domingo, 25 de noviembre de 2012

Mil vidas contigo...

Con motivo de la reapertura del Club PoisonIce (Milo x Camus) en el foro Saint Seiya Yaoi, se convocó un evento en el que la temática tenía que ser histórica; su título "Mil vidas contigo". Se trataba de situar a la pareja en diferentes momentos de la Historia y, en ese momento, yo estaba leyendo cosas sobre los Caballeros Templarios así que decidí unirlos a la Orden del Temple.
No soy muy fan de los AU, ellos me gustan como lo que son, por eso me pareció que convertirlos en caballeros medievales no los alejaría mucho de sus papeles reales.
Esta es la historia.

La senda del tiempo


               La tarde se hacía noche tiñendo el cielo de rojo y escarlata. Detuvo su montura. Una infinidad de emociones se había dado cita en su estómago revoloteando como libélulas. En su mente, los recuerdos de ese lugar al que se dirigía y el misterio de su llamado daban vueltas sin cesar. Sentía la inconfundible certeza de que algo estaba por cambiar, por concluir… Un tiempo, un ciclo, una vida… Un destello púrpura se reflejó en sus ojos y miró  hacia el sol que concluía ya su descenso, al oeste, por detrás de las almenas.
                Arreó su cabalgadura. El caballo relinchó antes de ponerse en marcha. Villeneuve du Temple, el inmenso recinto fortificado de la Orden de los Caballeros Templarios, se alzaba imponente ante él. Galopó. El ansia en su estómago había ascendido hasta su garganta y allí permaneció hasta que la gran hoja de madera del puente levadizo retumbó a su espalda.
                Se dirigió a las caballerizas y descabalgó. Allí pudo reconocer el jamelgo castaño de uno de sus Hermanos de armas. Acarició el morro de su rocín y entregó las riendas a un escudero.
                Llegaba tarde. El viaje había sido más duro de lo previsto. Se apresuró por un solitario pasillo. Sus pisadas resonaban sobre la baldosa. Las blancas vestiduras que lo cubrían bailoteaban al compás de sus zancadas. Se descubrió la cabeza y la meneó un par de veces para que las hebras oscuras de su cabello se desparramasen libres, enmarcando su gentil rostro.
                Al desembocar en un nuevo corredor se topó con siete figuras que aguardaban ante una puerta cerrada.
                -Se bienvenido, Hermano –su mirada se paseó por los rostros de los allí presentes en respuesta a ese saludo, deteniéndose un poco más en un par de ojos turquesas que lo miraban con intensidad.
                Todos ellos habían acudido a la llamada del gran Maestre del Temple. Esa tarde, como tantas otras desde que Felipe IV de Francia había comenzado a tramar su gran golpe contra la Orden de los Caballeros Templarios, Jacques de Molay había rezado por los Hermanos asesinados por orden del rey. Era consciente de que desde Vienne llegaría su condena. “El Hermoso” hasta allí había acudido para presionar al Papa Clemente y al Tribunal Eclesiástico. Era su ocasión para asestar el golpe mortal al Temple.
                El Gran Maestre, firme y sereno, abrió la puerta de la sala en la que se había recluido e invitó a sus Hermanos a pasar.
                Jacques de Molay extendió cuidadosamente el Mandylion y los allí reunidos vieron aparecer en su extensión el cuerpo de Cristo con los signos del tormento sufrido. Los Caballeros hincaron las rodillas en el suelo y, guiados por su superior, rezaron durante horas. Las oraciones se detuvieron cuando de Molay se levantó y doblando con delicadeza la mortaja, la depositó junto a un lino ya plegado de similares características.
                -Deberéis disponer vuestra marcha cuanto antes –con un gesto de su mano los invitó a tomar asiento. La conversación sería larga e importantes los asuntos a tratar.
                En esa reunión se dispuso que Beltrán de Santillana, acompañado por cuatro caballeros, custodiaría la Sábana Santa hasta la encomienda templaria de Castro Marim, en Portugal. Geoffroy de Charney y otros dos Hermanos cabalgarían hasta Lirey donde se guardaría el lino en el que, años atrás, François de Charney había envuelto la santa reliquia para atravesar con ella tierras infieles y hacérsela llegar al Temple. Un lino suave, con la misma textura y color de aquel con el que José de Arimatea envolvió el cuerpo de Cristo. Un milagro se había obrado en esa tela. Ambos linos eran desde entonces sagrados, por más que sólo uno de ellos hubiese envuelto el cuerpo del Señor.
                Descansarían el resto de la noche y en la mañana comenzarían los preparativos para sus respectivos viajes.
                Caminaba hacia su celda. Tan sólo sus pensamientos y el eco de unas pisadas coreando las suyas acompañaban su marcha.
                -Camus…
                Una mano se había posado sobre su hombro. Se detuvo y volvió la cara para poder mirar a los ojos a quien le hablaba. Estaban tan cerca que sus rostros casi se tocaban.
                -Milo… -susurró-. Ha pasado mucho tiempo, griego …
                El mencionado sonrió. Hacía mucho que nadie lo llamaba así. Su bisabuelo había regresado de una campaña en Grecia con la que había convertido en su esposa. Sangre helena corría por sus venas y poco tiempo después de conocerse le había contado esa historia a quien acababa de recordársela.
                -Demasiado –concordó-. Hace tiempo te dije que la Divina Providencia volvería a ponernos en el mismo camino… Y aquí estamos los dos.
                Ambos ingresaran en la Orden con apenas dieciocho años, procedentes de nobles familias de distintos lugares de Francia. De Normandía, Camus; de Bretaña, Milo. Su camino se había bifurcado varios años atrás.
                Camus asintió mientras sentía la respiración de su compañero en el rostro. Por un momento pensó que debería separarse y pretendió dar un paso atrás para alejarse pero no lo hizo. Un instante después Milo agarró su brazo y tiró de él.
                -Acompáñame… -pidió.
                En el interior de la humilde cámara sus figuras eran iluminadas por la luz tenue de unas velas. Tomó de las manos de Milo el cuenco de vino que este le ofrecía. Bebió y se lo devolvió a su anfitrión quien, mirándolo, probó un sorbo de él para después depositarlo nuevamente en sus manos y, sin pensarlo siquiera, tomó de nuevo. Era costumbre entre Hermanos compartir escudilla y vituallas pero, en esos momentos, ese hecho tan común hacía que su corazón galopase desbocado. Milo le retiró la copa y la devolvió a su lugar original sobre una tosca mesa de madera. Los ojos de Camus siguieron el movimiento de su compañero hasta que sus miradas volvieron a cruzarse y entonces se sonrieron. Sus brazos chocaron torpemente al intentar alcanzar el cuerpo del otro.
                Las manos de Camus descansaron sobre las caderas de Milo mientras las de este acariciaban con lentitud su cara y su cintura. En ese momento no había más mundo que el que podían contemplar en sus ojos. Suspiraron antes de dejar que sus labios se juntasen. Las bocas se resistían a separarse así que las entreabrieron para poder respirar. Sus cuerpos, apoyados uno contra el otro, se apretaban y frotaban. Algo crecía en su interior. Algo que había permanecido latente desde aquella tarde que ahora se les presentaba como muy lejana. Una fría tarde de primavera en la que habían sentido sus sentidos alborotarse por primera vez.
                Milo levantó el borde de la túnica blanca de Camus y lo acarició allí donde algo despertaba mientras lo empujaba hacía abajo para terminar recostados sobre el hosco camastro. La mano de Camus se perdió entre las piernas de Milo. Las rojas cruces de sus ropas se entrelazaban en el suelo mientras los suspiros se mezclaban en el aire. Con los ojos cerrados se acariciaron hasta que creyeron que la vida se les escapaba entre suspiros.
                Camus abrió los ojos y miró a Milo que yacía como desfallecido a su lado. Repasó su cuerpo, sin prisas, y recorrió con dulzura la marca rosada de una cicatriz entre las costillas del descendiente de los dioses olímpicos.
                -Parece que la muerte ha querido tomarte por esposo…
                -Sólo después de que tú la rechazaste –sonrió Milo. Sus ojos buscaron el abdomen de su Hermano de Orden y alargó la mano para delinear la larga señal que le surcaba la piel. No había olvidado todos los días que con sus interminables noches había velado su sueño con la esperanza de verlo abrir los ojos. Esa había sido su primera herida por la causa. Pero no la única. Al igual que el suyo, ese cuerpo revestido de blanca piel presentaba más de un testimonio de batalla.
                Esa noche no pudieron dormir. Sus espíritus se sentían agitados. La felicidad de su reencuentro se mezclaba con una angustiosa sensación de incertidumbre. Con los ojos perdidos en la oscuridad percibían resonancias no sentidas hasta entonces. Los sonidos de algo que estaba por venir.
                Con las primeras luces del alba se aprestaron para partir. Acompañarían al Caballero de Charney en su viaje a Lirey. Ciento cincuenta quilómetros los separaban de su destino.
                Durante todo el camino la impresión de ser observados los acompañó como la brisa fresca del otoño. Geoffroy de Charney llevaba el lino guardado en el zurrón tal como lo había hecho su tío François. Camus y Milo cabalgaban unos metros por detrás del noble Caballero. Habían dejado atrás el pueblo de Troyes y en pocas leguas llegarían al señorío de Lirey. Quizás sería esa su última misión para la Orden. A ella habían consagrado su vida y ahora parecía no tener futuro. Por unos días disfrutaron de la hospitalidad y el sosiego entre los miembros de la familia de Charney. Pronto tendrían que volver a París a enfrentarse contra el enemigo más cruel. Uno que no conocía la nobleza en el combate ni el honor. Felipe de Francia, el rey.
                El último tramo de la ruta de vuelta transcurrió en un absoluto silencio tan sólo roto por el sonido de los cascos de la caballería. La fortaleza templaria se dibujaba ya ante sus ojos y Camus sintió una conocida sensación adueñándose de nuevo de su ser. Estaba seguro de que Milo, a la cabeza del grupo, podía escuchar los latidos de su corazón. Un escalofrío recorrió su espalda cuando los ojos turquesas de su compañero se posaron sobre los suyos y espoleó a su caballo para llegar junto a él.
                -Tú también lo sientes, ¿verdad?
                Milo asintió y agachó la cabeza para luego volver a levantarla y dedicarle una sonrisa que el otro correspondió. Habían escogido el mismo camino y juntos lo recorrerían hasta el final.
                El Gran Maestre salió a su encuentro en cuanto pusieron los pies en Villeneuve du Temple. Las cosas parecían suceder con prisa. Ciento veintisiete acusaciones se imputaban a la Orden. El final estaba más cerca de lo que creían.
                Las palabras de Jacques de Molay aún resonaban en su cabeza cuando la puerta de su celda se abrió dando paso a la figura de Milo. El Caballero avanzó para sentarse a su lado.
                -¿Estás bien? –preguntó, apoyando la mano sobre la rodilla de Camus.
                -Sí –respondió, mirándose en los ojos de su Hermano-. Sólo pensaba… Dime Milo, ¿cuándo nos hemos convertido en eso que dicen? Es posible que nos hayamos equivocado en algo pero… De nuestras manos ha salido más bien que mal…
                Milo sacudió la cabeza.
                -Hemos caído ante la codicia de un rey… -sus iris turquesas titilaban  mientras miraba a su compañero-. Camus… -llamó-. ¿Tienes miedo a la muerte?
                -No –negó-. ¿Y tú?
                -Tampoco –desde siempre había esta rondando sus vidas. Eran conscientes de que antes o después los alcanzaría-. Sólo… No puedo soportar la idea de que ella te tenga antes que yo… -confesó-. La expresión que leyó en el rostro de Camus le resultó indescifrable-. ¿Crees que cometo un pecado si te amo?
                -¿Cómo podría ser pecado el amor? –el gesto de su cara se suavizó dando paso a una cálida sonrisa-. Y si así fuera; los dos estaríamos pecando –permitió a su mano acercarse y acariciar con el dorso de su dedo índice la mejilla coloreada por la sangre griega que llenaba de vida a su amigo-. Compartiremos penitencia –propuso-. En cualquier caso… Ya nos han condenado.
                Milo sonrió. Después de escucharlo no podía dejar de hacerlo. Tenía el cabello húmedo y las ondas rebeldes que conformaban su cabellera permanecían adormecidas reposando detrás de sus orejas. Movido por el deseo, Camus alargó su mano para tomar entre sus dedos uno de los mechones más cortos para atusarlo junto a los otros mientras pensaba que ese cabello indómito pronto volvería por sus fueros.
                Sus miradas permanecían unidas y sus sentidos, embargados por el aroma de sus respiraciones, despertaban ya al calor de la cercanía de sus cuerpos. El ardor furioso de unas  impetuosas llamas los invadía por dentro; inundando cada rincón. Sus pieles deseaban con urgencia sentir la del otro y, enardecidos, se rodearon con los brazos; abrazándose con el rostro, con la cintura, con las caderas…; buscando la boca ajena para la propia. La ropa les sobraba y con prisa sabia y desconocida se desprendieron de ataduras.
                Los corazones latían con fuerza. Cada palpitación estallaba en el pecho del otro. Caídos sobre un minúsculo lecho deslizaron las manos por el cuerpo desnudo de aquel que amaban. Las yemas de los dedos descubrían ansiosas el tacto cálido de sus pieles mientras sentían sus entrañas abrirse con hambre voraz; reclamándose.
                Sin más palabras habían pactado su entrega y con ella llegó un dolor que creyeron insufrible pero que aceptaron como penitencia si es que acaso estuvieran pecando. Sus rostros se contrajeron en un gesto de suplicio hasta que el crispamiento desapareció y se suavizaron las facciones. Su expiación había terminado o, quizás, nunca había sido tal. Durante un tiempo que les pareció interminable por varias veces creyeron morir y resucitar entre abrazos y gemidos.
                Esa sería la segunda noche que pasarían en vela juntos. Cerraron la puerta a la desazón y atendieron tan sólo a esos deseos a los que no se habían permitido rendirse hasta entonces y que pedían ser colmados una vez y otra vez más.
                La noche aún no había levantado su oscuro manto cuando de nuevo fueron llamados a presentarse ante el Gran Maestre. El final que temían pronto se presentaría ante el portón de la fortaleza.
                -Preparaos para partir –ordenó.
                -Pero señor… -Milo pretendió protestar pero sus palabras fueron cortadas por un gesto de Jacques de Molay.
                -Seríamos más útiles aquí –intervino Camus.
                -En absoluto –negó el superior de la Orden.-. Escuchadme –pidió-. Este será el último requerimiento que os solicite como Gran Maestre del Temple… La última misión que desempeñareis para la causa –aseguró-. En breve todos seremos presos de la codicia de Felipe. Conservad la vida. Regresad a Lirey y guardad la Santa reliquia mientras las fuerzas os lo permitan. No permitáis que caiga en malas manos.
                -La protegeremos con nuestras vidas –prometió Milo al tiempo que Camus asentía en acuerdo con sus palabras.
                Al amparo de la oscuridad abandonaron Villeneuve du Temple. Poco después Jacques de Molay, Geoffroy de Charney y el resto de los templarios que aún permanecían en la fortaleza fueron prendidos y conducidos a las mazmorras del palacio del rey.
                En el mismo lugar en que por dos veces había sentido  como se encogía su alma Camus se detuvo y miró atrás. Ahora sentía la certidumbre del fin. Muchas vidas se habían perdido y más se perderían. Miró a Milo y su espíritu se tranquilizó. La vida que conocían había terminado pero una nueva parecía comenzar ahora para los dos.

FIN



               
ACLARACIONES

                Como ya comenté en la ficha la historia de fondo no me pertenece. Las idas y venidas de la Sábana Santa fueron escritas por Julia Navarro en su novela “La Hermandad de la Sábana Santa” y yo utilicé su historia para enmarcar la mía.
                Desde que surgió el evento mi idea era convertirlos en Caballeros Templarios pero no encontraba la excusa; esa novela me la dio y creo que tengo que agradecerle a la señora Navarro por ello =).
                Jacques de Molay y Geoffroy de Charney son personajes reales. Del tío, François de Charney y Beltrán de Santillana no he encontrado datos así que me inclino a pensar que fueron creaciones de la autora. En la novela se mezclan datos reales y ficción. De la Síndone (Sábana Santa) no se supo nada desde su desaparición en Constantinopla hasta que en 1357 fue expuesta en una iglesia de Lirey.  Se sospecha que, tal vez, durante todo ese tiempo estuvo en manos de los Caballeros Templarios. Después de varias idas y venidas, con las que no quiero aburrir, la Sábana Santa fue depositada en Turín, donde aún permanece, en 1578. ¿Qué haya dos linos con la imagen de Cristo? Una posible teoría =). Quizás por eso todos los intentos de datarla la sitúan en la Edad Media…
                Respecto a los Templarios… Pues habría mucho que contar. Hay mucha información por la red y a veces los datos no coinciden al cien por cien. Esta historia se sitúa en los últimos días de la Orden así que sólo os dejo una breve reseña. Espero que como aclaración sí sea suficiente.
                Uno de los reyes que depositó su tesoro en manos de los templarios era el rey Felipe IV "El Hermoso" de Francia. Con el tiempo acabó debiéndole a la orden y queriendo recuperar su fortuna y ambicionando también la demás riqueza de los templarios organizó un proceso inquisitorio en su contra apoyado por su maquiavélico canciller Guillermo de Nogaret; juntos planearon la caída del temple tal vez también sintiéndose amenazados por el poder militar de la orden. Fue el papa Clemente V el que consintió que los templarios fueran acusados de herejes y encerrarlos para posteriores torturas que confirmaran las acusaciones. Como es bien sabido, en muchos procesos inquisitorios o en la mayoría se acostumbraba torturar a los acusados hasta que dijeran la verdad, y después de esto se les torturaba más para purificar con dolor su alma. Las acusaciones principales eran la adoración de ídolos (Baphomet o Bafumet), sodomía, escupir u orinar en la cruz…  Las demás acusaciones eran menores. Bajo el poder de poderosas torturas los inquisidores obtuvieron las respuestas que querían, es decir que los templarios confesaban que las acusaciones eran ciertas.
                Fue así como en 1307 los templarios franceses fueron arrestados, incluido el gran maestre francés Jaques de Moley quien, 7 años después, en la hoguera, frente a la catedral de Nôtre-Dame, se arrepintió de todas las acusaciones que se había visto obligado a admitir por fuerza de las duras torturas a las que fue sometido e invitó a sus acusadores y enemigos al "juicio del cielo" en el plazo de un año, e increíblemente Felipe IV, Guillermo de Nogaret y el papa Clemente V murieron en dicho plazo de causas naturales. Así como Jacques de Moley, muchos otros caballeros se arrepintieron y negaron las confesiones que se habían visto obligados a proferir, sin embargo de nada serviría para salvar a la orden, el daño estaba hecho y fueron quemados en la hoguera, se dice que sólo trece pudieron escapar. Me gustó pensar que dos de esos trece fueron Camus y Milo =).
               



domingo, 18 de noviembre de 2012

Una historia de brujas...


Llevaba tiempo dándole vueltas a esta historia y, gracias a un evento del grupo "Acuario & Escorpio" en Facebook, para Halloween, encontré la excusa perfecta para ponerme a escribirla...

Alma

Será un pequeño multichapter de tres o cuatro capítulos, según mis cuentas actuales, en donde las vidas de los Acuario y Escorpio de dos épocas distintas se verán mezcladas con el alma de una bruja condenada que espera la llegada de alguien que no regresó.

Mi segundo multichapter y mi segundo intento con Dégel y Kardia... Los adoro, también, pero son dos personajes con los que no acabo de sentirme cómoda. He leído mucho sobre ellos y me encanta lo que algunas autoras hacen con la pareja; sin embargo, yo no estoy segura de haber logrado pillarles el punto... En fin, espero que no me queden demasiado raros.

La vida de la bruja de este fic está basada en la de Selene, la protagonsta de "Aunque seamos malditas", de Eugenia Rico. Su historia le pertenece a ella, no a mí. Yo sólo la he tomado prestada, acomodándola lo necesario para que encaje con lo que yo tenía en mente para este relato.

Aquí, el primer capítulo. Corto e introductorio.

La primera parte, en cursiva, cuenta la historia de Sélène y la estrofa en negrita es un encantamiento que aparecerá más veces y que será el causante de que pasado y presente se encuentren.


Alma

              Había visto morir a otras en la  hoguera y sabía lo que le esperaba. Mientras la carreta traqueteaba por el camino al paso lento de los caballos que tiraban de la misma, recordaba su vida.
                Recordó la primera vez que vio la carreta de la bruja. Entonces estaba muy  lejos de saber que también terminaría entre las llamas. Aquel día había llorado por la bruja todas las lágrimas que no lloraron sus enemigos, todas las lágrimas que no lloraron sus amigos…  Aquel día, aunque aún no lo sabía, también lloró por ella; por la bruja que llegaría a ser. Por la bruja que era.
                Esa noche lo harían; la quemaría viva.
                Avanzaba entre los insultos de la gente; de personas a las que conocía, a las que había curado… Ahora eran un solo rostro confuso, un único grito acusador, pero ya no le importaba. En la oscuridad de la celda habían quedado sus peores recuerdos: el abandono de su madre, la violación del cazador de brujas, la envidia del médico traidor, la larga prisión, la tortura, la espera y el miedo… Todo ello había quedado enterrado para siempre en el suelo de tierra de aquel calabozo.  Levantó los ojos y miró a la Luna; a ella enviaría sus mejores recuerdos: lo que sintió al aprender a curar, al encontrar al perro negro, al tener entre sus brazos a los niños que ayudaba a venir al mundo… Lo que sintió al amarlo a él… Y, entonces, la luz blanca descendió sobre ella, como un manto, para protegerla. Estaba débil y cansada, pero se sintió mejor. Y lo supo; estaba condenada, pero no vencida.
                Las llamas florecieron como los campos en primavera y se la tragaron con un rugido de león hambriento. Subieron por sus tobillos y envolvieron su cuerpo delgado, pero su cara estaba serena. La multitud esperaba escuchar sus gritos, sin embargo, ella no parecía sentir dolor alguno. Cuando el fuego se apoderó de sus cabellos abrió la boca, pero no dejó escapar un grito:
«He muerto y he resucitado.
Has muerto y has resucitado.
Sabes que las palabras son poderosas. Sabes que las palabras son mágicas.
No lo olvides.
Has muerto y has resucitado.»

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                Llegaron al pueblo una noche de tormenta, cuando la campana de la iglesia anunciaba las vísperas. Avanzaban bajo el aguacero por la solitaria vía principal, expuestos a la ira del cielo. Detrás de los cristales, decenas de ojos observaban sus figuras iluminadas por un aquelarre de rayos.
                –¡Qué pueblo tan encantador…! –Kardia miraba de reojo hacia las casuchas irregulares que se recortaban contra el cielo sombrío. A su paso, las miradas indiscretas desaparecían detrás de las cortinas raídas.
                –Es un lugar apartado; no acostumbran a tener muchas visitas –explicó Dégel–. Cualquier extranjero llama la atención –alargó el brazo y señaló una vivienda destartalada al final de la calle–. Ya casi llegamos.
                La casa había estado cerrada durante muchísimos años y todos en el pueblo creían que estaba embrujada. Era la casa de la bruja.
                Dégel de Acuario paseó sus ojos vidriosos en una oscuridad salpicada de relámpagos. Permaneció un momento contemplando el movimiento de aquel ballet luminoso hasta que una mano en su espalda lo empujó al interior.
                –Ya me he bañado suficiente por hoy –Kardia se sacudió y agitó la cabeza, trasladando el aguacero al interior de la estancia.
                –Kardia… –refunfuñó. Dégel colocó ambas manos ante su cara, a modo de escudo, protegiéndose de las gotas que, provenientes de la melena y la ropa del escorpiano, lo golpeaban con más fuerza de lo que lo hiciera el agua de la tormenta.
                –Mis disculpas, señor –se acercó al francés en un único y ágil movimiento y besó fugazmente sus labios-. Esto apesta –apartándose un par de pasos, miró a su alrededor y mostró su desagrado arrugando la nariz–. ¿Me explicas de nuevo qué hemos venido a hacer al culo del mundo?
                –¿Qué esperabas? Este lugar ha estado abandonado desde hace mucho. Huele a humedad–. Siguió el camino que la mirada de Kardia acababa de trazar–. Hay mucha porquería y mucha soledad acumulada entre estas cuatro paredes –susurró.
                Bañados por la luz blanca de los relámpagos, los míseros objetos que adornaban el escaso mobiliario parecían envueltos por un halo de misterio y belleza decadente del que, seguro, la reveladora luz del día los despojaría. La mirada de Dégel se detuvo en la chimenea; las cenizas de la última lumbre revoloteaban mecidas por una invisible corriente de aire, alfombrando el suelo de madera con su sucio color gris.
                –Necesitamos una luz –concluyó finalmente.
                –Creo que hay una lámpara allí –según lo decía y serpenteando entre los objetos desperdigados por el suelo, Kardia llegó hasta una mesa de la que tomó un pequeño farol–. ¿Contento? –sosteniéndolo en alto, se lo mostró al aguador.
                La sonrisa orgullosa del escorpiano lo hizo sonreír también.
                –Mucho.
                –¿Crees que servirá? –Kardia miró con duda la vieja lamparita.
                –Tendrá que servir –Dégel la tomó de sus manos y pasó lo siguientes minutos tratando de encenderla.
                Cuando la llama prendió, la luz inundó la estancia. El lugar presentaba un aspecto desolador. Las desgarradas cortinas, de indefinido color, parecían unas monstruosas telarañas, las maderas habían sido devoradas por la humedad, la colcha roída por los ratones dejaba al descubierto un colchón de paja cuyo contenido se esparcía por el suelo y los pobres muebles estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo.
                –En serio, Dégel. ¿Por qué nos han enviado aquí?
                –Podría ser peor…
                –¿Peor? ¿Tú crees? Acabo de ver a una rata desaparecer entre esas dos piedras –dio un paso en la dirección en la que se perdiera el roedor; una grieta en el muro–. ¡Mierda! –una de las tablas de madera del suelo, podrida por el agua procedente de las goteras, se rompió bajo su talón.
                Dégel bajó la cabeza, ocultando una sonrisa.
                –Tendrás que compensarme por esto –exigió Kardia.
                –¿Yo? –cuestionó con sorpresa–. Esto no ha sido idea mía.
                –Ya. Pero si estamos aquí es por ti, señor francés.
                Eso no podía discutírselo. El Patriarca lo había escogido precisamente a él porque esa misión los llevaría a tierras francesas.
                –Ayúdame, anda –se agachó y comenzó a recoger trastos del suelo.
                –¿Ahora somos doncellas? –bufó Kardia.
                –Pasaremos aquí unos días así que será mejor que…
                –¿Que qué? –Kardia se acercó a Dégel. El acuariano se había ensimismado con algo que acababa de encontrar–. ¿Un libro? ¿En serio? –resopló al ver qué era lo que había hecho que interrumpiera su frase –. ¿No te han dicho nunca que no se recogen las cosas del suelo?
                –Alguna vez te he recogido del suelo a ti –retó a la mirada molesta del griego.
                –Y alguna que otra has acabado en el suelo conmigo –replicó, provocador.
                –Eres imposible… –negó repetidas veces, esbozando una sonrisa suave y, poniéndose en pie, le mostró el libro al escorpiano–. Creo que es un diario –explicó–. Debió de pertenecerle a ella.
                –¿A Ella? ¿A qué ella? –estaba empezando a estar más que harto de no saber nada acerca de esa estúpida misión.
                –A Sélène. Ella debió escribirlo –dijo, quedo–. He muerto y he resucitado. Has muerto y has resucitado. Sabes que las palabras son poderosas. Sabes que las palabras son mágicas. No lo olvides. Has muerto y has resucitado –leyó.


CONTINUARÁ…





Nota: llevo una temporada teniendo problemas para mantener el formato; no sé por qué me deja pedazos del texto con fondo blanco... Siento la presentación, intentaré arreglarlo, pero admito que no tengo idea de cómo porque no sé a qué se debe u.u





viernes, 9 de noviembre de 2012

¡¡Feliz cumpleaños, Milo!!

Sé que es con retraso y ya me he flagelado por no haber publicado esto ayer, pero es que los wifis se confabularon en mi contra. Mi conexión hizo huelga de brazos caídos a última hora y ya no pude llegar a publicar. 
La historia no es nueva; tiempo y musa no están en buenas relaciones y este año no pude escribirle nada nuevo a Milo. Espero que no me lo tenga en cuenta... Sabe que lo quiero *-*
He leído muchas historias en las que Milo va a Siberia a visitar a Camus; me gustó la idea de que esta vez fuese al revés; el clima en Milos es mucho mejor XD.

Deseo

              Le gustaba especialmente ese rincón de la isla; allí, las rocas claras que conformaban el acantilado le recordaban a los blancos glaciares de Siberia; como si icebergs viajeros hubiesen llegado allí desde la otra punta del mundo para recordárselo. Quizás, algún día; podría enseñarle ese lugar. Se levantó de la roca en la que se había sentado y, tras sacudirse la ropa, echó un último vistazo al mar y comenzó el descenso por una carretera tortuosa que lo llevaría al puerto. Caminaba despacio por las callejuelas empedradas, con sus casitas de pescadores extendiéndose casi hasta las olas; disfrutando del silencio y del olor de la brisa marina impregnándose en su ser y meciendo los mechones de su cabello.
                Llevaba varios días en Milos. Había llegado para un entrenamiento intensivo. O esa había sido la explicación que esgrimió cuando solicitó el permiso para ausentarse del Santuario. Se acercaba su cumpleaños y la nostalgia lo había invadido de pronto. Lo celebraría a solas con sus recuerdos.
                Como cada mañana, desde que pusiera el pie en la isla acudía al puerto para echar una mano a los pescadores que se afanaban en su rutina diaria. El mismo día de su llegada se había topado con Denes. El joven griego había sido su más cercano amigo durante el tiempo que duró su formación en Milos. Él se había convertido en Caballero de Atenea y el muchacho en pescador, como su padre. Quizás sus destinos serían muy diferentes pero el escorpiano había descubierto que le gustaba trabajar con las manos. Sentir el calor del sol en la cara mientras recogía y doblaba enormes redes de pesca o cargaba pesadas cajas repletas de pescado fresco de un lugar a otro y, por eso, se acercaba cada día a colaborar, codo con codo, en las faenas pesqueras.
                Se pasó la mano por la frente para secarse el sudor que resbalaba por ella. Miró al horizonte. El ferry de mediodía llegaba al puerto en ese momento. Todos los días las calles se llenaban de turistas que recorrían la isla parloteando en un montón de lenguas distintas. Le divertía escucharlos. A algunos los podía comprender y al resto creía poder entenderlos descifrando sus gestos y el tono de sus voces. Una pareja con un crío, un trío de maduras muy bien arregladas, un señor con traje, una rubia llamativa colgada del brazo de… ¡de Camus!
                -¡Denes! –gritó-. Debo irme. Hasta mañana –y sin esperar respuesta corrió hacia donde el barco acababa de atracar.
                Era él. Estaba seguro. Jamás podría confundirlo con otro. La curiosidad lo mataba. ¿Cómo es que estaba ahí? Y, sobre todo… ¿Quién era esa?
                -¡Camus! –se había quedado parado a unos pocos metros de donde el francés estaba parado intentando devolverle su equipaje a la muchacha.
                El de Acuario lo miró, le sonrió y volvió a girarse hacia la chica para dejar en sus manos la maleta que aún sostenía. Se despidió cortésmente y apuró el paso hasta donde Milo lo esperaba.
                No lo perdió de vista mientras se acercaba. No lo había visto en meses y, aunque no podía negar que lo había deseado, no esperó verlo ante sus ojos precisamente ese día; así que cuando Camus le tendió la mano se olvidó de que estaban en medio de una plaza abarrotada de gente y tiró de él para atraparlo en un abrazo fuerte. Las manos de Camus se posaron en su espalda y cerró los ojos, disfrutando de la sensación de verse envuelto en su añorado aroma. Sintió el cuerpo del  galo tensarse entre sus brazos. Tal vez estaba durando demasiado para pasar por un abrazo amistoso. Palmeó su espalda un par de veces antes de separarse de él. Nadia estaba prestándoles atención. Nadie excepto la muchacha que había bajado del barco con Camus. Le sostuvo la mirada durante unos segundos por encima del hombro del francés mientras le dedicaba la sonrisa más encantadora y falsa que sus labios hubiesen esbozado jamás. Tomó al acuariano del brazo y tiró de él.
                -¿Quién era la que colgaba de tu brazo? –le preguntó mientras caminaban fuera de la plaza.
                -No lo sé… Nadie…  -desde luego no había imaginado que la conversación entre ellos fuese a girar en torno a una desconocida.
                -¿Nadie? –insistió.
                -Sí… Bueno. Sólo alguien que viajaba en el barco. Cuando me disponía a bajar me encontré con su maleta en la mano y ella colgada de mi brazo.
                -¿Y qué quería? –había vuelto la cabeza para mirar hacia atrás buscando entre la gente la figura de la joven mujer.
                -¿Que cargara con su equipaje? –aventuró el francés sin entender muy bien a qué venía semejante interrogatorio.
                -Menos mal… -sonrió Milo. Le divirtió el desconcierto en la cara del acuariano-.Pensé que tendría que empezar a preocuparme.
                -¿Preocuparte? –no seguía el discurrir de los pensamientos de Milo.
                -Sí. No veo cómo podría competir con un par de tetas de semejante calibre –bromeó.
                Camus rió comprendiendo al fin el razonamiento de su compañero.
                -Por lo visto te has fijado más que yo.
                -No me ha hecho falta fijarme, Camus  -aseguró-. Saltaban a la vista…
                -Eres… -no terminó la frase. Con un tirón de su brazo Milo lo arrastró a una callejuela solitaria. Cerró los ojos sintiendo su cuerpo rebotar suave contra la blanca fachada de una típica casa isleña y cuando los abrió de nuevo encontró el rostro del griego pegado al suyo.
                -¿Cómo es que has venido? –eso era lo que había querido preguntarle desde el momento en que lo vio.
                -Quería verte –tomó el rostro de Milo entre sus manos-. Hace unos días comencé a pensar y…yo… Tenía que estar contigo hoy –sonrió-. Feliz cumpleaños, Milo.
                La sonrisa de Milo se mantuvo mientras sus bocas se acercaban, despacio, saboreando cada respiración compartida. Sus labios se encontraron y se entretuvieron mordisqueándose, chupándose y acariciándose dulcemente; degustándose como si de frutas maduras se tratase. Al separarse se miraron nuevamente.
                -No tengo un regalo para ti, Milo –confesó. Sólo pude pensar en venir. Yo…
                El griego apoyó su frente en la del galo.
                -Da igual, Camus. Me conformo con que estés aquí.
                El sonido de unos pasos acercándose les recordó dónde estaban.
                -Ven. Vamos por aquí. Por cierto… -aún había otra duda por aclarar-. ¿Cómo supiste que estaba aquí?
                -Aioria me lo dijo.
                -¿Aioria?
                -Sí. Nos encontramos en el pueblo. Y fue una suerte -aseguró. Hubiera sido difícil salir del Santuario una vez dentro.
                -Parece que por una vez la aparición estelar del gato ha sido para bien –bromeó.
                -Eso parece –había algo que él también quería saber-. ¿Por qué has venido?
                -Estos últimos días yo también estuve pensando -declaró-. Yo quería estar solo –sonrió-. En cualquier caso, saben dónde encontrarme si me necesitan.
                -¿En serio querías estar solo? –cuestionó extrañado.
                -Solo con mis recuerdos –apostilló, guiñándole un ojo-. Y dime…, ¿cuánto tiempo más van a necesitar esos discípulos tuyos para convertirse en Caballeros?
                -Milo…
                -En serio Camus; esos mocosos son demasiado lentos. A nosotros nos llevó menos tiempo convertirnos en…
                Durante el trecho que los separaba del lugar en el que Milo había vivido durante su entrenamiento y en los últimos días, intercambiaron información sobre lo que habían sido sus vidas en los meses de obligada separación. Dejaron atrás las blancas casitas isleñas para perderse por un estrecho camino que los condujo a una apartada y solitaria cala de arena blanca. Allí, cobijada entre altas paredes de roca estaba la morada de Milo.
                Una vez atravesó el umbral de la humilde cabaña que los cobijaría Camus volvió sobre sus pasos. Se apartó unos metros de la puerta y observó la construcción con gesto serio.
                -¿Qué haces? –preguntó Milo asomándose.
                -¿Estás seguro de que esto no se nos caerá encima?
                La risa sincera del griego llegó a sus oídos como una cascada de alegría.
                -Yo me pregunté lo mismo cuando la vi por primera vez y ya ves que sigue en pie.
                Fiándose de la palabra de su compañero volvió a entrar en la choza y se dejó arrastrar por Milo hasta el dormitorio. El escorpiano le quitó del hombro la mochila que era todo su equipaje y lo empujó sobre una pequeña cama que chirrió al recibir su cuerpo.
                -¡Dioses, Milo! Esto no… -su frase fue interrumpida por un nuevo quejido del camastro al sentir el peso del griego cayendo de golpe sobre él-. ¿Y tú te quejabas de mi cama en Siberia?
                -Descuida –lo tranquilizó-. Esto puede con lo que le echen –le aseguró con un guiño antes de comenzar a depositar sobre los labios del francés un beso tras otro, recorriendo la boca y sus comisuras. Cuando hubo reconocido todo su contorno se apoyó sobre las manos y lo observó desde esa posición por unos momentos.
                -¿Qué? –preguntó el francés.
                -Estaba pensando…
                Camus arqueó las cejas repitiendo sin hablar su anterior pregunta.
                -Esta mañana pensaba en ti –dijo-. Quería enseñarte algo.
                -¿Y ya no quieres?
                -Sí quiero pero… -sonrió-. También quiero quedarme aquí.
                -Creo que podremos hacerlo todo –se incorporó un poco en el espacio que el heleno le había dado-. Aunque… Ya es más de mediodía. ¿No me darás de comer?
                -Claro. Comer no te vendrá mal –sonrió mientras lo recorría con la mirada-. Algo típico y delicioso… No como esa asquerosa bouillabaisse –su nariz se arrugó en un gesto de desagrado.
                -Pedirla fue tu elección… -le recordó-. Y no es asquerosa –sonrió mirándolo de reojo.
                -Sí, sí… -concedió-. Lo que tú digas… ¡Vamos!- lo animó levantándose de un salto y dirigiéndose a la puerta.
                -Milo…- llamó-. ¿Piensas salir así?
                -Sí, claro. ¿Cuál es el problema? –cuestionó con extrañeza.
                -Pienso que quizás te vendría bien una ducha –sugirió-. Hueles a pescado…
                Las cejas del heleno se arquearon en un gesto de incredulidad. Estiró de su camiseta para acercársela a la cara y su nariz se arrugó de nuevo dando la razón al francés.
                -De acuerdo –admitió-. Ya vuelvo. Tú ni te muevas –advirtió señalándolo con un índice amenazador.
                Cuando regresó a la habitación Camus ya no estaba allí. A través del cristal de la ventana lo vio sentado en la arena de la playa. Salió para ir a buscarlo. Caminaba despacio, procurando que el sonido de sus pisadas fuese ahogado por la arena para poder sorprenderlo.
                -Ni se te ocurra –la voz suave de Camus lo sorprendió en plena ejecución de su improvisado plan.
                -¿Cómo te has dado cuenta? –se admiró el de Escorpio.
                -¿Olvidas que vivo con dos niños? –le recordó Camus mirando al heleno que se había sentado a su lado-. Y a veces eres peor que ellos –sonrió.
                Milo frunció los labios en un puchero, fingiéndose ofendido, y en seguida le devolvió la sonrisa al acuariano. No lo admitiría pero tenía razón.
                -Vamos, anda… -dijo dándole un leve codazo-. O nos quedaremos sin comer.
                Pusieron rumbo al pueblo y volvieron al puerto. En un típico restaurante griego compartieron una botella de Retzina* para regar su almuerzo. Unas aceitunas negras, una típica ensalada griega y un variado plato de pescados fritos. Entretanto aguardaban por la cuenta Camus arrancó una cerilla de la pequeña cajita que había en su mesa, junto a una innecesaria vela a esas horas del día, y la encendió.
                -Pide un deseo –le dijo al griego.
                -¿A una cerilla? –se extrañó.
                -Bueno… A falta de pastel… Tendrá que servir –sonrió.
                -Mmm… –el de Escorpio se mordió el labio inferior y cerró uno de sus ojos mientras parecía pensar muy concentrado.
                -Antes de que me queme, por favor –pidió el galo.
                Milo sonrió y sopló con fuerza apagando la llama que se encontraba ya muy cerca de los dedos de Camus.
                -Espero que se cumpla, Milo –le deseo el galo.
                Los expresivos ojos del escorpiano brillaron con intensidad al tiempo que asentía con una hermosa sonrisa adornando su bronceado semblante.
                Después de la comida caminaron despacio por las callejuelas empedradas. Milo hablaba y Camus trataba de experimentar a través de las palabras de su compañero las experiencias vividas por aquel en ese lugar. Al atardecer contemplaban la puesta de sol en el acantilado. El efecto a esa hora era diferente pero igualmente hermoso.
                -Tendrás que volver para que pueda mostrártelo.
                Camus lo miró y asintió. No se iría si pudiese evitarlo. Ese había sido el primer día de sus vidas en el que habían podido ser ellos mismos, nada más. Libres de obligaciones. No recordaba sentirse así.
                -Vamos –Milo se había puesto en pie y apoyaba la mano sobre su hombro instándolo a levantarse-. Ya es hora de volver.
                El camino de vuelta lo recorrieron con algo más de prisa. Desde que sus cuerpos se toparan esa mañana habían estado reclamándoles algo que ya no iban a negarles por más tiempo. Llegaron de regreso a la pequeña cala en el momento en que la luna hacía su aparición en el cielo nocturno de la isla.
                Milo se detuvo ante la puerta de la cabaña. Se giró y miró al de Acuario.
                -¿Un baño en el mar? –y antes de obtener respuesta corrió hasta la playa.
                Camus lo alcanzó cerca de la orilla. Milo se había quitado la camiseta y pisoteaba un pie con otro tratando de descalzarse mientras se desbrochaba el pantalón. Se lo quedó mirando hasta que el griego, dándose cuenta de la inmovilidad del francés, dejó lo que estaba haciendo.
                -¿Piensas bañarte vestido?
                El acuariano negó. Alzó el brazo y con su dedo índice recorrió la forma de los pectorales de Milo, como si nunca lo hubiese hecho antes. Sonrió y apoyó ambas palmas sobre el pecho del griego.
                -Imagino que el tacto debe ser diferente –dijo.
                La expresión de MIlo pasó de la confusión a la perplejidad y de ahí a la indignación cuando comprendió a qué se estaba refiriendo Camus.
                -¡Entonces sí te habías fijado! –palmeó las manos de Camus para apartarlas.
                De los labios del francés escapó una risa cantarina.
                -No me hizo falta fijarme, Milo. Tú mismo lo dijiste… Saltaban a la vista.
                El heleno sonrió también.
                -En serio Camus… -preguntó borrando la sonrisa de sus labios-. ¿Lo has pensado alguna vez?
                -¿El qué?
                -Cómo sería estar con una mujer… O… con otro hombre –sus ojos estaban fijos en los del francés.
                -No –aseguró rotundo-. Nunca he pensado en nadie más. Siempre has sido tú, Milo… Desde antes incluso de saber qué era lo que estaba sintiendo… Sólo tú…
                Abrió la boca para decir algo pero no llegó a articular palabra alguna. Le dedicó al francés la más encantadora y sincera de sus sonrisas y agarrando el cuello de su camiseta lo atrajo hasta poder aprisionar sus labios con los suyos. Se apartó para mirarlo de nuevo y le guiñó un ojo antes de salir corriendo y gritarle.
                -¡Te espero en el agua!               
                Dejó su ropa en la arena y corrió al mar tras Milo. Se zambulló y avanzó unos metros bajo el agua. Cuando salió a la superficie esta le llegaba al pecho. De pronto, los brazos del escorpiano se agarraron a su cuello y sus piernas se enlazaron por encima de sus caderas.
                -Agradable, ¿verdad? –sonrió con descaro y se pegó más a su cuerpo, besándolo de nuevo.
                Correspondió a ese beso con ardor. Recorrió su cuerpo con las manos. Subiendo desde sus nalgas por toda la espalda hasta la nuca y volviendo a bajar mientras Milo se movía entre sus brazos, frotándose contra él. 
                El griego liberó los labios del acuariano y con un ir y venir de su mirada le indicó un grupo de rocas planas a su espalda. Deshizo el abrazo que los mantenía unidos y nadó hasta ellas, acomodándose sobre la mayor. Recibió al francés con una sonrisa y de nuevo lo atrapó entre sus brazos recostándose con él encima.
                Camus se tendió sobre el lecho acogedor que era la exuberante anatomía del griego y se abrazó a él. Milo repartía amorosos besos por su cuello y él se apretó más contra su cuerpo. Le gustaba sentir el calor de su rostro, de su aliento, y el roce de sus pestañas contra su piel. Giró la cabeza y juntaron sus labios, sus lenguas y sus ansias en un acalorado encuentro. Despacio, se fue separando de Milo que, renuente a dejarlo ir, alzaba la cabeza procurando seguir prendido de su boca. Se arrodilló frente a él, con las piernas un poco separadas, de modo que sus rodillas hacían contacto con los muslos del heleno, morenos y torneados. Milo lo miró en silencio; con sus brillantes ojos muy abiertos, contemplando la silueta serena del galo vestida por la luz blanca de la luna. Sentía las yemas de los dedos de Camus deslizándose desde su mandíbula; trazando un sendero descendente por la línea del cuello hasta el hombro.
                La piel del griego era cálida y suave. Recorrerla era un lento ceremonial al que le gustaba entregarse. Los dedos siguieron bajando para luego ascender a la cima morena de sus rotundos pezones y desviarse después hasta el hueco de la axila. Dibujó despacio el perfil de su brazo. Acarició con cuidado, uno por uno, cada dedo de la mano y repitió el camino a la inversa. Besó con mimo su estómago, su cuello y atendió con el mismo esmero el otro brazo del griego. Volvió a su boca y dejó que Milo le mordisquease los labios con impaciencia; que su lengua inquieta avasallase la propia y que lo explorase hasta saciarse. Compartieron un suspiro al separarse. Tomaron aire mientras se miraban con los labios entreabiertos.
                -Yo también quiero que cargues con mi equipaje –el griego hizo su confesión con una pícara sonrisa en los labios.
                Camus sonrió también y le acarició la mejilla con el dorso de la mano. Continuó besando su cuello, con mucha calma, después los pezones, haciendo movimientos circulares con la lengua, para más tarde descender hasta su vientre y trazar un círculo de saliva alrededor de su ombligo. Milo sintió como le ascendía, desde las puntas de los pies, un agradable cosquilleo de placer que lo hizo soltar un grave ronroneo de satisfacción. Impaciente, abrió un poco más las piernas y Camus se dedicó a acariciarle la cara interna de los muslos, avanzado con besos y caricias de su lengua; abriéndose paso, lento y dulce, hasta su sexo. Deslizó su dedo índice a lo largo de la tensa erección del griego hasta sus testículos. Entonces, inclinándose sobre él comenzó a ensalivarlo con la punta de la lengua, dibujando círculos juguetones en la punta y trazando un serpenteante camino descendente y ascendente. El escorpiano gimió y, de manera inconsciente, su pelvis se acompasó al ritmo de la lengua del francés. Los familiares labios de Camus acariciaron su miembro con mesura mientras sus dedos se introducían con  cuidado en el canal entre sus nalgas; sumergiéndose en él, gentil y preciso, cómo tantas veces, en perfecta comunión con los movimientos de su cuerpo.
                Milo gimoteó y balanceó sus caderas, incapaz de contener sus reacciones. Sus ojos estaban cerrados y su cara reflejaba el placer que lo invadía. Jadeó cuando Camus detuvo el accionar sobre su cuerpo. El francés había levantado la cabeza y lo miraba sonriendo.  Contempló sus ojos reflejándose en esos otros más oscuros y le devolvió la sonrisa. Lo sintió sumergirse nuevamente entre sus piernas, culebreando con su lengua con una delicadeza extrema, casi desesperante. De vez en cuando sus piernas temblaban y se cerraban apresando al acuariano en medio.
                Camus trepó por las caderas del heleno y cubrió con su cuerpo el de Milo. Desde tan corta distancia los ojos turquesas del griego se veían iluminados por un brillo afiebrado. Despacio, muy despacio, comenzó a balancearse con cadencia, hacia delante y hacia atrás, adelante y atrás; presionando su miembro contra el sexo hinchado de Milo; arrancándole un gemido de impaciencia. Presionó sus labios contra los del escorpiano que, excitado, se aferró a su espalda y adelantó la pelvis. El galo apoyó ambas manos en sus nalgas y lo atrajo hacia sí, alzándolo ligeramente.
                 Milo lo recibió ansioso. Las paredes de su ano se cerraron en torno al miembro del francés. Apartó su boca de la del acuariano y jadeó con fuerza, arqueando su cuerpo. Camus se movía dentro de él, dentro y fuera, dentro y fuera… Levantó las piernas para enredarlas alrededor de las caderas de Camus y se entregó al goce de una presión certera y rítmica que se intensificaba por momentos. Cerró los ojos, arqueó el cuello y apretó los puños; sintiéndolo llegar hasta el último rincón de su ser; precipitándose en una caída en picado hacia el orgasmo. Levantó los brazos y lo atrajo con fuerza hacia sí mientras disfrutaba de cada embestida, de cada centímetro del pujante pedazo de carne que había penetrado en él separando y contrayendo sus muros con rítmico frenesí. Los músculos del abdomen del galo refregaron con fuerza su sexo atrapado entre ambos. Adelantó las caderas para mejor incrustarlo en su cuerpo y apretó los músculos para absorberlo, para hacerlo suyo, y sintió como el extremo de su sexo chocaba contra su interior. Gritó con fuerza y escuchó a Camus gemir también. Se colgó de su cuello y susurró contra su oído.
                -Sólo tú…
                El francés hundió la cara en el hueco de su cuello y allí sus labios se pegaron a la piel tibia y aterciopelada de Milo.
                Sus cuerpos oscilaban vertiginosamente, arrancándoles aullidos que los enronquecerían y envolviéndolos en un deleite que les aceleraba la respiración hasta casi hacerlos perder el sentido. El placer llegó con intensidad; deslizándose desde sus nucas y bajando por la espalda para estallar entre sus pelvis. Milo emitió un jadeo agónico al terminar mientras aguantaba unas pocas embestidas más de Camus antes de recibirlo, exhausto, sobre su cuerpo con un gemido aún entre los labios. Permanecieron abrazados por unos minutos hasta que sus cuerpos dejaron de temblar. Camus se apartó despacio de la piel húmeda de Milo pero el griego le hincó los talones en los glúteos para impedirle separarse.
                -No. Espera… Quédate –le rodeó el cuello con los brazos y le acarició cariñosamente la nuca-. ¿Ya vas a quitarme mi regalo? –le preguntó mientras sentía como el francés reposaba de nuevo sobre su cuerpo y lo besaba cerca de la oreja.
                El deseo saciado cedió su lugar al sopor del sueño. A pesar de arrullarlos con su acuática melodía, era precisamente el mar que chocaba contra las rocas salpicando sus cuerpos quien los mantenía despiertos. Camus mojó los dedos en el agua y trazó una línea húmeda a través del pecho de Milo. Luego lo abrazó muy fuerte contra sí y lo arrastró consigo mientras se incorporaba. Por encima del hombro del griego vio la figura oscura que sus cuerpos mojados habían marcado en la roca.
                Se despegaron poco a poco y se miraron en un silencio cómplice. Los labios de Milo se curvaron lentamente componiendo una sonrisa pícara antes de empujar a Camus de espaldas al agua. El de Acuario salió a la superficie unos metros más atrás y el escorpiano se lanzó al agua para nadar hasta él. Cuando estuvieron frente a frente lo sujetó de la cintura y lo atrajo hacia sí para iniciar un nuevo beso. Largo, suave, húmedo…  Comenzó a mover acompasadamente las caderas, restregándose en la entrepierna del francés que dejó escapar un ligero gemido. Sonrió contra sus labios.
                -Ven… Ven… -apremió. Su cuerpo estaba encendido de nuevo y tomándolo de la mano caminó hasta la orilla donde, colgándose otra vez del cuello del galo lo arrastró con él al suelo.
                -Milo, ¿qué…? –se retorció al sentir el fuerte apretón de la mano de Milo alrededor de su sexo.
                -No puede haber un cumpleaños sin pastel –aseguró en un sensual susurro. Apoyó las manos sobre los muslos del acuariano a poyó los labios sobre su glande, bajando poco a poco y enredando la lengua alrededor del tronco.
                Camus cerró los ojos y gimió con fuerza al sentir la boca húmeda y tibia de Milo albergando su miembro por completo. Hundió los dedos en la arena mojada de la orilla y se mordió el labio inferior mientras el griego se sacaba su sexo de la boca y lo volvía a engullir entero una y otra vez, succionando con fuerza, o se entretenía deslizando la lengua hasta sus testículos, acariciando su piel tensa y suave.
                Un leve quejido del de Acuario lo hizo detenerse en su labor. Se acercó al rostro del francés sin poder contener la sonrisa y le besó el cuello, probando el sabor de la sal en su piel. Después, lo lamió dulcemente y bajó hasta su pecho para acariciarlo, mordisquearlo y ensalivarlo mientras Camus pasaba las manos por sus hombros y su espalda. Sentir el cuerpo del galo contoneándose bajo el suyo acrecentaba sus ansias. Lo miró fijamente. Camus le sonreía y lo miraba con deseo. Deslizó primero, un par de dedos entre sus  glúteos y cuando lo supo dispuesto empujó suavemente sintiéndolo abrirse para él. Movió la cadera hacia atrás y salió por completo para luego volver a entrar; experimentándolo todo de nuevo. Siguió lentamente. Con cada movimiento Camus se retorcía y jadeaba. Estiró los brazos y acarició su abdomen musculoso, su pecho firme y los erectos pezones, duros y sensibles.  El francés gemía con los ojos cerrados. Se inclinó y se recostó sobre él entretanto continuaba moviéndose. Cada vez un poco más fuerte, cada vez un poco más profundo, mientras lo masturbaba rítmicamente; masajeando su sexo arriba y abajo, reconociendo su textura.
                Los dos gimieron intensamente. Se sentían llegar al límite de su aguante. Sus cuerpos chocaban y se entremezclaban sus sudores. Camus arqueó la espalda recibiendo las últimas embestidas de las caderas de Milo y ambos se dejaron caer, agotados, sobre la arena. Descansaron por un momento aunque sus manos no pudieron dejar de tocarse. De repente Milo se incorporó y se sentó sobre la cintura del francés. Lo miró a los ojos y expresó una futura promesa.
                -Mismo día, mismo sitio. Dentro de un año.


FIN


Aclaraciones
-Retsina: (Ρετσίνα) es un vino blanco (o rosado) resinado griego que se ha elaborado durante al menos 2000 años. Su sabor único tuvo su origen en la práctica de sellar los recipientes del vino, particularmente ánforas, con la resina del pino de Alepo en épocas antiguas. Antes de la invención de la botella de cristal impermeable, el oxígeno, al estar en contacto con el vino, hacía que éste se estropeara en poco tiempo. La resina del pino ayudó a bloquear la entrada del aire en los recipientes y, a la vez, infundía al vino el aroma de la resina.
-Ensalada griega: (χωριάτικη σαλάτα) es una ensalada elaborada en Grecia con los ingredientes característicos de este país. La ensalada original está elaborada de tomate, pepino, pimiento y cebolla roja, todo ello con sal, pimienta negra y orégano y aliñada con aceite de oliva. A todo ello se le añaden trozos de queso feta, alcaparras y aceitunas kalamata. La lechuga a pesar de lo que piensa la mayoría de la gente es muy rara en la ensalada griega. Existe una variante de ensalada que se denomina μαρούλι, "lechuga" en lugar de ensalada y es muy distinta, consiste en lechuga, cebolla de primavera y eneldo fresco, todo ello aliñado con aceite de oliva y vinagre o zumo de limón.
Respecto al resto de la comida sólo decir que lo de los pescados fritos me lo he inventado; no sé si sean típicos o no pero imagino que en un lugar rodeado de mar algo de peces comerán XP. Tampoco sé si en el puerto existe actividad pesquera o se centra más bien en el turismo.
Sobre la descripción de la isla confieso que mi conocimiento es por fotos e información que he sacado de internet. Mi cabeza imaginó el resto.