Mint Chocolate
Lo intentó por enésima vez. La
sujetó por ambos extremos y tiró con toda la fuerza de la que sus bíceps eran
capaces. Nada. Otra vez había sido derrotado.
-¡Maldita
sea! –gruñó al tiempo que lanzaba la bolsa al aire y la apuntaba con su dedo
índice.
-¡Oye!
¿Pero qué pretendes? –entró en la sala justo a tiempo para atraparla al vuelo-.
Chocolates rellenos de veneno no es algo que me apetezca probar.
-¡Por
todos los dioses, Camus! ¡Esa estúpida bolsa ha salido del infierno para
joderme! –se dejó caer sobre el sofá resoplando.
-Claro,
Milo –concedió aguantándose una sonrisa.
-¡Hey!
¡No te burles! –exigió-. Además… Esto es culpa tuya. ¿De dónde diantre los has
sacado?
-De
la tienda del aeropuerto –respondió-. Y…, sinceramente, la mujer que me los
vendió no parecía una emisaria del mal –matizó acercándose al escorpiano que
seguía con el fastidio pintado en la cara-. Déjame sitio, anda –pidió palmeando
una de los muslos del griego.
Milo
separó las piernas y le cedió el espacio entre ellas para que se sentara.
Cuando el francés se hubo acomodado lo rodeó por la cintura y reposó la cabeza
sobre su hombro. Enseguida un olor dulzón llegó hasta su nariz.
-No
me dirás cómo lo has hecho, ¿verdad? –preguntó con divertida resignación.
-Creo
que no le gustaron tus modales –bromeó.
-
Muy gracioso… -aceptó-. Pero dime… ¿Desde cuándo te gusta el chocolate? Creo
que nunca te he visto comerlo. ¿Es acaso tu vicio inconfesable? –preguntó
burlón.
-No,
Milo. Ese eres tú.
FIN
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