Temblando
-No es buena idea.
-¿Por
qué no? –respondió sin mirarlo. Siguió con los ojos clavados en el cristal,
observando el repentino espectáculo que la naturaleza había decidido
ofrecerles.
Camus,
unos pasos por detrás, veía caer la lluvia como si fuese una gruesa cortina
compuesta de un sinfín de gotas que le impedían ver el paisaje con claridad.
-Hay
una tormenta ahí fuera…
-¿Y?
–Milo se giró hacia él con una sonrisa-. ¿Vienes? –le preguntó en tono
excitado, mirándolo suplicante.
-Milo…
Está diluviando.
-Pues
por eso –sonrió un poco más y sin más explicaciones salió del cuarto.
El
cielo se había cubierto de pronto. Las nubes trajeran consigo una noche
prematura y el estallido eléctrico que anuncia las repentinas tormentas
estivales; aunque habían traspasado ya el equinoccio otoñal.
-¡Milo!
–llamó mientras lo seguía por el pasillo, acribillándolo con preguntas y
razonamientos que lo hiciesen desistir de su idea, pero él no respondió a
ninguna de sus alegaciones; sólo se giró y le sonrió.
-Ya
verás –dijo-. Ya verás… -y corrió hacia la salida del Templo sin molestarse en
esperarlo.
Se
quedó quieto unos segundos, observando como el escorpiano desaparecía entre las
sombras que ocupaban el corredor y meneó luego la cabeza, sacudiéndose la
perplejidad antes de correr tras él para ver eso que se suponía que debía ver.
El
agua caía con violencia; podía escuchar las gotas golpeando contra el suelo
como diminutos martillos dispuestos a horadar la piedra. Había cruzado la
puerta cuando alcanzó a verlo entre dos columnas; agachado al borde de las
escaleras, desabrochándose los zapatos con la misma parsimonia con que lo hacía
cada anochecer mientras se miraban con ojos hambrientos, disfrutando del
preludio calmo que precede a la deleitosa agonía de la pasión; inmune a los
millares de acuosos enemigos que arremetían contra su cuerpo.
Lo
vio levantarse y sacudir la cabeza, rebelándose momentáneamente contra la
implacable lluvia que no cesaba de caer; devolviendo al aire, en medio del
fulgor azulado de sus cabellos moviéndose con fuerza alrededor de sí, un
indómito torbellino de esferas líquidas que en una inesperada guerra fratricida
se estrellaron contra sus confiadas hermanas que descendían del cielo sin
descanso.
Dio
un par de pasos hacia delante, haciéndose visible para él, y Milo lo saludó
agitando un brazo. De su manga se desprendieron nuevamente centenares de
gotitas que acompañaron a sus semejantes en la caída. No podía verle los ojos,
ocultos tras los empapados mechones de su flequillo, pero sí los labios, que esbozaron
una infantil y triunfal sonrisa antes de comenzar a andar, sin prisa alguna, de
vuelta hacia donde él estaba.
Milo caminaba dando pequeños puntapiés al agua que se acumulaba en el suelo,
anunciando sus pasos con un pequeño chapoteo, esforzándose por colocar los pies
dentro de las baldosas, sin rozar jamás los bordes que las unían. Caminaba y
sonreía con los zapatos en la mano y toda el agua del mundo cayéndole encima.
-¡Estás
loco! –le gritó.
El
escorpiano se detuvo y le hizo una cortés reverencia antes de retomar su
insólito paseo. Seguía caminando metódicamente, sin despegar un pie hasta que
el talón del otro no estuviese perfectamente asentado sobre el piso; dejándose
empapar por la lluvia que había calado ya su ropa, pegándole la tela al cuerpo
que él rechazaba, de cuando en cuando, pellizcándola con los dedos y
estirándola hacia fuera, de modo que el aire se colaba bajo ella dibujando
irregulares formas en el tejido. Camus lo miraba sin poder dejar de hacerlo. No
estaba menos perplejo ahora que minutos antes, cuando, irrazonablemente, había
decidido salir dejándolo a oscuras en el pasillo, pero no podía negar el
encanto de la escena.
El
cabello del griego, eternamente revuelto, estaba ahora liso y uniforme, oscuro
y brillante, pesado… Y una pequeña cascada se precipitaba al vacío desde la
punta de su nariz sin que él hiciese nada por impedirlo; salvo dar un paso más
hacia el abrigo del Templo mientras el de Acuario sólo lo contemplaba sin
intentar comprenderlo. Era Milo… Y Milo era así… Y así lo quería…
Cuando
estuvo lo suficientemente cerca como para alcanzarlo, Milo alargó el brazo y
tomó la mano de Camus para tirar de él, invitándolo a acompañarlo en su paseo.
El acuariano, apoyado contra una de las columnas que sostenían la Undécima
Morada, no hizo el menor esfuerzo por despegarse de su apoyo, pero tampoco se
resistió lo más mínimo al tirón del heleno.
-Baila
conmigo –le susurró en cuanto lo tuvo pegado al cuerpo.
-¿Qué?
–Camus sonrió, sorprendido y divertido; mirando de reojo a ambos lados.
-Nadie
puede vernos aquí –respondió risueño, averiguando la preocupación del francés-.
Ni las estrellas, ni la luna… -agregó, alzando los ojos al cielo que seguía tan
negro como el betún.
-Milo…
-intentó resistirse-. No sé bailar…
-Da
igual –lo sujetó por la cintura y comenzó a mecerse cadenciosamente de un lado
a otro, arrastrando al francés consigo-. Sólo déjate llevar.
Y
lo hizo; protegidos por las blancas piedras de Acuario se balancearon al ritmo
que componían las gotas de lluvia mezclándose con el sonido de sus pies
moviéndose sobre el suelo encharcado; mientras compartían la humedad que se
desprendía del cuerpo del escorpiano.
-Estás
helado –Camus acarició la mejilla de Milo con su nariz, yendo a contracorriente
del agua que, desde su pelo, se escurría por su bronceada piel.
-Estoy
bien –replicó, girando el rostro para encontrar la boca del galo y, mientras se
besaban, con incesantes roces de labios, breves y sonoros, Milo se estremeció.
-Tiemblas
–Camus insistió-. Ven, entra –dio un paso atrás, llevándolo consigo-. Te
enfriarás. Vamos… Te prepararé una bañera de agua caliente.
-¿Muy
caliente? –Milo se calló la queja que estaba por expresar al escuchar la
propuesta del acuariano. Le resultaba realmente interesante.
-Muy
caliente…
-¿Hirviendo?
Camus
sonrió.
-Que
sí… -concedió, estremeciéndose él esta vez; ese era demasiado calor para él-.
Pero ven, anda… Camina; loco, que estás loco… -y, sujetándole la mano, tiró de
él hacia el interior.
Milo
fue dejando un reguero de gotas por el suelo del pasillo. Una vez en el baño,
mientras el galo preparaba el baño, comenzó a desnudarse con dificultad. La
tela mojada se negaba a desprenderse de su piel, pegándose a ella como una
ventosa testaruda. Alarmado por sus espasmos, cada vez más frecuentes e
intensos, Camus se acercó a él para ayudarlo en la batalla que libraba con los
empapados pantalones, reticentes a resbalar por sus piernas.
-Sigues
temblando.
-No
te preocupes –le sonrió al tiempo que pisoteaba el pantalón para terminar de
quitárselo-. No voy a enfermarme –le aseguró desde el suelo donde se había
sentado para batallar con sus calcetines.
-Te
lo recordaré si te escucho estornudar.
Milo
consiguió al fin liberar todo su cuerpo de la ropa y se acercó a la bañera.
Metió primero la punta de un dedo, asegurándose de que estaba tan caliente como
el galo le había prometido y hundió luego el resto del pie. Se quedó quieto un
momento, con una pierna dentro y otra fuera, exhibiendo sin pudor su espléndida
desnudez; mirando a Camus. Acababa de darse cuenta de algo.
-¿No
vas a meterte conmigo?
Camus
tenía toda la ropa puesta, mojada en algunas partes por su anterior abrazo,
pegada, dibujando pedazos de su anatomía, pero ocultando su piel.
-No
–negó con una media sonrisa.
-¿No?
–esa respuesta hizo que Milo compusiera un gesto de fastidio-. Tú te lo
pierdes.
Metió
la otra pierna en la bañera y comenzó a descender muy despacio en el agua
hasta sumergirse entero en el líquido humeante, acompañando su inmersión con un
exagerado gemido de placer.
Camus
se sentó en una esquina en el suelo y apoyó la barbilla sobre su brazo, que
descansaba en el borde blanco del baño, viéndolo jugar con el agua; producía un
borboteo irregular de pequeñas burbujas en ebullición. Sonrió y,
distraídamente, metió un dedo en el agua; estaba caliente todavía para su
gusto.
Milo
vio lo que hacía y se incorporó de golpe, salpicándolo.
-Métete
–insistió-. Anda…
-No
sé…
-Sí
–no le dio opción a decir más-. Desnúdate rápido –exigió-. Aún necesito más
calor –compuso un infantil puchero no exento de picardía, logrando arrancar una
sonrisa de los labios galos.
Y
por segunda vez esa tarde, cedió al capricho de su compañero, despojándose poco
a poco de sus vestiduras bajo la atenta mirada del escorpiano.
-Hazme
sitio –le pidió al terminar.
Milo
recogió las piernas, pegándolas al pecho, esperando a que Camus se reuniera con
él bajo el agua. Tras varios intentos lograron acomodarse; cada uno con la
espalda apoyada en un extremo y con las piernas estiradas descansando en las
caderas del otro.
-Estás
muy lejos –protestó Milo al tiempo que sacaba un pie del agua para posar su
pulgar sobre la nariz del francés y descender luego hasta sus labios.
-Mpfff…
-Camus gruñó y entrecerró los ojos, moviendo la cabeza de un lado a otro,
tratando de huir del contacto-. ¡Quita! –palmeó el pie del griego y lo sujetó
con ambas manos para poder mordisquear, suavemente, ese dedo impertinente.
-¡Aaah!
–se quejó entre la risa que le provocaban los dedos del galo en la planta del
pie. Tiró de su pierna para librarse de las cosquillas, salpicándolos a ambos
al hundirla de nuevo en el agua.
A
Camus apenas le dio tiempo a quitarse el agua de la cara cuando, aferrándose a
los bordes de la bañera, Milo se levantó de repente y se desplomó sobre él,
cubriendo su cuerpo completamente.
-¿No
te apetece?
La
mirada de Milo era más que elocuente; no necesitaba preguntar a qué se refería,
de modo que, sin pensarlo, besó la boca que, repentinamente, tenía tan cerca
y alargó los brazos para estrechar el cuerpo que se apretaba contra el
suyo. Milo tampoco requería de más respuesta.
Se
movieron; acomodándose, buscando la postura idónea que les permitiese acoplarse
e iniciar ese íntimo ritual, feroz y excesivo, que los enfervorizaría; que les
arrancaría gemidos hasta enronquecerlos; que les aceleraría la respiración
hasta casi perder el conocimiento y que pondría al límite sus corazones
sometidos a constantes e intensos bombeos.
El
deseo era siempre rápido y contundente; entonces sólo importaba concentrarse en
los balanceos del placer, en disfrutar de un cuerpo que, aunque no fuera suyo,
les pertenecía tanto como el propio, en abandonarse al impetuoso ciclón que se
introducía entre sus piernas hinchiéndolos de fulgor y delirio hasta que los
latidos que les retumbaban dentro iban aminorando y sus exaltados nervios se
calmaban tras sucumbir al éxtasis. Nada más merecía la pena; el antes y el
después de esos momentos, de esos arrebatos a los que se habían vuelto adictos;
ellos, sólo ellos.
-Tú
también has temblado –Milo sujetó el rostro de Camus con las manos y apoyó su
frente contra la de él, sonriendo ufano aún entre resuellos.
-No
puedo negarlo –sonriendo, le pasó la mano por el largo cabello, midiendo la
longitud de unos mechones que flotaban en el agua como las algas en el mar-.
Creo que es mejor que salgamos de aquí –propuso mientras, sin dejar de mirarlo,
le acariciaba la cara con uno de sus bucles chorreantes que sujetaba entre los
dedos-. El agua comienza a enfriarse.
-Vale
–le sujetó la mano y besó sus dedos-. Si me prometes que iremos a algún otro
sitio en el que podamos volver a temblar.
-Concedido…
FIN …
Aunque bien podría tener una
segunda parte, en la mentecilla de cada una XD.
Como no di con ninguna imagen donde apareciesen bajo la lluvia o metiditos en una bañera, aquí dejo esta... Sin ropa y con gotitas...