus manos, ansiosas, recorrerme y su cuerpo frotándose contra el mío. Sus caricias me trastornan y mi piel bulle sintiendo su aliento.
                Se ha detenido. Desde su posición, sobre mí, me observa, y yo me pierdo en su mirada. Una mirada cargada de determinación. Contundente. Incendiada de deseo. Me rindo a sus caprichos. La necesidad es mucha y el tiempo escaso. Esta noche le entregaré mi cuerpo, con esa pasión que me domina cada vez que sé que va a estar lejos de mí.
                Quisiera expresarle todo lo que siento, pero no tengo palabras. No puedo encontrarlas ahora. Nada que no sea el roce de su piel contra la mía me interesa. Lo siento encima de mí y lo acojo entre mis piernas. Nos besamos larga y profundamente; con los ojos cerrados. En total entrega. Perfectamente encajados, uno en otro, sintiéndonos de pies a cabeza; nos mecemos despacio, en armonía, prolongando al máximo el placer.
                Aquí, en este solitario paraje, donde hemos decidido perdernos, ofrendaremos nuestro encuentro al insaciable Eros*, rogándole consuelo para las almas de estos dos leales servidores.


FIN


*En la mitología griega Eros era el dios primordial responsable de la atracción sexual, el amor y el sexo. Eros era, principalmente, el patrón del amor entre hombres, dejando que Afrodita se ocupase del amor de los hombres por las mujeres.



martes, 15 de mayo de 2012

Coloreando...

Hoy expresaré mi amor por la linda parejita de un modo diferente... La verdad es que ni de lejos es lo mío, pero de cuando en cuando me apetece dibujar, me distrae y me relaja; y, como además, tengo especial debilidad por imaginarlos de chiquitines o en plan chibi os dejo aquí uno de mis garabatos :P

Advierto que soy incapaz de dibujar sin tener un modelo delante; no estoy en absoluto dotada para ello. Todos los dibujos que he hecho son "adaptaciones" de imágenes que otras personas hicieron antes y que me me gustaron para ellos, porque de algún modo, me parecían escenas que los dos pudieron vivir.

A ver qué os parece...

Beso griego









lunes, 7 de mayo de 2012

Vuelven los niños :3

Después de haberme pasado casi un año en blanco, escribiendo sólo alguna que otra historieta corta cada montón de meses, había empezado a sentir que mis ideas fluían de nuevo delante del papel; pero igual que la lluvia me inspiró "Temblando", en los últimos días el ver caer gotas sin cesar me ha despertado la melancolía... Mi batería se ha descargado, pero como los niños siempre me animan y ya casi va a hacer un año que no actualizo Efemérides, publico hoy el capítulo cuarto de los que ya tengo escritos a ver si los peques me dan un empujón :3


Capítulo 4. Distancia



Durante las siguientes semanas los aprendices fueron enviados a los que serían sus lugares de entrenamiento los próximos  años. Tan sólo Aioria permaneció en el Santuario junto con su hermano y Saga. No volverían a verse hasta que estuvieran preparados para recibir sus Armaduras.
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                Verkhoyansk*, en Siberia Oriental. Ese había sido el destino de Camus. La pequeña población, conocida como el “polo frío el mundo”* sería su hogar mientras durase su entrenamiento.
                Cuando abandonaron Grecia su maestro le contó que se dirigían al lugar más frío de la Tierra. En aquel momento creyó que exageraba pero ahora estaba convencido de que decía la verdad. Había empezado a congelarse días atrás, cuando pusieron pie en Rusia. Se animó pensando que se aclimataría pero ya habían pasado varios días y aún no se acostumbraba. Su mentor andaba ligero. Ese clima inclemente parecía no afectarle en lo más mínimo. Él caminaba, o algo parecido, unos metros por detrás, siguiéndolo a duras penas, pertrechado con más abrigos de los que jamás hubiera pensado poder llevar encima. Y se había quedado corto. La cosa empeoraba según avanzaban y a esas alturas ya había dejado de sentir algunas partes de su cuerpo.  Conocía la nieve. En su ciudad nevaba en invierno y siempre le había gustado jugar con el helado elemento, pero eso era demasiado. Mirase a donde mirase no veía más que un desértico paisaje blanco y congelado. Las palabras de Death Mask regresaron a su cabeza. Aunque no notaba nada raro en su entrepierna sí empezaba a temer por su nariz.
                Pararan en una modesta tienda a proveerse de víveres y útiles de primera necesidad antes de continuar camino. Porque no vivirían dentro de la ciudad, no. Aún caminarían un poco más hasta perderse en la nieve y dejar de ver cualquier rastro de civilización. No se sentía capaz de conseguirlo. Jamás lograría convertirse en Caballero. Se moriría de frio antes de alcanzar su objetivo. La tristeza lo invadió, por unos instantes, hasta que esa sensación se transformó en vergüenza de sí mismo. Había hecho una promesa y tenía que cumplirla. Estaba seguro de que él no se rendiría; nunca lo hacía, y, por supuesto, no se permitiría decepcionarlo.
                Su maestro se detuvo. Parecía que, por fin, habían llegado. Una pequeña cabaña de madera en medio de la nada. Ahí vivirían. Desde fuera no parecía gran cosa pero en cuanto puso un pie dentro y dejó de sentir ese viento helado azotándole el rostro la consideró un palacio.
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                El destino de Milo había sido mucho más benévolo, al menos en lo que al clima se refería. El futuro Caballero de Escorpión completaría su entrenamiento en Milos, “la isla de los colores”*, la más occidental del archipiélago de las Cícladas.
                A poca distancia de Adamas, su principal puerto, el joven griego se instalaría, junto con su maestro en una humilde barraca de, a su parecer, incierta solidez. Se la quedó mirando por unos instantes. Debían haberse gastado todo el dinero en las Armaduras de Oro, porque, desde luego, con el alojamiento no se habían lucido. Un gesto de su mentor, instándolo a entrar lo hizo ponerse en marcha de nuevo. Dejó sus cosas en el que iba a ser su cuarto y salió, otra vez, al exterior. No estaba seguro de que esa casita no se le fuera a caer encima.
                Se sentó en la fina arena de la playa y hundió sus manos en ella. Era suave y cálida. Fijó su mirada en las tranquilas aguas del Egeo, tan azules como sus ojos, y se perdió en sus pensamientos. Debería sentirse afortunado. Viviría en la playa, bajo el sol, en su tierra…,  pero no estaba contento. Allí estaría solo y a él le gustaba la gente. Apreciaba a su maestro, era un gran hombre, estricto pero justo. Le debía mucho. Aunque no todo había sido coser y cantar. Sus caracteres habían chocado en un principio y los dos habían tenido que ceder y aprender a tolerarse. De hecho, ambos habían hecho una muy buena labor el uno con el otro. Milo ya tenía muy bien enseñado a su mentor pero no creía que tenerlo como única compañía fuera a bastarle. Sólo dos días desde que partieran del Santuario y ya extrañaba  la rutina a la que se había acostumbrado, la peculiar familia que eran… Echaba de menos sus incesantes discusiones con Aioria, las constantes pullas del insufrible cangrejo, los consejos de Saga… En definitiva, su vida.
                Se levantó de un saltó cuando escuchó a su preceptor llamándolo para la cena. Se sacudió las manos para deshacerse de los diminutos granos de arena que se le habían quedado pegados. Tendría que lavárselas. Unas minúsculas y brillantes partículas insistían en quedarse donde estaban. Le dedicó una última mirada al mar. Ni sabía cuánto tiempo estuvo perdido en sus cavilaciones, pero debió ser bastante porque había oscurecido. Ahora el mar y el cielo se fundían en un tono azul más oscuro, distinto del de sus ojos, más parecido al de los de aquel que había comenzado a echar de menos semanas atrás. Camus había desaparecido de su vida súbitamente. De un día para otro su maestro decidió que tenían que partir. Ese hombre parecía no llevarse bien con los relojes. Podía pasar de la más absoluta calma a un loco frenesí sin razón aparente. Quizá se le había congelado la parte del cerebro que sirve para medir el tiempo. Ojalá Camus no terminara como él.
                Se dio media vuelta y caminó hacia donde su maestro lo esperaba. Un día, no muy lejano, volvería al Santuario para reclamar su Armadura y Camus estaría también allí. Se lo habían prometido en una precipitada despedida y estaba seguro de que ambos cumplirían su palabra.
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                Siete de Febrero. Su cumpleaños. Se había levantado temprano, como todos los días desde que llegara a ese congelado lugar, hacía ya más de un año, para iniciar su rutina de entrenamiento. Era casi la hora de comer. Daría por concluida la sesión hasta la tarde. Estaba tirado sobre el hielo, inhalando y espirando a un ritmo acelerado. Tenía los ojos cerrados y recordaba lo pésimo que había sido su primer cumpleaños en Siberia. Su regalo había sido un curioso dato que de nada le iba a servir pero del que estaba seguro no se olvidaría. Ese mismo día del año 1892, en ese mismo lugar, se había registrado la temperatura más baja de la historia, -69’8oC*. Sonrió. ¿Se acordaría su maestro del día que era? Ojalá. No esperaba un regalo, pero sí le gustaría, al menos, una felicitación. Lo admiraba y lo respetaba. Había hecho tanto por él… En ese último año fuera su constante apoyo en el arduo camino que lo separaba de su meta. Era consciente de cuánto había mejorado y todo gracias al Caballero de Plata. Se conformaría con un gesto; una caricia o con una de sus escasas sonrisas. Sólo lo tenía a él.
                Se levantó del suelo y se dirigió a la cabaña. Caminaba sin prisas, el frío hacía ya tiempo que dejara de ser un problema. Desde que estuvo seguro de que no moriría congelado todas sus fuerzas las había concentrado en aprender. Valo se lo había dicho desde el principio. El entrenamiento sería duro, muy  duro. Acorde con el poder de la Armadura que pretendía. Debía estar a la altura.
                Cuando entró en la pequeña cocina su maestro lo esperaba sentado a la mesa. Con un gesto le indicó que se sentara y comieron en silencio. Definitivamente no recordaba el día que era y Camus se sintió entristecer. Pidió permiso para marcharse en cuanto terminó con el contenido de su plato pero no lo obtuvo. Fue el finlandés quien se levantó, salió y a los pocos minutos volvió con dos paquetes envueltos en un horrendo papel marrón que entregó a su sorprendido discípulo.
                El pequeño los abrió sin saber muy bien qué pensar. Los ojos de Camus se hicieron muy grandes cuando descubrió el contenido del primer paquete. Un libro. En francés. Su maestro pensó que sería una pena que olvidase su lengua natal. Le dio las gracias con una sonrisa y se afanó en abrir el segundo de los bultos. Bizcocho. Sus jugos gástricos se pusieron a cien. En todo el tiempo que llevaba allí no había vuelto a probar un dulce. Su dieta, si bien era sana, no era precisamente el sueño de un niño de seis años. Compartieron la  modesta tartaleta y cuando hubieron terminado Camus se levantó y abrazó tímidamente al hombre sentado a su lado susurrándole un sentido gracias. Su maestro le revolvió el pelo y le indicó que se retirase a meditar. Tenía que perfeccionar su autocontrol. Sus técnicas serían más efectivas ejecutadas en total calma y sin titubeos. Con la mente libre de distracciones. Faltaba poco para que volvieran a Grecia y debía estar preparado para que la Armadura de Acuario lo aceptase como su legítimo portador. Camus sabía lo que eso significaba. Hoy meditaría y mañana se pasaría el día en el hielo, bajo la implacable mirada del finlandés, en un arduo entrenamiento; hasta que el dolor de sus entumecidos músculos lo obligase a parar. Conocía muy bien a su maestro y había aprendido que ese hombre no tenía medida. Lo que no se haga hoy, deberá hacerse mañana. Esa era su frase preferida. Lo que no entendía Camus era por qué no se podía repartir.
                Sentado sobre su minúscula cama, Camus intentaba hacer lo que se le había ordenado, pero vaciar su mente se le estaba haciendo especialmente difícil. A su cabeza acudieron un montón de recuerdos y aunque ese día había sido más especial de lo que se hubiera atrevido a imaginar no podía evitar pensar en alguien más con el que le hubiera gustado compartirlo.
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                Milo se sentía especialmente feliz ese día. Su maestro acababa de comunicarle que en poco tiempo partirían rumbo al Santuario. Estaba preparado para recibir su Armadura. No le cabía la menor duda de que se la merecía. Durante casi dos años había soportado un severo entrenamiento; doloroso, las más de las veces, y agotador, siempre. Por suerte, poseía un espíritu enérgico que le impedía rendirse.
                Su maestro sabía que era un encarnizado trabajador pero aún así le sorprendió, más de una vez, la extraordinaria resistencia que el pequeño demostraba; tanto física como moral. La técnica del Escorpión esta intrínsecamente unida al dolor y, a pesar de no ser más que un crío, Milo parecía haberlo comprendido y la aplicaba sin titubeos. Sería un rival difícil de vencer, sobre todo porque parecía disfrutar en el combate. Su actitud arrogante y su entusiasmo lo convertirían en un gran guerrero.
                Estaba plantado en medio del cuarto repasando mentalmente todo lo que tendría que empacar. En realidad, poca cosa. Prácticamente lo mismo que había llevado consigo dos años atrás. Algo de ropa, que en ese tiempo se le había quedado más bien escasa,  y una importante pila de libros que aún no sabía cómo iba a cargar. Le pareció increíble pero los había leído todos. Su maestro los consideraba parte del entrenamiento así que cada cierto tiempo le entregaba uno que; ya fuera por falta de algo mejor que hacer o porque realmente disfrutaba leyendo, cosa que no admitiría jamás; devoraba en pocos días. Además, él no quería ser el Caballero más tonto de la Orden. Se le ocurrían mejores candidatos a ese título. Esa idea lo hizo sonreír. Pronto volvería a ver a sus compañeros y las cosas serían otra vez como antes. Recordó algo muy importante que no podía olvidar. Su caja de los tesoros. La había escondido bajo uno de los tablones que estaban sueltos en el suelo. Ahora pesaba más que antes, estaba un poco más llena. Durante ese tiempo en Milos había ido recopilando diferentes objetos que le recordarían su estancia en la isla. La abrió para echar un vistazo en su interior. Sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa. ¿Habría pensado alguna vez en él? Pronto lo sabría.


Cotinuará…



*Aclaraciones

Verkhoyansk: situada en el extremo nororiental de Siberia es conocida como “el polo frío del mundo”. Está considerada como la ciudad más fría del mundo ya que el 7 de Febrero de 1892 registró la temperatura más baja de la historia para una población estable, -69’8oC.
La isla de los colores: Milos es conocida como “la isla de los colores” gracias a sus espléndidas bellezas de origen volcánico. Adamas es el puerto principal de la isla y en donde, junto con Plaka, la capital, transcurre la vida más activa de Milos.


No encontré ninguna que encajase con lo que se cuenta en el capítulo, pero aquí quedan los nenes lindos :3