jueves, 22 de marzo de 2012

Poniéndome al día

El tiempo no ha sido generoso conmigo últimamente; demasiada rutina y poco tiempo libre así que para desconectar me hice un viajecito al país de mi Caballero favorito... La Bretaña y el Mont Saint Michel me han llenado la cabeza de ideas varias que espero poder aprovechar escribiendo sobre mi adorada pareja *-*

Por el momento y para recuperar el ritmo, dejo aquí el tercer capítulo de Efemérides


Capítulo 3. Compañeros


Dos semanas desde su llegada al Santuario.
Los días habían pasado veloces entre los entrenamientos físicos y las horas de estudio. Shura había resultado ser un gran maestro y, a estas alturas, ya podía comunicarse con el resto del mundo de un modo bastante aceptable. Lo que mejor dominaba eran los insultos. Gracias a Milo y Aioria había adquirido un amplio conocimiento en ese campo. Durante algún tiempo pensó que el saludo oficial en ese lugar era: “¡Hola, idiota!”. Esos dos se habían pasado a diario por sus clases con el de Capricornio, para regocijo suyo y desespero de este último. Le divertía sobremanera escuchar sus incesantes discusiones que comenzaban a causa de nada y terminaban sin nadie como vencedor. En más de una ocasión el joven español los había mandado fuera, demostrando que también poseía un vasto saber en el campo de los improperios. Cada vez que eso había sucedido un sonriente Milo lo esperaba en las escaleras para preguntarle por su día y charlar un rato con él, pero hoy ni siquiera había aparecido por allí. Estaba ya a punto de irse cuando escuchó unos pasos apresurados a su espalda.
-¡Ho… -Milo iniciaba un caluroso saludo que se perdió en su garganta cuando abrió la puerta y vio a Camus abrazando a un desconcertado Shura-. …la –concluyó.
Al oir la voz del griego, Camus se giró para ver como Aioria, que llegaba a la carrera, chocaba contra la espalda de un contrariado Milo que se había quedado clavado en medio de la entrada, sujetando aún, el pomo de la puerta. El de ojos turquesas avanzó unos pasos, trastabillando, por el empujón y se giró para espetarle a su compañero:
-¡Mira por dónde vas, idiota! –aunque no fuera eso lo que en realidad le había molestado.
-¡Y tú quítate de en medio, imbécil! –rebatió el de Leo.
Shura resopló temiéndose el jaleo que comenzarían esos dos. Camus se apartó del español y alzó un poco la voz para intentar detener a sus compañeros antes de que se enzarzaran en una de sus ridículas disputas.
-¡Hoy es el cumpleaños de Shura! –informó.
-¡¿Eh?! ¿Sí? –interrogó Aioria mirando alternativamente a Shura y Camus-. Felicidades Shura –le deseó, sin mucho entusiasmo.
-Sí. Felicidades, Shura –repitió Milo, mostrando una media sonrisa-. Por eso lo abrazaba cuando llegó. Estaba felicitándolo. De repente su mal humor había desaparecido. ¿También lo abrazaría cuando fuese su cumpleaños? Seguro. ¿Por qué no? Mientras veía como Camus recogía sus libros otro pensamiento vino a nublar de nuevo su gesto. Faltaba una eternidad para su cumpleaños.
Camus se despidió con un gesto de su joven profesor y salió tras Aioria. Shura, como si supiera lo que se le pasaba por la cabeza a Milo, se acercó a él y le dijo bajito:
-Su cumpleaños es el siete de febrero.
Milo se giró sorprendido y se encontró con un sonriente Shura que lo miraba con paternalismo.
-Te gusta, ¿no es verdad? –le preguntó, aumentando su sonrisa.
-Sí –admitió con total naturalidad-. Es… bonito –argumentó.
-¿Bonito? –cuestionó el de Capricornio-. ¡Milo! Es un niño, no una cosa. No puede ser bonito.
-Pues entonces… ¿qué es? –pidió explicaciones el más pequeño.
-Pueeesss… -Shura se encogió de hombros-. Supongo que bonito puede valer –aceptó tras pensarlo por unos instantes.
Milo asintió y, tras despedirse de Shura, salió a la carrera tras los otros dos.
Aioria y Camus se habían detenido a esperar al rezagado y charlaban con poca disposición.
-¿Cómo supiste que cumplía años hoy? –preguntó el león.
-Su maestro me lo dijo cuando llegué –respondió, sin más.
Estos dos no se habían encontrado el atractivo. Para Camus, Aioria era un apéndice de Milo y como tal lo aceptaba. El de ojos verdes, por su parte, no entendía qué era lo que tanto le interesaba a su compatriota de éste pequeño. No discutía, no se peleaba, cumplía con todas sus tareas…, ni siquiera hablaba demasiado. La continua rivalidad con el escorpión hacía que siempre tuvieran algo que decirse, pero con Camus no sabía por dónde tirar.
Milo llegó para librarlos del silencio. Había tenido una idea.
-Hubiera estado bien poder regalarle algo –dijo, nada más llegar a donde se encontraban sus compañeros.
-¿Cómo qué? –preguntó Aioria-. No tenemos dinero ni podemos salir de aquí –le recordó a su amigo.
-Mmmm –simuló estar pensando en algo, aunque la respuesta la traía ya pensada de antemano-. Unas manzanas –expuso de repente-. El árbol de las manzanas rojas no está lejos. Aún nos da tiempo –explicó esperanzado, mirando al pequeño galo. Era una oportunidad para pasar un rato más a su lado.
Camus asintió con la cabeza. Manzanas. Unas rojas y sabrosas manzanas podrían ser un buen presente. Le gustaría mucho poder reglarle algo para agradecerle las molestias que se había tomado con él.
-Sí –dijo rotundo. Miraba con ojos brillantes a un complacido escorpión.
Milo agarró su mano y emprendió la marcha hacia el pequeño bosquecillo en el que se encontraba el famoso arbolito. Un apático Aioria los seguía de cerca. No tenía nada mejor que hacer.
En seguida llegaron a su destino. Estaban los tres parados delante del árbol pensando cómo alcanzar las manzanas, bastante lejanas de sus manos. De pronto Milo dio un codazo al de Leo y le dijo:
-Ponte a cuatro patas y yo me subo a tu espalda.
-¡Ja! –exclamó-. Ponte tú a cuatro patas. ¡Y no me des golpes, estúpido! –añadió, sintiendo aún el dolor en sus costillas-. Además, en todo caso debería ser Camus el que se subiera. Pesa menos, listo –terminó en tono de burla.
-Pero es más pequeño, idiota –rebatió, imitando su tono-. No llegaría.
Mientras los otros dos discutían Camus tomó la iniciativa. Las manzanas se caerían solas antes de que se pusieran de acuerdo. Dejó sus cosas en el suelo y se acercó al manzano. No era demasiado alto, ni su tronco muy grueso. Aunque no había trepado nunca a un árbol le pareció que podría hacerlo. Su tronco escamoso y algunas pequeñas ramitas le ayudaron en su cometido.
Milo no pudo verlo porque le había dado la espalda para discutir con Aioria, pero éste sí vio la maniobra del francés y con un gesto de su cabeza le indicó al escorpión que mirara hacia atrás.
-Vaya. Es más listo que nosotros –comentó algo avergonzado.
-Será más listo que tú –especificó el otro-. Aunque, para eso, no hace falta demasiado -sentenció.
Milo iba a replicar pero la voz de Camus lo detuvo:
-¡¿Podéis ayudarme?! –les gritó. Se había sentado en una de las ramas, lo suficientemente gruesa como para aguantar su peso, y ya tenía en las manos unas cuantas de las apetecibles manzanas.
Milo golpeó el hombro de Aioria en venganza por ese último comentario y se dirigió hacia el árbol a recoger lo que Camus le ofrecía. Depositó las manzanas en el suelo y luego tendió sus brazos hacia el de Acuario.
-Salta –ordenó-. Yo te sujeto.
Camus lo miró con desconfianza.
-En serio –insistió-. Te prometo que no te dejaré caer.
Continuaba indeciso. No es que no se fiara. Pero es que no se fiaba. Milo parecía muy seguro de sí mismo pero no era más que un niño, como él. No podría sujetarlo. Estaba seguro.
-No –dijo-. Bajaré tal como subí.
Comenzó a descender por el tronco del árbol bajo la atenta mirada de Milo que en cuanto lo tuvo al alcance de la mano lo agarró de la ropa y le dijo:
-Ahora sí –le indicó-. Ya puedes saltar. Te sujetaré.
Camus lo miró y girándose un poco le tendió una mano que Milo agarró encantado. En su afán por ayudarlo tiró de él y ambos acabaron en el suelo. El pequeño escorpión sintió su cabeza golpear contra el suelo y a su compañero caerle encima.
-¡¿Estás bien?! –preguntaron al tiempo.
-¡Sí!- se respondieron casi de igual modo.
Milo se incorporó para quedarse sentado frente a Camus, muy cerca de su nariz. El de Acuario aún permanecía sentado sobre sus piernas y, al tiempo que se sobaba la cabeza, dolorida por el golpe, le dedicó una sonrisa a su avergonzado compañero. Justo en ese momento Aioria se acercó para comentarle con sorna, al tiempo que dejaba un coscorrón en su cráneo:
-Eso ha sonado a hueco.
Iba a reclamarle al león cuando dejó de sentir el peso del otro sobre sus extremidades y se volvió para mirarlo.
-Lo siento –dijo Camus-. ¿Te he hecho daño?
-No. Tranquilo –dijo para calmarlo-. En todo caso ha sido culpa mía. Yo tiré de ti. Además –explicó con una sonrisa- no pesas demasiado.
-Sí- admitió Aioria-. Has tenido suerte de que sea ligero. De haber sido Aldebarán ahora serías puré de cucaracha –se burló conteniendo una carcajada.
-¡Por todos los dioses del Olimpo! ¡Cómo te odio! –pensaba, meneando la cabeza y mordiéndose los labios para no decir en voz alta lo que tenía en mente.
Vio a Camus sacudirse las hierbas y hojas que habían quedado pegadas a su ropa y a su pelo y recolocarse las vestiduras. Lo imitó y acto seguido se acuclilló a su lado para ayudarle a cargar las manzanas que habían recogido. Desde luego que tenían buena pinta. Ahora deberían darse prisa para llegar antes de que oscureciera, o se ganarían una buena reprimenda. Se levantó y le pasó unas cuantas a Aioria. Giró para decirle a Camus que ya debían irse pero se quedó mudo cuando vio como éste acercaba la mano para quitarle del pelo algunas briznas de hierba que se habían enredado en su cabello. Aspiró profundamente y disfrutó al máximo ese pequeño roce. Ambos lo disfrutaron. Camus nunca pensó que esos rebeldes cabellos pudieran resultar tan suaves al tacto.
-¡Bueno! ¿Nos vamos ya? –el grito de Aioria interrumpió sus pensamientos.
Tan sólo asintieron y siguieron al león que ya les había dado la espalda.
De vuelta en las Doce Casas se fueron directos a buscar al cumpleañero para darle su regalo. Lo encontraron sentado a la entrada del Templo de Capricornio, junto con algunos otros de los aprendices que, por un motivo u otro, habían terminado también allí.
-¿Dónde os habíais metido? –preguntó Aioros a su hermano.
-Fuimos a por un regalo –respondió como si fuera lo más normal del mundo.
-¿Un regalo? –se sorprendió-. ¿Un regalo para quién?
-Un regalo para Shura –explicó Milo-. Es su cumpleaños.
Los tres pequeños se acercaron al homenajeado y le ofrecieron las manzanas. Shura sonrió al coger la roja y brillante manzana que Camus le tendía.
-Gracias –dijo, sonrojándose. Las miradas de todos los demás estaban fijas en su persona y se sintió cohibido por tanta atención.
-¡Felicidades! –le agasajaron sus compañeros.
El de Capricornio sintió su cara encenderse de vergüenza y, tras agradecer el gesto a sus compañeros, intentó desviar la atención hacia otra cosa.
-¿Y a vosotros qué os ha pasado? –inquirió señalando con la cabeza a Milo y Camus. Sus ropas se veían algo sucias y en las manos y brazos del francés había arañazos además de un pequeño roto en sus pantalones, que se habían enganchado en el tronco del manzano.
-¿Os habéis peleado? –desconfió Saga.
Los aludidos negaron con la cabeza.
-No –intervino Aioria-. Camus se subió al árbol y Milo lo ayudó a bajar –explicó-. Tirándolo al suelo –remató.
El aprendiz de Virgo se acercó al francés y le pasó la mano por la cara.
-¿Estás bien? –le preguntó.
Camus asintió. Había podido conocer ya a todos sus compañeros y tenía una ligera idea de cómo era cada uno de ellos. Se sentía a gusto con Shaka, y con Mu. Ambos eran calmados y serenos. Con ellos se podía estar, simplemente, en paz. Gustaba de su compañía.
El gesto del de Virgo no le pasó desapercibido al griego de vivarachas turquesas, quien dirigió una furibunda mirada a su rubio compañero.
-Pues si me hubiera tirado a mí de un árbol yo sí le hubiera dado una paliza –opinó el futuro guardián de Cáncer.
Milo iba a replicar pero Camus se le adelantó.
-Eso fue un accidente –explico. Además, mi maestro dice que no se debe iniciar una pelea sin más. Primero hay que agotar las…
-Lo que pasa –le cortó el otro- es que tu maestro es un “picha fría”.
Un gesto de desconcierto se pintó en la cara de Camus.
-¿Un qué? –preguntó.
-Un “picha fría” –repitió el canceriano-. Quiere decir que es un cob… -se interrumpió. Una malévola idea llegó a su cerebro. Lo que sucede es que a los Caballeros de Hielo, de tanto pasar frío, se les congela la… -aclaró señalándose la entrepierna.
Camus abrió mucho los ojos, entre incrédulo y asustado. No podía ser cierto. Pero y si si lo fuese…
-A tu maestro debió congelársele hace tiempo ya –continuó con la explicación-. Por eso ya ni es un hombre ni nada y no se pelea por su honor. Le complacía sobremanera la expresión de susto que se había pintado en el rostro del pequeño.
-No le hagas caso Camus –Aioros decidió acudir en su ayuda. La duda se reflejaba ya en el rostro de todos los pequeños-. Sólo quiere burlarse de ti. Eso no es cierto.
-¿Qué no? –se defendió el otro-. Claro que es cierto. Pero alguien tiene que ser el Caballero de Acuario. Dirán cualquier cosa para que aceptes –estaba dispuesto a llevar la broma hasta sus últimas consecuencias-. Dentro de poco no te servirá ni para mear –le advirtió muy serio-. Pregúntale a tu maestro –aconsejó.
Ahora sí estaba asustado. ¿Cómo que no podría volver a mear? Conocía la sensación. Más de una vez había tenido que aguantarse las ganas hasta terminar un entrenamiento o una lección. No le gustaba. Nada de nada. Era angustiante. Dudaba entre salir corriendo a preguntarle a su mentor o quedarse allí como si tal cosa. Era posible que se estuviera riendo de él pero había conseguido sembrar la duda en su cabeza.
-No le tomes en serio –intervino Shura al darse cuenta de lo pensativo del pequeño-. Death Mask sólo quiere asustarte.
-No. Yo soy el único que le dice la verdad –insistió el mencionado-. Tienes que creerme. Ve y pregunta. Aún estás a tiempo.
La duda lo estaba matando así que se dejó vencer por ella. Murmuró un “hasta luego” y dio media vuelta para subir las escaleras que lo separaban del Templo de Acuario. Tenía que ver a su maestro.
En cuanto lo vio marcharse el de Cáncer soltó una carcajada. Lo había conseguido.
-¡Mentías! –le espetó Milo, mirándolo con odio. Inmediatamente se giró hacia Saga-. Lo que ha dicho no es cierto, ¿verdad?
-No, no lo es –lo tranquilizó-. Pero creo que deberíamos detenerlo antes de que le pregunte nada a su maestro y se meta en problemas.
Una voz resonó a sus espaldas.
-No te preocupes –dijo el recién llegado. Yo me ocuparé de que Valo sepa de dónde sacó la idea su aprendiz –continuó mientras posaba su mirada sobre el italiano-. Pero me gustaría ver su cara cuando oiga lo que el pequeño tenga que decir –se sonrió.
-Entonces, –quiso asegurarse Milo- no le pasará nada, ¿no? A su maestro no se le ha congelado nada, ¿cierto? ¿Funciona bien? –preguntó ansioso.
-Funciona perfectamente –aseguró con una sonrisa-. Bueno, supongo –se corrigió cuando advirtió la sonrisa cómplice que intercambiaron los dos mayores-. Si me disculpáis.
Shura dirigió un saludo a su maestro que ya se encaminaba escaleras arriba dispuesto a aclarar la situación que seguramente se daría en breve.
-¡Tú, imbécil! –llamó Afrodita al de Cáncer-. ¿Por qué te entretienes torturando al niño?
-Porque dentro de poco ya no podré hacerlo –confesó-. Podrá congelarme hasta las intenciones.
-Procuraremos que lo haga –le advirtió Shura.
Camus vio a su maestro parado frente al Templo de Acuario hablando con el maestro de Shaka.
-Vamos Valo –se sorprendió el rubio Caballero-. No hablarás en serio. ¿Física atómica? ¿Así pretendes que lo entienda? Pero si ese libraco es más grande que él.
-Pero son fundamentos básicos –se defendió-. Tiene que aprenderlo.
-Sinceramente, –aclaró- creo que deberías buscar otra forma.
Camus seguía sin decidirse a acercarse y preguntar. La duda lo carcomía pero no estaba seguro de no ir a cometer una estupidez. En un impulso se acercó a la carrera y llamó a su maestro.
-Maestro yo… -no sabía cómo seguir- yo…
El finlandés lo miraba, animándolo a continuar.
-Yo…, yo… -le estaba costando- yo… tengo que preguntarle algo.
-Adelante, pregunta. Te escucho –miró a su discípulo por unos instantes esperando una pregunta que no llegaba-. Camus, –le llamó- ¿te pasa algo?
En este momento ni siquiera podía recordar la palabra que había utilizado el estúpido de Death Mask.
-¿La… la tiene… congelada? –soltó como pudo, señalando con un gesto la parte de la anatomía de su maestro por la que preguntaba.
Una mueca de estupor se dibujó en la cara del Caballero de los Hielos, quien nunca antes había sentido arder su cara como en ese momento. El Caballero a su lado se mordía los carrillos para no soltar una carcajada.
-Es que yo…, yo no quiero que se me congele –continuó explicándose Camus-. Yo…, yo…, es que…, yo creo que la necesito.
Una estruendosa risotada sacó al finlandés de su estado de shock. El maestro de Shura, quien bien podría ser una copia de su aprendiz, había llegado a tiempo de ver la expresión de alelamiento de su compañero que, durante su ascenso, había imaginado. El otro Caballero se unió al alborozo y, un aún sorprendido, Valo le preguntó a su discípulo:
-¿De dónde te has sacado esa idea?
-Bueno… -ahora estaba seguro de que le habían tomado el pelo. Se moría de la vergüenza, pero el suelo no se apiadó de él y no se abrió para tragárselo con su humillación. De todos modos, no quería delatar a nadie-. Alguien… me lo dijo –murmuró bajito, con la mirada clavada en el suelo.
El mentor del español le hizo gestos al finlandés indicándole que luego le explicaría y este último se acercó a su abochornado alumno para consolarlo.
-Camus –le llamó-. Mírame –y sujetó la barbilla del niño para obligarlo a mirarle a los ojos-. Te prometo que no se te va a congelar nada. No tienes nada que temer –le aseguró con una sonrisa-. ¿Estamos?
Camus asintió. Quiso devolverle la sonrisa pero estaba demasiado avergonzado. En esos momentos se sentía más cerca del llanto que de cualquier otra cosa y el Caballero lo notó. Vio titilar, claramente, los zafirinos iris de su aprendiz y le pasó la mano por la cabeza en un intento de brindarle consuelo.
-Otra cosa más te puedo prometer –añadió-. Dentro de poco tiempo tú sí podrás congelarle la suya –aseguró-. Y hacer que se le caiga a pedacitos –finalizó, con cierta mala leche.
Ahora sí sintió ganas de sonreir. Miró a su maestro con agradecimiento y le mostró la mejor cara de la que fue capaz. El finlandés le devolvió una sonrisa y le indicó que debía retirarse. Dedicó un gesto de despedida a los demás presentes y se encaminó a su habitación.
A la mañana siguiente un apresurado Milo corría escaleras arriba en busca del francés. Esa mañana no había ido a entrenar con los demás. A lo peor lo habían castigado y ya no lo vería en todo el día. O en varios días. Tenía que saberlo.
Pudo verlo al enfilar el último tramo de escalones. Estaba frente a la Casa de Acuario golpeando un enorme bloque de hielo.
-¡Hola! –dijo-. ¿Estás bien? ¿Te han castigado? ¿Por qué no has bajado a entrenar? ¿Qué haces? –escupió todas sus dudas.
-¡Hola Milo! –le contestó, mientras dejaba lo que hacía y se giraba para mirarlo-. Estoy bien, gracias. Y no, no me han castigado –le dijo, no sin cierto alivio-. Hoy no he bajado a entrenar porque éste es mi entrenamiento –concluyó señalando el bloque de hielo.
Milo sintió que se había quitado un peso de encima. Dio unos pasos en dirección a su compañero. Quería abrazarlo. Era lo que más le apetecía en ese momento, pero no acababa de encontrar una justificación para ello. ¿Qué le diría si el otro le reclamaba? Se consoló pensando en lo que Shura le había dicho. Ya no quedaba ni un mes para que Camus cumpliera años y entonces sí podría darle un abrazo sin más explicaciones.
-¿Puedo? –preguntó, simplemente, señalando el helado objeto que Camus había estado golpeando.
-Claro –y con un gesto de su brazo invitó al griego a arrearle.
Estaba a punto de medir sus fuerzas con el congelado enemigo cuando escuchó las voces de sus compañeros a sus espaldas. Ellos también tenían interés en saber qué había pasado con el de Acuario.
Camus respondió a las preguntas que le hicieron los recién llegados y que no se diferenciaban mucho de las que Milo le había hecho minutos atrás. Death Mask se encontraba también allí y, aunque le había dado una rabia tremenda la jugarreta de ayer, estaba dispuesto a dejar las cosas en paz hasta que el susodicho abrió la boca para decir:
-Así que ése es tu rival –comentó con desdén-. Pues no es gran cosa, ¿sabes? Se le puede vencer a lametones.
Así como lo dijo se dispuso a demostrarlo. Se fue directo al bloque de hielo con toda la intención de confirmar su afirmación.
Camus iba a detenerlo. Pero al final lo dejó pasar. Titubeó unos instantes, pero al final decidió ignorar al angelito de su hombro derecho y se dejó seducir por el demonio saltarín del izquierdo. Se apartó y permitió que el canceriano probara su propia medicina.
-¡Aaah! –gritó-. Su lengua no había recorrido ni dos centímetros sobre el helado pedrusco cuando notó que ya no podía avanzar más. Se había quedado pegado-. ¡Eztoy pedado! –explicó como pudo.
Camus se mordió los labios para no reírse y los demás presentes abrieron los ojos como platos, intentando comprender qué había pasado.
-El hielo pega –comentó sin más, mirando a sus sorprendidos compañeros.
El de Cáncer seguía berreando y braceando intentado separarse de su captor pero no había manera. Camus se le acercó y le susurró:
-No tires o te quedarás sin un trozo de lengua.
Según lo escuchó detuvo todo movimiento de su cuerpo y se quedó completamente estático, conteniendo la respiración.
-Iré por algo para despegarte –giró sobre sus talones y desapareció en el interior del Templo.
Aioria y Milo rodaban por el suelo de la risa y Aldebarán se entretenía tirando de la cabeza del italiano, quien intentaba, a toda costa, impedírselo. No quería perder un trozo de lengua. A lo mejor era ahora el pequeño el que se reía de él. Pero no se arriesgaría. Milo se le acercó y le comentó entre risas:
-¡Chúpate esa, listo!
Al poco Camus volvió con una botella de agua en la mano. Shura se le acercó y agarró la botella. El italiano era más grande que el francés, no llegaría. Además, se le había ocurrido una idea.
-Yo lo haré –le dijo-. Giró el tapón y vertió el cristalino contenido sobre la cabeza de Death Mask, quien, logró despegarse del hielo pero terminó chorreando agua por todas partes.
-Te lo tenías merecido –le espetó, antes de que el otro pudiera protestar.
Mojado y humillado, decidió no presentar batalla y bajó las escaleras de vuelta a su Templo.
Milo, recuperado ya de su ataque de risa, se acercó a Camus y le pasó un brazo por los hombros.
-Uno a uno –le dijo, con una sonrisa.
Vio como Camus le devolvía el gesto y decidió quedarse así unos instantes más. Se conformaría con eso de momento. Más adelante ya lo abrazaría. Aunque en realidad esperaba algo más. Lo que quería, sobre todo, era que Camus lo abrazara a él. Igual que a Shura. Esperaría. Estaba seguro de que eso pasaría. Muy seguro. Sí.
Ese abrazo tendría que esperar bastante más de lo que jamás hubiera imaginado el pequeño escorpión, porque para el siete de febrero Camus ya se había ido. En pocos días partiría a Siberia, con su maestro, para completar el entrenamiento que le permitiría convertirse en el Santo Dorado de Acuario.


Continuará…



Aunque suelo imaginarlos con sus colores de cabello azulados, creo que la imagen ilustra bien un pasaje del capítulo :3