sábado, 1 de junio de 2013

Más menudencias...

Sigo sin mucho tiempo ni mucha inspiración, pero, como ya comenté en una entrada anterior, intento cada semana participar en el Reto Visual que el Club de Camus y Milo tiene en marcha.

Estas son las últimas mini-historias que he escrito:

Atemporal

                «Hemos viajado en el tiempo.»
                El pueblo celebraba el equinoccio, llamando al concluir de la penumbra, augurando el rebrotar de la semilla desde el interior de la tierra. Campesinos y aldeanos retornados desde zonas limítrofes y aisladas se solazaban en la plaza mayor y callejas aledañas, dejándose llevar por los sonidos de los músicos ambulantes venidos del otro lado de los montes, las palabras chillonas, llenas de promesas, de los mercaderes, los ánimos envalentonados por el alcohol y el calor de los fuegos de las hogueras alzándose en la noche.
                Podía verlos danzando; muchos se abrigaban con enormes pieles curtidas que ocultaban sus cuerpos por entero y simulaban los gestos de las bestias, otros se adornaban con vestimentas de factura más elaborada, con plumas y colores. Del gentío emergían los gritos y los cantos, las risas desenfrenadas y los llantos, con la misma facilidad que el fuego consumía los troncos.
                Desde la pequeña ventana del cuarto, mientras miraba el espectáculo que tenía lugar unos metros más abajo, Milo no podía dejar de pensar: «Hemos viajado en el tiempo.» Camus no había querido decirle qué buena ventura le diera a conocer ese lugar. «Aquí seremos sólo tú y yo.» Había dicho.  El frío era despiadado, pero Milo tenía las dos hojas de madera que cubrían el vano abiertas de par en par, recibiendo en su rostro las indescriptibles sensaciones del aire helado que turbaban sus sentidos con un sinfín de anhelos e inquietudes. Sintió los pasos sigilosos de alguien que se acercaba; era Camus. Igual que una estación da paso a otra, hacía años que su infantil amistad había dado paso al amor y ahora que la misión de Camus en Siberia había concluido, al fin, disponían de tiempo para dedicarse.
                Camus apartó a Milo del vacío de la ventana y cerró con destreza las tablas, fijando la traba; luego tomó el rostro aterido del escorpiano con sus manos y despojó su piel de la humedad que la noche le había dejado como si retirase la escarcha de los  pétalos de una flor de las nieves.
                –¿Acaso quieres congelarte?
                Como si no hubiese escuchado la pregunta, Milo se sentó en el banquito contra el que sus rodillas habían estado chocando mientras contemplaba la algarabía exterior, abrazó al acuariano por la cintura, hundiendo el rostro en los pliegues de la ropa demasiado holgada que llevaba y espiró de ella el embriagador olor de su cuerpo. Camus se dejó hacer, se dejó abrazar así por el griego, que se demoró todavía un poco, meciéndolo suave y besando repetidamente el lugar en el que descansaban sus labios.
                –No quiero irme –dijo, con la voz amortiguada por las telas–. Quedémonos. –Esas poco más de cuarenta y ocho horas habían sido lo más parecido a la vida que secretamente deseaba tener.
                –¿Quedarnos? –Camus acarició despacio la cabeza de Milo–. ¿Comiendo poco, durmiendo menos y perdiendo las escasas fuerzas que nos queden entre las sábanas? No duraríamos mucho.
                Camus bromeaba, pero las últimas palabras del francés dieron allí donde más dolía. Ese era su mayor miedo, porque lo sabía real e inevitable, porque era parte de su destino; de un destino para el que se habían preparado desde su más tierna infancia. Un destino que era más importante que ellos mismos, uno al que, a pesar de todo, ninguno de los dos renunciaría aunque no siempre fuesen capaces de entenderlo.
                –Nosotros no viviremos mucho de todos modos. –Se despegó del de Acuario y lo miró mientras se enderezaba.
                –Lo sé. –Camus ladeó la cabeza y lo observó atentamente. Los ojos de Milo eran, normalmente, como un pedazo de cielo encerrado tras un límpido cristal pero, en ese momento, parecían querer cubrirse por el velo gris de una tormenta y le sonrió con ternura–. Por eso quería que viniésemos aquí; a un lugar sin tiempo en el que simplemente fuésemos tú y yo –dijo, tocando primero el pecho de Milo y luego el propio.
                –Camus… –Un incontenible escalofrío lo estremeció de la cabeza a los pies. Esa declaración le había causado más desazón que consuelo. Le tomó las manos y las apretó entre las suyas, mirándolo preocupado–. Eso me suena a despedida –murmuró, a punto de dejarse llevar por la angustia que sentía crecer en su interior.
                –No lo es, Milo. Yo nunca podría despedirme de ti.



FIN


Similitudes
                La primavera se mostraba tímida todavía en tierras siberianas, pero a esas alturas, la estación, bien entrada ya, en Grecia apabullaba con su esplendor a propios y extraños. La piel descubierta  de sus brazos  se quejaba por la agresión del sol con un cosquilleo que, si bien al principio fue agradable, estaba empezando a ser un molesto ardor.
                Había dejado atrás la costa y ascendía por un camino tortuoso que daba vueltas alrededor de la montaña, desfilando por diversos parajes. El litoral desaparecía de la vista dando paso a verdes valles, cubiertos de espesa hierba y frondosos árboles que, repentinamente, desembocaban en agrestes terruños surcados por vastas plantaciones de plateados y retorcidos olivos. Más adelante, aparecían las modestas pero, aun así, exuberantes huertas; signo inequívoco de que Rodorio, ese pequeño pueblo que parecía colgado de la ladera del rocoso monte como un nido de águila, estaba cerca, alegrado por el colorido vivo del florecer primaveral pero adusto e impenetrable para ojos ajenos.
                Por más veces que sus idas y venidas le hubieran permitido apreciarla, a Camus no dejaba de sorprenderle esa mezcla contradictoria y hechizante. Era hermosa. Era como él; tan agradable a la vista como un paisaje surgido de las fuentes mismas de la primavera, pero duro e inaccesible para quienes no comulgan con su esencia, salvaje y viril.
                Milo sabía que la primavera, además del reverdecer de los campos, el brotar de las flores, el canto de los pajarillos y demás  lindezas a las que cantan los poetas, traía consigo el retorno de Camus. Cada  primavera el Guardián de Acuario volvía Santuario para informar al Patriarca de los progresos de sus jóvenes aprendices y, este año, estaba haciéndose de rogar. Hacía días que esperaba verlo aparecer. Antes de proseguir la subida hasta Escorpio echó un último vistazo al horizonte; allí estaba, lejano y pequeño, pero inconfundible a sus ojos.
                La primavera había llegado al fin.


FIN


Compañeros

               Como casi todos los atardeceres desde que volviera al santuario, Camus fue a ver a Milo a Escorpio, para compartir con él las horas nocturnas. Durante el día, absorbidos uno y otro por sus respectivas tareas, no podían intercambiar más que algunas miradas. A la caída del sol, el tiempo les pertenecía.
                En la semioscuridad de su cuarto, vestido sólo con un raído pantalón demasiado ajustado, el escorpiano se ejercitaba espada en mano, girando sobre sí mismo, avanzando y retrocediendo, embistiendo a algún enemigo oculto entre las sombras.
                El último rayo de luz se reflejó en el filo plateado. Con una sonrisa en los labios, Camus de Acuario cerró los ojos, se apoyó en la madera de la puerta y permitió a sus recuerdos llenarle la memoria.
                La primera vez que la vio, ellos no eran más que nos niños y la espada sólo un hierro viejo comido por la herrumbre. Milo la había encontrado en el interior de un antiguo baúl olvidado en una polvorienta habitación.
                «¿Qué es eso?», preguntara y Milo lo había mirado como si hubiese hecho la pregunta más tonta del mundo.
                «Es una espada».
                El griego estaba entusiasmado con su hallazgo y, aunque necesitaba de las dos manos para sostenerla, la blandía de izquierda a derecha en contra de un ejército invisible. Lo cierto es que a Camus no le parecía una espada. Era extraña… Distinta de las que alguna vez había visto en los libros.
                Años más tarde, una tarde que, como ese mismo día, había ido a buscar a Milo lo encontró afanado en pulir el metal, en devolverle a la espada su esplendor de antaño. Para ese entonces Camus ya sabía que el tesoro de su compañero era una espada espartana; arma y muchacho estaban unidos por un pasado que henchía al griego de orgullo.
                «¿Qué te parece?» Sosteniéndola con ambas manos, como si fuese un retal de delicada seda, Milo le había mostrado la espada.
                «Se ve muy bien, Milo.»
                «¿Verdad que sí?» El escorpiano mostraba una sonrisa satisfecha. Tenía ya fuerza de sobra para sujetarla con una mano y en un par de movimientos cortó el aire con la brillante hoja. «Ten», inmediatamente después se la había tendido, acompañando su ofrecimiento con una declaración: «Ella es nosotros».
                La frase sólo fuera un susurro y Camus no la entendió hasta aquella tarde en que Milo lo besó. Habían luchado uno junto al otro, espalda contra espalda, por su deber… Por ellos… Desde ese día fueron compañeros en la batalla y en la vida.
                –¿Vas ganando? –Camus abandonó el pasado y dio un paso en el presente.
                –¿Lo dudas?
                Camus se arrimó a la espalda del escorpiano y aprisionó con dulzura la mano que sostenía la empuñadura, haciéndola oscilar suavemente de un lado a otro.
                –Has hecho un gran trabajo con ella. –La hoja plateada lucía imponente; digna hija de Esparta, como el hombre que la sostenía: impetuosa, fuerte, hermosa, dispuesta a la batalla y segura de la victoria–. Brilla como nunca.
                –Puedo sacarle brillo también a la tuya, si quieres…
                –Milo yo no tengo ninguna… –Se separó del griego y lo miró confundido hasta que una carcajada lo hizo comprender–. Idiota…


FIN


Sentimientos

                No encontró a Camus en la Casa de Acuario pero la habitación olía a él; a un mundo distinto y privado en el que le gustaba perderse.
                Al principio no había visto el pequeño objeto ovalado; no pertenecía al lugar, nunca antes había estado ahí… ¿Por qué estaba ahora? No era de Camus, no lo conocía, no era algo que el acuariano usaría. ¿Por qué lo tenía? ¿Por qué se lo ocultaba? Bueno, en realidad, oculto no estaba, pero…
                –¿Milo?
                Escucharlo hizo que diera un pequeño respingo. Había estado demasiado concentrado en sus pensamientos como para darse cuenta de que el francés llevaba un rato observándolo y justo entonces fue consciente de lo que hacía. Sin saber cuándo ni por qué sus dedos habían comenzado a deslizarse despacio por los sutiles contornos del rostro de la mujer representada en la piedra. Se volvió a mirarlo por encima del hombro mientras continuaba con su parsimoniosa caricia.
                –Camus, ¿qué es esto? –preguntó. Desde donde estaba el francés no podía ver la joya, su cuerpo se la tapaba, pero sabía que él sabría de qué le hablaba. Esa pequeña alhaja era la única novedad en la estancia.
                –Es un camafeo.
                –Ya… -No se equivocaba–. Eso ya lo veo. 
                Hablar con Camus podía llegar a ser una empresa ardua; a veces era tan obvio, tan lógico, tan literal, tan parco, que mantener una conversación con él era imposible. Años después aún no podía asegurar si lo hacía a propósito o si formaba parte de su particular forma de ser. Por suerte, él nunca se daba por vencido y todo el tiempo compartido con el francés le había permitido conocer  las teclas a tocar para hacer sonar los acordes de su  voz diáfana.
                –¿Por qué lo tienes? –Camus nunca eludía una pregunta directa. 
                –Era de mi madre, creo…
                –¿De tu madre? –No hubiera imaginado tal respuesta, pero, sin duda, era la más lógica y, por supuesto, la única aceptable.
                –Sí.
                No iba a ser una conversación fácil.
                –¿Desde cuándo lo tienes? ¿Por qué no me lo habías enseñado antes?
                –Lo he tenido desde siempre, pero no sabía que lo tenía. –Había llegado hasta Milo y observó en silencio su pequeña herencia antes de continuar–. Cuando Valo me trajo aquí desde Francia, trajo también un pequeño baúl con algunas pertenencias familiares. Me dijo que lo guardase, que en él estaba mi pasado y que algún día, cuando fuese quien estaba destinado a ser, podría abrirlo y conocer mis orígenes.
                –¿Y? –Camus se había quedado callado. Si pensaba que esa explicación había sido suficiente, se equivocaba. Tenía que saber qué había en la cabeza del francés–. ¿Por qué decidiste abrirlo ahora?
                –Quería entender a Hyoga –respondió quedo.
                Milo negó. Ese mocoso era como un grano en el trasero. Le procuraba a Camus demasiados  quebraderos de cabeza y, de paso, también a él.
                –Camus, ese crío…
                –Milo… –lo interrumpió al tiempo que alzaba la cabeza y trasladaba su mirada del camafeo a su compañero–. Le he pedido que renuncie al recuerdo de su madre, pero yo nunca he tenido que hacer algo así. Yo no recuerdo a la mía… Miro ese colgante y no recuerdo nada. Sé que debería sentir algo, pero no siento más que la necesidad de sentir y, no sé, tal vez, una especie de nostalgia. 
                Acarició el rostro esculpido  del retrato de la dama desconocida y entonces sintió unos labios suaves que entibiaban su cuello y un aliento cálido lamiendo el lóbulo de su oreja izquierda.
                –Tú sientes… –susurró–. Yo siento... –Lo besó de nuevo–. Y lo que sentimos nos hace más fuertes. Si el mocoso es merecedor de la fe que le tienes, lo entenderá  y entonces será digno de su Armadura y de su Maestro.
                Camus fundió sus labios con los de Milo en un beso largo, impetuoso: bocas y dientes se encontraron, las salivas se mezclaron. Sintió con ese beso; en el interior de esa unión, rodeado por su fragor, sabía que sólo había una persona capaz de hacerlo sentir así, de envolverlo en una marea de sentimientos.
                Cayeron al suelo lentamente, sin dejar de besarse: en las cejas, en los ojos, en la comisura de los labios, en el hueco del cuello, en todos esos espacios que la ropa pronto dejó de cubrir.
                Hicieron el amor a los pies de la cómoda sobre la que descansaba el camafeo, sobre las losas frías, ocultos a los ojos cincelados del retrato, sobre los borrosos recuerdos del pasado, con la devoción de la que se crean los sentimientos.


FIN


Juegos de cama

               El viento entró en la habitación a través de la ventana abierta, enredándose en las blancas cortinas que bailotearon enloquecidas, enroscándose sobre sí mismas, volando hacia el interior atraídas por unas risas ocultas.
                Unas risas chillonas, infantiles y escandalosas.
                Unas risas que flotaban en el aire mezclándose con la brisa,  unas risas que se elevaban al techo envueltas en un blanco manto de formas ondulantes.
                Unas risas traviesas, cómplices y sinceras provenientes de unas jóvenes gargantas cuyos dueños no podían dejar de reír. Tumbados sobre la cama, agitaban brazos y piernas, haciendo que las sábanas despegasen en un corto vuelo, desplegándose como unas gigantescas alas de mariposa que se baten con gracia una vez y otra vez más, animadas por un sinfín de risas.
                Unas risas juguetonas girando en medio de un torbellino de telas blancas.
                Las primeras compartidas bajo las sábanas.

FIN