jueves, 7 de febrero de 2013

Joyeux anniversaire, Camus !!

Sé que tengo esto muy abandonado, pero es que sigo aquejada de falta de tiempo y no logro encontrar el momento para escribir. Lo echo de menos y, sobre todo, echo de menos a estos dos <3 <3

Y, por supuesto, hoy no podía dejar de venir a felicitar a mi Caballero favorito...

¡¡Feliz cumpleaños, Camus!!



La imagen original es de akinominori


Y a continuación dejo lo último que escribí el pasado año.
Una especial despedida de año ^^

Nœud
            Es lunes, el último del año, que agota sus últimas horas mientras, a nuestra particular manera, nos disponemos a agotarnos también.
                Húmedos y brillantes, después de haberte untado con un fresco y oleoso gel que suavizará el roce de mi actuar sobre tu cuerpo, mis dedos repasan tensiones y enredos, culebreando despacio por tu piel.
                La doble cuerda baja entre tus pectorales, dejando una estela de nudos simétricamente distribuidos. Cruza tu abdomen y te cubre el ombligo, descendiendo luego hasta el pubis, donde enmarca tu sexo que hace rato ha comenzado a responder a mi incesante quehacer. Las hebras blancas se pierden entre tus glúteos para volver a emerger y trepan a lo largo de tu columna vertebral hasta la nuca. Allí, un nuevo nudo permite un grácil giro y, venciendo la cresta de tus hombros, los dos cabos bajan enlazándose y se abrazan a las ataduras que te apresan el torso.
                Mis manos se pasean sintiendo tus estremecimientos, esforzándose en arrancarte suspiros. No hay prisa en ellas que, silenciosas, abren tu piel al deseo, preparando tu cuerpo para lo que va a suceder en un crescendo delirante.
                Respondes con jadeos cada vez más intensos; suspiros que van marcando las etapas de tu excitación, y de la mía.
                Succiono tus pezones muy lentamente; son de una rara sensibilidad. Tiemblas y yo siento endurecerse entre mis labios esas morenas cabecitas. Jadeas con la boca entreabierta y me acerco para besuquearla con breves toques. Un beso. Otro beso. Otro…
                La vacilante llama de las velas es la única luz del cuarto; la claridad anaranjada arranca brillos a tu aceitada piel. Te miro mientras termino de desnudarme. Tienes los ojos cubiertos por un ligero pañuelo de color escarlata; no sé de dónde lo sacamos, pero no podría ser más adecuado. La tela te aleja de la incierta realidad que transcurre fuera de estas cuatro paredes, las cuerdas te anclan a este lugar; te atan a mí. Embriagadora sensación… El ímpetu, el arrojo y la gallardía de Milo de Escorpio en expectante reposo; entregados a la excitación de hallarse a merced de los caprichos ajenos.
                Mis caricias prosiguen su andadura con una leve presión sobre tu acceso anal. Tus músculos se tensan y las correas tiran. Te muerdes los labios, ahogando un complacido suspiro. Cada contracción desata delicias en tu cuerpo. Cada movimiento, cada respiración, cada estremecimiento desencadena deleitosos ardores intestinos adentro. El nudo del ano es doble y, debido a tus incesantes y necesitados movimientos, apenas se ve, enterrado en el distendido orificio.
                Gimes.
                Aparto el nudo; acaricio ese pequeño agujero rugoso con pequeños gestos circulares, en cortos ciclos suaves, deambulantes y juguetones. Te retuerces y jadeas. La impaciencia empieza a consumirte. Introduzco un dedo hondo. Dos. Tres. Voy y vengo tranquilo dentro de ti. Tu cuerpo es un inmenso recurso de placer donde todo me fascina: el olor de tu piel, el tacto suave del vello sutil que lo alfombra, el perenne vigor del órgano eréctil, las palpitaciones anhelantes, el agujero acogedor… Todo, todo…
                Te remueves y gimoteas; breves y rápidos jadeos ansiosos.
                Mantengo un ritmo pausado mientras te miro. Te encanta que te mire; lo sé. Y aunque no puedes verme sabes bien que mis ojos no se despegan de ti. Me agacho; acojo tu sexo en mi boca. Presiono, recorro, saboreo, hurgo con la punta de la lengua en el minúsculo agujero que lo corona, sin abandonar el vaivén en tus adentros.
                Tu respiración se ha desatado como un vendaval y tu voz trata de componer palabras de ánimo a mi placentera labor que, una y otra vez, se  desvanecen entre gemidos, pero funciona; tus vanos intentos son el único acicate que necesito. Es curioso; tú eres quien está a mi disposición, sin embargo, soy yo el que estoy bajo el reino absoluto de tu aliento.
                Mis laboriosos dedos siguen profundamente activos entre tus nalgas y siento cómo todo tu cuerpo se concentra en ese preciso lugar. Las ataduras de tus pies permiten a tus piernas flexionarse ligeramente y a tus plantas apoyarse sobre el colchón; tu pelvis se balancea acompasada con la cadencia que mi creciente deseo impone sobre tu cuerpo.
                Arrodillado entre tus muslos prosigo mi avance. Meto en mi boca la rotundez de tus testículos y ahí los mantengo, alternativamente, imponiéndoles un leve mecimiento con mínimos movimientos de mi mandíbula. Tiro suave de la piel vellosa que los envuelve y continúo lamiendo con insistencia el estrecho surco que los separa de tu ocupado orificio. Retiro los dedos y tú jadeas; una exhalación profunda a medio camino entre la queja y el alivio.  Te conozco; he aprendido a interpretar cada una de tus reacciones. El placer se ha apoderado de tu cuerpo: tus gemidos se apresuran, tiemblas… Comienzas a desquiciarte por la necesidad de más. Me aparto y contemplo el espectáculo que es tu cuerpo. Te paso las manos por el torso, moreno y sudoroso; tienes la piel de gallina y no es por el frío, tu piel arde bajo mis palmas. A estas alturas mi mente está tan nublada como la tuya, pero quisiera prolongar el juego un poco más; descubrir hasta qué punto puedo desearte sin ceder a mis ganas.
                Apoyo mis manos sobre tus temblequeantes piernas y me aproximo a tu sexo tenso, que parece irremediablemente atraído hacia tu oculto ombligo por un hilo invisible que yo no he colocado.  Lo recorro sin prisas; descendiendo por un lado, subiendo por el otro. Está como un pedernal, pero suave, eso sí; mis yemas no conocen tacto más sedoso que la piel en tensión de tu miembro erecto.
                «Camus…». Murmuras mi nombre jadeante. Es una petición.
                Me inclino sobre ti; noto tu aliento en mi mejilla, tu acelerada respiración. Rozo con los míos tus labios entreabiertos y tu lengua se apresura a asomar entre ellos y acariciarme la boca. Ese simple contacto hace que un escalofrío me recorra la espina dorsal y tú te das cuenta, porque sonríes; porque sabes que mi aguante ha llegado a su límite. Un cosquilleo deliciosamente doloroso se ha instalado entre mis piernas.
                Recupero mi posición anterior, flanqueado por tus muslos. Mi sexo está hinchado, necesitado. Poso mi glande contra tu receptiva entrada y empujo con breves sacudidas hasta que, casi como si tu carne lo engullese, desaparece dentro de ti. Balbuceas un «sí…» al que respondo aumentando el ritmo y la intensidad, porque es así como te gusta. Con el paso del tiempo has mostrado una especial predilección por las penetraciones profundas, al límite del dolor.
                Ya mis gemidos responden a los tuyos mientras sigo moviéndome a pequeños embates, que cada vez prolongo un poco más, hasta que mi pubis comienza a golpear tus nalgas con delicioso frenesí.
                Así continuamos.
                «¡Oh, sí…!», bisbiseas. Sí, sigo bien anclado entre tus nalgas, manteniendo un enajenado ir y venir, aunque empiece a faltarme el aliento. El nudo que en algún momento ocupó tu recto se restriega ahora contra mí a cada empujón; lo había apartado, pero no se ha ido lejos; el bramante lo atrae irremediablemente a un lugar que ya no le pertenece. Obedeciendo a un impulso, te arranco el pañuelo; tus vivos ojos claros se agrandan y redondean; las negras pupilas, dilatadas por la excitación, casi han hecho desaparecer tus iris turquesa.
                Desacelero. Me detengo para mirarte. Sonríes malicioso y te contoneas lo que las ataduras te permiten.
                Comenzamos con este juego meses atrás. Una inesperada y reveladora escena de una de esas películas orientales que te gusta ver. En medio de un sinfín de luchas entre acrobáticos contrincantes, la imagen de una muchacha japonesa atrapada en un laberinto de cuerdas hermosamente dispuestas, con el rostro arrasado por el éxtasis. Esa visión nos cautivó; despertó tus ganas de probar y mi voluntad se rindió a tus deseos.
                Alzas las caderas y aprietas los glúteos. «¡Ah…!». No puedo contener un gemido. «Vamos, sigue…». Me animas, pero niego. Alargo el brazo, tiro de las ligaduras que inmovilizan tus muñecas y espero. Tú alcanzas un mechón de mi pelo y dejas que los cabellos se escurran poco a poco entre tus dedos, pero tu calma pronto desaparece; enseguida le brindas a tu cuerpo las atenciones que yo me he negado a darle. Son breves y lentas caricias al principio que pronto se tornan desesperadas. Bajo mi atenta mirada, te embarcas en una frenética masturbación.
                Tu placer es digno de verse. Tus ojos están entrecerrados, tu boca entreabierta y pequeñas gotitas de sudor brotan de tus poros con la misma rapidez que los gemidos de entre tus labios. «Hmmm…¡Ah!». La necesidad de moverme me invade de repente. Te aparto las manos y son mis dedos los que se cierran apresando tu palpitante erección al tiempo que, de nuevo, empujo dentro de ti. «¡Sí! ¡Ah…!». Tú gritas y yo grito también. Son los alientos que nos damos; resoplidos y gemidos, palabras que no llegan a ser, y escucharnos no hace sino avivar nuestro deseo.
                Mis cinco dedos siguen acariciando tu sexo; circundándolo como si fuesen un anillo de carne que no cesa de subir y bajar por su enrojecida longitud, entretanto sigo llenándote a un ritmo furioso, alcanzando el final de tu recto en cada embestida y tú, liberado ya, te aferras a los barrotes metálicos del cabecero con tanta fuerza que tus nudillos se tornan blancos como la nieve. Tus caderas se proyectan hacia arriba, describiendo un arco perfecto y sacudes la cabeza de un lado a otro, haciendo bailar tus cabellos. Gimes, suplicas… Procuro mantener el rito, no flaquear; me sostiene tu desesperada forma de pedir más.
                Si nos aplicamos, esto puede durar.
                Nos esforzamos para seguir unidos, acompasando nuestros movimientos; los circulares que describen tus caderas y los horizontales de mi pelvis. En ciertos momentos, la sincronía de nuestros cuerpos es absolutamente perfecta y esa sensación de plenitud me asciende por la columna vertebral, quemándome la piel.
                «¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!». Te tensas y apartas mi mano de tu miembro con brusquedad; estás a punto de desbordarte. Me miras; a tus ojos enturbiados por un velo acuoso parece costarles enfocar y tu boca se mantiene tentadoramente abierta, dibujando una nueva “a” que no ha llegado a sonar. Empuñas tu sexo, presionando sobre la cabeza con el pulgar, permitiéndonos unos momentos más.
                Me agarro a ti, sujetando con fuerza tus caderas, y torno a embestirte. Mis testículos repiquetean contra tus nalgas, gimo contigo que te estremeces violentamente; has vuelto a masturbarte con desesperada avidez.
                Sofocado, me cuesta recuperar el aliento. Empujo con vigor, pero no voy a poder resistirlo por mucho tiempo; cada embate amenaza con ser el último.
                «¡Sigue, sigue…! ¡Sí…! ¡Así…! ¡Ya! ¡Ah…!». Tu rostro, embargado de placer, ostenta una belleza única que me embriaga. Con tus gemidos se mezcla el sonido de una campanada que el viento ha traído hasta aquí arriba. Por lo visto, recibiremos el año nuevo del mismo modo que despedimos el que nos deja y, como él, yo también voy camino del fin. No puedo más, pero tomo un último impulso y me hundo aún unas últimas veces en ti, lento y profundo. Una, dos, tres… «¡Ah…!». Me derramo por fin en tu recto, entre roncos gemidos que dan eco a tus gritos de placer.
                Con la última campanada me desplomo sobre ti, estirando mis piernas entre las tuyas, todavía amarradas a la parte trasera de mi cama. Sudorosos y agotados, reposamos en el limbo. Durante los minutos siguientes no somos más que dos cuerpos jadeantes.
                Llevas las manos a mi espalda y me peinas despacio, con los dedos, hasta que emites una leve carcajada que nos hace vibrar a los dos. «Qué bueno», sueltas. Yo apoyo el mentón sobre la doble cuerda que baja por tu abdomen y te miro. «Estoy muerto», respondo. Tú sonríes y me acaricias la mejilla. «¿Sabes? Me gusta esta nueva tradición –jugueteas con los mechones húmedos de mi flequillo–. ¿Podríamos hacerla oficial?». Me incorporo y me acerco hasta encajar mis labios en tu cuello; lo picoteo a besos antes de responderte: «No veo por qué no».


FIN