Sé que tengo esto muy abandonado, pero es que sigo aquejada de falta de tiempo y no logro encontrar el momento para escribir. Lo echo de menos y, sobre todo, echo de menos a estos dos <3 <3
Y, por supuesto, hoy no podía dejar de venir a felicitar a mi Caballero favorito...
¡¡Feliz cumpleaños, Camus!!
La imagen original es de akinominori
Y a continuación dejo lo último que escribí el pasado año.
Una especial despedida de año ^^
Nœud
Es lunes, el último del año, que
agota sus últimas horas mientras, a nuestra particular manera, nos disponemos a
agotarnos también.
Húmedos
y brillantes, después de haberte untado con un fresco y oleoso gel que
suavizará el roce de mi actuar sobre tu cuerpo, mis dedos repasan tensiones y
enredos, culebreando despacio por tu piel.
La
doble cuerda baja entre tus pectorales, dejando una estela de nudos
simétricamente distribuidos. Cruza tu abdomen y te cubre el ombligo,
descendiendo luego hasta el pubis, donde enmarca tu sexo que hace rato ha
comenzado a responder a mi incesante quehacer. Las hebras blancas se pierden
entre tus glúteos para volver a emerger y trepan a lo largo de tu columna
vertebral hasta la nuca. Allí, un nuevo nudo permite un grácil giro y,
venciendo la cresta de tus hombros, los dos cabos bajan enlazándose y se
abrazan a las ataduras que te apresan el torso.
Mis
manos se pasean sintiendo tus estremecimientos, esforzándose en arrancarte
suspiros. No hay prisa en ellas que, silenciosas, abren tu piel al deseo,
preparando tu cuerpo para lo que va a suceder en un crescendo delirante.
Respondes
con jadeos cada vez más intensos; suspiros que van marcando las etapas de tu
excitación, y de la mía.
Succiono
tus pezones muy lentamente; son de una rara sensibilidad. Tiemblas y yo siento
endurecerse entre mis labios esas morenas cabecitas. Jadeas con la boca
entreabierta y me acerco para besuquearla con breves toques. Un beso. Otro
beso. Otro…
La
vacilante llama de las velas es la única luz del cuarto; la claridad anaranjada
arranca brillos a tu aceitada piel. Te miro mientras termino de desnudarme.
Tienes los ojos cubiertos por un ligero pañuelo de color escarlata; no sé de
dónde lo sacamos, pero no podría ser más adecuado. La tela te aleja de la
incierta realidad que transcurre fuera de estas cuatro paredes, las cuerdas te
anclan a este lugar; te atan a mí. Embriagadora sensación… El ímpetu, el arrojo
y la gallardía de Milo de Escorpio en expectante reposo; entregados a la
excitación de hallarse a merced de los caprichos ajenos.
Mis
caricias prosiguen su andadura con una leve presión sobre tu acceso anal. Tus
músculos se tensan y las correas tiran. Te muerdes los labios, ahogando un
complacido suspiro. Cada contracción desata delicias en tu cuerpo. Cada
movimiento, cada respiración, cada estremecimiento desencadena deleitosos
ardores intestinos adentro. El nudo del ano es doble y, debido a tus incesantes
y necesitados movimientos, apenas se ve, enterrado en el distendido orificio.
Gimes.
Aparto
el nudo; acaricio ese pequeño agujero rugoso con pequeños gestos circulares, en
cortos ciclos suaves, deambulantes y juguetones. Te retuerces y jadeas. La
impaciencia empieza a consumirte. Introduzco un dedo hondo. Dos. Tres. Voy y
vengo tranquilo dentro de ti. Tu cuerpo es un inmenso recurso de placer donde
todo me fascina: el olor de tu piel, el tacto suave del vello sutil que lo
alfombra, el perenne vigor del órgano eréctil, las palpitaciones anhelantes, el
agujero acogedor… Todo, todo…
Te
remueves y gimoteas; breves y rápidos jadeos ansiosos.
Mantengo
un ritmo pausado mientras te miro. Te encanta que te mire; lo sé. Y aunque no
puedes verme sabes bien que mis ojos no se despegan de ti. Me agacho; acojo tu
sexo en mi boca. Presiono, recorro, saboreo, hurgo con la punta de la lengua en
el minúsculo agujero que lo corona, sin abandonar el vaivén en tus adentros.
Tu
respiración se ha desatado como un vendaval y tu voz trata de componer palabras
de ánimo a mi placentera labor que, una y otra vez, se desvanecen entre gemidos, pero funciona; tus
vanos intentos son el único acicate que necesito. Es curioso; tú eres quien
está a mi disposición, sin embargo, soy yo el que estoy bajo el reino absoluto
de tu aliento.
Mis
laboriosos dedos siguen profundamente activos entre tus nalgas y siento cómo
todo tu cuerpo se concentra en ese preciso lugar. Las ataduras de tus pies
permiten a tus piernas flexionarse ligeramente y a tus plantas apoyarse sobre
el colchón; tu pelvis se balancea acompasada con la cadencia que mi creciente
deseo impone sobre tu cuerpo.
Arrodillado
entre tus muslos prosigo mi avance. Meto en mi boca la rotundez de tus
testículos y ahí los mantengo, alternativamente, imponiéndoles un leve
mecimiento con mínimos movimientos de mi mandíbula. Tiro suave de la piel
vellosa que los envuelve y continúo lamiendo con insistencia el estrecho surco
que los separa de tu ocupado orificio. Retiro los dedos y tú jadeas; una
exhalación profunda a medio camino entre la queja y el alivio. Te conozco; he aprendido a interpretar cada
una de tus reacciones. El placer se ha apoderado de tu cuerpo: tus gemidos se
apresuran, tiemblas… Comienzas a desquiciarte por la necesidad de más. Me
aparto y contemplo el espectáculo que es tu cuerpo. Te paso las manos por el
torso, moreno y sudoroso; tienes la piel de gallina y no es por el frío, tu
piel arde bajo mis palmas. A estas alturas mi mente está tan nublada como la
tuya, pero quisiera prolongar el juego un poco más; descubrir hasta qué punto
puedo desearte sin ceder a mis ganas.
Apoyo
mis manos sobre tus temblequeantes piernas y me aproximo a tu sexo tenso, que
parece irremediablemente atraído hacia tu oculto ombligo por un hilo invisible
que yo no he colocado. Lo recorro sin
prisas; descendiendo por un lado, subiendo por el otro. Está como un pedernal,
pero suave, eso sí; mis yemas no conocen tacto más sedoso que la piel en
tensión de tu miembro erecto.
«Camus…».
Murmuras mi nombre jadeante. Es una petición.
Me
inclino sobre ti; noto tu aliento en mi mejilla, tu acelerada respiración. Rozo
con los míos tus labios entreabiertos y tu lengua se apresura a asomar entre
ellos y acariciarme la boca. Ese simple contacto hace que un escalofrío me
recorra la espina dorsal y tú te das cuenta, porque sonríes; porque sabes que
mi aguante ha llegado a su límite. Un cosquilleo deliciosamente doloroso se ha
instalado entre mis piernas.
Recupero
mi posición anterior, flanqueado por tus muslos. Mi sexo está hinchado,
necesitado. Poso mi glande contra tu receptiva entrada y empujo con breves
sacudidas hasta que, casi como si tu carne lo engullese, desaparece dentro de
ti. Balbuceas un «sí…» al que respondo aumentando el ritmo y la intensidad,
porque es así como te gusta. Con el paso del tiempo has mostrado una especial
predilección por las penetraciones profundas, al límite del dolor.
Ya
mis gemidos responden a los tuyos mientras sigo moviéndome a pequeños embates,
que cada vez prolongo un poco más, hasta que mi pubis comienza a golpear tus
nalgas con delicioso frenesí.
Así
continuamos.
«¡Oh,
sí…!», bisbiseas. Sí, sigo bien anclado entre tus nalgas, manteniendo un
enajenado ir y venir, aunque empiece a faltarme el aliento. El nudo que en
algún momento ocupó tu recto se restriega ahora contra mí a cada empujón; lo
había apartado, pero no se ha ido lejos; el bramante lo atrae irremediablemente
a un lugar que ya no le pertenece. Obedeciendo a un impulso, te arranco el
pañuelo; tus vivos ojos claros se agrandan y redondean; las negras pupilas,
dilatadas por la excitación, casi han hecho desaparecer tus iris turquesa.
Desacelero.
Me detengo para mirarte. Sonríes malicioso y te contoneas lo que las ataduras
te permiten.
Comenzamos
con este juego meses atrás. Una inesperada y reveladora escena de una de esas
películas orientales que te gusta ver. En medio de un sinfín de luchas entre
acrobáticos contrincantes, la imagen de una muchacha japonesa atrapada en un
laberinto de cuerdas hermosamente dispuestas, con el rostro arrasado por el
éxtasis. Esa visión nos cautivó; despertó tus ganas de probar y mi voluntad se
rindió a tus deseos.
Alzas
las caderas y aprietas los glúteos. «¡Ah…!». No puedo contener un gemido. «Vamos,
sigue…». Me animas, pero niego. Alargo el brazo, tiro de las ligaduras que
inmovilizan tus muñecas y espero. Tú alcanzas un mechón de mi pelo y dejas que
los cabellos se escurran poco a poco entre tus dedos, pero tu calma pronto
desaparece; enseguida le brindas a tu cuerpo las atenciones que yo me he negado
a darle. Son breves y lentas caricias al principio que pronto se tornan desesperadas.
Bajo mi atenta mirada, te embarcas en una frenética masturbación.
Tu
placer es digno de verse. Tus ojos están entrecerrados, tu boca entreabierta y
pequeñas gotitas de sudor brotan de tus poros con la misma rapidez que los
gemidos de entre tus labios. «Hmmm…¡Ah!». La necesidad de moverme me invade de
repente. Te aparto las manos y son mis dedos los que se cierran apresando tu
palpitante erección al tiempo que, de nuevo, empujo dentro de ti. «¡Sí! ¡Ah…!».
Tú gritas y yo grito también. Son los alientos que nos damos; resoplidos y
gemidos, palabras que no llegan a ser, y escucharnos no hace sino avivar nuestro
deseo.
Mis
cinco dedos siguen acariciando tu sexo; circundándolo como si fuesen un anillo
de carne que no cesa de subir y bajar por su enrojecida longitud, entretanto
sigo llenándote a un ritmo furioso, alcanzando el final de tu recto en cada
embestida y tú, liberado ya, te aferras a los barrotes metálicos del cabecero
con tanta fuerza que tus nudillos se tornan blancos como la nieve. Tus caderas
se proyectan hacia arriba, describiendo un arco perfecto y sacudes la cabeza de
un lado a otro, haciendo bailar tus cabellos. Gimes, suplicas… Procuro mantener
el rito, no flaquear; me sostiene tu desesperada forma de pedir más.
Si
nos aplicamos, esto puede durar.
Nos
esforzamos para seguir unidos, acompasando nuestros movimientos; los circulares
que describen tus caderas y los horizontales de mi pelvis. En ciertos momentos,
la sincronía de nuestros cuerpos es absolutamente perfecta y esa sensación de
plenitud me asciende por la columna vertebral, quemándome la piel.
«¡Ah!
¡Ah! ¡Ah!». Te tensas y apartas mi mano de tu miembro con brusquedad; estás a
punto de desbordarte. Me miras; a tus ojos enturbiados por un velo acuoso
parece costarles enfocar y tu boca se mantiene tentadoramente abierta,
dibujando una nueva “a” que no ha llegado a sonar. Empuñas tu sexo, presionando
sobre la cabeza con el pulgar, permitiéndonos unos momentos más.
Me
agarro a ti, sujetando con fuerza tus caderas, y torno a embestirte. Mis
testículos repiquetean contra tus nalgas, gimo contigo que te estremeces
violentamente; has vuelto a masturbarte con desesperada avidez.
Sofocado,
me cuesta recuperar el aliento. Empujo con vigor, pero no voy a poder
resistirlo por mucho tiempo; cada embate amenaza con ser el último.
«¡Sigue,
sigue…! ¡Sí…! ¡Así…! ¡Ya! ¡Ah…!». Tu rostro, embargado de placer, ostenta una
belleza única que me embriaga. Con tus gemidos se mezcla el sonido de una
campanada que el viento ha traído hasta aquí arriba. Por lo visto, recibiremos
el año nuevo del mismo modo que despedimos el que nos deja y, como él, yo
también voy camino del fin. No puedo más, pero tomo un último impulso y me
hundo aún unas últimas veces en ti, lento y profundo. Una, dos, tres… «¡Ah…!».
Me derramo por fin en tu recto, entre roncos gemidos que dan eco a tus gritos
de placer.
Con
la última campanada me desplomo sobre ti, estirando mis piernas entre las
tuyas, todavía amarradas a la parte trasera de mi cama. Sudorosos y agotados,
reposamos en el limbo. Durante los minutos siguientes no somos más que dos
cuerpos jadeantes.
Llevas
las manos a mi espalda y me peinas despacio, con los dedos, hasta que emites
una leve carcajada que nos hace vibrar a los dos. «Qué bueno», sueltas. Yo
apoyo el mentón sobre la doble cuerda que baja por tu abdomen y te miro. «Estoy
muerto», respondo. Tú sonríes y me acaricias la mejilla. «¿Sabes? Me gusta esta
nueva tradición –jugueteas con los mechones húmedos de mi flequillo–.
¿Podríamos hacerla oficial?». Me incorporo y me acerco hasta encajar mis labios
en tu cuello; lo picoteo a besos antes de responderte: «No veo por qué no».
FIN