A quien pueda interesar, el nuevo Foro Saint Seiya Yaoi ha empezado su andadura.
Saint Seiya Yaoi
Allí podréis encontrar todo tipo de fanwork de diversas parejas, ¡echadle un ojo! Algo habrá que os guste y todo nuevo miembro es bienvenido =)
El pequeño rincón privado de una devota CaMilista. Sólo un espacio en el que exponer mi personal forma de ver a mi pareja favorita de Saint Seiya: Camus de Acuario y Milo de Escorpio. Aquí podrás encontrar, además de mi propio trabajo, todas aquellas cosas (fics, arts, dous, artículos...) acerca de ellos que me hayan llamado la atención. ¡Aviso! Blog con contenido íntegramente yaoi (relación romántica chico/chico). Tú decides si seguir leyendo o no. ¡CaMilo fanátic@s, os espero !
domingo, 9 de diciembre de 2012
Sin tiempo...
Estas dos semanas han pasado sin que casi me diera cuenta; el trabajo es un follón y me he embarcado en algunos proyectos nuevos que reducen mi tiempo. Espero con ansia las vacaciones de Navidad a ver si logro estabilizarme y recuperar un ritmo que perdí hace mucho ya.
Por el momento, dejo otra pequeña historia, compañera de la anterior que publiqué; nacida también para el mismo evento del Club de Camus y Milo, PoisonIce, en el antiguo foro Saint Seiya Yaoi.
Esta mini historia es mi forma de interpretar la imagen que adjunto al final y que otra de las integrantes del grupo hizo para el mencionado evento.
Pankrátion
Ambos rodaron por la arena y
Camus quedó debajo, tragándose un aullido de dolor. Milo sujetaba su brazo a la
espalda y, sirviéndose de su mayor envergadura física, lo mantenía inmóvil en
el suelo. Entre el dolor y la rabia trataba de calmarse y buscar una forma
inteligente de zafarse del agarre de su contendiente. Extendió la pierna en busca
del tobillo de Milo quien, tras el golpe, perdió las fuerzas que lo mantenían
sobre él. Camus se revolvió entre los brazos que aún lo aprisionaban y
aprovechando el desconcierto de su compañero se incorporó sobre él tumbándolo
de espaladas sobre la arena aún caliente de la Palestra.
Como
desde el día de su llegada a Olimpia, hacía ya casi un mes, la noche los había
alcanzado entrenando aún. Hacía ya un buen rato que el sol había desaparecido
tras la cima del monte Cronio. Los dos habían llegado desde Corinto. Compartían
maestro, disciplina y algo más que una profunda amistad. En la lucha todo valía
pero entre ellos había límites que ninguno se atrevía a rebasar.
Una
brisa, suave y cálida, revolvió sus cabellos y refrescó sus cuerpos ardientes y
sudorosos. La calma parecía haberse impuesto entre los dos. Se sostuvieron la
mirada mientras sus dedos dibujaban con parsimonia cada músculo, vena y tendón,
perfectamente tallados a base de ejercicio.
Sus
bocas sedientas se juntaron en un beso conciliador. Al separarse, Camus apartó
de la cara de Milo unos cuentos mechones de cabello húmedo. En ese momento los
dos fueron conscientes del roce entre sus manifiestas erecciones. Sólo tuvieron
que mirarse para comprenderse.
Tan
sólo lubricados por su sudor y su deseo Camus se alzó sobre sus rodillas y se
dejó caer sobre el sexo enhiesto de Milo. Apretaron los dientes. Dolía, pero
nada comparado con el dolor de los golpes recibidos en la lucha. Esperó y
cuando los dos se sintieron preparados comenzó a moverse. Primero despacio,
reconociendo cada centímetro del pedazo de carne en su interior, y más rápido
después, cuando la necesidad del placer comenzó a consumirlos a ambos.
Milo
parecía adormilado; con los ojos entreabiertos se mordía el labio inferior
mientras gruesas gotas de sudor resbalaban por su rostro.
Camus
subía y se dejaba caer una vez y otra vez más sobre el vientre de su contrincante;
sintiendo como se llenaban sus entrañas cada vez que el miembro en su interior
llegaba hasta el fondo. Jadeó cuando la mano de su compañero se cerró sobre su
sexo. Entre la cadencia de sus caderas y el ritmo de la mano de Milo enseguida
se derramó sobre el pecho de su amante. No podía parar aún. Le debía a Milo
terminar lo que habían comenzado. Continuó moviéndose. Subiendo y bajando.
Levantándose despacio y bajando hasta no poder más. El calor llenó su cuerpo y
sonrió al ver a Milo retorciéndose de placer en el suelo mientras gemía y se
vaciaba dentro de él. Camus se dejó caer hacia delante, sobre él, y lo besó de
nuevo en los labios.
Al
final de los Juegos sólo uno conocería la gloria reservada al vencedor pero, en
ese momento, la disfrutaban los dos.
FIN
A la autora la podéis encontrar aquí
domingo, 25 de noviembre de 2012
Mil vidas contigo...
Con motivo de la reapertura del Club PoisonIce (Milo x Camus) en el foro Saint Seiya Yaoi, se convocó un evento en el que la temática tenía que ser histórica; su título "Mil vidas contigo". Se trataba de situar a la pareja en diferentes momentos de la Historia y, en ese momento, yo estaba leyendo cosas sobre los Caballeros Templarios así que decidí unirlos a la Orden del Temple.
No soy muy fan de los AU, ellos me gustan como lo que son, por eso me pareció que convertirlos en caballeros medievales no los alejaría mucho de sus papeles reales.
Esta es la historia.
La senda del tiempo
No soy muy fan de los AU, ellos me gustan como lo que son, por eso me pareció que convertirlos en caballeros medievales no los alejaría mucho de sus papeles reales.
Esta es la historia.
La senda del tiempo
La tarde se hacía noche tiñendo
el cielo de rojo y escarlata. Detuvo su montura. Una infinidad de emociones se
había dado cita en su estómago revoloteando como libélulas. En su mente, los
recuerdos de ese lugar al que se dirigía y el misterio de su llamado daban
vueltas sin cesar. Sentía la inconfundible certeza de que algo estaba por
cambiar, por concluir… Un tiempo, un ciclo, una vida… Un destello púrpura se
reflejó en sus ojos y miró hacia el sol
que concluía ya su descenso, al oeste, por detrás de las almenas.
Arreó
su cabalgadura. El caballo relinchó antes de ponerse en marcha. Villeneuve du
Temple, el inmenso recinto fortificado de la Orden de los Caballeros
Templarios, se alzaba imponente ante él. Galopó. El ansia en su estómago había
ascendido hasta su garganta y allí permaneció hasta que la gran hoja de madera
del puente levadizo retumbó a su espalda.
Se
dirigió a las caballerizas y descabalgó. Allí pudo reconocer el jamelgo castaño
de uno de sus Hermanos de armas. Acarició el morro de su rocín y entregó las
riendas a un escudero.
Llegaba
tarde. El viaje había sido más duro de lo previsto. Se apresuró por un
solitario pasillo. Sus pisadas resonaban sobre la baldosa. Las blancas
vestiduras que lo cubrían bailoteaban al compás de sus zancadas. Se descubrió
la cabeza y la meneó un par de veces para que las hebras oscuras de su cabello
se desparramasen libres, enmarcando su gentil rostro.
Al
desembocar en un nuevo corredor se topó con siete figuras que aguardaban ante
una puerta cerrada.
-Se
bienvenido, Hermano –su mirada se paseó por los rostros de los allí presentes
en respuesta a ese saludo, deteniéndose un poco más en un par de ojos turquesas
que lo miraban con intensidad.
Todos
ellos habían acudido a la llamada del gran Maestre del Temple. Esa tarde, como
tantas otras desde que Felipe IV de Francia había comenzado a tramar su gran
golpe contra la Orden de los Caballeros Templarios, Jacques de Molay había
rezado por los Hermanos asesinados por orden del rey. Era consciente de que desde
Vienne llegaría su condena. “El Hermoso” hasta allí había acudido para
presionar al Papa Clemente y al Tribunal Eclesiástico. Era su ocasión para
asestar el golpe mortal al Temple.
El
Gran Maestre, firme y sereno, abrió la puerta de la sala en la que se había
recluido e invitó a sus Hermanos a pasar.
Jacques
de Molay extendió cuidadosamente el Mandylion y los allí reunidos vieron
aparecer en su extensión el cuerpo de Cristo con los signos del tormento
sufrido. Los Caballeros hincaron las rodillas en el suelo y, guiados por su
superior, rezaron durante horas. Las oraciones se detuvieron cuando de Molay se
levantó y doblando con delicadeza la mortaja, la depositó junto a un lino ya
plegado de similares características.
-Deberéis
disponer vuestra marcha cuanto antes –con un gesto de su mano los invitó a
tomar asiento. La conversación sería larga e importantes los asuntos a tratar.
En
esa reunión se dispuso que Beltrán de Santillana, acompañado por cuatro
caballeros, custodiaría la Sábana Santa hasta la encomienda templaria de Castro
Marim, en Portugal. Geoffroy de Charney y otros dos Hermanos cabalgarían hasta
Lirey donde se guardaría el lino en el que, años atrás, François de Charney
había envuelto la santa reliquia para atravesar con ella tierras infieles y
hacérsela llegar al Temple. Un lino suave, con la misma textura y color de
aquel con el que José de Arimatea envolvió el cuerpo de Cristo. Un milagro se
había obrado en esa tela. Ambos linos eran desde entonces sagrados, por más que
sólo uno de ellos hubiese envuelto el cuerpo del Señor.
Descansarían
el resto de la noche y en la mañana comenzarían los preparativos para sus
respectivos viajes.
Caminaba
hacia su celda. Tan sólo sus pensamientos y el eco de unas pisadas coreando las
suyas acompañaban su marcha.
-Camus…
Una
mano se había posado sobre su hombro. Se detuvo y volvió la cara para poder
mirar a los ojos a quien le hablaba. Estaban tan cerca que sus rostros casi se
tocaban.
-Milo…
-susurró-. Ha pasado mucho tiempo, griego …
El
mencionado sonrió. Hacía mucho que nadie lo llamaba así. Su bisabuelo había
regresado de una campaña en Grecia con la que había convertido en su esposa.
Sangre helena corría por sus venas y poco tiempo después de conocerse le había
contado esa historia a quien acababa de recordársela.
-Demasiado
–concordó-. Hace tiempo te dije que la Divina Providencia volvería a ponernos
en el mismo camino… Y aquí estamos los dos.
Ambos
ingresaran en la Orden con apenas dieciocho años, procedentes de nobles
familias de distintos lugares de Francia. De Normandía, Camus; de Bretaña,
Milo. Su camino se había bifurcado varios años atrás.
Camus
asintió mientras sentía la respiración de su compañero en el rostro. Por un
momento pensó que debería separarse y pretendió dar un paso atrás para alejarse
pero no lo hizo. Un instante después Milo agarró su brazo y tiró de él.
-Acompáñame…
-pidió.
En
el interior de la humilde cámara sus figuras eran iluminadas por la luz tenue
de unas velas. Tomó de las manos de Milo el cuenco de vino que este le ofrecía.
Bebió y se lo devolvió a su anfitrión quien, mirándolo, probó un sorbo de él
para después depositarlo nuevamente en sus manos y, sin pensarlo siquiera, tomó
de nuevo. Era costumbre entre Hermanos compartir escudilla y vituallas pero, en
esos momentos, ese hecho tan común hacía que su corazón galopase desbocado.
Milo le retiró la copa y la devolvió a su lugar original sobre una tosca mesa
de madera. Los ojos de Camus siguieron el movimiento de su compañero hasta que
sus miradas volvieron a cruzarse y entonces se sonrieron. Sus brazos chocaron
torpemente al intentar alcanzar el cuerpo del otro.
Las
manos de Camus descansaron sobre las caderas de Milo mientras las de este
acariciaban con lentitud su cara y su cintura. En ese momento no había más
mundo que el que podían contemplar en sus ojos. Suspiraron antes de dejar que
sus labios se juntasen. Las bocas se resistían a separarse así que las
entreabrieron para poder respirar. Sus cuerpos, apoyados uno contra el otro, se
apretaban y frotaban. Algo crecía en su interior. Algo que había permanecido
latente desde aquella tarde que ahora se les presentaba como muy lejana. Una
fría tarde de primavera en la que habían sentido sus sentidos alborotarse por
primera vez.
Milo
levantó el borde de la túnica blanca de Camus y lo acarició allí donde algo
despertaba mientras lo empujaba hacía abajo para terminar recostados sobre el
hosco camastro. La mano de Camus se perdió entre las piernas de Milo. Las rojas
cruces de sus ropas se entrelazaban en el suelo mientras los suspiros se
mezclaban en el aire. Con los ojos cerrados se acariciaron hasta que creyeron
que la vida se les escapaba entre suspiros.
Camus
abrió los ojos y miró a Milo que yacía como desfallecido a su lado. Repasó su
cuerpo, sin prisas, y recorrió con dulzura la marca rosada de una cicatriz entre
las costillas del descendiente de los dioses olímpicos.
-Parece
que la muerte ha querido tomarte por esposo…
-Sólo
después de que tú la rechazaste –sonrió Milo. Sus ojos buscaron el abdomen de
su Hermano de Orden y alargó la mano para delinear la larga señal que le
surcaba la piel. No había olvidado todos los días que con sus interminables
noches había velado su sueño con la esperanza de verlo abrir los ojos. Esa
había sido su primera herida por la causa. Pero no la única. Al igual que el
suyo, ese cuerpo revestido de blanca piel presentaba más de un testimonio de
batalla.
Esa
noche no pudieron dormir. Sus espíritus se sentían agitados. La felicidad de su
reencuentro se mezclaba con una angustiosa sensación de incertidumbre. Con los
ojos perdidos en la oscuridad percibían resonancias no sentidas hasta entonces.
Los sonidos de algo que estaba por venir.
Con
las primeras luces del alba se aprestaron para partir. Acompañarían al Caballero
de Charney en su viaje a Lirey. Ciento cincuenta quilómetros los separaban de
su destino.
Durante
todo el camino la impresión de ser observados los acompañó como la brisa fresca
del otoño. Geoffroy de Charney llevaba el lino guardado en el zurrón tal como
lo había hecho su tío François. Camus y Milo cabalgaban unos metros por detrás
del noble Caballero. Habían dejado atrás el pueblo de Troyes y en pocas leguas
llegarían al señorío de Lirey. Quizás sería esa su última misión para la Orden.
A ella habían consagrado su vida y ahora parecía no tener futuro. Por unos días
disfrutaron de la hospitalidad y el sosiego entre los miembros de la familia de
Charney. Pronto tendrían que volver a París a enfrentarse contra el enemigo más
cruel. Uno que no conocía la nobleza en el combate ni el honor. Felipe de
Francia, el rey.
El
último tramo de la ruta de vuelta transcurrió en un absoluto silencio tan sólo
roto por el sonido de los cascos de la caballería. La fortaleza templaria se
dibujaba ya ante sus ojos y Camus sintió una conocida sensación adueñándose de
nuevo de su ser. Estaba seguro de que Milo, a la cabeza del grupo, podía escuchar
los latidos de su corazón. Un escalofrío recorrió su espalda cuando los ojos
turquesas de su compañero se posaron sobre los suyos y espoleó a su caballo
para llegar junto a él.
-Tú
también lo sientes, ¿verdad?
Milo
asintió y agachó la cabeza para luego volver a levantarla y dedicarle una
sonrisa que el otro correspondió. Habían escogido el mismo camino y juntos lo
recorrerían hasta el final.
El
Gran Maestre salió a su encuentro en cuanto pusieron los pies en Villeneuve du
Temple. Las cosas parecían suceder con prisa. Ciento veintisiete acusaciones se
imputaban a la Orden. El final estaba más cerca de lo que creían.
Las
palabras de Jacques de Molay aún resonaban en su cabeza cuando la puerta de su
celda se abrió dando paso a la figura de Milo. El Caballero avanzó para
sentarse a su lado.
-¿Estás
bien? –preguntó, apoyando la mano sobre la rodilla de Camus.
-Sí
–respondió, mirándose en los ojos de su Hermano-. Sólo pensaba… Dime Milo,
¿cuándo nos hemos convertido en eso que dicen? Es posible que nos hayamos
equivocado en algo pero… De nuestras manos ha salido más bien que mal…
Milo
sacudió la cabeza.
-Hemos
caído ante la codicia de un rey… -sus iris turquesas titilaban mientras miraba a su compañero-. Camus…
-llamó-. ¿Tienes miedo a la muerte?
-No
–negó-. ¿Y tú?
-Tampoco
–desde siempre había esta rondando sus vidas. Eran conscientes de que antes o
después los alcanzaría-. Sólo… No puedo soportar la idea de que ella te tenga
antes que yo… -confesó-. La expresión que leyó en el rostro de Camus le resultó
indescifrable-. ¿Crees que cometo un pecado si te amo?
-¿Cómo
podría ser pecado el amor? –el gesto de su cara se suavizó dando paso a una
cálida sonrisa-. Y si así fuera; los dos estaríamos pecando –permitió a su mano
acercarse y acariciar con el dorso de su dedo índice la mejilla coloreada por
la sangre griega que llenaba de vida a su amigo-. Compartiremos penitencia
–propuso-. En cualquier caso… Ya nos han condenado.
Milo
sonrió. Después de escucharlo no podía dejar de hacerlo. Tenía el cabello
húmedo y las ondas rebeldes que conformaban su cabellera permanecían
adormecidas reposando detrás de sus orejas. Movido por el deseo, Camus alargó
su mano para tomar entre sus dedos uno de los mechones más cortos para atusarlo
junto a los otros mientras pensaba que ese cabello indómito pronto volvería por
sus fueros.
Sus
miradas permanecían unidas y sus sentidos, embargados por el aroma de sus
respiraciones, despertaban ya al calor de la cercanía de sus cuerpos. El ardor
furioso de unas impetuosas llamas los
invadía por dentro; inundando cada rincón. Sus pieles deseaban con urgencia
sentir la del otro y, enardecidos, se rodearon con los brazos; abrazándose con
el rostro, con la cintura, con las caderas…; buscando la boca ajena para la
propia. La ropa les sobraba y con prisa sabia y desconocida se desprendieron de
ataduras.
Los
corazones latían con fuerza. Cada palpitación estallaba en el pecho del otro.
Caídos sobre un minúsculo lecho deslizaron las manos por el cuerpo desnudo de
aquel que amaban. Las yemas de los dedos descubrían ansiosas el tacto cálido de
sus pieles mientras sentían sus entrañas abrirse con hambre voraz; reclamándose.
Sin
más palabras habían pactado su entrega y con ella llegó un dolor que creyeron
insufrible pero que aceptaron como penitencia si es que acaso estuvieran
pecando. Sus rostros se contrajeron en un gesto de suplicio hasta que el
crispamiento desapareció y se suavizaron las facciones. Su expiación había
terminado o, quizás, nunca había sido tal. Durante un tiempo que les pareció
interminable por varias veces creyeron morir y resucitar entre abrazos y
gemidos.
Esa
sería la segunda noche que pasarían en vela juntos. Cerraron la puerta a la
desazón y atendieron tan sólo a esos deseos a los que no se habían permitido
rendirse hasta entonces y que pedían ser colmados una vez y otra vez más.
La
noche aún no había levantado su oscuro manto cuando de nuevo fueron llamados a
presentarse ante el Gran Maestre. El final que temían pronto se presentaría
ante el portón de la fortaleza.
-Preparaos
para partir –ordenó.
-Pero
señor… -Milo pretendió protestar pero sus palabras fueron cortadas por un gesto
de Jacques de Molay.
-Seríamos
más útiles aquí –intervino Camus.
-En
absoluto –negó el superior de la Orden.-. Escuchadme –pidió-. Este será el
último requerimiento que os solicite como Gran Maestre del Temple… La última
misión que desempeñareis para la causa –aseguró-. En breve todos seremos presos
de la codicia de Felipe. Conservad la vida. Regresad a Lirey y guardad la Santa
reliquia mientras las fuerzas os lo permitan. No permitáis que caiga en malas
manos.
-La
protegeremos con nuestras vidas –prometió Milo al tiempo que Camus asentía en
acuerdo con sus palabras.
Al
amparo de la oscuridad abandonaron Villeneuve du Temple. Poco después Jacques
de Molay, Geoffroy de Charney y el resto de los templarios que aún permanecían
en la fortaleza fueron prendidos y conducidos a las mazmorras del palacio del
rey.
En
el mismo lugar en que por dos veces había sentido como se encogía su alma Camus se detuvo y
miró atrás. Ahora sentía la certidumbre del fin. Muchas vidas se habían perdido
y más se perderían. Miró a Milo y su espíritu se tranquilizó. La vida que
conocían había terminado pero una nueva parecía comenzar ahora para los dos.
FIN
ACLARACIONES
Como
ya comenté en la ficha la historia de fondo no me pertenece. Las idas y venidas
de la Sábana Santa fueron escritas por Julia Navarro en su novela “La
Hermandad de la Sábana Santa” y yo utilicé su historia para enmarcar la
mía.
Desde
que surgió el evento mi idea era convertirlos en Caballeros Templarios pero no
encontraba la excusa; esa novela me la dio y creo que tengo que agradecerle a
la señora Navarro por ello =).
Jacques
de Molay y Geoffroy de Charney son personajes reales. Del tío, François de
Charney y Beltrán de Santillana no he encontrado datos así que me inclino a
pensar que fueron creaciones de la autora. En la novela se mezclan datos reales
y ficción. De la Síndone (Sábana Santa) no se supo nada desde su desaparición
en Constantinopla hasta que en 1357 fue expuesta en una iglesia de Lirey. Se sospecha que, tal vez, durante todo ese
tiempo estuvo en manos de los Caballeros Templarios. Después de varias idas y
venidas, con las que no quiero aburrir, la Sábana Santa fue depositada en
Turín, donde aún permanece, en 1578. ¿Qué haya dos linos con la imagen de
Cristo? Una posible teoría =). Quizás por eso todos los intentos de datarla la
sitúan en la Edad Media…
Respecto
a los Templarios… Pues habría mucho que contar. Hay mucha información por la
red y a veces los datos no coinciden al cien por cien. Esta historia se sitúa
en los últimos días de la Orden así que sólo os dejo una breve reseña. Espero
que como aclaración sí sea suficiente.
Uno
de los reyes que depositó su tesoro en manos de los templarios era el rey Felipe
IV "El Hermoso"
de Francia. Con el tiempo acabó debiéndole a la orden y queriendo recuperar
su fortuna y ambicionando también la demás riqueza de los templarios organizó
un proceso inquisitorio en su contra apoyado por su maquiavélico canciller Guillermo
de Nogaret; juntos planearon la caída del temple tal vez
también sintiéndose amenazados por el poder militar de la orden. Fue el papa Clemente
V el que
consintió que los templarios fueran acusados de herejes y encerrarlos para
posteriores torturas que confirmaran las acusaciones. Como es bien sabido, en
muchos procesos inquisitorios o en la mayoría se acostumbraba torturar a los
acusados hasta que dijeran la verdad, y después de esto se les torturaba más
para purificar con dolor su alma. Las acusaciones principales eran la adoración
de ídolos (Baphomet o Bafumet), sodomía, escupir u orinar en la cruz… Las demás acusaciones eran menores. Bajo el
poder de poderosas torturas los inquisidores obtuvieron las respuestas que
querían, es decir que los templarios confesaban que las acusaciones eran
ciertas.
Fue
así como en 1307 los templarios franceses fueron arrestados, incluido el gran
maestre francés Jaques de Moley quien, 7 años después, en la hoguera,
frente a la catedral de Nôtre-Dame, se arrepintió de todas las acusaciones que
se había visto obligado a admitir por fuerza de las duras torturas a las que fue
sometido e invitó a sus acusadores y enemigos al "juicio del cielo"
en el plazo de un año, e increíblemente Felipe IV, Guillermo de Nogaret y el papa Clemente V murieron en dicho plazo de causas
naturales. Así como Jacques de Moley, muchos otros caballeros se arrepintieron
y negaron las confesiones que se habían visto obligados a proferir, sin embargo
de nada serviría para salvar a la orden, el daño estaba hecho y fueron quemados
en la hoguera, se dice que sólo trece pudieron escapar. Me gustó pensar que dos
de esos trece fueron Camus y Milo =).
domingo, 18 de noviembre de 2012
Una historia de brujas...
Llevaba tiempo dándole vueltas a esta historia y, gracias a un evento del grupo "Acuario & Escorpio" en Facebook, para Halloween, encontré la excusa perfecta para ponerme a escribirla...
Alma
Será un pequeño multichapter de tres o cuatro capítulos, según mis cuentas actuales, en donde las vidas de los Acuario y Escorpio de dos épocas distintas se verán mezcladas con el alma de una bruja condenada que espera la llegada de alguien que no regresó.
Mi segundo multichapter y mi segundo intento con Dégel y Kardia... Los adoro, también, pero son dos personajes con los que no acabo de sentirme cómoda. He leído mucho sobre ellos y me encanta lo que algunas autoras hacen con la pareja; sin embargo, yo no estoy segura de haber logrado pillarles el punto... En fin, espero que no me queden demasiado raros.
La vida de la bruja de este fic está basada en la de Selene, la protagonsta de "Aunque seamos malditas", de Eugenia Rico. Su historia le pertenece a ella, no a mí. Yo sólo la he tomado prestada, acomodándola lo necesario para que encaje con lo que yo tenía en mente para este relato.
Aquí, el primer capítulo. Corto e introductorio.
La primera parte, en cursiva, cuenta la historia de Sélène y la estrofa en negrita es un encantamiento que aparecerá más veces y que será el causante de que pasado y presente se encuentren.
Alma
Había visto morir a otras en la
hoguera y sabía lo que le esperaba. Mientras la carreta traqueteaba por
el camino al paso lento de los caballos que tiraban de la misma, recordaba su
vida.
Recordó la primera
vez que vio la carreta de la bruja. Entonces estaba muy lejos de saber que también terminaría entre
las llamas. Aquel día había llorado por la bruja todas las lágrimas que no
lloraron sus enemigos, todas las lágrimas que no lloraron sus amigos… Aquel día, aunque aún no lo sabía, también
lloró por ella; por la bruja que llegaría a ser. Por la bruja que era.
Esa noche lo
harían; la quemaría viva.
Avanzaba entre los
insultos de la gente; de personas a las que conocía, a las que había curado…
Ahora eran un solo rostro confuso, un único grito acusador, pero ya no le
importaba. En la oscuridad de la celda habían quedado sus peores recuerdos: el
abandono de su madre, la violación del cazador de brujas, la envidia del médico
traidor, la larga prisión, la tortura, la espera y el miedo… Todo ello había
quedado enterrado para siempre en el suelo de tierra de aquel calabozo. Levantó los ojos y miró a la Luna; a ella
enviaría sus mejores recuerdos: lo que sintió al aprender a curar, al encontrar
al perro negro, al tener entre sus brazos a los niños que ayudaba a venir al
mundo… Lo que sintió al amarlo a él… Y, entonces, la luz blanca descendió sobre
ella, como un manto, para protegerla. Estaba débil y cansada, pero se sintió
mejor. Y lo supo; estaba condenada, pero no vencida.
Las llamas
florecieron como los campos en primavera y se la tragaron con un rugido de león
hambriento. Subieron por sus tobillos y envolvieron su cuerpo delgado, pero su
cara estaba serena. La multitud esperaba escuchar sus gritos, sin embargo, ella
no parecía sentir dolor alguno. Cuando el fuego se apoderó de sus cabellos
abrió la boca, pero no dejó escapar un grito:
«He muerto y he resucitado.
Has muerto y has resucitado.
Sabes que las palabras son poderosas. Sabes
que las palabras son mágicas.
No lo olvides.
Has muerto y has resucitado.»
_ __ ___ ____
_____ ____ ___ __ _
Llegaron
al pueblo una noche de tormenta, cuando la campana de la iglesia anunciaba las
vísperas. Avanzaban bajo el aguacero por la solitaria vía principal, expuestos
a la ira del cielo. Detrás de los cristales, decenas de ojos observaban sus
figuras iluminadas por un aquelarre de rayos.
–¡Qué
pueblo tan encantador…! –Kardia miraba de reojo hacia las casuchas irregulares
que se recortaban contra el cielo sombrío. A su paso, las miradas indiscretas
desaparecían detrás de las cortinas raídas.
–Es
un lugar apartado; no acostumbran a tener muchas visitas –explicó Dégel–.
Cualquier extranjero llama la atención –alargó el brazo y señaló una vivienda
destartalada al final de la calle–. Ya casi llegamos.
La
casa había estado cerrada durante muchísimos años y todos en el pueblo creían
que estaba embrujada. Era la casa de la bruja.
Dégel
de Acuario paseó sus ojos vidriosos en una oscuridad salpicada de relámpagos.
Permaneció un momento contemplando el movimiento de aquel ballet luminoso hasta
que una mano en su espalda lo empujó al interior.
–Ya
me he bañado suficiente por hoy –Kardia se sacudió y agitó la cabeza,
trasladando el aguacero al interior de la estancia.
–Kardia…
–refunfuñó. Dégel colocó ambas manos ante su cara, a modo de escudo,
protegiéndose de las gotas que, provenientes de la melena y la ropa del escorpiano,
lo golpeaban con más fuerza de lo que lo hiciera el agua de la tormenta.
–Mis
disculpas, señor –se acercó al francés en un único y ágil movimiento y besó
fugazmente sus labios-. Esto apesta –apartándose un par de pasos, miró a su
alrededor y mostró su desagrado arrugando la nariz–. ¿Me explicas de nuevo qué
hemos venido a hacer al culo del mundo?
–¿Qué
esperabas? Este lugar ha estado abandonado desde hace mucho. Huele a humedad–.
Siguió el camino que la mirada de Kardia acababa de trazar–. Hay mucha
porquería y mucha soledad acumulada entre estas cuatro paredes –susurró.
Bañados
por la luz blanca de los relámpagos, los míseros objetos que adornaban el
escaso mobiliario parecían envueltos por un halo de misterio y belleza
decadente del que, seguro, la reveladora luz del día los despojaría. La mirada
de Dégel se detuvo en la chimenea; las cenizas de la última lumbre revoloteaban
mecidas por una invisible corriente de aire, alfombrando el suelo de madera con
su sucio color gris.
–Necesitamos
una luz –concluyó finalmente.
–Creo
que hay una lámpara allí –según lo decía y serpenteando entre los objetos
desperdigados por el suelo, Kardia llegó hasta una mesa de la que tomó un
pequeño farol–. ¿Contento? –sosteniéndolo en alto, se lo mostró al aguador.
La
sonrisa orgullosa del escorpiano lo hizo sonreír también.
–Mucho.
–¿Crees
que servirá? –Kardia miró con duda la vieja lamparita.
–Tendrá
que servir –Dégel la tomó de sus manos y pasó lo siguientes minutos tratando de
encenderla.
Cuando
la llama prendió, la luz inundó la estancia. El lugar presentaba un aspecto
desolador. Las desgarradas cortinas, de indefinido color, parecían unas
monstruosas telarañas, las maderas habían sido devoradas por la humedad, la
colcha roída por los ratones dejaba al descubierto un colchón de paja cuyo
contenido se esparcía por el suelo y los pobres muebles estaban cubiertos por
una gruesa capa de polvo.
–En
serio, Dégel. ¿Por qué nos han enviado aquí?
–Podría
ser peor…
–¿Peor?
¿Tú crees? Acabo de ver a una rata desaparecer entre esas dos piedras –dio un
paso en la dirección en la que se perdiera el roedor; una grieta en el muro–.
¡Mierda! –una de las tablas de madera del suelo, podrida por el agua procedente
de las goteras, se rompió bajo su talón.
Dégel
bajó la cabeza, ocultando una sonrisa.
–Tendrás
que compensarme por esto –exigió Kardia.
–¿Yo?
–cuestionó con sorpresa–. Esto no ha sido idea mía.
–Ya.
Pero si estamos aquí es por ti, señor francés.
Eso
no podía discutírselo. El Patriarca lo había escogido precisamente a él porque
esa misión los llevaría a tierras francesas.
–Ayúdame,
anda –se agachó y comenzó a recoger trastos del suelo.
–¿Ahora
somos doncellas? –bufó Kardia.
–Pasaremos
aquí unos días así que será mejor que…
–¿Que
qué? –Kardia se acercó a Dégel. El acuariano se había ensimismado con algo que
acababa de encontrar–. ¿Un libro? ¿En serio? –resopló al ver qué era lo que
había hecho que interrumpiera su frase –. ¿No te han dicho nunca que no se
recogen las cosas del suelo?
–Alguna
vez te he recogido del suelo a ti –retó a la mirada molesta del griego.
–Y
alguna que otra has acabado en el suelo conmigo –replicó, provocador.
–Eres
imposible… –negó repetidas veces, esbozando una sonrisa suave y, poniéndose en
pie, le mostró el libro al escorpiano–. Creo que es un diario –explicó–. Debió
de pertenecerle a ella.
–¿A
Ella? ¿A qué ella? –estaba empezando a estar más que harto de no saber nada
acerca de esa estúpida misión.
–A
Sélène. Ella debió escribirlo –dijo, quedo–. He muerto y he resucitado. Has
muerto y has resucitado. Sabes que las palabras son poderosas. Sabes que las
palabras son mágicas. No lo olvides. Has muerto y has resucitado –leyó.
CONTINUARÁ…
Nota: llevo una temporada teniendo problemas para mantener el formato; no sé por qué me deja pedazos del texto con fondo blanco... Siento la presentación, intentaré arreglarlo, pero admito que no tengo idea de cómo porque no sé a qué se debe u.u
viernes, 9 de noviembre de 2012
¡¡Feliz cumpleaños, Milo!!
Sé que es con retraso y ya me he flagelado por no haber publicado esto ayer, pero es que los wifis se confabularon en mi contra. Mi conexión hizo huelga de brazos caídos a última hora y ya no pude llegar a publicar.
La historia no es nueva; tiempo y musa no están en buenas relaciones y este año no pude escribirle nada nuevo a Milo. Espero que no me lo tenga en cuenta... Sabe que lo quiero *-*
He leído muchas historias en las que Milo va a Siberia a visitar a Camus; me gustó la idea de que esta vez fuese al revés; el clima en Milos es mucho mejor XD.
Deseo
Le gustaba especialmente ese
rincón de la isla; allí, las rocas claras que conformaban el acantilado le
recordaban a los blancos glaciares de Siberia; como si icebergs viajeros
hubiesen llegado allí desde la otra punta del mundo para recordárselo. Quizás,
algún día; podría enseñarle ese lugar. Se levantó de la roca en la que se había
sentado y, tras sacudirse la ropa, echó un último vistazo al mar y comenzó el
descenso por una carretera tortuosa que lo llevaría al puerto. Caminaba
despacio por las callejuelas empedradas, con sus casitas de pescadores
extendiéndose casi hasta las olas; disfrutando del silencio y del olor de la
brisa marina impregnándose en su ser y meciendo los mechones de su cabello.
Llevaba
varios días en Milos. Había llegado para un entrenamiento intensivo. O esa
había sido la explicación que esgrimió cuando solicitó el permiso para
ausentarse del Santuario. Se acercaba su cumpleaños y la nostalgia lo había
invadido de pronto. Lo celebraría a solas con sus recuerdos.
Como
cada mañana, desde que pusiera el pie en la isla acudía al puerto para echar
una mano a los pescadores que se afanaban en su rutina diaria. El mismo día de
su llegada se había topado con Denes. El joven griego había sido su más cercano
amigo durante el tiempo que duró su formación en Milos. Él se había convertido
en Caballero de Atenea y el muchacho en pescador, como su padre. Quizás sus
destinos serían muy diferentes pero el escorpiano había descubierto que le
gustaba trabajar con las manos. Sentir el calor del sol en la cara mientras
recogía y doblaba enormes redes de pesca o cargaba pesadas cajas repletas de
pescado fresco de un lugar a otro y, por eso, se acercaba cada día a colaborar,
codo con codo, en las faenas pesqueras.
Se
pasó la mano por la frente para secarse el sudor que resbalaba por ella. Miró
al horizonte. El ferry de mediodía llegaba al puerto en ese momento. Todos los
días las calles se llenaban de turistas que recorrían la isla parloteando en un
montón de lenguas distintas. Le divertía escucharlos. A algunos los podía
comprender y al resto creía poder entenderlos descifrando sus gestos y el tono
de sus voces. Una pareja con un crío, un trío de maduras muy bien arregladas,
un señor con traje, una rubia llamativa colgada del brazo de… ¡de Camus!
-¡Denes!
–gritó-. Debo irme. Hasta mañana –y sin esperar respuesta corrió hacia donde el
barco acababa de atracar.
Era
él. Estaba seguro. Jamás podría confundirlo con otro. La curiosidad lo mataba.
¿Cómo es que estaba ahí? Y, sobre todo… ¿Quién era esa?
-¡Camus!
–se había quedado parado a unos pocos metros de donde el francés estaba parado
intentando devolverle su equipaje a la muchacha.
El
de Acuario lo miró, le sonrió y volvió a girarse hacia la chica para dejar en
sus manos la maleta que aún sostenía. Se despidió cortésmente y apuró el paso
hasta donde Milo lo esperaba.
No
lo perdió de vista mientras se acercaba. No lo había visto en meses y, aunque
no podía negar que lo había deseado, no esperó verlo ante sus ojos precisamente
ese día; así que cuando Camus le tendió la mano se olvidó de que estaban en
medio de una plaza abarrotada de gente y tiró de él para atraparlo en un abrazo
fuerte. Las manos de Camus se posaron en su espalda y cerró los ojos,
disfrutando de la sensación de verse envuelto en su añorado aroma. Sintió el
cuerpo del galo tensarse entre sus
brazos. Tal vez estaba durando demasiado para pasar por un abrazo amistoso.
Palmeó su espalda un par de veces antes de separarse de él. Nadia estaba
prestándoles atención. Nadie excepto la muchacha que había bajado del barco con
Camus. Le sostuvo la mirada durante unos segundos por encima del hombro del
francés mientras le dedicaba la sonrisa más encantadora y falsa que sus labios
hubiesen esbozado jamás. Tomó al acuariano del brazo y tiró de él.
-¿Quién
era la que colgaba de tu brazo? –le preguntó mientras caminaban fuera de la
plaza.
-No
lo sé… Nadie… -desde luego no había
imaginado que la conversación entre ellos fuese a girar en torno a una
desconocida.
-¿Nadie?
–insistió.
-Sí…
Bueno. Sólo alguien que viajaba en el barco. Cuando me disponía a bajar me
encontré con su maleta en la mano y ella colgada de mi brazo.
-¿Y
qué quería? –había vuelto la cabeza para mirar hacia atrás buscando entre la
gente la figura de la joven mujer.
-¿Que
cargara con su equipaje? –aventuró el francés sin entender muy bien a qué venía
semejante interrogatorio.
-Menos
mal… -sonrió Milo. Le divirtió el desconcierto en la cara del acuariano-.Pensé
que tendría que empezar a preocuparme.
-¿Preocuparte?
–no seguía el discurrir de los pensamientos de Milo.
-Sí.
No veo cómo podría competir con un par de tetas de semejante calibre –bromeó.
Camus
rió comprendiendo al fin el razonamiento de su compañero.
-Por
lo visto te has fijado más que yo.
-No
me ha hecho falta fijarme, Camus
-aseguró-. Saltaban a la vista…
-Eres…
-no terminó la frase. Con un tirón de su brazo Milo lo arrastró a una
callejuela solitaria. Cerró los ojos sintiendo su cuerpo rebotar suave contra
la blanca fachada de una típica casa isleña y cuando los abrió de nuevo
encontró el rostro del griego pegado al suyo.
-¿Cómo
es que has venido? –eso era lo que había querido preguntarle desde el momento
en que lo vio.
-Quería
verte –tomó el rostro de Milo entre sus manos-. Hace unos días comencé a pensar
y…yo… Tenía que estar contigo hoy –sonrió-. Feliz cumpleaños, Milo.
La
sonrisa de Milo se mantuvo mientras sus bocas se acercaban, despacio,
saboreando cada respiración compartida. Sus labios se encontraron y se
entretuvieron mordisqueándose, chupándose y acariciándose dulcemente;
degustándose como si de frutas maduras se tratase. Al separarse se miraron
nuevamente.
-No
tengo un regalo para ti, Milo –confesó. Sólo pude pensar en venir. Yo…
El
griego apoyó su frente en la del galo.
-Da
igual, Camus. Me conformo con que estés aquí.
El
sonido de unos pasos acercándose les recordó dónde estaban.
-Ven.
Vamos por aquí. Por cierto… -aún había otra duda por aclarar-. ¿Cómo supiste
que estaba aquí?
-Aioria
me lo dijo.
-¿Aioria?
-Sí.
Nos encontramos en el pueblo. Y fue una suerte -aseguró. Hubiera sido difícil
salir del Santuario una vez dentro.
-Parece
que por una vez la aparición estelar del gato ha sido para bien –bromeó.
-Eso
parece –había algo que él también quería saber-. ¿Por qué has venido?
-Estos
últimos días yo también estuve pensando -declaró-. Yo quería estar solo
–sonrió-. En cualquier caso, saben dónde encontrarme si me necesitan.
-¿En
serio querías estar solo? –cuestionó extrañado.
-Solo
con mis recuerdos –apostilló, guiñándole un ojo-. Y dime…, ¿cuánto tiempo más
van a necesitar esos discípulos tuyos para convertirse en Caballeros?
-Milo…
-En
serio Camus; esos mocosos son demasiado lentos. A nosotros nos llevó menos
tiempo convertirnos en…
Durante
el trecho que los separaba del lugar en el que Milo había vivido durante su
entrenamiento y en los últimos días, intercambiaron información sobre lo que
habían sido sus vidas en los meses de obligada separación. Dejaron atrás las
blancas casitas isleñas para perderse por un estrecho camino que los condujo a
una apartada y solitaria cala de arena blanca. Allí, cobijada entre altas
paredes de roca estaba la morada de Milo.
Una
vez atravesó el umbral de la humilde cabaña que los cobijaría Camus volvió
sobre sus pasos. Se apartó unos metros de la puerta y observó la construcción
con gesto serio.
-¿Qué
haces? –preguntó Milo asomándose.
-¿Estás
seguro de que esto no se nos caerá encima?
La
risa sincera del griego llegó a sus oídos como una cascada de alegría.
-Yo
me pregunté lo mismo cuando la vi por primera vez y ya ves que sigue en pie.
Fiándose
de la palabra de su compañero volvió a entrar en la choza y se dejó arrastrar
por Milo hasta el dormitorio. El escorpiano le quitó del hombro la mochila que
era todo su equipaje y lo empujó sobre una pequeña cama que chirrió al recibir
su cuerpo.
-¡Dioses,
Milo! Esto no… -su frase fue interrumpida por un nuevo quejido del camastro al
sentir el peso del griego cayendo de golpe sobre él-. ¿Y tú te quejabas de mi
cama en Siberia?
-Descuida
–lo tranquilizó-. Esto puede con lo que le echen –le aseguró con un guiño antes
de comenzar a depositar sobre los labios del francés un beso tras otro,
recorriendo la boca y sus comisuras. Cuando hubo reconocido todo su contorno se
apoyó sobre las manos y lo observó desde esa posición por unos momentos.
-¿Qué?
–preguntó el francés.
-Estaba
pensando…
Camus
arqueó las cejas repitiendo sin hablar su anterior pregunta.
-Esta
mañana pensaba en ti –dijo-. Quería enseñarte algo.
-¿Y
ya no quieres?
-Sí
quiero pero… -sonrió-. También quiero quedarme aquí.
-Creo
que podremos hacerlo todo –se incorporó un poco en el espacio que el heleno le
había dado-. Aunque… Ya es más de mediodía. ¿No me darás de comer?
-Claro.
Comer no te vendrá mal –sonrió mientras lo recorría con la mirada-. Algo típico
y delicioso… No como esa asquerosa bouillabaisse –su nariz se arrugó en un
gesto de desagrado.
-Pedirla
fue tu elección… -le recordó-. Y no es asquerosa –sonrió mirándolo de reojo.
-Sí,
sí… -concedió-. Lo que tú digas… ¡Vamos!- lo animó levantándose de un salto y
dirigiéndose a la puerta.
-Milo…-
llamó-. ¿Piensas salir así?
-Sí,
claro. ¿Cuál es el problema? –cuestionó con extrañeza.
-Pienso
que quizás te vendría bien una ducha –sugirió-. Hueles a pescado…
Las
cejas del heleno se arquearon en un gesto de incredulidad. Estiró de su
camiseta para acercársela a la cara y su nariz se arrugó de nuevo dando la
razón al francés.
-De
acuerdo –admitió-. Ya vuelvo. Tú ni te muevas –advirtió señalándolo con un
índice amenazador.
Cuando
regresó a la habitación Camus ya no estaba allí. A través del cristal de la
ventana lo vio sentado en la arena de la playa. Salió para ir a buscarlo.
Caminaba despacio, procurando que el sonido de sus pisadas fuese ahogado por la
arena para poder sorprenderlo.
-Ni
se te ocurra –la voz suave de Camus lo sorprendió en plena ejecución de su
improvisado plan.
-¿Cómo
te has dado cuenta? –se admiró el de Escorpio.
-¿Olvidas
que vivo con dos niños? –le recordó Camus mirando al heleno que se había
sentado a su lado-. Y a veces eres peor que ellos –sonrió.
Milo
frunció los labios en un puchero, fingiéndose ofendido, y en seguida le
devolvió la sonrisa al acuariano. No lo admitiría pero tenía razón.
-Vamos,
anda… -dijo dándole un leve codazo-. O nos quedaremos sin comer.
Pusieron
rumbo al pueblo y volvieron al puerto. En un típico restaurante griego
compartieron una botella de Retzina* para regar su almuerzo. Unas aceitunas
negras, una típica ensalada griega y un variado plato de pescados fritos.
Entretanto aguardaban por la cuenta Camus arrancó una cerilla de la pequeña
cajita que había en su mesa, junto a una innecesaria vela a esas horas del día,
y la encendió.
-Pide
un deseo –le dijo al griego.
-¿A
una cerilla? –se extrañó.
-Bueno…
A falta de pastel… Tendrá que servir –sonrió.
-Mmm…
–el de Escorpio se mordió el labio inferior y cerró uno de sus ojos mientras
parecía pensar muy concentrado.
-Antes
de que me queme, por favor –pidió el galo.
Milo
sonrió y sopló con fuerza apagando la llama que se encontraba ya muy cerca de
los dedos de Camus.
-Espero
que se cumpla, Milo –le deseo el galo.
Los
expresivos ojos del escorpiano brillaron con intensidad al tiempo que asentía
con una hermosa sonrisa adornando su bronceado semblante.
Después
de la comida caminaron despacio por las callejuelas empedradas. Milo hablaba y
Camus trataba de experimentar a través de las palabras de su compañero las
experiencias vividas por aquel en ese lugar. Al atardecer contemplaban la
puesta de sol en el acantilado. El efecto a esa hora era diferente pero
igualmente hermoso.
-Tendrás
que volver para que pueda mostrártelo.
Camus
lo miró y asintió. No se iría si pudiese evitarlo. Ese había sido el primer día
de sus vidas en el que habían podido ser ellos mismos, nada más. Libres de
obligaciones. No recordaba sentirse así.
-Vamos
–Milo se había puesto en pie y apoyaba la mano sobre su hombro instándolo a
levantarse-. Ya es hora de volver.
El
camino de vuelta lo recorrieron con algo más de prisa. Desde que sus cuerpos se
toparan esa mañana habían estado reclamándoles algo que ya no iban a negarles
por más tiempo. Llegaron de regreso a la pequeña cala en el momento en que la
luna hacía su aparición en el cielo nocturno de la isla.
Milo
se detuvo ante la puerta de la cabaña. Se giró y miró al de Acuario.
-¿Un
baño en el mar? –y antes de obtener respuesta corrió hasta la playa.
Camus
lo alcanzó cerca de la orilla. Milo se había quitado la camiseta y pisoteaba un
pie con otro tratando de descalzarse mientras se desbrochaba el pantalón. Se lo
quedó mirando hasta que el griego, dándose cuenta de la inmovilidad del
francés, dejó lo que estaba haciendo.
-¿Piensas
bañarte vestido?
El
acuariano negó. Alzó el brazo y con su dedo índice recorrió la forma de los
pectorales de Milo, como si nunca lo hubiese hecho antes. Sonrió y apoyó ambas
palmas sobre el pecho del griego.
-Imagino
que el tacto debe ser diferente –dijo.
La
expresión de MIlo pasó de la confusión a la perplejidad y de ahí a la
indignación cuando comprendió a qué se estaba refiriendo Camus.
-¡Entonces
sí te habías fijado! –palmeó las manos de Camus para apartarlas.
De
los labios del francés escapó una risa cantarina.
-No
me hizo falta fijarme, Milo. Tú mismo lo dijiste… Saltaban a la vista.
El
heleno sonrió también.
-En
serio Camus… -preguntó borrando la sonrisa de sus labios-. ¿Lo has pensado
alguna vez?
-¿El
qué?
-Cómo
sería estar con una mujer… O… con otro hombre –sus ojos estaban fijos en los
del francés.
-No
–aseguró rotundo-. Nunca he pensado en nadie más. Siempre has sido tú, Milo…
Desde antes incluso de saber qué era lo que estaba sintiendo… Sólo tú…
Abrió
la boca para decir algo pero no llegó a articular palabra alguna. Le dedicó al
francés la más encantadora y sincera de sus sonrisas y agarrando el cuello de
su camiseta lo atrajo hasta poder aprisionar sus labios con los suyos. Se
apartó para mirarlo de nuevo y le guiñó un ojo antes de salir corriendo y
gritarle.
-¡Te
espero en el agua!
Dejó
su ropa en la arena y corrió al mar tras Milo. Se zambulló y avanzó unos metros
bajo el agua. Cuando salió a la superficie esta le llegaba al pecho. De pronto,
los brazos del escorpiano se agarraron a su cuello y sus piernas se enlazaron
por encima de sus caderas.
-Agradable,
¿verdad? –sonrió con descaro y se pegó más a su cuerpo, besándolo de nuevo.
Correspondió
a ese beso con ardor. Recorrió su cuerpo con las manos. Subiendo desde sus
nalgas por toda la espalda hasta la nuca y volviendo a bajar mientras Milo se
movía entre sus brazos, frotándose contra él.
El
griego liberó los labios del acuariano y con un ir y venir de su mirada le
indicó un grupo de rocas planas a su espalda. Deshizo el abrazo que los mantenía
unidos y nadó hasta ellas, acomodándose sobre la mayor. Recibió al francés con
una sonrisa y de nuevo lo atrapó entre sus brazos recostándose con él encima.
Camus
se tendió sobre el lecho acogedor que era la exuberante anatomía del griego y
se abrazó a él. Milo repartía amorosos besos por su cuello y él se apretó más
contra su cuerpo. Le gustaba sentir el calor de su rostro, de su aliento, y el
roce de sus pestañas contra su piel. Giró la cabeza y juntaron sus labios, sus
lenguas y sus ansias en un acalorado encuentro. Despacio, se fue separando de
Milo que, renuente a dejarlo ir, alzaba la cabeza procurando seguir prendido de
su boca. Se arrodilló frente a él, con las piernas un poco separadas, de modo
que sus rodillas hacían contacto con los muslos del heleno, morenos y
torneados. Milo lo miró en silencio; con sus brillantes ojos muy abiertos,
contemplando la silueta serena del galo vestida por la luz blanca de la luna.
Sentía las yemas de los dedos de Camus deslizándose desde su mandíbula; trazando
un sendero descendente por la línea del cuello hasta el hombro.
La
piel del griego era cálida y suave. Recorrerla era un lento ceremonial al que
le gustaba entregarse. Los dedos siguieron bajando para luego ascender a la
cima morena de sus rotundos pezones y desviarse después hasta el hueco de la
axila. Dibujó despacio el perfil de su brazo. Acarició con cuidado, uno por uno,
cada dedo de la mano y repitió el camino a la inversa. Besó con mimo su estómago,
su cuello y atendió con el mismo esmero el otro brazo del griego. Volvió a su
boca y dejó que Milo le mordisquease los labios con impaciencia; que su lengua
inquieta avasallase la propia y que lo explorase hasta saciarse. Compartieron
un suspiro al separarse. Tomaron aire mientras se miraban con los labios
entreabiertos.
-Yo
también quiero que cargues con mi equipaje –el griego hizo su confesión con una
pícara sonrisa en los labios.
Camus
sonrió también y le acarició la mejilla con el dorso de la mano. Continuó
besando su cuello, con mucha calma, después los pezones, haciendo movimientos
circulares con la lengua, para más tarde descender hasta su vientre y trazar un
círculo de saliva alrededor de su ombligo. Milo sintió como le ascendía, desde
las puntas de los pies, un agradable cosquilleo de placer que lo hizo soltar un
grave ronroneo de satisfacción. Impaciente, abrió un poco más las piernas y Camus
se dedicó a acariciarle la cara interna de los muslos, avanzado con besos y
caricias de su lengua; abriéndose paso, lento y dulce, hasta su sexo. Deslizó
su dedo índice a lo largo de la tensa erección del griego hasta sus testículos.
Entonces, inclinándose sobre él comenzó a ensalivarlo con la punta de la
lengua, dibujando círculos juguetones en la punta y trazando un serpenteante camino
descendente y ascendente. El escorpiano gimió y, de manera inconsciente, su
pelvis se acompasó al ritmo de la lengua del francés. Los familiares labios de
Camus acariciaron su miembro con mesura mientras sus dedos se introducían
con cuidado en el canal entre sus
nalgas; sumergiéndose en él, gentil y preciso, cómo tantas veces, en perfecta
comunión con los movimientos de su cuerpo.
Milo
gimoteó y balanceó sus caderas, incapaz de contener sus reacciones. Sus ojos
estaban cerrados y su cara reflejaba el placer que lo invadía. Jadeó cuando
Camus detuvo el accionar sobre su cuerpo. El francés había levantado la cabeza
y lo miraba sonriendo. Contempló sus
ojos reflejándose en esos otros más oscuros y le devolvió la sonrisa. Lo sintió
sumergirse nuevamente entre sus piernas, culebreando con su lengua con una
delicadeza extrema, casi desesperante. De vez en cuando sus piernas temblaban y
se cerraban apresando al acuariano en medio.
Camus
trepó por las caderas del heleno y cubrió con su cuerpo el de Milo. Desde tan
corta distancia los ojos turquesas del griego se veían iluminados por un brillo
afiebrado. Despacio, muy despacio, comenzó a balancearse con cadencia, hacia
delante y hacia atrás, adelante y atrás; presionando su miembro contra el sexo
hinchado de Milo; arrancándole un gemido de impaciencia. Presionó sus labios
contra los del escorpiano que, excitado, se aferró a su espalda y adelantó la
pelvis. El galo apoyó ambas manos en sus nalgas y lo atrajo hacia sí, alzándolo
ligeramente.
Milo lo recibió ansioso. Las paredes de su ano
se cerraron en torno al miembro del francés. Apartó su boca de la del acuariano
y jadeó con fuerza, arqueando su cuerpo. Camus se movía dentro de él, dentro y
fuera, dentro y fuera… Levantó las piernas para enredarlas alrededor de las
caderas de Camus y se entregó al goce de una presión certera y rítmica que se
intensificaba por momentos. Cerró los ojos, arqueó el cuello y apretó los
puños; sintiéndolo llegar hasta el último rincón de su ser; precipitándose en
una caída en picado hacia el orgasmo. Levantó los brazos y lo atrajo con fuerza
hacia sí mientras disfrutaba de cada embestida, de cada centímetro del pujante
pedazo de carne que había penetrado en él separando y contrayendo sus muros con
rítmico frenesí. Los músculos del abdomen del galo refregaron con fuerza su
sexo atrapado entre ambos. Adelantó las caderas para mejor incrustarlo en su
cuerpo y apretó los músculos para absorberlo, para hacerlo suyo, y sintió como
el extremo de su sexo chocaba contra su interior. Gritó con fuerza y escuchó a
Camus gemir también. Se colgó de su cuello y susurró contra su oído.
-Sólo
tú…
El
francés hundió la cara en el hueco de su cuello y allí sus labios se pegaron a
la piel tibia y aterciopelada de Milo.
Sus
cuerpos oscilaban vertiginosamente, arrancándoles aullidos que los
enronquecerían y envolviéndolos en un deleite que les aceleraba la respiración
hasta casi hacerlos perder el sentido. El placer llegó con intensidad;
deslizándose desde sus nucas y bajando por la espalda para estallar entre sus
pelvis. Milo emitió un jadeo agónico al terminar mientras aguantaba unas pocas
embestidas más de Camus antes de recibirlo, exhausto, sobre su cuerpo con un
gemido aún entre los labios. Permanecieron abrazados por unos minutos hasta que
sus cuerpos dejaron de temblar. Camus se apartó despacio de la piel húmeda de
Milo pero el griego le hincó los talones en los glúteos para impedirle
separarse.
-No.
Espera… Quédate –le rodeó el cuello con los brazos y le acarició cariñosamente
la nuca-. ¿Ya vas a quitarme mi regalo? –le preguntó mientras sentía como el
francés reposaba de nuevo sobre su cuerpo y lo besaba cerca de la oreja.
El
deseo saciado cedió su lugar al sopor del sueño. A pesar de arrullarlos con su
acuática melodía, era precisamente el mar que chocaba contra las rocas
salpicando sus cuerpos quien los mantenía despiertos. Camus mojó los dedos en
el agua y trazó una línea húmeda a través del pecho de Milo. Luego lo abrazó
muy fuerte contra sí y lo arrastró consigo mientras se incorporaba. Por encima
del hombro del griego vio la figura oscura que sus cuerpos mojados habían
marcado en la roca.
Se
despegaron poco a poco y se miraron en un silencio cómplice. Los labios de Milo
se curvaron lentamente componiendo una sonrisa pícara antes de empujar a Camus
de espaldas al agua. El de Acuario salió a la superficie unos metros más atrás
y el escorpiano se lanzó al agua para nadar hasta él. Cuando estuvieron frente
a frente lo sujetó de la cintura y lo atrajo hacia sí para iniciar un nuevo beso.
Largo, suave, húmedo… Comenzó a mover
acompasadamente las caderas, restregándose en la entrepierna del francés que
dejó escapar un ligero gemido. Sonrió contra sus labios.
-Ven…
Ven… -apremió. Su cuerpo estaba encendido de nuevo y tomándolo de la mano caminó
hasta la orilla donde, colgándose otra vez del cuello del galo lo arrastró con
él al suelo.
-Milo,
¿qué…? –se retorció al sentir el fuerte apretón de la mano de Milo alrededor de
su sexo.
-No
puede haber un cumpleaños sin pastel –aseguró en un sensual susurro. Apoyó las
manos sobre los muslos del acuariano a poyó los labios sobre su glande, bajando
poco a poco y enredando la lengua alrededor del tronco.
Camus
cerró los ojos y gimió con fuerza al sentir la boca húmeda y tibia de Milo
albergando su miembro por completo. Hundió los dedos en la arena mojada de la
orilla y se mordió el labio inferior mientras el griego se sacaba su sexo de la
boca y lo volvía a engullir entero una y otra vez, succionando con fuerza, o se
entretenía deslizando la lengua hasta sus testículos, acariciando su piel tensa
y suave.
Un
leve quejido del de Acuario lo hizo detenerse en su labor. Se acercó al rostro
del francés sin poder contener la sonrisa y le besó el cuello, probando el
sabor de la sal en su piel. Después, lo lamió dulcemente y bajó hasta su pecho
para acariciarlo, mordisquearlo y ensalivarlo mientras Camus pasaba las manos
por sus hombros y su espalda. Sentir el cuerpo del galo contoneándose bajo el
suyo acrecentaba sus ansias. Lo miró fijamente. Camus le sonreía y lo miraba
con deseo. Deslizó primero, un par de dedos entre sus glúteos y cuando lo supo dispuesto empujó
suavemente sintiéndolo abrirse para él. Movió la cadera hacia atrás y salió por
completo para luego volver a entrar; experimentándolo todo de nuevo. Siguió
lentamente. Con cada movimiento Camus se retorcía y jadeaba. Estiró los brazos
y acarició su abdomen musculoso, su pecho firme y los erectos pezones, duros y
sensibles. El francés gemía con los ojos
cerrados. Se inclinó y se recostó sobre él entretanto continuaba moviéndose.
Cada vez un poco más fuerte, cada vez un poco más profundo, mientras lo
masturbaba rítmicamente; masajeando su sexo arriba y abajo, reconociendo su textura.
Los
dos gimieron intensamente. Se sentían llegar al límite de su aguante. Sus
cuerpos chocaban y se entremezclaban sus sudores. Camus arqueó la espalda
recibiendo las últimas embestidas de las caderas de Milo y ambos se dejaron
caer, agotados, sobre la arena. Descansaron por un momento aunque sus manos no
pudieron dejar de tocarse. De repente Milo se incorporó y se sentó sobre la
cintura del francés. Lo miró a los ojos y expresó una futura promesa.
-Mismo
día, mismo sitio. Dentro de un año.
FIN
Aclaraciones
-Retsina: (Ρετσίνα) es un vino blanco (o rosado) resinado
griego que se ha elaborado durante al menos 2000 años. Su sabor único tuvo su
origen en la práctica de sellar los recipientes del vino, particularmente ánforas,
con la resina del pino de Alepo en épocas antiguas. Antes de la invención de la
botella de cristal impermeable, el oxígeno, al estar en contacto con el vino,
hacía que éste se estropeara en poco tiempo. La resina del pino ayudó a
bloquear la entrada del aire en los recipientes y, a la vez, infundía al vino el
aroma de la resina.
-Ensalada griega: (χωριάτικη σαλάτα) es una ensalada
elaborada en Grecia con los ingredientes característicos de este país. La
ensalada original está elaborada de tomate, pepino, pimiento y cebolla roja,
todo ello con sal, pimienta negra y orégano y aliñada con aceite de oliva. A
todo ello se le añaden trozos de queso feta, alcaparras y aceitunas kalamata.
La lechuga a pesar de lo que piensa la mayoría de la gente es muy rara en la
ensalada griega. Existe una variante de ensalada que se denomina μαρούλι,
"lechuga" en lugar de ensalada y es muy distinta, consiste en
lechuga, cebolla de primavera y eneldo fresco, todo ello aliñado con aceite de
oliva y vinagre o zumo de limón.
Respecto al resto de la comida sólo decir que lo de los
pescados fritos me lo he inventado; no sé si sean típicos o no pero imagino que
en un lugar rodeado de mar algo de peces comerán XP. Tampoco sé si en el puerto
existe actividad pesquera o se centra más bien en el turismo.
Sobre la descripción de la isla confieso que mi conocimiento
es por fotos e información que he sacado de internet. Mi cabeza imaginó el
resto.
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