Sigo sin mucho tiempo ni mucha inspiración, pero, como ya comenté en una entrada anterior, intento cada semana participar en el Reto Visual que el Club de Camus y Milo tiene en marcha.
Estas son las últimas mini-historias que he escrito:
Atemporal
«Hemos viajado en el tiempo.»
El
pueblo celebraba el equinoccio, llamando al concluir de la penumbra, augurando
el rebrotar de la semilla desde el interior de la tierra. Campesinos y aldeanos
retornados desde zonas limítrofes y aisladas se solazaban en la plaza mayor y
callejas aledañas, dejándose llevar por los sonidos de los músicos ambulantes
venidos del otro lado de los montes, las palabras chillonas, llenas de
promesas, de los mercaderes, los ánimos envalentonados por el alcohol y el
calor de los fuegos de las hogueras alzándose en la noche.
Podía
verlos danzando; muchos se abrigaban con enormes pieles curtidas que ocultaban
sus cuerpos por entero y simulaban los gestos de las bestias, otros se
adornaban con vestimentas de factura más elaborada, con plumas y colores. Del
gentío emergían los gritos y los cantos, las risas desenfrenadas y los llantos,
con la misma facilidad que el fuego consumía los troncos.
Desde
la pequeña ventana del cuarto, mientras miraba el espectáculo que tenía lugar
unos metros más abajo, Milo no podía dejar de pensar: «Hemos viajado en el
tiempo.» Camus no había querido decirle qué buena ventura le diera a conocer
ese lugar. «Aquí seremos sólo tú y yo.» Había dicho. El frío era despiadado, pero Milo tenía las
dos hojas de madera que cubrían el vano abiertas de par en par, recibiendo en
su rostro las indescriptibles sensaciones del aire helado que turbaban sus
sentidos con un sinfín de anhelos e inquietudes. Sintió los pasos sigilosos de
alguien que se acercaba; era Camus. Igual que una estación da paso a otra,
hacía años que su infantil amistad había dado paso al amor y ahora que la
misión de Camus en Siberia había concluido, al fin, disponían de tiempo para
dedicarse.
Camus
apartó a Milo del vacío de la ventana y cerró con destreza las tablas, fijando
la traba; luego tomó el rostro aterido del escorpiano con sus manos y despojó
su piel de la humedad que la noche le había dejado como si retirase la escarcha
de los pétalos de una flor de las
nieves.
–¿Acaso
quieres congelarte?
Como
si no hubiese escuchado la pregunta, Milo se sentó en el banquito contra el que
sus rodillas habían estado chocando mientras contemplaba la algarabía exterior,
abrazó al acuariano por la cintura, hundiendo el rostro en los pliegues de la
ropa demasiado holgada que llevaba y espiró de ella el embriagador olor de su
cuerpo. Camus se dejó hacer, se dejó abrazar así por el griego, que se demoró
todavía un poco, meciéndolo suave y besando repetidamente el lugar en el que
descansaban sus labios.
–No
quiero irme –dijo, con la voz amortiguada por las telas–. Quedémonos. –Esas
poco más de cuarenta y ocho horas habían sido lo más parecido a la vida que
secretamente deseaba tener.
–¿Quedarnos?
–Camus acarició despacio la cabeza de Milo–. ¿Comiendo poco, durmiendo menos y
perdiendo las escasas fuerzas que nos queden entre las sábanas? No duraríamos
mucho.
Camus
bromeaba, pero las últimas palabras del francés dieron allí donde más dolía.
Ese era su mayor miedo, porque lo sabía real e inevitable, porque era parte de
su destino; de un destino para el que se habían preparado desde su más tierna
infancia. Un destino que era más importante que ellos mismos, uno al que, a
pesar de todo, ninguno de los dos renunciaría aunque no siempre fuesen capaces
de entenderlo.
–Nosotros
no viviremos mucho de todos modos. –Se despegó del de Acuario y lo miró
mientras se enderezaba.
–Lo
sé. –Camus ladeó la cabeza y lo observó atentamente. Los ojos de Milo eran,
normalmente, como un pedazo de cielo encerrado tras un límpido cristal pero, en
ese momento, parecían querer cubrirse por el velo gris de una tormenta y le
sonrió con ternura–. Por eso quería que viniésemos aquí; a un lugar sin tiempo
en el que simplemente fuésemos tú y yo –dijo, tocando primero el pecho de Milo
y luego el propio.
–Camus…
–Un incontenible escalofrío lo estremeció de la cabeza a los pies. Esa
declaración le había causado más desazón que consuelo. Le tomó las manos y las
apretó entre las suyas, mirándolo preocupado–. Eso me suena a despedida
–murmuró, a punto de dejarse llevar por la angustia que sentía crecer en su
interior.
–No
lo es, Milo. Yo nunca podría despedirme de ti.
FIN
Similitudes
La primavera se mostraba tímida
todavía en tierras siberianas, pero a esas alturas, la estación, bien entrada
ya, en Grecia apabullaba con su esplendor a propios y extraños. La piel
descubierta de sus brazos se quejaba por la agresión del sol con un cosquilleo
que, si bien al principio fue agradable, estaba empezando a ser un molesto
ardor.
Había
dejado atrás la costa y ascendía por un camino tortuoso que daba vueltas
alrededor de la montaña, desfilando por diversos parajes. El litoral
desaparecía de la vista dando paso a verdes valles, cubiertos de espesa hierba
y frondosos árboles que, repentinamente, desembocaban en agrestes terruños
surcados por vastas plantaciones de plateados y retorcidos olivos. Más
adelante, aparecían las modestas pero, aun así, exuberantes huertas; signo
inequívoco de que Rodorio, ese pequeño pueblo que parecía colgado de la ladera
del rocoso monte como un nido de águila, estaba cerca, alegrado por el colorido
vivo del florecer primaveral pero adusto e impenetrable para ojos ajenos.
Por
más veces que sus idas y venidas le hubieran permitido apreciarla, a Camus no
dejaba de sorprenderle esa mezcla contradictoria y hechizante. Era hermosa. Era
como él; tan agradable a la vista como un paisaje surgido de las fuentes mismas
de la primavera, pero duro e inaccesible para quienes no comulgan con su
esencia, salvaje y viril.
Milo
sabía que la primavera, además del reverdecer de los campos, el brotar de las
flores, el canto de los pajarillos y demás
lindezas a las que cantan los poetas, traía consigo el retorno de Camus.
Cada primavera el Guardián de Acuario
volvía Santuario para informar al Patriarca de los progresos de sus jóvenes
aprendices y, este año, estaba haciéndose de rogar. Hacía días que esperaba
verlo aparecer. Antes de proseguir la subida hasta Escorpio echó un último
vistazo al horizonte; allí estaba, lejano y pequeño, pero inconfundible a sus
ojos.
La
primavera había llegado al fin.
FIN
Compañeros
Como casi todos los atardeceres
desde que volviera al santuario, Camus fue a ver a Milo a Escorpio, para
compartir con él las horas nocturnas. Durante el día, absorbidos uno y otro por
sus respectivas tareas, no podían intercambiar más que algunas miradas. A la
caída del sol, el tiempo les pertenecía.
En
la semioscuridad de su cuarto, vestido sólo con un raído pantalón demasiado
ajustado, el escorpiano se ejercitaba espada en mano, girando sobre sí mismo,
avanzando y retrocediendo, embistiendo a algún enemigo oculto entre las
sombras.
El
último rayo de luz se reflejó en el filo plateado. Con una sonrisa en los
labios, Camus de Acuario cerró los ojos, se apoyó en la madera de la puerta y
permitió a sus recuerdos llenarle la memoria.
La
primera vez que la vio, ellos no eran más que nos niños y la espada sólo un
hierro viejo comido por la herrumbre. Milo la había encontrado en el interior
de un antiguo baúl olvidado en una polvorienta habitación.
«¿Qué es eso?», preguntara
y Milo lo había mirado como si hubiese hecho la pregunta más tonta del mundo.
«Es
una espada».
El
griego estaba entusiasmado con su hallazgo y, aunque necesitaba de las dos
manos para sostenerla, la blandía de izquierda a derecha en contra de un
ejército invisible. Lo cierto es que a Camus no le parecía una espada. Era
extraña… Distinta de las que alguna vez había visto en los libros.
Años
más tarde, una tarde que, como ese mismo día, había ido a buscar a Milo lo
encontró afanado en pulir el metal, en devolverle a la espada su esplendor de
antaño. Para ese entonces Camus ya sabía que el tesoro de su compañero era una
espada espartana; arma y muchacho estaban unidos por un pasado que henchía al
griego de orgullo.
«¿Qué
te parece?» Sosteniéndola con ambas manos, como si fuese un retal de delicada
seda, Milo le había mostrado la espada.
«Se
ve muy bien, Milo.»
«¿Verdad
que sí?» El escorpiano mostraba una sonrisa satisfecha. Tenía ya fuerza de
sobra para sujetarla con una mano y en un par de movimientos cortó el aire con
la brillante hoja. «Ten», inmediatamente después se la había tendido,
acompañando su ofrecimiento con una declaración: «Ella es nosotros».
La
frase sólo fuera un susurro y Camus no la entendió hasta aquella tarde en que
Milo lo besó. Habían luchado uno junto al otro, espalda contra espalda, por su
deber… Por ellos… Desde ese día fueron compañeros en la batalla y en la vida.
–¿Vas
ganando? –Camus abandonó el pasado y dio un paso en el presente.
–¿Lo
dudas?
Camus
se arrimó a la espalda del escorpiano y aprisionó con dulzura la mano que
sostenía la empuñadura, haciéndola oscilar suavemente de un lado a otro.
–Has
hecho un gran trabajo con ella. –La hoja plateada lucía imponente; digna hija
de Esparta, como el hombre que la sostenía: impetuosa, fuerte, hermosa,
dispuesta a la batalla y segura de la victoria–. Brilla como nunca.
–Puedo
sacarle brillo también a la tuya, si quieres…
–Milo
yo no tengo ninguna… –Se separó del griego y lo miró confundido hasta que una
carcajada lo hizo comprender–. Idiota…
FIN
Sentimientos
No
encontró a Camus en la Casa de Acuario pero la habitación olía a él; a un mundo
distinto y privado en el que le gustaba perderse.
Al principio no había visto el pequeño
objeto ovalado; no pertenecía al lugar, nunca antes había estado ahí… ¿Por qué estaba
ahora? No era de Camus, no lo conocía, no era algo que el acuariano usaría. ¿Por
qué lo tenía? ¿Por qué se lo ocultaba? Bueno, en realidad, oculto no estaba,
pero…
–¿Milo?
Escucharlo hizo que diera un pequeño
respingo. Había estado demasiado concentrado en sus pensamientos como para
darse cuenta de que el francés llevaba un rato observándolo y justo entonces
fue consciente de lo que hacía. Sin saber cuándo ni por qué sus dedos habían
comenzado a deslizarse despacio por los sutiles contornos del rostro de la
mujer representada en la piedra. Se volvió a mirarlo por encima del hombro
mientras continuaba con su parsimoniosa caricia.
–Camus, ¿qué es esto? –preguntó. Desde
donde estaba el francés no podía ver la joya, su cuerpo se la tapaba, pero
sabía que él sabría de qué le hablaba. Esa pequeña alhaja era la única novedad
en la estancia.
–Es un camafeo.
–Ya… -No se equivocaba–. Eso ya lo
veo.
Hablar con Camus podía llegar a ser una
empresa ardua; a veces era tan obvio, tan lógico, tan literal, tan parco, que
mantener una conversación con él era imposible. Años después aún no podía
asegurar si lo hacía a propósito o si formaba parte de su particular forma de
ser. Por suerte, él nunca se daba por vencido y todo el tiempo compartido con
el francés le había permitido conocer las teclas a tocar para hacer sonar
los acordes de su voz diáfana.
–¿Por qué lo tienes? –Camus nunca eludía
una pregunta directa.
–Era de mi madre, creo…
–¿De tu madre? –No hubiera imaginado tal
respuesta, pero, sin duda, era la más lógica y, por supuesto, la única
aceptable.
–Sí.
No iba a ser una conversación fácil.
–¿Desde cuándo lo tienes? ¿Por qué no me
lo habías enseñado antes?
–Lo he tenido desde siempre, pero no
sabía que lo tenía. –Había llegado hasta Milo y observó en silencio su pequeña
herencia antes de continuar–. Cuando Valo me trajo aquí desde Francia, trajo
también un pequeño baúl con algunas pertenencias familiares. Me dijo que lo
guardase, que en él estaba mi pasado y que algún día, cuando fuese quien estaba
destinado a ser, podría abrirlo y conocer mis orígenes.
–¿Y? –Camus se había quedado callado. Si
pensaba que esa explicación había sido suficiente, se equivocaba. Tenía que
saber qué había en la cabeza del francés–. ¿Por qué decidiste abrirlo ahora?
–Quería entender a Hyoga –respondió
quedo.
Milo negó. Ese mocoso era como un grano
en el trasero. Le procuraba a Camus demasiados quebraderos de cabeza y,
de paso, también a él.
–Camus, ese crío…
–Milo… –lo interrumpió al tiempo que
alzaba la cabeza y trasladaba su mirada del camafeo a su compañero–. Le he
pedido que renuncie al recuerdo de su madre, pero yo nunca he tenido que hacer
algo así. Yo no recuerdo a la mía… Miro ese colgante y no recuerdo nada. Sé que
debería sentir algo, pero no siento más que la necesidad de sentir y, no sé,
tal vez, una especie de nostalgia.
Acarició el rostro esculpido del
retrato de la dama desconocida y entonces sintió unos labios suaves que
entibiaban su cuello y un aliento cálido lamiendo el lóbulo de su oreja
izquierda.
–Tú sientes… –susurró–. Yo siento... –Lo
besó de nuevo–. Y lo que sentimos nos hace más fuertes. Si el mocoso es
merecedor de la fe que le tienes, lo entenderá y entonces será digno de
su Armadura y de su Maestro.
Camus fundió sus labios con los de Milo
en un beso largo, impetuoso: bocas y dientes se encontraron, las salivas se
mezclaron. Sintió con ese beso; en el interior de esa unión, rodeado por su
fragor, sabía que sólo había una persona capaz de hacerlo sentir así, de
envolverlo en una marea de sentimientos.
Cayeron al suelo lentamente, sin dejar
de besarse: en las cejas, en los ojos, en la comisura de los labios, en el
hueco del cuello, en todos esos espacios que la ropa pronto dejó de cubrir.
Hicieron el amor a los pies de la cómoda
sobre la que descansaba el camafeo, sobre las losas frías, ocultos a los ojos
cincelados del retrato, sobre los borrosos recuerdos del pasado, con la
devoción de la que se crean los sentimientos.
FIN
Juegos de cama
El viento entró en la habitación
a través de la ventana abierta, enredándose en las blancas cortinas que
bailotearon enloquecidas, enroscándose sobre sí mismas, volando hacia el
interior atraídas por unas risas ocultas.
Unas
risas chillonas, infantiles y escandalosas.
Unas
risas que flotaban en el aire mezclándose con la brisa, unas risas que se elevaban al techo envueltas
en un blanco manto de formas ondulantes.
Unas
risas traviesas, cómplices y sinceras provenientes de unas jóvenes gargantas
cuyos dueños no podían dejar de reír. Tumbados sobre la cama, agitaban brazos y
piernas, haciendo que las sábanas despegasen en un corto vuelo, desplegándose
como unas gigantescas alas de mariposa que se baten con gracia una vez y otra
vez más, animadas por un sinfín de risas.
Unas
risas juguetonas girando en medio de un torbellino de telas blancas.
Las
primeras compartidas bajo las sábanas.
FIN