domingo, 28 de octubre de 2012

Una visita desde el pasado...

Pues siguiendo con los fics de corte "halloweenesco", he aquí mi primer (y único hasta el momento) intento con Dégel y Kardia. Los adoro, pero no termino de sentirme segura con ellos; salvo alguna mención en alguna historia no me he atrevido a a más. En este one shot tienen una intervención un poco más extensa aunque no deja de ser una breve aparición. En fin... Mis cuatro chicos favoritos juntos y... ¿Revueltos?

Guerreros de antaño

             Un fuerte, muy fuerte haz de luz lo apartó del sueño. Abrió los ojos con pereza. Un resplandor dorado posado suavemente sobre la melena revuelta de Milo arrancaba a sus cabellos destellos tornasolados. Se incorporó para poder mirar por encima del cuerpo del griego que dormía plácidamente, ajeno al improvisado amanecer que despuntaba en la Octava Morada.
                Sus Armaduras, que descansaban en posición de tótem en una esquina del cuarto, resplandecían con intensidad.
                Apartó las sábanas y buscó entre las prendas esparcidas por el suelo algo con lo que cubrirse. Rodeó la cama y cuando pasó al lado del durmiente Guardián de Escorpio este aferró su mano.
                -¿A dónde vas? –preguntó con voz somnolienta.
                Debajo de un desaliñado flequillo Camus pudo adivinar la expresión perezosa de un aún medio dormido Milo y no pudo reprimir una leve sonrisa.
                -Ven –tiró de él-. Son las Armaduras.
                -¿Las Armaduras? ¿Qué les pasa a las Armaduras?
                -Están brillando.
                -¿Brillando? –preguntó confuso-. Camus… Son de oro. Claro que brillan…
                Se sentó en el borde de la cama, apoyó los pies en el suelo y restregó sus ojos un par de veces antes de seguir al acuariano arrastrando la sábana.
                Camus se había parado frente a las Armaduras de sus signos. Ambas brillaban con intensidad y parecían vibrar con distinta modulación y volumen… Casi… Casi como si conversaran. Milo terminó de enrollarse la sábana alrededor del cuerpo y miró al francés. Le divirtió su gesto concentrado y, dado que no parecía que sus ojos azules fueran a dedicarle su mirar, optó por seguir el hilo invisible de su mirada y enfocar la suya en lo que tanto parecía interesarle.
                -¿Qué crees que pasa? –durante unos segundos estuvo observando el curioso espectáculo que ofrecían sus doradas corazas.
                -No lo sé, Milo –Camus lo miraba con la incertidumbre pintada en la cara-. No tengo ni la más mínima idea de a qué pueda deberse este fenómeno.
                -Mmm… Esta es una noche mágica. Quizás quieran salir a divertirse –bromeó.
                -En serio… -medio sonrió-. ¿No tienes curiosidad?
                -Sí, claro. Pero…, ¿qué quieres que hagamos? ¿Vamos a preguntarles a los demás si sus Armaduras también han decidido ponerse de charla?
                Camus abrió los ojos y sus peculiares cejas se arquearon enmarcándolos.
                -¿A ti también te ha dado esa impresión? –Milo lo miró extrañado-. Que parece que estuvieran hablando –se explicó.
                -Sí pero… Eso no puede ser…
                -Bueno, tú lo has dicho –en su cabeza parecía haberse formado una explicación-. Esta es una noche especial y muchos antes que nosotros han vestido estas Armaduras… Quizás la parte de sus almas que aún reside en ellas…
                -¿Quieres decir que estas dos están rememorando viejos tiempos? –lo interrumpió burlón.
                -Tal vez quieran decirnos algo –aventuró.
                En ese momento los mantos dorados de Acuario y Escorpio brillaron con mayor fuerza y vibraron con más intensidad.
                Los jóvenes Caballeros se miraron.
                -Tendrán que explicarse mejor –Milo miraba a Camus aceptando que quizás tuviera razón pero seguía sin saber qué era lo que deberían hacer-. Tal vez si… -algo se le había ocurrido de pronto.
                -¿Qué haces?
                El escorpiano estiraba su brazo en dirección a su Armadura y cuando sus dedos tocaron el metal este volvió a brillar con fuerza una vez más y se apagó por completo después. Giró el rostro y miró a Camus, invitándolo con una sonrisa a imitar su acción.
                El de Acuario apoyó la mano sobre su protección dorada que resplandeció de nuevo con renovado vigor para luego apagarse también.
                -¡Funcionó! –los labios de Milo se curvaron en una amplia sonrisa de satisfacción.
                El acuariano asintió. Alargó el brazo y le acarició la mejilla. Luego permitió a su mano deslizarse entre una marea de cabello hasta la nuca y a sus labios acortar, despacio, la distancia que los separaba de los del griego.
                La inmediatez del propio deseo y la contención con la que procedía su compañero lo invadieron y lo anonadaron a la par. El escorpiano abrió la boca y su lengua avanzó ávida, saliendo al encuentro de la del francés; empujándose contra su cuerpo. Le mordisqueó los labios en un beso largo y ansioso y mientras se entretenía lamiéndole el cuello lo oyó susurrar.
                -¿Crees que esto está bien?
                -¡¿Bromeas?! –se apartó de golpe y clavó en el rostro del galo su mirada crispada. Los ojos del acuariano estaban tan cerca que sus pupilas eran dos enormes espejos en los que mirarse y en ellas pudo ver su rostro contrariado.
                -¿Tenemos derecho? –el Guardián de la Onceava Casa giró sobre sus talones y caminó hasta la cama. Tomó  asiento en la orilla y miró al griego que lo observaba con gesto airado. Acarició con las yemas de los dedos la cubierta de un libro que descansaba sobre la mesilla de noche; recorriendo el relieve de cada una de las letras que componían el título-. Estos cuerpos…
                -Estos cuerpos no tienen secretos el uno para el otro. ¡Siéntelo! –pidió, acercándose al francés-. Comparten el mismo deseo –tomó entre las suyas una de esas otras blancas manos y acarició con ella su pecho desnudo-. Se reclaman…
                El de Acuario meneó la cabeza y le acarició el rostro con su mano libre. Ese podía no ser su cuerpo pero tocar esa piel le hacía recordar todo lo que siempre había sentido por él; todo lo que conseguía provocarle. Siempre perdía ante su flameante sensualidad.
                -Nuestro tiempo aquí es efímero –le recordó. Para él era imposible recorrer el laberinto de los pensamientos que parecían atenazar a su compañero-. ¿Cuánto más vas a pensarlo?
                -¿Serás respetuoso con ellos? –preguntó antes de ceder a los caprichos del escorpión.
                -Claro… -concedió con una pícara sonrisa-. Y quizás hasta podamos enseñarles algo… -bromeó.
                Ronroneó respondiendo al llamado del deseo y abrazado a ese otro cuerpo rodó sobre la cama concentrado en los sublimes balanceos del placer. En esas otras pieles comenzaron a reconocerse. Boca sobre boca. Sexo contra sexo; restregando, penetrando, acariciando. Deleite sin par de cuerpos enlazados bajo las sábanas. Jadeos incontenibles. Vaivén de caderas dibujando arcos imposibles… Cópula incesante de amantes seculares…
                El cuarto, iluminado por los primeros rayos de la aurora y visto por sus ojos aún no libres de sueño, parecía envuelto en brumas. Se frotó la frente en un intento de aclarar su mente aletargada. Milo dormía a su lado, ovillado entre las sábanas revueltas.  Tenía un vago recuerdo en la cabeza. Echó un vistazo al rincón donde reposaban sus Armaduras. Los rayos del sol les arrancaban reflejos dorados pero se veían tan normales como cualquier otro día. Se sentó y apoyó la espalda en el cabecero. Recordaba haberse levantado anoche pero no podía acordarse de cómo ni cuándo había vuelto a la cama. Un ligero escozor en su labio inferior comenzaba a molestarle. Lo recorrió con la lengua y pudo notar el sabor entre metálico y salado de una herida a medio cicatrizar. Apoyó su mano en el hombro de Milo y lo movió con fuerza un par de veces.
                -Mmm… Ya… Ya voy… -con la pereza aún colgada de sus párpados se dio media vuelta y trepó por el cuerpo del francés para juntar sus bocas en un beso breve-. ¿Qué te ha pasado? –le preguntó al notar el pequeño corte que tenía en el labio.
                -Esperaba que tú me lo dijeras.
                -¿Yo? –ahora sus ojos estaban completamente abiertos-. No recuerdo haber… -súbitamente se dio cuenta de algo-. De hecho, no recuerdo nada. No recuerdo haberme dormido. Estábamos de pie, mirando las Armaduras y no puedo acordarme de nada más hasta que tú me has despertado hace un momento. ¿Tú recuerdas algo de eso? –le preguntó.
                -Exactamente lo mismo que tú.
                -¿Qué piensas que ha podido pasar?
                -No lo sé –admitió-. Pero me siento como si todos esos guerreros de antaño se hubiesen presentado para darme una paliza –explicó mientras estiraba los músculos, intentando asegurarse de que cada cosa seguía en su sitio.
                Milo sonrió.
                - Quizás. Ya sabes lo que dicen. En la noche de Halloween la línea que divide los dos mundos desaparece… -alzó las cejas un par de veces y soltó una divertida risilla que el francés imitó-. Fuese lo que fuese…; tuvo que ser interesante –mantuvo la sonrisa en los labios mientras acariciaba despacio el labio inferior de Camus. Estaba sentado sobre sus piernas y agarrándolo por el cuello lo arrastró con él de vuelta sobre el colchón.
                -¿Tú no estás cansado?
                -Lo cierto es que sí –confesó-. Como si hubiese pasado toda la noche entrenando. Pero ya tendremos toda la eternidad para descansar. No podremos hacer esto cuando hayamos muerto… ¿O sí? –bromeó.

FIN

La imagen no se corresponde con la historia, pero están los cuatro juntos y bien lindos *-*

miércoles, 24 de octubre de 2012

Samaín, samaín...

Pues se acerca el Samaín, Samhain, Halloween... Que cada quien escoja... El caso es que es época de sentarse frente al fuego, asar castañas y contar historias. Aprovechando el momento, vengo a dejar un pequeño relato misterioso, basado en una leyenda que se cuenta por mi tierra.

El bergantín fantasma

                -Me voy –dijo levantándose-. Llevamos horas aquí y no ha pasado nada.
                -Aioria, espera –pidió Milo-. Será esta noche. Estoy seguro.
                -Me da igual –replicó-. Estoy más que harto. Quédate tú, si quieres. Esto es una tontería. ¿Venís? –preguntó mirando a sus otros compañeros.
                -Sí, yo me voy contigo –Aldebarán también se puso en pie-. ¿Camus?
                El de Acuario miró a Milo.
                -No –dijo-. Yo me quedo.
                Él tampoco estaba muy seguro de qué estaban haciendo allí pero la absoluta creencia del griego en esa vieja historia había despertado su interés. Esperaría.
                -Como quieras. Hasta luego –se despidió el de Leo dando ya los primeros pasos de vuelta a las Doce Casas.
                -Buenas noches –saludó también el guardián de Tauro, caminando tras Aioria.
                La luz naranja del disco solar había terminado de hundirse en el mar tiempo atrás y ahora, sobre las calmas agua del Egeo era la blanca luna la que se reflejaba.
                -Gracias –musitó Milo con la mirada fija en algún punto frente a él.
                -De nada.
                -Ellos se lo pierden –ahora miraba fijamente al francés mostrándole una enorme sonrisa.
                Camus le devolvió el gesto y ambos retomaron su posición anterior, mirando al mar.
                -Milo… -llamó-. ¿Estás seguro de que este es el lugar? –preguntó unos minutos después. Se había levantado viento y pequeñas gotas comenzaban a caer sobre ellos.
                -Sí –aseguró-. Este es el lugar y esta es la noche. He oído esa historia cientos de veces. Espera y verás. Aparecerá de entre las aguas –su voz se cargaba de emoción a cada palabra-. Un barco pirata repleto de tesoros…
                El acuariano sonrió de nuevo ante el entusiasmo de su compañero. Sólo esperaba que ese navío apareciese. Por nada del mundo querría ver la desilusión pintada en el siempre alegre rostro de Milo.
                Los párpados comenzaban a pesarles demasiado. Sólo el aire que agitaba sus cabellos obligándolos, de cuando en cuando, a apartárselos de la cara  los mantenía despiertos. El agua había cesado de caer y la tentación de ceder al sueño era cada vez mayor.
                Un débil repique sonó en la distancia y, alertados por ese sonido, ambos Caballeros abrieron sus ojos a tiempo de divisar la silueta de un rayo dibujándose en el cielo negro de la noche. Gruesas gotas golpeaban ahora sus rostros y la arena de la playa sobre la que estaban tumbados se había convertido en un duro y áspero suelo de madera.
                El capitán, un hombre alto, moreno, de larga cabellera oscura gritaba maldiciendo ese día, ese lugar, esa hora… La campana había repiqueteado ya marcando la media noche…
                El temporal arreciaba y ellos estaban ahí ahora; bajo la lluvia, en medio del viento que sopla, del estrépito de los cables y las velas ondulándose con fuerza, de los bramidos del mar, de las olas inmensas…  Sus ojos se cruzaron. Alumbrados por la resplandeciente luz de una lámpara colgada del palo mayor los miembros de la tripulación se afanaban en su tarea. Desplegaban velamen, ataban cabos, gritaban y peleaban con furia contra los elementos; queriendo evitar que la nave se hundiese. Los jóvenes Santos de Atenea garraron una gruesa maroma. Sus doradas armaduras no cubrían ya sus cuerpos. Tan sólo unos raídos ropajes los protegían del azote de la lluvia. Eran dos marineros más y si la situación no mejoraba se hundirían con el barco y sus tripulantes.
                El Capitán gritaba y ordenaba con los ojos enrojecidos, brillantes por el furor y la ira. El bergantín, con las velas tensas, se dirigía derecho hacia las rocas rasgando la niebla a su paso y él seguía gritando, blasfemando y jurando.
                Todo parecía perdido. Camus aferró con fuerza la mano de Milo que aún peleaba con la soga y tiró de él.
                -¡Saltaremos!- gritó.
                La madera crujía mientras las rocas se abrían camino en el casco del barco y ellos se lanzaban al agua tomados de las manos.
                No podía respirar. Sentía su cuerpo pesado, frío y dolorido. Tenía que subir pero algo lo arrastraba hacia abajo, al fondo. No tenía fuerzas para nadar; el mar embravecido era más fuerte… Abrió los ojos. Estaba de rodillas sobre la arena suave de la playa. Respiraba con intensidad procurando llenar sus pulmones de un aire que ya pensó no volvería a respirar. Milo, tumbado a su lado, tosía.
                Se miraron. Estaban desconcertados. ¿Qué había sucedido? Como si hubiesen tenido la misma idea se volvieron para mirar al mar. La proa del viejo navío desaparecía entre las aguas. El barco, la tripulación y sus tesoros retornaban al fondo marino.
                Al día siguiente regresaron a la playa. Allí todo parecía normal. El mar estaba en calma y por ninguna parte se veían restos de un naufragio. Tal vez lo habían soñado. Quizás se habían quedado dormidos y no había sido más que un sueño. No se dijeron nada. Con un mudo acuerdo decidieron olvidar el tema. Caminaban de vuelta cuando un reflejo entre las arenas les llamó la atención. Un par de monedas; dos antiguos doblones de oro resplandecían bajo el sol del mediodía entre unos pedazos de amarfilados huesos roídos por los peces. No dirían nada. Ese sería su tesoro secreto. El recuerdo de una inexplicable aventura.

FIN



lunes, 15 de octubre de 2012

Mint chocolate *ñam*

Después de varias semanas centrándome en las actualizaciones de Efemérides, he pensado que podría dejarlos disfrutar un poco más de su primer beso y posponer un poco el siguiente capítulo. Mientras os dejo con un pequeño "instante" que escribí para un art salido de las manitas de una devota amante de los chicos, gran artista y estupenda amiga, Ayame du Verseau :3

Mint Chocolate


               Lo intentó por enésima vez. La sujetó por ambos extremos y tiró con toda la fuerza de la que sus bíceps eran capaces. Nada. Otra vez había sido derrotado.
                -¡Maldita sea! –gruñó al tiempo que lanzaba la bolsa al aire y la apuntaba con su dedo índice.
                -¡Oye! ¿Pero qué pretendes? –entró en la sala justo a tiempo para atraparla al vuelo-. Chocolates rellenos de veneno no es algo que me apetezca probar.
                -¡Por todos los dioses, Camus! ¡Esa estúpida bolsa ha salido del infierno para joderme! –se dejó caer sobre el sofá resoplando.
                -Claro, Milo –concedió aguantándose una sonrisa.
                -¡Hey! ¡No te burles! –exigió-. Además… Esto es culpa tuya. ¿De dónde diantre los has sacado?
                -De la tienda del aeropuerto –respondió-. Y…, sinceramente, la mujer que me los vendió no parecía una emisaria del mal –matizó acercándose al escorpiano que seguía con el fastidio pintado en la cara-. Déjame sitio, anda –pidió palmeando una de los muslos del griego.
                Milo separó las piernas y le cedió el espacio entre ellas para que se sentara. Cuando el francés se hubo acomodado lo rodeó por la cintura y reposó la cabeza sobre su hombro. Enseguida un olor dulzón llegó hasta su nariz.
                -No me dirás cómo lo has hecho, ¿verdad? –preguntó con divertida resignación.
                -Creo que no le gustaron tus modales –bromeó.
                - Muy gracioso… -aceptó-. Pero dime… ¿Desde cuándo te gusta el chocolate? Creo que nunca te he visto comerlo. ¿Es acaso tu vicio inconfesable? –preguntó burlón.
                -No, Milo. Ese eres tú.

FIN






domingo, 7 de octubre de 2012

Toca beso... ♥

Bueno, después de haber rozado el momento en varias ocasiones, por fin habrá beso... o3o
No tengo mucho más que decir, sólo aclarar que desde el capítulo anterior a este han transcurrido algunos meses en los que han seguido compartiendo el tiempo y las ganas de estar juntos *O*.
Ahora sí, el capítulo número diez de Efemérides.

Cruzando la frontera. Capítulo 10


               El mar le acariciaba el cuerpo, acogiéndolo en su frescura, balanceándolo y arrastrándolo cada vez un poco más lejos de la orilla. Con cada patada que daba para avanzar, el agua, que iba y venía deslizándose por su piel, lo mimaba y lo adormecía.
                -¡Camus!
                El sonido de su nombre le retumbó en los oídos y acabó con el efecto narcótico en el que el suave bamboleo de las olas lo había sumido. No necesitaba verlo para saber quién era el que lo estaba llamando pero, aún así, se detuvo y dio media vuelta para mirar a su compañero parado en la ribera. Mientras daba una brazada tras otra no había sido consciente de cuánto se alejaba. Milo se veía pequeño y lejano. Contempló por unos segundos la línea de la playa y levantó un brazo para saludar al griego, quien continuaba gritando y saltando para atraer su atención, antes de empezar a nadar de nuevo en dirección al escorpiano.
                Se acercó a la orilla con rápidas brazadas. Primero un brazo, luego otro, recortándose contra el cielo antes de volver a hundirse en el agua. El sol de la tarde llenaba de reflejos dorados la superficie del mar y Camus, chapoteando con los pies, añadía adornos de espuma blanca a la calma extensión marina. Cuando estuvo lo suficientemente cerca se puso en pie y caminó hacia la arena entretanto las pequeñas olas que rompían en la orilla se estrellaban suavemente contra sus piernas.
                -No… -Milo iba a reprocharle al francés el no haberlo esperado pero el reguero de gotitas que corrían por la piel clara del acuariano lo distrajo temporalmente de su queja-. No me esperaste –concluyó.
                -Llegabas tarde y... –se apartó el pelo que chorreaba sobre su rostro-. Hacía demasiado calor. Necesitaba refrescarme –se defendió, antes de que la punta de su lengua asomase entre sus labios para saborear sobre ellos el sabor de la sal.
                Milo pestañeó con rapidez. No podía despegar la mirada de la boca de Camus. Sus ojos estaban prendidos de un par de cabellos que permanecían adheridos a los labios del galo. Alargó el brazo, despacio, dándose tiempo para darle un par de vueltas más a una idea que golpeaba en su cabeza con demasiada insistencia, y, con un delicado gesto, apartó esos pelos de un lugar que no les correspondía.
                La calurosa tarde no evitó que se le erizase el vello del cuerpo. La mirada intensa de Milo que no se había apartado de sus labios, el placentero escalofrío que el fugaz roce de sus pieles le había provocado… Sintió el calor ascendiendo a sus mejillas cuando fue consciente del propio deseo… Y del de su compañero…. Agachó la cabeza. El dorso de la mano de Milo rozaba la suya en una sutil caricia y al levantarla otra vez encontró los ojos azules del heleno, amables y joviales.
                Milo atrapó los dedos de Camus entre los suyos y lo miró con ojos encendidos al tiempo que acortaba la distancia que los separaba. Se sintió enrojecer pero no iba a detenerse… No quería hacerlo. Había anhelado muchas veces que sucediera… ¿Y Camus? Camus no lo rechazaría. Estaba seguro. El de Acuario le acariciaba la mano con el pulgar, alentando su avance, y sonrió, nervioso, mientras ladeaba la cabeza y entornaba los ojos.
                Su corazón latía con fuerza y su cara hervía de calor. Milo se acercaba, muy despacio, como a cámara lenta, y sus músculos se tensaron. Durante un breve instante dudó qué hacer. ¿Detenerlo? No. No era lo que quería. Lo deseaba. Deseaba sentirlo y se rindió a ese impulso. Imitó el gesto del escorpiano, buscando el mejor modo de encontrase con él, y cerró los ojos a la espera de que la tibieza del aliento que ya le acariciaba el rostro se convirtiese en el tacto cálido de los labios Milo.
                -¡Hey! ¡Vosotros!
                Levantó los párpados con presteza. Frente a él, Milo se había quedado estático. Sus ojos centelleaban, furiosos, como los de una fiera enjaulada. ¿Cómo podían ser esos ojos aquellos tan adorables de unos segundos atrás?
                -¿Milo? –llamó. El griego no lo miraba. Su mirada estaba perdida, fija, en algún punto entre los dos.
                La voz calmada de Camus lo hizo reaccionar. Le dedicó al acuariano una cálida sonrisa y tras un fugaz apretón a la mano que aún sujetaba salió corriendo sin decir palabra.
                En cuanto Milo desapareció de su vista Camus se dio cuenta de la proximidad de sus compañeros. ¿Se habrían dado ellos cuenta de algo? Aioria, Aldebarán, Shura y Death Mask estaban ya muy cerca.
                -¿A dónde va Milo?
                Camus siguió la dirección que indicaba el índice del brasileño. Milo iba haciéndose cada vez más pequeño. Su larga cabellera azulina se bamboleaba rítmicamente mientras él  continuaba alejándose a la carrera.
                -Quería hacer ejercicio –mintió con la mirada todavía puesta en la ya minúscula figura del griego.
                -¿Quién quiere correr con este calor? –Aldebarán había arrugado la nariz en un sincero gesto de extrañeza.
                -¿Y a quién le importa? –el guardián de Cáncer se desprendía con prisa de su ropa-. Que haga lo que quiera. No hemos venido hasta aquí para debatir sobre las rarezas de Milo.
                Aioria miró a Camus que, por toda respuesta, sólo atinara a encogerse de hombros y ahora observaba la arena con intensidad. Sonrió. El francés no los había mirado a ninguno desde que llegaran. Curioso. El de Acuario siempre fijaba su azulada mirada en quien tuviera delante, desde que eran pequeños; cosa que siempre le había incomodado mucho. Sentía como si esos ojos profundos pudieran ver en su interior, como si lo interrogasen aunque los labios de su dueño permaneciesen sellados. Nunca había podido mantener una conversación larga con él, enseguida se sentía cohibido; pensar que Camus podía saber lo que pensaba le hacía pensar estupideces… No podía entender  por qué Milo quería esa mirada siempre sobre él… Aunque parecía claro que ahora era el galo el que no se sentía a gusto. Mientras se acercaban tan sólo había podido ver la espalda de su compatriota así que lo que fuese que estuviese pasando entre ellos quedara oculto a sus ojos pero la breve explicación del acuariano no le resultó, en absoluto, creíble.
                -Cierto –dijo-. Ya volverá - y golpeó el brazo del de Tauro mientras lo retaba a gritos  a entrar en el agua antes que él.
                Entretanto sus compañeros terminaban de desvestirse y corrían hacia el agua, Camus se sentó y abrazando las rodillas con los brazos apoyó sobre ellas la frente. El olor de la arena caliente mezclándose con el olor a sal que el mar había dejado en su piel inundó sus fosas nasales y cerró los ojos mientras aspiraba profundamente esa agradable combinación. Unos pasos por detrás de él, Shura colocaba la ropa en un montón. El eco del caminar del español al pisar las diminutas partículas de arenisca resonó bajo su cuerpo y alzó la vista para ver el cuerpo espigado del de Capricornio dirigirse al agua con largas zancadas.
                -¿Todo bien? –Shura se detuvo y miró al francés por encima del hombro con sus ojos oscuros.
                -Todo bien –asintió.
                -¿No vienes?
                - No… -musitó-. Tal vez luego.
                Volvió la vista hacia el extremo de la playa por el que Milo despareciera. En esos momentos luchaban en su interior el deseo de levantarse e ir a buscarlo y la esperanza de verlo aparecer. Contuvo el impulso de salir tras él. ¿Qué pasaría cuándo volvieran a encontrarse? Algo se agitó en su estómago. Pudo escuchar su propia respiración mientras recordaba la sonrisa de Milo. Sintió un cosquilleo en la garganta que le produjo náuseas y que en seguida se extendió por todo su cuerpo. Le había mentido a Shura. No. No estaba todo bien. En realidad, no sabía cómo estaba nada. No tenía ni idea de cómo lo que había pasado o, más bien, lo que no había pasado entre ellos, iba a afectarles. Se dejó caer sobre la arena sintiéndose incapaz de contener el revoltijo de emociones que lo invadían. ¡Por todos los dioses! Había estado a punto de besar a su mejor amigo.
                Durante un momento Milo no supo qué hacer. Quiso gritar, patalear, volverse y de un manotazo hacer desaparecer a sus compañeros, agarrar a Camus y marcharse lejos… Al fin sintió que el corazón se le subía a la garganta y, sin saber muy bien el porqué, sus pies lo instaron a salir corriendo.
                No oía otro sonido que el de sus pisadas golpeando con fuerza la arena a cada zancada. Corrió. Corrió y no se detuvo, pensando en su propia frustración. ¿Y Camus? ¿Cómo debía sentirse él? Aflojó el ritmo sin detenerse, avanzando en línea recta por la orilla del mar. Lo había dejado allí. Después de lo que había estado a punto de pasar… Lanzó una patada a las olas que le acariciaban los pies y dejó escapar un chistido entre los dientes apretados. Después de eso… ¿Volvería a tener otra oportunidad? Se retorció las manos, observando inexpresivamente el horizonte y, de pronto, sintió un cosquilleo ascendiendo por su nariz.
                -¡Maldita sea!
                Furioso, sacudió la cabeza y, de nuevo, corrió. Corrió todavía más, apretando los puños. No sabía a dónde iba pero tampoco podía detenerse.
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                Suspiró cansinamente, golpeteándose la frente con los dedos. Milo no había vuelto. Llevaba ya varias horas acostado pero el sueño le huía. Las sábanas eran un amasijo blanco a sus pies. El calor y sus nervios lo hacían dar vueltas de un lado a otro del colchón. Otra media vuelta. Dejó caer pesadamente la cabeza sobre la almohada y empezó a moverla lentamente de un lado a otro. Su mirada vagaba por el alto techo de la Casa de Acuario. Volvió a sentir aquella inquietante sensación… Cerró los ojos. Tenía que dormirse ya. Giró sobre su costado derecho y se obligó a permanecer quieto, pero sus párpados se levantaron otra vez. Allí, en una esquina, estaban los zapatos de Milo. El griego los había dejado atrás en su repentina huída y él los había traído consigo cuando, tiempo después, todos decidieron regresar. Torció el gesto. Quizás no había sido buena idea… Seguramente a Milo no le haría gracia tener que volver al Santuario caminando descalzo, aunque la idea le hizo esbozar una sonrisa divertida. Suspiró. Ahora sí, sus párpados parecían querer rendirse. No se resistió. La sombra de sus pestañas descendió poco a poco sobre sus ojos, sumiéndolo, al fin, en la oscuridad del sueño.
                Camus dormía. Los números brillantes del reloj le dieron la hora. Las tres de la madrugada. Milo había llegado hacía un buen rato. Su primer impulso fuera despertarlo pero, cada vez que su mano se disponía a posarse sobre el hombro del acuariano la duda lo detenía y allí seguía. Mirándolo. Viéndolo dormir. Acercándose a su rostro lo suficiente para poder respirar su aliento cálido y húmedo. A su lado, Camus se movió y, con cuidado, se apartó para hacerle espacio. En cuanto el francés se quedó quieto nuevamente, deslizó la yema de los dedos por la piel suave de su mejilla. Al otro lado de la ventana una media luna brillante iluminaba la noche.
                Camus se sobresaltó al sentir la caricia en su rostro. No estaba solo. Se incorporó. Milo estaba sentado junto a él y contempló su rostro a la luz de la luna, sonriente y hermoso. Sus expresivos ojos brillaban con un resplandor dorado.
                -Milo… -susurró-. Estás aquí –en cuanto lo dijo se dio cuenta de lo obvio de su afirmación-. ¿Cómo? ¿Cómo es que has venido? –balbuceó-. ¿Cuándo has llegado? ¿Qué haces aquí?
                -Sí –contestó-. Tenía que verte –continuó respondiendo a las preguntas del francés-. Hace un rato y… -dudó de su siguiente respuesta-. Estaba mirándote –confesó, observándolo fijamente.
                Las palabras del griego lo sorprendieron. Agarró las sábanas y se quedó paralizado, con las cejas arqueadas y una expresión que iba reflejando una sorpresa cada vez mayor.
                -Lo hago siempre –el tímido desconcierto del acuariano lo hacía verse más hermoso que nunca-. Cuando paso la noche aquí o tú te quedas conmigo –explicó-. Siempre te duermes primero y yo puedo mirarte.
                Camus tragó saliva. Sus ojos se abrieron un poco más. Debería decirle que él también lo hacía. Que cada mañana que amanecían juntos, porque ninguno había sido capaz de abandonar al otro, lo contemplaba en silencio hasta que sus ojos turquesa se abrían con pereza.
                -Camus –Milo lo llamó-. Lo de esta tarde… -tenía que saberlo ya-. ¿Lo habrías hecho?
                Camus asintió. Notaba la saliva acumulándosele en la garganta pero tenía la certeza de que no encontraría mejor momento para sincerarse.
                -Quería hacerlo.
                -Y… ¿Aún quieres? –preguntó, esperanzado.
                El de Acuario se removió en su lugar y se acomodó de frente al escorpiano moviendo afirmativamente la cabeza.
                Mientras le sonreía, sin poder dejar de hacerlo, Milo alargó su mano para tocar la cabeza de Camus y tomar entre sus dedos uno de los largos mechones del cabello oscuro de su compañero. El gesto sencillo del francés bastó para que todo lo sucedido aquella tarde, todo el tiempo que había tenido que esperar, mereciera la pena. Se mordió el labio inferior. Podía hacerlo…
                Nunca antes Camus había sentido una confusión y una exaltación tan grandes. Milo lo miraba. Podía ver el reflejo oscuro de su propia imagen en sus ojos, podía escuchar su respiración, podía sentirla en la cara… Pero Milo no se había movido. Camus se acercó un poco más a él. Ya no tenía dudas, estaba convencido de lo que iba a hacer y le acarició delicadamente la mejilla, antes de tomarle la mano.
                Milo ladeó la cabeza, persiguiendo los dedos del francés. Los latidos le retumbaban en los oídos como un tambor y percibía un calor ardiente en las entrañas. La emoción lo poseía. Sintió miedo, deseo, ternura… Era el momento que había buscado tantas veces, pero ese ardor, ese dulce deseo, eran nuevos para él. Parpadeó, retornando a la realidad después de permanecer sumido en la mirada esplendorosa del acuariano. La determinación y la dulzura en sus ojos le devolvió los bríos que creyó perder en medio de una repentina marejada de emociones. Esta vez la proximidad del francés le infundió valor; estaba seguro de lo que quería. Se inclinó hacia delante, eliminando la distancia, y, casi sin darse cuenta, su boca se juntó con la de Camus en un contacto suave que le produjo un estremecimiento inesperado pero emocionante.
                Sintió una sacudida por dentro. Los labios de Milo estaban calientes y su cuerpo desprendía un olor más dulce del que podía recordar. El escorpiano se movió, montándose a horcajadas sobre sus piernas y presionando un poco más contra su boca. Estrujó la sábana con una mano mientras enlazaba los dedos de la otra con los del griego. Le ardía la piel. En su estómago algo se encendió y empezó a crecer. Intentó tragar saliva pero tenía la boca seca y sin darse cuenta, exhaló un profundo suspiro al tiempo que separaba los labios. El aroma de Milo estaba presente en la bocanada de aire que tomaba. Abrió los ojos. Sus pulmones se llenaban de aire y en su cabeza revoloteaban las preguntas… ¿Y ahora qué? ¿Qué tenía que hacer? ¿Volver a besarlo? ¿Esperar?
                No tuvo que decidirlo. El heleno tiró de su ropa para acercarlo a él y lo besó con suavidad, tirando de su labio inferior con los suyos, clavándole su mirada audaz, invitándolo. Milo se apartó sonriendo y su sonrisa los hizo reír a los dos. Una alegre carcajada que, por unos segundos, resonó en la silenciosa madrugada estival.
                Camus soltó la sábana que aún sujetaba y acercó su mano, despacio, al rostro de Milo para acariciarle suavemente la mejilla. Seguía sonriendo. Ya no quedaba en él ni confusión ni desconcierto. Y lo besó. Besó su boca entreabierta. Cubrió de pequeños besos sus labios y sus mejillas; saboreando su aliento dulce y caliente.
                Milo se apretó más contra el francés. Le pasó los brazos alrededor del cuello y cuando sus torsos se tocaron su ansia se desbordó. Abrió la boca sobre la de Camus, cubriéndola, abriéndose paso entre sus dientes hasta que su lengua encontró la del acuariano y presionó contra ella, con suavidad. Le pareció suave, húmeda… Su saliva estaba caliente… La sensación le gustó mucho más de lo que había imaginado y permaneció así; explorando el interior de la boca de Camus, sintiendo los tímidos movimientos de su lengua por un tiempo que no se molestó en calcular.
                El corazón de Camus latía con fuerza, sus sienes palpitaban. Descansó sus manos, ahora libres pero indecisas, sobre la espalda de Milo mientras respondía a las caricias de su lengua y paladeaba el penetrante dulzor de su aliento; descubriendo una urgencia que no había esperado. Milo le acariciaba la cabeza distraídamente y, dejándose llevar por un repentino impulso lo rodeó con los brazos y lo tumbó sobre el colchón. Descansando en el hueco de su codo, el escorpiano lo miraba con alegría. Seguía sintiendo la emoción de segundos atrás. Agachó la cabeza y le besó la frente. La devoción que empezaba a sentir se expandía como una brisa cálida en su interior.
                Levantó la cabeza. Camus se había apartado y lo miraba con sus ojos azules. Le dio un rápido beso en los labios e, inmediatamente, lo atrapó con brazos y piernas, haciendo que ambos rodasen por la cama. Cuando lo tuvo bajo su cuerpo se sentó sobre su abdomen. Ahora era su turno para contemplarlo. Escrutó, sin parpadear, el rostro del francés; el brillo en sus ojos; sus entreabiertos labios, rojos y brillantes; el incesante subir y bajar de su pecho… Sintió una intensa oleada de deseo. Le sujetó la cara con ambas manos y se inclinó hasta tocar con la suya la punta de la nariz del francés. Mientras lo miraba desde tan cerca, Milo rió, incapaz de contenerse. Nunca se había sentido tan tremendamente feliz.
                Camus posó, con delicadeza, las yemas de sus dedos sobre los sonrientes labios de Milo. Él también sentía unas enormes ganas de reír, y lo hizo; sorprendiéndose a sí mismo y a su griego compañero que lo miraba encantado. Dejó que escapara por entre sus labios la sincera carcajada que hacía rato crecía en su garganta. No recordaba haberse sentido así antes…
                Cuando las risas cesaron se miraron durante un largo momento. Los ojos de ambos chispeaban y en sus rostros ardía el rubor de la excitación. En la penumbra del cuarto, sus labios se juntaron de nuevo. Un amoroso beso en el que desembocó todo el deseo acumulado en una larga espera.
                Mientras se acariciaban de arriba abajo con curiosidad y ternura, los besos se fueron haciendo más atrevidos y desesperados. Las lenguas trepaban por la del otro sin darse apenas respiro. Hambrientos, no se cansaban de probarse. El deseo aumentó, así como la intensidad de sus entrecortadas respiraciones. Rodaron abrazados por el colchón. Tenían los cuerpos apretados y cada suspiro, cada bocanada de aire compartida, desataban en sus cuerpos deliciosos estremecimientos.
                No tenían idea de cuánto llevaban así. Minutos, horas… Siguieron besándose; despellejándose los labios; hasta colmar las ansias de un amor mucho tiempo retrasado.
                Poco a podo los besos se calmaron, haciéndose más tiernos, más suaves, hasta que el contacto no fue más que el roce ligero de una pluma. Después, se quedaron tumbados, uno frente al otro, mirándose en silencio.
                Los largos cabellos de Milo caían desordenados sobre su cuello y sus hombros. Lentamente, Camus levantó la mano para peinarlos, pasando entre los dedos pequeños mechones que luego acomodaba, parsimoniosamente, detrás de su oreja. Milo sabía que estaba sonriendo como un niño pequeño. Los ojos de Camus brillaban con calidez y saberse poseedor de esa mirada lo hacía reír de placer.
                -¿Por qué te ríes? –Camus deslizó, con delicadeza, su dedo a lo largo del contorno del rostro de Milo.
                -¿Por qué te ríes tú? –preguntó con tono alegre.
                -Yo no me estoy riendo –Camus negó.
                -Sí lo haces…
                -No –volvió a negar, esforzándose por no darle la razón al griego.
                -Sí –Milo reforzó su respuesta con movimientos afirmativos para oponerse a la nueva negativa del francés-. Sí –insistió-. Sí. Sí. Sí… -lo repitió una y otra vez hasta que Camus echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada-. ¿Lo ves? Te ríes –la sonrisa del francés le resultó reconfortante. Tan franca e inocente-. Yo tenía razón. Yo gano.
                -De acuerdo –aceptó-. Tú ganas –dijo, mirándolo con la sonrisa aún en los labios.
                Una brisa hinchó las cortinas, trayendo consigo el aroma del mar.
                Milo deslizó la mano por debajo de la ropa de Camus, acariciando la deliciosa y novedosa piel de su abdomen.
                -Milo… -detuvo la caricia del griego sujetándole la mano por encima de la tela-. Creo que deberíamos…
                -¿Volver a empezar? –sugirió, asintiendo.
                Camus se acercó y rozó sus labios, fue apenas un beso. Tan sólo un toque suave.
                -No –dijo-. Dormir –y señaló la ventana-. Ya casi amanece.
                Milo se volvió para comprobar lo que Camus decía. La claridad del alba se abría paso entre las sombras de la noche.
                -¿En serio quieres dormir? –Camus tenía razón pero ni quería dormir ni creía ser capaz de hacerlo.
                Volvió a tumbarse frente al acuariano. Camus seguía mirando hacia fuera con aire ausente, como si no lo hubiese escuchado pero, de repente, sonrió. Pestañeó con lentitud y al instante siguiente estaba mirándolo a los ojos con tal intensidad que Milo no necesitó más respuesta. Se colocó encima de él y sus ojos se recrearon, observándolo por un momento, antes de buscar sus labios.
                Camus lo detuvo antes de que pudiera alcanzarlos.
                -Lo siento –dijo.
                -¿Qué sientes? –preguntó con inquieta curiosidad. No entendía por qué podía estar excusándose.
                Los ojos de Camus pasaron del rostro de Milo a una esquina del cuarto.
                -Ah… –soltó aire, aliviado-. Eso…
                Siguiendo la mirada del de Acuario había descubierto la razón de su disculpa.
                -Los vi cuando llegué y… Bueno… –ladeó la cabeza y entornó los ojos-. Creo que podré perdonarte –dijo suavemente, cerrándole los párpados con los labios-. Ahora… ¿Crees que podrás dejar de pensar?
                Camus sonrió a la sonrisa que, lentamente, había ido apareciendo entre los labios de Milo y asintió. No había nada más en lo que pensar.
                Mientras en el exterior del templo el calor del verano estallaba con el nacer de un nuevo día, abrazados sobre sábanas revueltas, ellos construían nuevos recuerdos.

CONTINUARÁ…


               En estos momentos ellos serían más jóvenes de lo que representan aquí, pero este beso me pareció perfecto  
                

lunes, 1 de octubre de 2012

Un poco más cerca...

Otro capitulito de Efemérides, para encaminar a los chicos a donde quieren llegar :3

Del tiempo compartido. Capítulo 9


            Sentía calor en el rostro. Una brisa cálida le acariciaba la cara y escuchaba un rumor a lo lejos. Prestó atención. ¿Alguien lo llamaba? Sí; estaba seguro. Lo que escuchaba era su nombre.
                -Milo… Milo…
                Miró a un lado y luego al otro pero no logró ver a nadie. ¿De dónde venía esa voz? Echó a andar en busca de quienquiera que lo estuviese llamando. No había dado más que unos pocos pasos cuando le pareció que el suelo temblaba bajo sus pies. Quiso seguir avanzando pero una sacudida más fuerte lo hizo tambalearse. Cerró los ojos mientras caía y cuando volvió a abrirlos la mirada serena de Camus estaba frente a él.
                -Milo… –el aliento tibio del acuariano le llegó como una suave corriente de aire.
                -Mmm… Hola… –sonrió al tiempo que se estiraba. Ahora lo entendía. Soñaba. Camus había estado llamándolo mientras lo movía intentando despertarlo.
                -Nos hemos dormido. Mira –Camus señaló hacia la ventana. El sol ya casi había desaparecido y el cielo cambiara su claro manto celeste por uno anaranjado intenso.
                Milo se incorporó y sus armaduras chocaron con un sonido metálico que les hizo ser conscientes de su cercanía. El rubor iluminó sus mejillas con un leve tono carmín y desviaron la mirada, obviando la inoportuna reacción de sus cuerpos.
-Lo siento… –Camus, que seguía aún inclinado sobre su compañero, se apartó y le dio espacio para que terminara de sentarse. Descendió de la cama, apartándose unos pocos pasos de ella,  y se quedó quieto mientras veía como Milo se sacudía la modorra.
El escorpiano se desperezó cual felino después de una placentera siesta. Bostezó, estiró brazos y piernas y meneó la cabeza de un lado a otro a otro para terminar de espabilarse.
-¡Auch! –exclamó entretanto se sobaba la parte posterior del cuello-. Creo que las armaduras no están hechas para dormir con ellas…
-Me parece que no –Camus no pudo más que estar de acuerdo. Miró sus brazos. Algunas partes de su vestimenta dorada habían dejado marcada su piel-. Debimos quitárnoslas, aunque nunca pensé que dormiríamos tanto tiempo. Además… Creí que dijiste que no tenías sueño.
-Por lo visto me equivoqué –Milo le guiñó un ojo-. Es que se duerme muy bien aquí –dijo palmeando sobre el colchón-. Me gusta esta cama.
                -Pues es mía –Camus lo retó con la mirada. Lucharía por ella.
                -Venga Camus… No seas egoísta –le recriminó con un puchero-. ¿No la compartirías conmigo?
                -Tendré que pensarlo –concedió, dirigiéndose a la puerta-. Roncas.
                -¡¿Qué?! –gritó-. Eso no es cierto –el acuariano se perdía ya en la oscuridad del corredor y, tras recoger al vuelo su casco, echó a andar tras él-. Camus, bromeas, ¿no? Yo no ronco… ¡Camus! –corrió hasta alcanzarlo y lo detuvo sujetándolo de un brazo-. No hablabas en serio –afirmó, buscando confirmación a sus palabras en los ojos del otro.
                -Te invito a comer –ofreció Camus-. ¿No tienes hambre?
                Milo iba a insistir en su cuestionamiento previo pero su cuerpo se le adelantó. Un revelador ruidillo, proveniente de su estómago     , le recordó que no había probado bocado desde la mañana.
                -Sí –se frotó el abdomen y asintió-. ¿Qué me ofreces?
                -No sé –Camus se encogió de hombros-. Miremos a ver qué hay.
                Entraron en la cocina. Sobre la mesa había una bandeja con dos platos de comida. Fría. Se miraron e hicieron un gesto de desaprobación. No era lo que buscaban. Lía era buena cocinera pero, después de varias horas, aquel pescado rebozado no tenía muy buena pinta así que recorrieron el lugar en un arduo ejercicio de búsqueda. Abrieron puertas y cajones en busca de algo con lo que calmar su apetito. A los pocos minutos habían reunido, sobre la encimera, un buen surtido de provisiones. Pan, mermelada, mantequilla, leche, fruta, zumo, galletas, un trozo de bizcocho…
                -No. Espera –Camus detuvo la mano de Milo que ya se disponía a dar cuenta del improvisado banquete-. Quiero enseñarte algo. Nos lo llevaremos.
                Entre los dos acomodaron el botín de su pequeño saqueo en una gran bandeja plateada y salieron de nuevo al pasillo. Milo siguió a Camus por el pasillo hasta la biblioteca del Templo de Acuario. Allí habían pasado muchas tardes curioseando en enormes libracos donde se contaban infinidad de historias sobre tiempos pasados. ¿Qué quería Camus que viera allí? Ya conocía ese lugar.
                -He estado muchas veces aquí Camus, ¿qué quieres enseñarme? –preguntó.
- Ahora lo verás –el acuariano atravesó el umbral de la puerta y depositó su carga sobre una silla de madera-. Ven. Acompáñame –inmediatamente se giró e invitó al griego a seguirlo tras una enorme librería.
Cuando llegaron frente a la ventana Milo lo vio. Un telescopio dorado que apuntaba al cielo estrellado.
-¿De dónde lo has sacado? –preguntó sorprendido.
-Lo encontré –respondió con naturalidad-. Estaba en un armario. Desmontado –añadió-. Es muy antiguo… -su mirada se paseó por el cilindro metálico al tiempo que sus dedos lo acariciaban con mimo-. Me llevó un buen rato armarlo –admitió, sonriéndole al escorpiano.
-¿Puedo? –Milo se acercó al telescopio. Quería probar cuán bueno era ese artilugio que tanto parecía gustarle a su compañero.
-Claro… –Camus le cedió su puesto y Milo se inclinó sobre el aparato para descubrir lo que se ocultaba en la enormidad del firmamento.
-Camus… No veo nada –miró al francés con gesto decepcionado y este le sonrió.
-Muévelo –le aconsejó el galo-. El cielo está lleno de estrellas… Alguna tienes que poder ver.
Milo retomó su posición tras la lente del telescopio y fue moviéndolo poco a poco hasta, al fin, quedarse quieto.
-¡Ya la veo! –exclamó-. ¡Escorpio! Con Acrab, Sargas, Shaula…
-Y Girtab, Grafias, Jabbah…  -canturreó Camus. Milo dejó de mirar al cielo y se concentró en su compañero-. Camus seguía recitando las estrellas de su constelación guardiana hasta que de pronto se detuvo-. ¿Cuáles me faltan?
-Al Niyat, Lesath… -el de Escorpio señaló sobre el cuerpo del acuariano los puntos exactos en los que sus agujas se incrustarían en una lucha-. Y… Antares –finalizó dándole un pequeño empujón.
-No ha sido tan terrible –bromeó, devolviéndole el… ataque.
Milo retrocedió y su pie tropezó con el trípode que sostenía el telescopio haciéndolo tambalearse. Los ojos de Camus se abrieron en demasía y contuvo un grito al tiempo que se lanzaba a sujetarlo para que no terminase en suelo. Milo, por su parte, siguió el mismo camino que su compañero y sus cabezas chocaron al encontrarse, con prisa, al mismo tiempo y en el mismo lugar.
Tras asegurar el telescopio, de nuevo, en su posición original se permitieron un pequeño quejido de dolor mientras se frotaban la zona del golpe.
-Lo siento –Milo se disculpó.
-No te preocupes –Camus negó con la cabeza-. Fue mi culpa… No debimos hacer el tonto justo a su lado –agregó mientras recolocaba con los dedos algunos mechones del cabello de Milo que aparecían desordenados tras el encontronazo-. Estabas despeinado –sintió la necesidad de justificarse al sentir sobre sí la mirada sorprendida de su compañero. El gesto había surgido de forma natural pero la intensidad con la que el griego lo miraba había hecho que se sintiera incómodo de pronto.
Milo sujetó la muñeca de Camus y continuó mirándolo sin pestañear.
-Camus… Tú … -se detuvo, meditando sus palabras antes de continuar-. ¿Dices en serio lo de que ronco? –dijo al fin.
-No… -el monosílabo se escapó de sus labios en medio de un suspiro de alivio. Por cómo Milo había estado actuando esperaba una pregunta más difícil-. ¿Comemos? –propuso, recuperando el aplomo que creyó haber perdido.
-Sí –el griego sonrió con su habitual alegría.
Caminaron hasta donde habían dejado su merienda, casi cena, y se sentaron en el suelo para compartirla. Comieron mientras charlaban y recordaban los momentos compartidos en ese lugar cuando eran tan sólo aspirantes a caballeros. Esa noche Milo no abandonó la Casa  de Acuario. La mañana los sorprendió pasando las páginas de un libro y, sólo entonces, el escorpiano partió hacia su Templo a prepararse para una nueva jornada.
 Ese día se repitió muchas veces. Pasar el tiempo en Acuario o Escorpio pasó a ser algo natural. Las horas pasaban entre fervorosas miradas, veladas insinuaciones, declaraciones sinceras e inocentes pero nunca lo suficientemente claras… Compartían los días, se acompañaban en las noches y al amanecer alguno de los dos corría por las escaleras de vuelta a su morada…

CONTINUARÁ…