domingo, 23 de septiembre de 2012

¿La curiosidad mató al gato...?

Pues por mucho que lo diga el refrán, yo creo que la curiosidad es buena... Ya sea para enterarte de algo positivo o para llevarte un palo, pero siempre es mejor saber que vivir en la ignorancia. Bueno, no es que me haya levantado filosófica hoy, pero es que buscaba el modo de enlazar con el capítulo de Efemérides que publicaré hoy y que lleva precisamente ese título: Curiosidad...

Curiosidad. Capítulo 8.

             Una sofocante sensación le hizo abrir los ojos. Grecia no era Siberia y el cuerpo de Milo desprendía bastante más calor que una almohada. No sabía cuánto había dormido pero se sentía completamente despejado. Tenía calor. Demasiado. Necesitaba un poco de aire. Se deshizo con cuidado del abrazo del de Escorpio; quien se removió un poco al notar el movimiento, y gateó fuera de la tienda.
                Shura continuaba en su posición. Tenía la impresión de haber dormido mucho tiempo pero al ver a su compañero aún allí supo que se equivocaba.  Se acercó y se sentó a su lado.
                -¿Qué sucede, Camus? ¿No puedes dormir? –se interesó el mayor.
                La redonda luna llena que reinaba en el cielo iluminaba el lugar. El de Capricornio  no lo había mirado. Su vista continuaba fija en el frente pero Camus pudo apreciar la media sonrisa que se había dibujado en su cara.
                -No. No tengo sueño –respondió-. Además… , hace demasiado calor ahí dentro.
                Esta vez el español no dijo nada, tan sólo se giró para mirar a su compañero con una divertida expresión de sorpresa en el rostro.
                -¿Por qué tuviste que mencionar ese asunto? –le reprochó Camus.
                Shura rió.
                -Es divertido. Apuesto a que a Milo le ha hecho gracia –dijo muy seguro-. Además… Tu cara de agobio no tiene precio –confesó antes de volver a mirar a la nada sonriendo.
                Camus golpeó el hombro de su vecino y se recostó sobre el tronco del árbol bajo el que estaban sentados.
                -¿Cuánto tiempo ha pasado? –le preguntó en cuanto el otro hubo terminado de reírse.
                -Poco más de media hora desde que os fuisteis –contestó tras recuperar su habitual gesto adusto.
                -¿En serio? –murmuró más para sí que para su acompañante. Realmente esa iba a ser una noche larga-. ¿Crees que tendremos que esperar mucho tiempo? –se interesó incorporándose para ponerse a la misma altura del décimo guardián.
                -Death no es precisamente un tipo paciente –afirmó mirándolo-.  Y estos ejercicios le parecen una pérdida de tiempo. No creo que tardemos demasiado en verlos aparecer –auguró.
                Camus volvió a su postura anterior y durante unos minutos guardaron silencio. Shura miraba hacia algún lugar en la oscuridad; como si pudiese distinguir algo en la negrura que se abría camino entre los árboles y él observaba las estrellas. En esa noche de cielo despejado se podían ver infinidad de ellas. Empezó a contarlas en varias ocasiones pero una vez tras otra terminaba por perder la cuenta. Una idea en su cabeza interrumpía su conteo. Algo parecido a una pequeña punzada de culpabilidad. Sentía que lo había abandonado pero se habría puesto malo de seguir allí. Seguro. Sin embargo, a cada segundo que pasaba estaba más seguro de querer volver. El crujir de una ramita a sus espaldas hizo que todos sus sentidos se pusieran alerta. Con un gesto de cabeza Shura le indicó que despertase a los que dormían mientras él se preparaba para contener lo que podría ser un inminente ataque.
                La de Afrodita era la tienda más cercana y hacia allí se dirigía cuando un grito a su espalda lo hizo volverse. Tan sólo le dio tiempo a ver la macabra sonrisa de Death Mask antes de dar con los huesos en el suelo y sentirse aplastado bajo el peso del de Cáncer.
                -Hay que estar más atento, pequeño –le aconsejó el Cuarto Guardián.
                Forcejearon  y logró zafarse del agarre del más mayor. El ruido había despertado a los dos durmientes Caballeros que ya habían hecho acto de presencia. Pudo ver a Milo esquivando los golpes del aún molesto Aioria, a Afrodita enfrentando a Shaka y a  Shura aterrizando muy cerca de sus pies tras recibir uno de los golpes del enorme Aldebarán. Todo parecía moverse muy de prisa a su alrededor,  incluido su amenazador contrincante que ya le había sacudido un par de golpes mientras él trataba de ubicar la posición de sus compañeros.
                -Estás distraído, Camus –Death lo sujetó por el cuello-. Préstame toda tu atención o te haré pedacitos –le advirtió con un amenazante susurro junto a su oído.

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                Amanecía, la luz de la aurora comenzaba a abrirse paso entre los árboles y empezaban a escucharse ya los primeros sonidos de la mañana. El canto de algún pájaro anunciando el nacer de un nuevo día, el susurro del viento colándose entre las ramas y, en la distancia, el despertar del pequeño pueblo cercano al Santuario.
                -No tienes buena pinta –el de Leo lo había mirado de arriba abajo antes de emitir su juicio.
                -Ya… -aceptó. Sentía dolor en partes de su cuerpo que ni siquiera sabía que tenía-. Vosotros tampoco tenéis muy buen aspecto –aseguró tras echar un vistazo a Milo y Aioria. Ahora estaban sentados uno junto al otro en beatífica actitud pero poco antes esos dos se habían estado zurrando con ganas.
                Milo palmeó el suelo invitándolo a sentarse a su lado y Camus ocupó el lugar que se le ofrecía junto a sus compañeros. Se recostó sobre la hierba y apoyó la cabeza sobre sus manos entrelazadas. El griego hizo girar su dolorido cuerpo para mirar al galo.
                -Camus… – el de Acuario había cerrado los ojos y Milo lo llamó para tener su atención-. Quería preguntarte…, -empezó en cuanto pudo ver la mirada azul del francés- ¿por qué te… -su pregunta fue interrumpida por un poco amistoso Death Mask.
                -¡Oye tú! –gritó al tiempo que daba un puntapié en la suela del calzado de Camus-. No me siento las piernas –dijo palmeándoselas.
                -Yo, en cambio, sí siento todos y cada uno de tus golpes –repuso con calma-. No entiendo por qué te estás quejando.
                El de Cáncer contuvo una sonrisa de satisfacción. Le alegraba saber que había provocado dolor en su rival pero sentía su orgullo herido. Nunca pensó que el de Acuario pudiese causarle problemas. Consideraba las técnicas del Caballero de los Hielos… bonitas… ; pero jamás había imaginado que pudiesen resultar tan contundentes.
                -No me gustan tus trucos –dijo en un gruñido-. La próxima vez no te daré opción –advirtió.
                Camus no dijo nada, tan sólo le sostuvo la mirada hasta que la voz de Shura, ordenándoles ponerse en marcha, puso fin a ese silencioso enfrentamiento.
                -Es un imbécil –apostilló Milo al tiempo que Aioria asentía.
                -No me cabe duda –concordó con sus compañeros-. Pero en una cosa tenía razón… -Leo y Escorpio lo miraban expectantes-. Estaba pensando en otra cosa y me sorprendió –admitió cabizbajo-. Eso fue un error.
                -¡Eh! ¡Vosotros!
                Sus cinco compañeros les sacaban ya una buena ventaja así que corrieron para darles alcance.

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                Un par de horas después, aseados y portando sus doradas armaduras, los ocho Caballeros que se encontraban en esos momentos en el Santuario aguardaban ser recibidos por el Patriarca. Mientras esperaban la comparecencia de su Señor en el Gran Salón, el Guardián de Escorpio mostraba su impaciencia jugueteando con el casco de su coraza.
                -Me pregunto por qué la Armadura del Escorpión tiene un casco con rabo… -cuestionó Death  Mask arrebatando dicho objeto de las manos de su dueño-. ¿Necesitas compensar algo  Milito? –especuló con una gran sonrisa en su rostro-. ¿Resultará que los Guardianes de la Octava Casa son unos eunucos? –conjeturó ante la mezcla de risas contenidas y gestos de hastío que se mezclaban en las caras del resto de los allí presentes.
                -¡¿Qué dices, imbécil?! –gritó Milo-. ¡Devuélvemelo! –exigió. Death Mask sujetaba a la altura de sus caderas el casco de Escorpio mientras las movía en círculos haciendo que la larga cola del escorpión se bambolease de un lado a otro-. ¡Agh! ¡Estúpido! ¡Qué eso yo me lo pongo en la cabeza! –y enfurecido saltó sobre su compañero para recuperar su ultrajado casco.
                Por tres veces se escuchó el metal rebotando contra el suelo hasta que, tras girar unas cuantas veces sobre sí mismo, al fin se quedó quieto sobre el blanco suelo a los pies del Guardián de Virgo. Milo dio un último empujón al de Cáncer y se acercó para recoger la pieza de las manos de su rubio compañero en el momento justo en que la puerta se abría y hacía acto de presencia aquel a quien esperaban.
                El sol estaba ya muy alto en el cielo cuando salieron de allí.
                -¿En qué piensas? –el semblante de Camus parecía más serio que de costumbre y Milo quiso saber la razón.
                -En…, en nada- respondió meneando la cabeza.
                Milo alzó las cejas y lo miró sin creer en absoluto esa respuesta.
                -¿En nada? Estás muy serio para que sea nada –dijo agarrándolo de un brazo-. No nos moveremos de aquí hasta que me digas qué te pasa –le aseguró.
                -Es sólo una sensación –dijo en voz baja-. No tiene importancia –sonrió. Vamos.
                Milo seguía sin creerlo pero al menos había sonreído. Ya indagaría más tarde sobre esa cuestión. Además, aún tenía pendiente algo que desde hacía horas necesitaba saber.
                -¿Puedo hacerte compañía? –preguntó al llegar a Acuario. El resto de sus compañeros habían desaparecido ya camino de sus respectivas moradas.
                -Claro, pero… ¿no tienes sueño?
                -Yo he dormido, Camus –sonrió. Él mismo le había facilitado la cuestión-. Por cierto…, ¿por qué te fuiste anoche? –preguntó mientras lo seguía a las estancias privadas de la Casa Circular.
                -Me desperté… Tenía calor y no podía dormir… necesitaba aire fresco… –se explicó-. Luego vino el combate y… el resto ya lo sabes.
                -¿Hubieras vuelto si los otros no hubiesen aparecido?
                Camus se detuvo y se volvió a mirar al griego. Eso mismo se  había estado preguntando durante todo el tiempo que pasó mirando a las estrellas.
                -Sí –afirmó-. Y siento haber dejado que Aioria te sorprendiera –se disculpó.
                -Aioria no es un problema –Milo sonrió-. Tengo experiencia de sobra domando gatitos –fanfarroneó-. Sólo que esta vez estaba un poco más enfadado de la cuenta.
                -¿Sigue molesto? –se interesó.
                -Me trae sin cuidado –dijo mientras depositaba el casco de su armadura sobre el pequeño escritorio de madera que Camus tenía en su cuarto-. Tiene suerte.
                Camus lo miró con gesto interrogante.
                -Él sabe con seguridad que alguien se interesa por él –respondió a la pregunta que el francés no había vocalizado.
                -¿Tú…, tu quieres que alguien se interese por ti?
                -Sí –respondió mientras se dejaba caer con los brazos abiertos sobre la cama.
                -¿Una rubia de ojos azules, quizás? –tanteó, sentándose en una esquina del colchón.
                -No, a mí no… - se interrumpió. Milo se incorporó y se apoyó sobre los codos para mirar muy serio a su  compañero-. ¿Eso es lo que te gustaría a ti?
                -No es sólo que… -el tono molesto del heleno lo sorprendía tanto como lo divertía.
                -¿Entonces por qué lo has dicho? –lo interrumpió.
                -En Verkhoyansk hay muchas chicas así.
                -¡Ah! O sea que te dedicas a mirar chicas en tus ratos libres… -acusó.
                -No me dedico a mirar chicas –se defendió-. Pero… las veo.
                -Ya… -aceptó-. Y esas chicas que ves…, ¿también te ven a ti? –preguntó enfatizando en los verbos.
                Camus arqueó las cejas. ¿Qué clase de pregunta era esa?
                -Supongo Milo… Si no son ciegas… -atinó a decir aunque la respuesta le sonó tan absurda como la pregunta de su compañero.
                -Pues a mí no me gustan las rubias –puntualizó solemne, dejándose caer nuevamente sobre la almohada.
                Camus imitó al escorpiano y se tumbó también pero con la cabeza hacia los pies de la cama. Tenía sueño. Sus ojos comenzaban a cerrarse cuando la voz de Milo lo sacó de su duermevela.
                -Oye, Camus.
                -¿Hum?
                -¿Por qué tienes una cama tan grande?
                -¿No es igual que la tuya? –preguntó abriendo los ojos.
                -No, mira –dijo.
                Camus se sentó y miró a su compañero. Milo tenía los brazos abiertos en cruz.
                -¿Qué quieres que vea?
                -Si hago esto en mi cama mis manos se salen por los laterales y en esta no llego a los extremos –dijo alzándose-. ¿Crees que el anterior Caballero de Acuario era muy grande?
                Camus inclinó la cabeza en gesto interrogante.
                -Sí, como Aldebarán –explicó Milo.
                -No lo sé, Milo –el acuariano sonrió-. No lo creo-. Pero podríamos averiguarlo –sugirió.
                -No, ahora no –negó el griego recuperando su postura anterior-. Estoy cansado.
                -Quizás también podríamos averiguar si el anterior Guardián de Escorpio era un eunuco… –bromeó.
                En un rápido gesto Milo se sacó la almohada de debajo de la cabeza y se la lanzó a Camus.
                -Abrázate a la almohada y duérmete, idiota.
                Oyó la risa del francés y rió también. Se quedó mirando al techo; escuchándolo respirar más profunda y más acompasadamente cada vez hasta que estuvo seguro de que se había dormido. Gateó sobre el colchón hasta llegar junto a él y lo observó por unos momentos. Apartó la almohada que Camus había dejado a su lado y se tumbó en su lugar.
                En el Templo de Acuario la temperatura era siempre fresca; esta vez no se iría a ninguna parte.


CONTINUARÁ…




sábado, 15 de septiembre de 2012

Sábado por la noche...

Pues eso, sábado por la noche y estoy tan hecha polvo que no he sido capaz de reunir fuerzas para salir... El trabajo está siendo horroroso estas últimas semanas y el exceso de horas me cansan física y mentalmente. Hoy he aprovechado para no hacer nada de nada y a estas horas, que ya es completamente de noche y refresca agradablemente unas cuentas ideas empiezan a rondarme por la cabeza.
Aprovecharé el momento y me pondré a escribir, mientras, dejaré un nuevo capítulo de Efemérides; es hora de que los chicos resuelvan algo que lleva demasiado tiempo pendiente.

Confesión. Capítulo 7

            Apenas el entrenamiento hubo terminado se vio, literalmente, arrastrado por un impaciente Milo fuera de los terrenos del Santuario.
                -¿Por qué tanta prisa?
                El griego detuvo sus pasos y se volvió para encararlo.
                -Te fuiste porque querías convertirte en el Caballero que creías que debías ser…  Porque necesitabas mejorar…, dijiste –las palabras salieron de sus labios cargadas de reproche-. Me lo prometiste –le recordó-. Acordamos que a tu vuelta veríamos quién de los dos es el más fuerte… Quiero que me demuestres de cuánto te han servido estos cinco años… ¡Y quiero saberlo ya!
                Le sostuvo la mirada por unos segundos. Ese repentino enojo lo había pillado por sorpresa.
                -He fracasado, Milo –dijo al tiempo que se sentaba en la hierba con las piernas cruzadas-. No he logrado mi objetivo.
                -¿Qué quieres decir? –preguntó arrodillándose frente a su compañero.
                -Mi meta, como Caballero de Oro de Acuario, es el cero absoluto y… aún no he conseguido alcanzarlo –explicó cabizbajo.
                -No puedes estar muy lejos… -el tono frustrado de esa confesión fue como un golpe inesperado y buscaba a toda prisa en su cabeza las palabras que pudiesen reconfortarlo. Apoyó las manos en las rodillas del francés y, agachándose un poco más, ladeó la cabeza para poder mirarlo a los ojos-. Hace mucho que superaste a tu maestro y no hay ningún otro Caballero que pueda…
                -Los demás Caballeros no son el enemigo… -suspiró y levantó la cabeza para fijar su mirada en la del griego.
                -Explícame qué es el cero absoluto –pidió.
                -El cero absoluto es la temperatura suprema. -273’15 grados centígrados. A esa temperatura cesa todo movimiento y actividad de la materia –explicó-. Milo, a esa temperatura se congelan nuestras armaduras y yo no puedo…
                -Nosotros no somos el enemigo –lo interrumpió-. Tú lo has dicho. Además…, siempre podrías pedirle a quien fuera que se la quite primero… -se burló, guiñándole un ojo.
                -¡Eres idiota! –lo empujó y se puso en pie mientras Milo se carcajeaba, de espaldas en el suelo-. ¡Yo no le veo la gracia! –y se dio media vuelta dispuesto a irse por donde habían llegado pero, tras unos cuantos pasos, unos brazos cerrándose sobre su pecho detuvieron su avance.
                -Sí que te has vuelto susceptible en estos años –dijo, apoyando su barbilla sobre el hombro del galo.
                -Es que… ¡esto me frustra! –confesó-. Me hace sentir indigno de la confianza que han puesto en mí.
                -Te preocupas demasiado –aseguró-. He visto tu entrenamiento de esta mañana y creo que podrías darle una buena paliza a cualquiera… Excepto a mí, claro –fanfarroneó.
                Camus tomó entre las suyas las manos de Milo para deshacerse de su agarre y poder darse la vuelta.
                -¿Quieres averiguarlo? –lo retó, fijando los suyos en los iris turquesas del griego.
                Milo sólo asintió mientras una amplia sonrisa de satisfacción se dibujaba en su rostro. Fuese cual fuese el resultado final de esa amistosa contienda él ya se consideraba vencedor.

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                -¡Menudas pintas! –exclamó al ver el desaliñado aspecto de sus compañeros-. ¿Qué habéis estado haciendo?
                -Nada que te importe, Aioria.
                Como si no hubiese escuchado la cordial respuesta de Milo, el de Leo dirigió su mirada hacia Camus en espera de una mejor contestación.
                -Sólo un poco de entrenamiento extra –respondió-. ¿Nos buscabas? –preguntó mientras fijaba su mirada en algo que se movía unos metros por detrás del quinto guardián.
                -Sí, de hecho llevo buscándoos un buen rato.
                -¿Y qué es lo que quieres?
                -En realidad nada, Milo… Es sólo que ya empezaba a echar de menos tu arrogante presencia.
                -¡Oye, imbécil…
                -Aioria, ¿venías tú solo? –sabía que preguntaba en vano. Cuando esos dos se enzarzaban en una discusión el mundo podría hundirse a su alrededor que ni cuenta se darían. Mientras escuchaba como seguían diciéndose lindezas se acercó hasta unos cercanos arbustos para confirmar lo que creía haber visto. Estaba seguro de que había alguien más que ellos en el lugar.
                A los apelativos siguieron los menosprecios y a estos los empujones. Volvió junto a los eternos contrincantes antes de que la cosa pasara a mayores.
                -¡Aioria! –llamó. Instantáneamente dos pares de ojos se dirigieron hacia su persona-. Esto es para ti –dijo, ofreciéndole un pequeño ramo de flores silvestres.
                -¿Camus…? –la voz de Milo escapó de su boca apenas audible. En un momento sintió como se le encogía el estómago y como un desazonado cosquilleo ascendía por su nariz hasta sus ojos. Apretó los puños en un intento de contener la inquietante y molesta sensación que se extendía por su cuerpo. Tristeza, rabia, ira…, todo eso estaba experimentando. Una mescolanza de emociones que lo mantenían pegado al suelo sin saber cómo reaccionar.
                Un sorprendido Aioria tomaba en sus manos lo que el francés le tendía mientras, por el rabillo del ojo, no perdía de vista las reacciones de su no menos confundido compatriota.
                -Alguien me las ha dado para ti –se explicó Camus-. Y creo que lo correcto sería que fueses  a agradecérselo.
                El Caballero de Leo sacudió la cabeza, perplejo, tratando de procesar la información que acababa de recibir.
                -Allí, detrás de aquellos arbustos –le indicó con el brazo.
                Sin tener muy claro en qué se estaba metiendo comenzó a caminar en la dirección que le habían señalado.
                -¡Por todos los dioses, Camus!  –exclamó. La sangre que instantes antes había dejado de correr por sus venas reinició su habitual discurrir-. Por un momento pensé que te habías enamorado  de Aioria.
                -¡¿Qué?! –en ningún momento había sido consciente de la impresión que su actuar pudiera haber causado en los otros-. ¡No! Yo no… Yo… -dudaba en si debía o no debía dar más explicaciones cuando, de pronto, un pensamiento lo asaltó y su cara compuso un inconsciente gesto de susto-. ¿Crees que él haya pensado lo mismo?
                -Mmm, no sé… –respondió con calma, tratando de tranquilizarlo; aunque estaba completamente seguro de que Aioria había pensado exactamente lo mismo, al menos durante un segundo-. Aunque lo que importa es que ahora ya sabe que no.
                -Bueno, lo que sí es seguro es que alguien sí se ha enamorado de Aioria. Mira… -y señaló con la cabeza hacia donde se encontraba el de Leo-. ¿Tú sabes quién es?
                Aioria estaba parado delante de una niña, algo más pequeña que él, que tras un par de aspavientos terminó colgada de su cuello.
                Sí. Es Itzel –explicó Milo, entre risas-. Es la hija del hombre que trae los suministros. Se dedica a espiar al gato en la distancia. La verdad…, no sé qué le ve… -buscó mirarse en los ojos azules de Camus y añadió-. Yo soy mucho más guapo.
                -Y más modesto… –concedió-. Creo que tú no le gustas porque no tienes unos preciosos ojos verdes –aventuró al tiempo que se echaba a andar.
                -¡¿Eh?! –parpadeó un par de veces-.  ¿Eso lo dice ella o lo dices tú? –preguntó pero no obtuvo ninguna respuesta de su compañero que continuó su camino sin inmutarse-. ¡¿Camus?! –lo llamó y se apresuró a darle alcance.
                Cuando llegaron a donde los esperaba el custodio de la quinta casa se sonrieron al ver el saludable colorado que adornaba sus mejillas.
                -¿Tenemos que felicitarte, Aioria?
                -¡Cállate, Milo! –fue la respuesta a una pregunta hecha con retintín-. Tenemos que volver ya –continuó-. Vine a buscaros porque tenemos que prepararnos para un ejercicio –dicho lo cual, inició una apresurada marcha tratando de ignorar a un insistente Milo que no cesaba de preguntarle por su planes de futuro con su ya no tan secreta admiradora.

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                Sus compañeros los esperaban frente al Templo de Aries.
                -Hace ya rato que deberíamos haber partido –Shura mostraba un semblante serio en extremo.
                -¿Qué habéis hecho vosotros dos? –la mirada de Death Mask se mantuvo fija en Milo y Camus hasta que la dirigió a Aioria, que aún traía en la mano las flores que acababan de obsequiarle-. ¿Os habéis peleado por la “ninfa del bosque”? –continuó, señalando al de Leo con la cabeza
                -¡Vete al infierno Death!
                -Con gusto, Aioria. Pero de allí me han sacado. Por lo visto tengo que pasar más tiempo con mis compañeros… Pero bueno, estamos perdiendo el tiempo aquí. ¿Cómo nos repartimos? –preguntó al de Capriconio.
                -Tú te quedas con la “ninfa” y Apolo y Jacinto se vienen conmigo –dispuso, siguiéndole el juego al italiano.
                -De acuerdo –aceptó, mostrando una media sonrisa-. Aldebarán, Shaka…, bella ninfa… ¡Vámonos!
                -¡Vosotros! –Afrodita señalaba dos enormes bultos en el suelo-. Os toca llevar eso.
                -¡Pero…! –Milo iba  a protestar cuando sintió la mano de Camus posándose sobre su hombro.
                -Déjalo…
                -Pero no es justo.
                -Creo que ya hemos llamado bastante la atención por hoy… Vamos.
                Agarraron las cosas y emprendieron la marcha tras sus compañeros de grupo. Aioria se había despedido agitando un dedo amenazador. Por lo visto ese rutinario ejercicio se había convertido en algo más personal.
                Una vez llegaron a su destino el español les explicó que debían defender su posición de un posible ataque del enemigo, que en este caso no era otro que sus compañeros de armas. Era un ejercicio de sobra conocido así que tras montar las tiendas de campaña y compartir una ligera y poco apetecible cena fría se repartieron los turnos de guardia y se dispusieron a ir a dormir.
                Afrodita dio las buenas noches y se deslizó al interior del entoldado que compartiría con el de Capricornio, mientras este se apostaba fuera para hacer la primera ronda de vigilancia.
                -Buenas noches, Shura.
                -Buenas noches, Camus –respondió-. Espero que esta noche sí puedas dormir tranquilo –le deseó  mirando a Milo de reojo.
                -Sí.., gracias –y mirándose los pies giró sobre sus talones y se encaminó hacia la que esa noche sería su habitación.
                -¿Qué has querido decir con eso? –en cuanto Camus hubo desaparecido en el interior de la tienda Milo se dirigió al español.
                -Pregúntaselo a él… –fue su sencilla respuesta-. Pero cuando veas que empieza a ponerse azul recuérdale que tiene que respirar…
                Semejante explicación lo dejó aún más intrigado así que se dirigió hacia donde estaba el francés muerto de curiosidad.
                -¿A qué se refería Shura? –preguntó mientras gateaba hasta donde Camus estaba sentado, descalzándose.
                -Ah. Mmm… No… Nada… –no entendía por qué Milo tenía que ser tan curioso y menos aún por qué Shura había tenido que mencionar ese asunto-. Bueno…
                -¡Camus! –llamó-. Arranca ya.
                -Hace algunos meses  -empezó con tono titubeante- mi maestro nos llevó a su otro discípulo y a mí a entrenar a España y bueno…, resultó que él y el maestro de Shura eran algo más que amigos…  -bajó la vista, evitando ver la divertida expresión que mostraba la cara de Milo-. Nosotros estábamos en la habitación contigua y los oímos…
                -¿Eso te molestó? –quiso saber mientras lo veía juguetear con los cordones de su calzado.
                -No.., no es eso Milo. Es sólo que ese era un aspecto de la vida de mi maestro que no esperaba conocer… -admitió levantando la cabeza para mirarlo.
                -Ya…, y… ¿por qué crees que ha dicho lo de Apolo y Jacinto? –necesitaba saber si el de Capricornio sabía algo que él no.
                -¡¿Qué?! –esa pregunta no se la esperaba-. No sé… –y volvió a fijar su atención sobre sus pies-. Supongo que sólo le seguía la corriente a Death, tratando de molestarnos –aventuró-. Como lo de Aioria y la ninfa… -se dejó caer sobre el saco de dormir en un intento de dar por terminada la conversación.
                Por un momento guardaron silencio; hasta que Milo se tumbó encarando a su compañero.
                -¿Acaso tienes miedo de mí?
                -¿Por qué lo dices? –no entendía el porqué de semejante pregunta.
                -Has colocado tu almohada de barrera entre los dos.
                -¿Ah? No, Milo. No te tengo miedo –sonrió-. Es una costumbre que tengo desde pequeño –aclaró-. Durante los primeros días en Siberia pasé mucho frío y dormir abrazado a la almohada me permitía conservar mejor el calor. Ahora lo hago por costumbre –admitió ruborizándose.
                -Si es por eso… –dijo, apartando la almohada-. Puedes abrazarme a mí –y, sin más, se acurrucó contra el cuerpo de su desprevenido compañero.
                Durante unos segundos no supo cómo reaccionar, hasta que Milo lo agarró del brazo para colocarlo alrededor de su cuerpo y, simplemente, lo dejó allí.
                -Camus, al final no te lo pregunté, –acababa de recordar la conversación que habían mantenido aquella misma mañana- ¿qué temperatura es la que tu alcanzas?
                -Yo me quedo en el umbral del cero absoluto, Milo, -273 grados.
                De sus labios escapó una leve risilla.
                -Eres demasiado perfeccionista, Camus –dijo mirando su propio reflejo en los ojos del otro y, tras desearle buenas noches, recuperó su posición anterior para esperar que el sopor del sueño hiciese presa de ambos.




Continuará…


Aclaraciones

-Apolo y Jacinto: según el mito Jacinto era un hermoso joven amado por el dios Apolo. Él y su amante estaban jugando a lanzarse el disco el uno al otro, cuando Apolo para demostrar su poder e impresionar a Jacinto lo lanzó con todas sus fuerzas. Jacinto, para a su vez impresionar a Apolo, intentó atraparlo, fue golpeado por el disco y cayó muerto. Otra versión del mito añade que el responsable de la muerte de Jacinto fue el dios del viento Céfiro. La belleza del muchacho provocó una disputa amorosa entre Céfiro y Apolo. Celoso de que Jacinto hubiese preferido el amor de Apolo, Céfiro desvió el disco con la intención de herir y matar a Jacinto. Sin embargo, mientras agonizaba, Apolo no permitió que Hades, el dios de los muertos, reclamara al muchacho; de la sangre derramada del joven hizo brotar una flor, el jacinto. Según la versión de Ovidio, las lágrimas de Apolo cayeron sobre los pétalos de la flor y la convirtieron en una señal de luto. En otras variaciones Céfiro tiene una forma física y en castigo Apolo lo convierte en viento para que no dañe a nadie más.

No lo he descrito en el capítulo, pero quizás así pudo ser su pequeño enfrentamiento.


viernes, 7 de septiembre de 2012

¿Caballeritos o Caballeretes?

Los había dejado un poco abandonados, pero es que, aunque no pensaba hacerlo, al final me decidí a subir Efemérides en otras páginas y estaba esperando a llegar al mismo número de capítulos que había publicado aquí para poder actualizar al mismo ritmo.
La historia de los chicos continúa =)

De vuelta. Capítulo 6

          Ninguna palabra salió de sus labios. Tan sólo se quedaron parados de pie, uno frente al otro, acostumbrándose a la nueva imagen de quién por tanto tiempo habían extrañado. En estos momentos ambos tenían la misma edad, doce años. Los niños que fueran ya habían abandonado sus cuerpos para dejar paso a los jóvenes que eran ahora y que tanta zozobra causaban en aquel que tenían delante. Como presas de un encantamiento, ni siquiera se atrevían a pestañear, por miedo a que la imagen ante sus ojos fuese a desaparecer. Sentían a sus corazones latir agitados y las piernas temblorosas mientras se escrutaban en silencio
                Camus clavó su mirada en la de su compañero. Esa no había cambiado. Sus grandes y expresivos ojos turquesa seguían ahí, brillando con picardía, iluminando más, si cabe,  ese rostro de piel canela, enmarcado por una rebelde cabellera de bucles indomables que ahora se pegaban a su cara y su cuello por el sofocante calor de ese día. Las tiernas facciones del niño que recordaba ya no estaban, sus rasgos se habían endurecido, como el resto de su cuerpo, pero su gesto no había perdido ni un ápice de la dulzura que siempre le había mostrado. Había crecido; los dos habían crecido, pero no pudo apreciar con claridad si ya estaban a la par o si seguiría en ligera desventaja con respecto a su griego compañero. Tendría que esperar a estar más cerca para comprobarlo.
                Milo naufragó en los calmos océanos que para él eran los ojos de Camus. Esos que lo habían conquistado desde la primera vez que lo vio. Esos que eran iguales a su pequeño tesoro color zafiro. Estudió con minuciosidad el nuevo aspecto de su compañero. Le había crecido el pelo desde la última vez. Eso lo tenían en común. Su indómita melena hacía también mucho tiempo que no veía unas tijeras. El color de su piel también era diferente. Ya no se veía tan pálido. El reflejo del sol sobre la nieve de Siberia le había proporcionado un tono sutil; alejado de la extrema blancura que años atrás presentaba, otorgándole calidez a sus delicadas facciones. No pudo evitar preguntarse si el resto de su piel, la que no estaba a la vista, tendría también ese color o conservaría aún la tonalidad marfileña que su mente evocaba. Sus labios se despegaron levemente. Quería decirle algo pero alguien se le adelantó.
                -¡Hey, Camus! ¡Bienvenido! –el León Dorado los sacó de su embobamiento. Había llegado instantes después del acuariano y un recuerdo lejano lo golpeó de repente. Ya estaban otra vez como al principio.
                El francés parpadeó, con rapidez, un par de veces y respondió al saludo de su compañero acompañando sus palabras con una ligera inclinación de cabeza. Inmediatamente sus ojos volvieron a buscar los de Milo. Estaba seguro de que pensaban lo mismo. Aioria de Leo…, un especialista en romper encantamientos.
                -¿Qué has venido a hacer tú aquí? –preguntó Milo con fastidio.  ¿Qué demonios estaba haciendo ahí el León? Tenía que aparecerse precisamente en ese momento. No podía haber resultado más inoportuno. Aún escuchaba la voz de Camus resonando en sus oídos. Había  perdido el agudo tono infantil pero conservaba todavía su peculiar acento. En cualquier caso, no esperaba que las primeras palabras que escuchase salir de su boca estuviesen dirigidas a Aioria.
                -Descuida Milo, –respondió el León con una sonrisa burlona- no he venido a verte a ti. Escuché que Camus había regresado y quería saludarlo -explicó mientras se giraba para mirar al galo-. Ha sido una suerte encontrarte aquí. Me has ahorrado un montón de escaleras –continuó, y, acercándose  al de Acuario, le tendió la mano-. Me alegro de verte. ¿Has vuelto para quedarte?
                Camus correspondió al gesto y asintió. Su cerebro aún intentaba procesar las nuevas voces de sus compañeros. Desde luego sonaban diferentes a cómo las recordaba pero lo que no había cambiado, en absoluto, era el uso que les daban. Por lo visto las cosas seguían igual entre esos dos. Ese pensamiento lo hizo sentirse un tanto temeroso. ¿Las cosas serían iguales también con él? Quizás había pasado demasiado tiempo y ya no ocupaba el mismo lugar que años atrás en sus afectos.
                -Creo que ya estoy preparado para hacerme cargo de mi responsabilidad aquí –confirmó en un tono un tanto indiferente. Lo cierto es que no estaba tan seguro de sus palabras pero ese no era un tema que fuera a tratar con el de Leo.
                -Los muchachos están abajo, en la Casa de Tauro –informó Aioria-. Aldebarán regresó ayer de Brasil y ha traído unos dulces que asegura son los mejores del mundo así que habrá que comprobarlo, ¿no? –su sugerencia iba acompañada de una amplia sonrisa.
                -Claro –Camus asintió. No es que fuera un amante de los dulces pero Aioria se había quedado mirándolo en espera de una respuesta  y, además, si todos sus compañeros estaban allí, mejor que mejor; no tendría que pasar por el trance de ir a presentarse ante ellos uno por uno.
                Luego de echar un vistazo a Milo, que mostraba su aceptación al plan con una sonrisa, concluyo que lo lógico en ese momento sería comenzar a caminar en dirección al Templo del bueno de Aldebarán así que, sin más, se dirigió hacia las escaleras e inició el descenso del ingente número de peldaños que aún los separaban de su destino.
                Milo caminaba justo detrás de él hasta que al pasar al lado de Aioria, que se había mantenido en su lugar viendo como el de Acuario le pasaba por delante, lo sujetó por un brazo.
                -Tendré que preguntarle cómo lo hace –le susurró.
                -¿Cómo hace el qué? –inquirió el Escorpión con gesto desconcertado.
                -Cómo consigue que estés quieto y callado por más de un minuto –explicó.
                Milo soltó una carcajada.
                -Ni aunque volvieses a nacer –le aseguró-. Eso no está en tu mano –y, soltándose del agarre que el otro aún mantenía sobre su persona, se apresuró para dar alcance a Camus que ya les sacaba una buena ventaja.
                Al ver que sus compañeros no lo seguían detuvo su avance. En pocos segundos lo sorprendió la presencia de Milo a su lado.

                -Me alegro mucho de que estés de vuelta –Milo hizo una apresurada confesión sabiendo que Aioria no tardaría mucho en darle alcance-. Siento no habértelo dicho antes.
                -Yo también estoy contento de estar aquí de nuevo –Camus correspondió con una sonrisa a las palabras del griego.
                -No olvides que tú y yo tenemos cuentas pendientes –Milo no había olvidado ese pequeño reto entre los dos y supo que Camus tampoco cuando éste meneó su cabeza en gesto de asentimiento.
                Aioria los adelantó en ese momento al grito de “¡nenita el último!”.
                Tras mirarse por un segundo iniciaron la persecución del felino. Ese calificativo era algo que sus egos adolescentes no estaban dispuestos a tolerar.
                Durante el trayecto que los separaba de la Casa del Toro Dorado protagonizaron una pugna poco digna de su rango de Caballeros. Las más marrulleras tácticas eran válidas para no terminar en último lugar y, en un reñido tramo final, terminaron por entrar a trompicones en el recinto de Aldebarán.
                -¡Eres un animal con ropa, Aioria! –increpó entre jadeos un furioso Escorpión. Al igual que sus compañeros, con las manos apoyadas en las rodillas, Milo intentaba recuperar el aliento-. ¡Casi me arrancas un brazo!
                -No haberte metido en mi camino –fue la respuesta del mencionado, que ya se incorporaba-. Entonces, ¿al final quién ha ganado?
                -Creo que un empate nos permitiría mantener nuestro orgullo a los tres –propuso un conciliador Camus.
                Una vez aceptada la moción; si bien a regañadientes puesto que todos estaban seguros de haber sido los primeros, pero lo que sea por mantener intacto el orgullo, continuaron su camino hacia la parte privada del Templo en busca del resto de sus compañeros.
                Los encontraron en una pequeña sala, sentados alrededor de una mesita, bien concentrados en dar buena cuenta de los famosos pastelillos. El dueño de la Casa fue el primero en reparar en la presencia de los recién llegados y con una afable sonrisa en el rostro se acercó para saludarlos.
                -¡Camus! ¡Dichosos los ojos! –exclamó mientras lo estrujaba entre sus brazos a modo de cordial bienvenida.
                -Sssi… -Camus sentía que ese abrazo le había hecho perder todo el aire de sus pulmones. El taurino sí que había crecido. Siempre había sido el más grande pero con el paso de los años la diferencia se había hecho notable-. Yo también me alegro de verte –le dijo cuando su cuerpo se vio libre de la presión y pudo volver a respirar.
                Al apartarse Aldebarán se dio cuenta de que todas las miradas estaban fijas en él. Procurando permanecer tranquilo paseó sus pupilas por los rostros de los allí presentes. Sí, definitivamente había estado fuera demasiado tiempo. Shura había sido el único con quien se había topado desde su llegada, esa mañana, pero el de Capricornio no suponía una novedad para él; habían estado entrenando juntos no hacía mucho. Se sintió extraño. Era consciente del escrutinio al que estaba siendo sometido y no le gustaba sentirse el centro de tanta atención. Sabía de lo sucedido con Aioros y de la misteriosa desaparición de Saga pero, ellos no eran los únicos ausentes. ¿Mu? El de Aries no estaba presente en esa informal reunión y sabía que tenía muy buena relación con el anfitrión. ¿Sería buena idea preguntar? Shaka interrumpió el fluir de sus pensamientos. El de Virgo le dedicó una ligera reverencia que correspondió y luego repitió, como muestra de respeto, para el resto de sus compañeros. El brazo de Aldebarán sobre su hombro, instándolo a sentarse a la mesa puso fin a ese incómodo momento.
                Milo acercó unas sillas y los dos se apretujaron entre Shura y Afrodita mientras que Aioria ocupó un puesto junto a Shaka.
                -¡Panda de hienas! –exclamó un indignado León-. ¡Os los habéis comido todos! –la bandeja situada en el centro de la mesa sólo conservaba unas cuantas migajas de los tan alardeados dulces.
                Sus protestas fueron acalladas por un sonriente Aldebarán que regresaba de alguna otra estancia con una bandeja a rebosar de pasteles.
                -Tranquilo, fiera –lo calmó-. Hay suficientes para todos.
                 -¿Cómo dices que se llama esto? –preguntó Milo mientras daba el primer mordisco a una de esas apetecibles bolas de chocolate.
                -Brigadeiro* –respondió con orgullo el de Tauro.
                Mientras paladeaba uno de esos dulces, Camus tuvo que admitir que los famosos brigadeiros eran la cosa más deliciosa que había probado en su vida.
                Durante el tiempo que duraron los dulces compartieron anécdotas acerca de entrenamientos y misiones.
                -Por cierto, Camus… –DM  se dirigió al de Acuario con un tono de voz que, sin lugar a dudas, escondía alguna intención más allá de la simple curiosidad- … ¿sigues de una pieza?
                El rostro del francés compuso su más gesto serio para responder a su molesto compañero, esforzándose por no enrojecer al recordar el momento más vergonzoso de su corta existencia.
                -Sí. Muchas gracias por tu interés –dijo sin más. No le daría pie a que lo enredase en una conversación que de seguro no le traería nada bueno. En el fondo las cosas no habían cambiado tanto-. Muchas gracias, Aldebarán, por tu hospitalidad, pero creo que debo regresar ya. Ni siquiera he deshecho mi equipaje –explicó al tiempo que se levantaba-. Me he alegrado de veros a todos –la última palabra la pronunció en un tono algo más fuerte y con la mirada fija en el rostro del cuarto guardián.
                -Creo que todos deberíamos regresar –Shura apoyó la idea del de Acuario levantándose también.
                Las palabras del de Capricornio fueron algo así como una orden para los demás, quienes, de inmediato, se apuraron a abandonar sus sillas y tomar el camino hacia sus respectivas moradas. En la salida se despidieron de Aldebarán e iniciaron el penoso ascenso.
                Poco a poco, templo a templo, el grupo iba descendiendo en número. Cuando llegaron a Escorpio Milo se plantó delante de Camus.
                -Mañana, después del entrenamiento, en el claro del bosque –la expresión de extrañeza que le devolvió el rostro del acuariano le hizo darse cuenta de que debía explicarse mejor-. Quiero ver cuánto has mejorado. Si estos cinco años han valido la pena. Recuerdas que me lo debes, ¿verdad?
                Camus sonrió y asintió.
                -En cualquier caso…, estoy seguro de que te daré una paliza –afirmó con tono fanfarrón.
                -Por lo visto estás muy seguro de ti mismo, ¿no? –cuestionó Camus, ampliando la sonrisa en sus labios-. Quizás mañana a estas horas no estarás tan orgulloso –su tono era desafiante.
                -Lo veremos mañana –respondió sin rebajar ni un grado su seguridad.
                -Muy bien. Hasta mañana, entonces –se despidió.
                -Hasta mañana –contestó; y se quedó parado, viéndolo correr tras Shura y Afrodita quienes hacía ya un buen rato  que habían desaparecido de su vista.
                Camus dio alcance a los dos mayores y en silenciosa compañía llegaron a Capricornio donde se despidieron de su guardián. En Acuario deseó buenas noches al guardián de Piscis y se dirigió a su habitación. Sobre la cama lo esperaba una enorme maleta. Allí la había dejado esa misma mañana mientras daba vueltas y vueltas en busca del modo más adecuado para presentarse ante su compañero de tres templos más abajo. No importó cuanto lo hubiese pensado, al final ese encuentro había sido tan extraño como el de la primera vez que se habían encontrado. Miraba la maleta con intensidad; como esperando alguna reacción por parte del inanimado objeto. Por más que la miró no apreció ninguna reacción. Frunció el entrecejo. No se sentía ahora con ánimos para ponerse a ordenar, así que la agarró por el asa y la dejó en una esquina. Se tumbó sobre la cama mirando al techo. ¿Y ahora qué? Ya estaba de vuelta. Ocuparía el puesto que le correspondía como portador de la armadura de Acuario. Eso lo tenía claro. Pero…, ¿había algo más que eso para él? Puede que debiese avergonzarse por sus pensamientos; pero el servicio a una diosa que jamás había visto no era la razón por la que había regresado. Hubiese sido feliz en Siberia. El inhóspito lugar había calado hondo en él; pero no tanto como su principal motivo para estar ahí ahora.
                En Escorpio, Milo daba vueltas en su cuarto. Había vuelto. Estaría ahí a diario. Eso era algo que había estado esperando durante mucho tiempo. ¿Qué significaba eso? Sonrió. Tenía la sensación de que se había pasado toda la vida esperándolo. De hecho sí. La mayor parte de su vida, al menos. ¿Durante ese tiempo Camus también habría pensado en él? ¿Debería preguntárselo? Sentía una fuerte curiosidad pero no sabía si sería lo correcto. ¿Qué sentía Camus por él? ¿Qué sentía él por Camus? A lo largo de todos esos años había sido su pequeña obsesión. ¿Cómo serían las cosas ahora que se verían todos los días? A pesar del tiempo y la distancia estaba seguro de que eran importantes el uno para el otro; de que compartían un sentimiento común. ¿Amistad?

Continuará…


*Aclaraciones
-Brigadeiro: popular postre brasileño. Es una especia de bola de chocolate, parecida a las trufas de chocolate, hecha con chocolate, manteca y leche condensada.
               



 Más o menos así imagino que deben ser ahora

lunes, 3 de septiembre de 2012

Una de médicos... XDD

El otro día comentaba con una amiga una imagen en la que Camus y Milo aparecen vestidos de médicos y recordé el fic que, precisamente, le había escrito a ella por su cumpleaños pasado.
Es una historia algo rara, creo... Pero se me hizo divertido escribirla.
Aquí os la dejo:

El pinchazo del escorpión

               Una figura oscura se dibujaba contra sus párpados cerrados. No sabía cuándo había recuperado la consciencia. Tan sólo unos segundos atrás estaba hundido en la mullida oscuridad del sueño. Las brumas de la inconsciencia empezaban a retroceder. Parpadeó repetidas veces hasta poder distinguir a quien tenía delante. Era Camus, por supuesto. Estaba de pie junto a la cama; observándolo a la luz del quinqué.
                -¿Cómo te sientes? –Camus llevaba un rato viéndolo dormir, esperando a que despertara. Le tocó la mejilla y sintió la tibia suavidad de su piel. La fiebre había bajado. Era buena señal.
                -Bien… -Milo se desperezó y la respuesta salió de su boca junto al aire de un incontenible bostezo-. Creo… – se pasó la mano por la frente. La pereza seguía prendida de su voz-. ¿Cuánto he dormido?
                -Más de un día entero.
                -¿En serio? –ni siquiera recordaba haberse quedado dormido.
                Camus se sentó en el borde de la cama. Milo tenía la mirada ausente y el francés imaginó que en esos momentos debía estar manteniendo una encarnizada lucha con sus recuerdos. Sonrió y le acarició la cara para traerlo de vuelta de sus pensamientos.
                -¿Quieres que te traiga algo? –preguntó-. ¿Tienes hambre? ¿Sed?
                Camus no había hecho nada más que tocarlo, pero había sido una sensación tan reconfortante que la niebla de su memoria dejó de preocuparle. Más tarde se lo preguntaría; ahora sólo quería ir junto a él. Se incorporó con trabajo y le pasó los brazos alrededor del cuello.
                -Estoy bien –Milo le mostró una franca sonrisa-. Sólo necesito una cosa, pero eso… Eso nadie puede hacerlo por mí –se apoyó en los hombros del acuariano para ponerse en pie -. Voy al baño –le aclaró antes de darle la espalda y dirigirse hacia la mencionada estancia.
                Se miró en el espejo mientras escuchaba el silbido de la cisterna llenándose. Tenía un aspecto deplorable: el cabello revuelto y los ojos hinchados tras demasiadas horas de sueño, estaba pálido y sentía una agobiante sensación de calor trepándole por el cuerpo. Sacudió la cabeza. Abrió el grifo y, por unos segundos, se dejó envolver por la fresca sensación del agua escurriéndosele entre los dedos. Luego se refrescó el cuello y el pecho con las manos mojadas. Los párpados le pesaban, pero no quería volver a dormirse… Ya había perdido demasiadas horas. Echó una furtiva mirada a la puerta. Camus… Había estado esperando verlo aparecer. Se mordió el labio inferior… Él podría mantenerlo despierto…
                Entró despacio en la habitación. Camus estaba inclinado sobre la mesita de noche Tenía algo entre las manos, pero no podía verlo. Se acercó y lo sujetó por los hombros. El acuariano se volvió y lo miró a los ojos un instante, antes de buscar sus labios. La cálida dulzura de sus besos siempre era un bálsamo para él. Teniéndolo cerca todo estaba bien.
                -¿Qué hacías? –le preguntó, separándose unos pocos centímetros de su boca.
                -El médico te las recetó –explicó-. Tengo que ponértelas.
                -¿Ponérmelas? ¿Qué cosa?
                Camus señaló una bandeja plateada sobre la mesilla y Milo retrocedió un par de pasos cuando identificó lo que contenía.
                -¿Inyecciones?
                -Sí  -al francés le pareció divertida la expresión asustada de su compañero-. Te hacen bien –le aseguró-. Te bajó la fiebre y…
                -No me gustan las agujas –Milo casi gritó, interrumpiéndolo-. No quiero inyecciones.
                -Pero Milo…
                -No. No dejaré que me pinches.
                -Es gracioso…
                -¿Qué? ¿Qué es gracioso? –era la primera vez que no lograba disfrutar de la sonrisa del de Acuario.
                -Es gracioso que precisamente a ti te den miedo las agujas.
                -No me dan miedo –quiso sonar convincente pero le faltaba la fuerza de la verdad-. Es sólo que… Que no me gustan –concluyó.
                -Vamos Milo… -Camus se acercó a él. Milo lo miraba ofendido pero aceptó su avance. Lo abrazó y le dio un rápido beso en la frente-. Será sólo un pinchazo. No voy a…
                ¡No! –lo apartó de un empujón.
                -No voy a hacerte daño –repitió la frase que Milo no le había permitido terminar.
                -¿No hay ninguna pastilla que pueda tragarme en lugar de eso? –Milo rió; intentando transmitirle que no había pasado nada, que todo estaba bien. Camus lo miraba con un gesto que no sabía interpretar. No había querido empujarlo. Rechazarlo era algo que nunca pensó que haría-. ¿Camus? –el silencio del francés comenzaba a inquietarlo en demasía.
                -Ven –le tendió una mano que Milo no dudó en tomar-. Todo va bien.
                Se dejó atrapar por los brazos del acuariano. Con los ojos entrecerrados, como si se encontrase, de pronto, bajo la influencia de un opiáceo, se acurrucó contra su cuerpo.
                -Tienes que ponértelas.
                La voz de Camus lo hizo estremecerse. Intentó alejarse de nuevo. No quería tener que pelearse con él, pero no le dio tiempo. Camus lo empujó. De un único y fuerte empellón fue a parar sobre la cama y, casi al mismo tiempo que caía sobre el colchón, sintió el peso del galo sobre su cuerpo.
                -¡Camus, no! –comenzó a retorcerse en busca de una escapatoria-. ¡Déjame! –una mano se cerró alrededor de su muñeca como una esposa. Intentó soltarse, apartar los dedos, pero Camus le sujetó con fuerza el otro brazo-. ¡Suéltame!
                -No tienes ninguna razón para tener miedo –le susurró-. ¿No confías en mí?
                El tono de Camus era suave, amable… Pero también escalofriante. Milo vaciló. Claro que confiaba en él. Pondría su vida en sus manos, sin embargo… No lograba deshacerse de la sensación de angustia.
                -Por favor… -intentó liberarse una vez más.
                -Sólo será un pequeño pinchazo –los labios de Camus estaban pegados a su oreja y la vibración de la voz contra su oído lo hizo estremecer-. Te prometo que no te enterarás.
                Milo hundió la cara en la almohada. Sentía nauseas, pero creía las palabras del de Acuario así que dejó de luchar. Al cabo de unos segundos notó como Camus se apartaba de su espalda y tiraba de su ropa hasta dejar sus glúteos al descubierto. No se movió; tan sólo apretó los labios cuando escuchó un sonido metálico que le hizo suponer que Camus tenía la jeringuilla en la mano. Respiró hondo, tratando de relajarse, recordándose una y otra vez que confiaba plenamente en el.
                -Relájate…
                Camus le acarició las nalgas y Milo se estremeció con esa sensación que se confundía entre lo placentero y lo perturbador. Giró la cabeza y abrió un ojo para mirarlo. Camus le sonría con dulzura e, inconscientemente, le devolvió la sonrisa; sintiéndose repentinamente ridículo por su actuar anterior.
                -Camus yo…
                -Shhh … No digas nada.
                El francés depositó la jeringa sobre el colchón, al lado de sus cuerpos y se inclinó hasta que sus labios rozaron el final de la espalda del escorpiano. Milo sintió un escalofrío y, en seguida, la presión de la lengua de Camus intentando abrirse paso hacia su esfínter rectal. Arqueó la espalda al notarlo. En ese momento dejó de preocuparse de la dichosa inyección. Camus recorría la hendidura entre sus glúteos; desde el rosado anillo de su ano hasta la unión con los testículos. Gimió. Sentía entre las piernas el cosquilleo que recorría su aprisionada erección y despegó las caderas de la cama para poder acariciarse.
                Camus volvió a posar las manos sobre sus nalgas; apretando la redondez de su carne prieta y le dio un sonoro cachete antes de deslizar uno de sus dedos por un canal ensalivado y presto a recibirlo. Milo jadeó. Un segundo dedo se adentró en su interior. Camus los movía despacio, hacia delante y hacia atrás; acariciando las paredes de su ano y embistiendo insistentemente contra su próstata, haciéndolo gemir y removerse incesantemente presa de un creciente placer que comenzaba a desesperarlo.
                -¿Listo?
                Ahogó contra la almohada un último gemido cuando Camus retiró los dedos de su cuerpo y asintió. Estaba más que listo.

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                -¿Milo?
                Llevaba horas viéndolo dormir. Atento a cualquier cambio en la expresión de su rostro dormido; analizando su estado mientras dormía. Le había comprobado el pulso, la temperatura… Incluso le había levantado el párpado para observar la pupila. Dormía. Dormía plácidamente desde la mañana del día anterior y ya anochecía.
                Una ligera variación en la respiración del escorpiano le hizo pensar que su largo sueño estaba por finalizar.
                -Milo –lo llamó de nuevo. El griego se agitaba inquieto.-. Milo… -lo zarandeó ligeramente hasta que los párpados del mencionado se abrieron con pereza.
                -Camus –Milo susurró el nombre de su compañero muy bajito, como si no quisiese que el otro lo escuchase. El francés estaba inclinado sobre él. La luz tenue de la lámpara hacía que su piel pareciese blanca y lo encontró sobrecogedoramente hermoso. No lograba apartar la mirada de él.
                -Milo, ¿te encuentras bien? –la expresión del heleno lo desconcertaba.
                -Perfectamente –Milo sonrió. Se colgó de su cuello y lo atrajo hacia sí hasta que sus labios se tocaron.
                Camus se dejó atrapar y le dio un largo e intenso beso, deseando olvidar la inquietud de las últimas horas.
                -¿Estabas preocupado por mí? –le preguntó. Después del beso Camus se había quedado callado, mirándolo mientras peinaba con los dedos los mechones de su desordenada cabellera. No le gustaba ser la causa de la preocupación del acuariano, pero no negaría que saberse el centro de sus pensamientos le provocaba un placer especial.
                -Tenías mucha fiebre y has dormido día y medio –Camus le acarició la cara-. Es raro verte quieto tanto tiempo.
                -Entones… Te gusta que me mueva –le dijo, con una mirada traviesa.
                Camus meneó la cabeza.
                -¡Idiota!
                Milo rió y sacudió la cabeza para liberarse de la mano que Camus le había puesto en la cara para no ver su triunfadora sonrisa.
                -Por lo visto, sí estás perfectamente -Camus se había apartado y lo miraba sonriendo-. Esa inyección ha sido efectiva.
                -¿Inyección? –a Milo, la sonrisa se le congeló en los labios al escuchar esa palabra-. ¿Qué inyección? –se incorporó de un salto y se arrodilló sobre el colchón-. ¿De qué estás hablando?
                -De eso –Camus le señaló la mesita de noche-. El médico vino a verte anoche y te las recetó. La fiebre te bajó enseguida, pero aún tienes que… -el escorpiano parecía no estar escuchándolo-. ¿Milo? –lo llamó.
                Milo se llevó la mano al estómago. Algo se agitaba allí dentro. Tenía una inquietante sensación de déjà-vu.
                -Camus… –sujetó entre las suyas una de las manos del acuariano-. No quiero inyecciones. No me gustan las agujas.
                -Pero Milo…
                -No dejaré que me pinches –lo interrumpió. Tenía la clara impresión de estar reviviendo ese momento.
                -¿Pincharte? ¿Yo? –Camus lo miró, perplejo-. Milo, yo no voy a pincharte –el escorpiano parecía inquieto y trató de calmarlo-. Yo no sé cómo hacerlo y podría hacerte daño.
                -¿No lo harás? –se sintió tremendamente aliviado de golpe.
                -No. Claro que no –le acarició la mejilla con el dorso de su índice-. Pero… Es gracioso.
                -¿Es gracioso que precisamente a mí me den miedo las agujas? –Milo se adelantó a sus palabras.
                -Sí… -Camus empezaba a sentirse realmente intrigado-. Dime, Milo ¿qué está pasando?
                El griego le mostró una elocuente sonrisa. Su cerebro había logrado componer la secuencia correcta de sus recuerdos. Se acercó hasta los labios la mano de Camus que aún sostenía entre las suyas y comenzó a chupetear un par de sus dedos.
                Camus entreabrió la boca. Eso no lo había esperado y la mirada juguetona del griego le decía a las claras que pensaba ir más allá. Oyó pasos acercándose por el pasillo; le hubiera gustado ignorarlos pero no podía; sabía que esas pisadas terminarían por desembocar en el cuarto.
                -Milo, no. No podemos –sacó sus dedos de la boca del escorpiano que lo miró decepcionado-. Ahora no –explicó-. Alguien viene.
                -¿Qué? ¿Quién? –Camus miraba hacia la puerta y él lo hizo también.
                -Es hora de tu inyección –le dijo Camus,  con una sonrisa compasiva-. Ademia viene hacia aquí.
                -¡Adem… -el nombre se le atascó en la garganta-. Camus, esa mujer me da miedo.
                -Ya… A mí también –admitió.
                Ademia era  la enfermera del Santuario desde antes de que ninguno de los que allí vivían podía recordar salvo, tal vez, el Patriarca. Era una mujer grande como una montaña, con la voz más grave que cualquier hombre y con más apetito, también.
                -Buenas noches.
                La voz aguardentosa de la mujer los sorprendió a ambos, que sólo acertaron a inclinar levemente la cabeza, respondiendo a su saludo.
                -Bien. Me alegra verte despierto, jovencito. Eso es buena señal –dijo, fijando en Milo su mirada bovina-. Ahora, date la vuelta.
                Escuchar eso fue peor que cualquier golpe que nunca le hubieran dado. Resopló e hizo lo que le había pedido. Verla preparar la jeringa sólo conseguía ponerlo más nervioso. Se recostó de medio lado y buscó algo de tranquilidad en la siempre serena mirada de Camus, pero el de Acuario no lo estaba mirando.
                -Esperaré fuera –Camus no sabía cómo interpretaría la mujer su presencia allí y pensó que lo correcto sería dejarlos a solas.
                -¡No! –Milo no quería que se fuera y aunque hubiera deseado no decirlo tan alto, pero qué más daba-. Quédate –sus ojos suplicaban.
                -Sí… Quédate… -Ademia sonrió-. El muchacho parece asustado; podrás darle la mano.
                Ninguno dijo nada, sólo se miraron en silencio intentando no enrojecer. Camus dio la vuelta a la cama, se acuclilló frente a Milo y entrelazó los dedos con los suyos.
                Mientras, la enorme enfermera había bajado el pijama de Milo y pasaba un algodón empapado en alcohol por un pedazo de su piel.
                -Será mejor que te relajes, muchacho –le aconsejó, dándole un cachete-. Te dolerá menos.
                -¡¡Joder!!! –Milo apretó con fuerza la mano de Camus. No le había dado tiempo ni a respirar. La aguja se clavó en su carne en tensión, haciéndole ver las estrellas-. ¡Maldita vieja malnacida! –farfulló entre dientes.
                Camus miró a la mujer. Estaba seguro de que tenía que haberlo oído tan claramente como él, pero su rostro no mostraba ninguna emoción.  Tan sólo cuando hubo terminado de recoger sus útiles de trabajo se volvió para mirarlos.
                -Volveré en doce horas, jovencito –señaló a Milo con el dedo-. Y, por cierto, he oído lo que has dicho acerca de mi edad y mi nacimiento. Hablaremos de ello en nuestra próxima cita.
                Ambos compartieron una mirada inquieta mientras escuchaban las risas de la mujer alejándose por el corredor.
                -Prométeme que no me dejarás solo con esa mala bestia –Milo sujetó el brazo de Camus con ambas manos y lo miró con ojos suplicantes en busca de una confirmación a su ruego.
                -Milo, no seas exagerado –a pesar de la desesperación en la voz del griego no pudo contener una sonrisa-. No habrá sido para tanto –aventuró.
                -¡¿Qué no?! –gritó-. Creo que esa especie de animal con ropa me ha hecho otro agujero en el culo.
                Esta vez fue Camus quien rio con ganas.
                -¡Oye! –Milo lo empujó-. No te reirías tanto si se tratase de tu derrière* -usó un tono demasiado agudo para pronunciar la última palabra. Sabía cuánto le molestaba a Camus que usase su lengua natal para burlarse de él.
                -Vale, vale… Lo siento –se disculpó-. Procuraré ser más considerado con tu trasero –se levantó del suelo, donde había terminado después del empujón de Milo y fue a sentarse sobre la cama-. Pero creo que tú también deberías disculparte con Ademia; todavía te quedan inyecciones que ponerte y no te conviene tenerla de enemiga
                -Me disculparé, pero no estoy seguro de que no vaya a volver a insultarla –Milo se frotó la nalga del pinchazo-. Me dolerá un mes entero.
                Camus se mordió la lengua. Iba a volver a decirle que exageraba, pero sabía que no era buena idea. Decidió que, por esa vez, lo dejaría quejarse cuanto quisiera. Al fin y al cabo, estaba enfermo y tenía derecho a una dosis extra de comprensión, así que no dijo nada más, simplemente se tumbó a su lado y le pasó un brazo por la cintura.
                Milo le sonrió y se acurrucó contra él. Volvía a tener muchas ganas de dormir. El ritmo pausado de la respiración de Camus lo arrullaba mejor que cualquier canción de cuna. Aún tenía que contarle el inquietante sueño del que habían sido protagonistas, pero, en ese momento, se sentía demasiado a gusto como para querer moverse siquiera.  Por la mañana. Se lo contaría por la mañana…

FIN


*Aclaraciones:
-derrière: trasero, culo.

Esta era la imagen