martes, 24 de abril de 2012

Llueve, llueve...

Después de dos semanas viendo llover se me ocurrió una historieta pasada por agua, aunque, curiosamente, el domingo cuando la escribí no llovía =)


Temblando


                  -No es buena idea.
                -¿Por qué no? –respondió sin mirarlo. Siguió con los ojos clavados en el cristal, observando el repentino espectáculo que la naturaleza había decidido ofrecerles.
                Camus, unos pasos por detrás, veía caer la lluvia como si fuese una gruesa cortina compuesta de un sinfín de gotas que le impedían ver el paisaje con claridad.
                -Hay una tormenta ahí fuera…
                -¿Y? –Milo se giró hacia él con una sonrisa-. ¿Vienes? –le preguntó en tono excitado, mirándolo suplicante.
                -Milo… Está diluviando.
                -Pues por eso –sonrió un poco más y sin más explicaciones salió del cuarto.
                El cielo se había cubierto de pronto. Las nubes trajeran consigo una noche prematura y el estallido eléctrico que anuncia las repentinas tormentas estivales; aunque habían traspasado ya el equinoccio otoñal.
                -¡Milo! –llamó mientras lo seguía por el pasillo, acribillándolo con preguntas y razonamientos que lo hiciesen desistir de su idea, pero él no respondió a ninguna de sus alegaciones; sólo se giró y le sonrió.
                -Ya verás –dijo-. Ya verás… -y corrió hacia la salida del Templo sin molestarse en esperarlo.
                Se quedó quieto unos segundos, observando como el escorpiano desaparecía entre las sombras que ocupaban el corredor y meneó luego la cabeza, sacudiéndose la perplejidad antes de correr tras él para ver eso que se suponía que debía ver.
                El agua caía con violencia; podía escuchar las gotas golpeando contra el suelo como diminutos martillos dispuestos a horadar la piedra. Había cruzado la puerta cuando alcanzó a verlo entre dos columnas; agachado al borde de las escaleras, desabrochándose los zapatos con la misma parsimonia con que lo hacía cada anochecer mientras se miraban con ojos hambrientos, disfrutando del preludio calmo que precede a la deleitosa agonía de la pasión; inmune a los millares de acuosos enemigos que arremetían contra su cuerpo.
                Lo vio levantarse y sacudir la cabeza, rebelándose momentáneamente contra la implacable lluvia que no cesaba de caer; devolviendo al aire, en medio del fulgor azulado de sus cabellos moviéndose con fuerza alrededor de sí, un indómito torbellino de esferas líquidas que en una inesperada guerra fratricida se estrellaron contra sus confiadas hermanas que descendían del cielo sin descanso.
                Dio un par de pasos hacia delante, haciéndose visible para él, y Milo lo saludó agitando un brazo. De su manga se desprendieron nuevamente centenares de gotitas que acompañaron a sus semejantes en la caída. No podía verle los ojos, ocultos tras los empapados mechones de su flequillo, pero sí los labios, que esbozaron una infantil y triunfal sonrisa antes de comenzar a andar, sin prisa alguna, de vuelta hacia donde él estaba.
                Milo caminaba dando pequeños puntapiés al agua que se acumulaba en el suelo, anunciando sus pasos con un pequeño chapoteo, esforzándose por colocar los pies dentro de las baldosas, sin rozar jamás los bordes que las unían. Caminaba y sonreía con los zapatos en la mano y toda el agua del mundo cayéndole encima.
                -¡Estás loco! –le gritó.
                El escorpiano se detuvo y le hizo una cortés reverencia antes de retomar su insólito paseo. Seguía caminando metódicamente, sin despegar un pie hasta que el talón del otro no estuviese perfectamente asentado sobre el piso; dejándose empapar por la lluvia que había calado ya su ropa, pegándole la tela al cuerpo que él rechazaba, de cuando en cuando, pellizcándola con los dedos y estirándola hacia fuera, de modo que el aire se colaba bajo ella dibujando irregulares formas en el tejido. Camus lo miraba sin poder dejar de hacerlo. No estaba menos perplejo ahora que minutos antes, cuando, irrazonablemente, había decidido salir dejándolo a oscuras en el pasillo, pero no podía negar el encanto de la escena.
                El cabello del griego, eternamente revuelto, estaba ahora liso y uniforme, oscuro y brillante, pesado… Y una pequeña cascada se precipitaba al vacío desde la punta de su nariz sin que él hiciese nada por impedirlo; salvo dar un paso más hacia el abrigo del Templo mientras el de Acuario sólo lo contemplaba sin intentar comprenderlo. Era Milo… Y Milo era así… Y así lo quería…
                Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para alcanzarlo, Milo alargó el brazo y tomó la mano de Camus para tirar de él, invitándolo a acompañarlo en su paseo. El acuariano, apoyado contra una de las columnas que sostenían la Undécima Morada, no hizo el menor esfuerzo por despegarse de su apoyo, pero tampoco se resistió lo más mínimo al tirón del heleno.
                -Baila conmigo –le susurró en cuanto lo tuvo pegado al cuerpo.
                -¿Qué? –Camus sonrió, sorprendido y divertido; mirando de reojo a ambos lados.
                -Nadie puede vernos aquí –respondió risueño, averiguando la preocupación del francés-. Ni las estrellas, ni la luna… -agregó, alzando los ojos al cielo que seguía tan negro como el betún.
                -Milo… -intentó resistirse-. No sé bailar…
                -Da igual –lo sujetó por la cintura y comenzó a mecerse cadenciosamente de un lado a otro, arrastrando al francés consigo-. Sólo déjate llevar.
                Y lo hizo; protegidos por las blancas piedras de Acuario se balancearon al ritmo que componían las gotas de lluvia mezclándose con el sonido de sus pies moviéndose sobre el suelo encharcado; mientras compartían la humedad que se desprendía del cuerpo del escorpiano.
                -Estás helado –Camus acarició la mejilla de Milo con su nariz, yendo a contracorriente del agua que, desde su pelo, se escurría por su bronceada piel.
                -Estoy bien –replicó, girando el rostro para encontrar la boca del galo y, mientras se besaban, con incesantes roces de labios, breves y sonoros, Milo se estremeció.
                -Tiemblas –Camus insistió-. Ven, entra –dio un paso atrás, llevándolo consigo-. Te enfriarás. Vamos… Te prepararé una bañera de agua caliente.
                -¿Muy caliente? –Milo se calló la queja que estaba por expresar al escuchar la propuesta del acuariano. Le resultaba realmente interesante.
                -Muy caliente…
                -¿Hirviendo?
                Camus sonrió.
                -Que sí… -concedió, estremeciéndose él esta vez; ese era demasiado calor para él-. Pero ven, anda… Camina; loco, que estás loco… -y, sujetándole la mano, tiró de él hacia el interior.
                Milo fue dejando un reguero de gotas por el suelo del pasillo. Una vez en el baño, mientras el galo preparaba el baño, comenzó a desnudarse con dificultad. La tela mojada se negaba a desprenderse de su piel, pegándose a ella como una ventosa testaruda. Alarmado por sus espasmos, cada vez más frecuentes e intensos, Camus se acercó a él para ayudarlo en la batalla que libraba con los empapados pantalones, reticentes a resbalar por sus piernas.
                -Sigues temblando.
                -No te preocupes –le sonrió al tiempo que pisoteaba el pantalón para terminar de quitárselo-. No voy a enfermarme –le aseguró desde el suelo donde se había sentado para batallar con sus calcetines.
                -Te lo recordaré si te escucho estornudar.
                Milo consiguió al fin liberar todo su cuerpo de la ropa y se acercó a la bañera. Metió primero la punta de un dedo, asegurándose de que estaba tan caliente como el galo le había prometido y hundió luego el resto del pie. Se quedó quieto un momento, con una pierna dentro y otra fuera, exhibiendo sin pudor su espléndida desnudez; mirando a Camus. Acababa de darse cuenta de algo.
                -¿No vas a meterte conmigo?
                Camus tenía toda la ropa puesta, mojada en algunas partes por su anterior abrazo, pegada, dibujando pedazos de su anatomía, pero ocultando su piel.
                -No –negó con una media sonrisa.
                -¿No? –esa respuesta hizo que Milo compusiera un gesto de fastidio-. Tú te lo pierdes.
                Metió la otra pierna en la bañera  y comenzó a descender muy despacio en el agua hasta sumergirse entero en el líquido humeante, acompañando su inmersión con un exagerado gemido de placer.
                Camus se sentó en una esquina en el suelo y apoyó la barbilla sobre su brazo, que descansaba en el borde blanco del baño, viéndolo jugar con el agua; producía un borboteo  irregular de pequeñas burbujas en ebullición. Sonrió y, distraídamente, metió un dedo en el agua; estaba caliente todavía para su gusto.
                Milo vio lo que hacía y se incorporó de golpe, salpicándolo.
                -Métete –insistió-. Anda…
                -No sé…
                -Sí –no le dio opción a decir más-. Desnúdate rápido –exigió-. Aún necesito más calor –compuso un infantil puchero no exento de picardía, logrando arrancar una sonrisa de los labios galos.
                Y por segunda vez esa tarde, cedió al capricho de su compañero, despojándose poco a poco de sus vestiduras bajo la atenta mirada del escorpiano.
                -Hazme sitio –le pidió al terminar.
                Milo recogió las piernas, pegándolas al pecho, esperando a que Camus se reuniera con él bajo el agua. Tras varios intentos lograron acomodarse; cada uno con la espalda apoyada en un extremo y con las piernas estiradas descansando en las caderas del otro.
                -Estás muy lejos –protestó Milo al tiempo que sacaba un pie del agua para posar su pulgar sobre la nariz del francés y descender luego hasta sus labios.
                -Mpfff… -Camus gruñó y entrecerró los ojos, moviendo la cabeza de un lado a otro, tratando de huir del contacto-. ¡Quita! –palmeó el pie del griego y lo sujetó con ambas manos para poder mordisquear, suavemente, ese dedo impertinente.
                -¡Aaah! –se quejó entre la risa que le provocaban los dedos del galo en la planta del pie. Tiró de su pierna para librarse de las cosquillas, salpicándolos a ambos al hundirla de nuevo en el agua.
                A Camus apenas le dio tiempo a quitarse el agua de la cara cuando, aferrándose a los bordes de la bañera, Milo se levantó de repente y se desplomó sobre él, cubriendo su cuerpo completamente.
                -¿No te apetece?
                La mirada de Milo era más que elocuente; no necesitaba preguntar a qué se refería, de modo que, sin pensarlo, besó la boca que, repentinamente, tenía tan cerca y  alargó los brazos para estrechar el cuerpo que se apretaba contra el suyo. Milo tampoco requería de más respuesta.
                Se movieron; acomodándose, buscando la postura idónea que les permitiese acoplarse e iniciar ese íntimo ritual, feroz y excesivo, que los enfervorizaría; que les arrancaría gemidos hasta enronquecerlos; que les aceleraría la respiración hasta casi perder el conocimiento y que pondría al límite sus corazones sometidos a constantes e intensos bombeos.
                El deseo era siempre rápido y contundente; entonces sólo importaba concentrarse en los balanceos del placer, en disfrutar de un cuerpo que, aunque no fuera suyo, les pertenecía tanto como el propio, en abandonarse al impetuoso ciclón que se introducía entre sus piernas hinchiéndolos de fulgor y delirio hasta que los latidos que les retumbaban dentro iban aminorando y sus exaltados nervios se calmaban tras sucumbir al éxtasis. Nada más merecía la pena; el antes y el después de esos momentos, de esos arrebatos a los que se habían vuelto adictos; ellos, sólo ellos.
                -Tú también has temblado –Milo sujetó el rostro de Camus con las manos y apoyó su frente contra la de él, sonriendo ufano aún entre resuellos.
                -No puedo negarlo –sonriendo, le pasó la mano por el largo cabello, midiendo la longitud de unos mechones que flotaban en el agua como las algas en el mar-. Creo que es mejor que salgamos de aquí –propuso mientras, sin dejar de mirarlo, le acariciaba la cara con uno de sus bucles chorreantes que sujetaba entre los dedos-. El agua comienza a enfriarse.
                -Vale –le sujetó la mano y besó sus dedos-. Si me prometes que iremos a algún otro sitio en el que podamos volver a temblar.
                -Concedido…

FIN …
Aunque bien podría tener una segunda parte, en la mentecilla de cada una XD.


Como no di con ninguna imagen donde apareciesen bajo la lluvia o metiditos en una bañera, aquí dejo esta...  Sin ropa y con gotitas...




martes, 17 de abril de 2012

Recuperando el tiempo perdido

En fin... Creo que es evidente que esto de llevar un blog se me da de pena... No consigo encontrar el tiempo ni las ideas para mantenerlo al día y con contenido interesante, pero lo cierto es que no me gusta abandonar ni dejar las cosas a medias, así que, por mí misma y por si a alguien más le interesa; aquí estoy de vuelta, tratando de recuperarme.

Hoy publicaré una pequeña historia a la que, personalmente, le tengo cariño. Fue una idea repentina de una tarde aburrida de domingo y disfruté mucho escribiéndola :3

Visita inesperada


Estar abrazado a su cuerpo no me parece suficiente. Es más, sentirlo tan cerca y no poder tenerlo me exaspera. Pero me ha dicho que no. Que los muchachos duermen en la habitación contigua y podrían escucharnos.
¿Acaso cree que eso me importa?
Me he presentado sin avisar. Sé que no me esperaba y eso lo ha descolocado. Las curiosas miradas de sus jóvenes aprendices han encendido sus defensas. Creo que se moriría si los pequeños descubrieran lo que hay entre nosotros.
¡Dioses! Si supiera cómo me siento…
He atravesado una infinidad de kilómetros para estar a su lado. En estos momentos detesto con toda mi alma a esos dos mocosos que me privan de su atención y que lo retienen aquí, en estas heladas tierras, lejos de mí.
Me ha prometido que mañana los enviará en un ejercicio de exploración y que entonces tendremos tiempo para nosotros. Ahora mismo, eso no me consuela. Ya lo he echado de menos por demasiado tiempo. Lo necesito. Necesito sentirlo, fundiéndonos el uno con el otro; siendo uno. Un único ser indivisible. Inseparables.
Me pego más a su cuerpo. Estamos tumbados de lado, en esta minúscula e incómoda cama; encogidos, para conservar el calor. Su cuerpo se acopla perfectamente a la concavidad que se forma en el mío. Mi brazo reposa encima de su cuerpo con nuestras manos enlazadas. Duerme. Lo sé por el acompasado ritmo de su respiración. Hundo mi nariz en sus cabellos y aspiro el aroma que emana de ellos. Ese embriagador olor que siempre me acompaña; que ocupa mis sentidos allá donde esté. Me refriego contra él. Se mueve y de sus labios se escapa un gracioso quejidito de molestia. Me suelto de su mano y le acaricio la nuca por debajo del pelo. Mis labios no se resisten a besar su cuello y juguetear con el lóbulo de su oreja, mientras dejo a mi mano recorrer, con parsimonia, la longitud de su cuerpo. Espero que no se enfade por mi insistencia. Ha abierto los ojos. Se gira y me mira. Me dedica una mirada de reproche. La ignoro. Apreso sus labios en un beso que, para mi sorpresa, responde. Quizás crea que con eso aplacará mis ansias. No me rendiré tan fácil.
Sus labios pegados a los míos me embriagan. Su boca está hecha a la medida de la mía. Lo beso con pasión al tiempo que mi lengua avasalla la suya. Mi piel se estremece cuando siento su abrazo y me separo de él para decidir, por su gesto, cuál será mi siguiente paso.
No parece molesto. Su expresión es, más bien, de incredulidad. Le sorprende mi impaciencia. A veces admiro su autocontrol. Ahora no. Decido tomarlo al asalto. Espero que no se resista demasiado.
Yo intento pegarme a su cuerpo y él procura separarme. Unos suspiros contenidos empiezan a escucharse en la habitación. Forcejeamos unos instantes. De la cama caemos a la alfombra, que ahoga nuestra costalada, y rodamos por el suelo como bolas de billar; rebotando contra la puerta y las paredes. De veras siento ganas de reír. En su empeño por no hacer ruido ha conseguido que provoquemos más del que, seguro, considera aceptable.
Está encima de mí. Sujeta mis manos por encima de mi cabeza y me mira con gesto enfadado. De acuerdo. Mejor me rindo.
Para mi sorpresa su gesto contrariado deviene en una mueca divertida. Mejor aún. Se rinde él. Se acerca y mordisquea mi oreja y yo cierro los ojos a punto de ronronear de satisfacción.
Ahora los dos sucumbimos al delirio de un amor por tanto tiempo retrasado.
Siento agolparse en mi garganta unos insistentes gemidos que pugnan por salir. No puedo contener un suspiro mientras busco con la mirada algo que pueda trabar con los dientes y acallar mi pasión. La mano de Camus me brinda auxilio. Se posa sobre mis labios mientras se muerde los suyos en un intento de que sus alumnos jamás se enteren de los ejercicios amatorios a los que nos entregamos.
Cuando nuestro delirio está a punto de desbordarse se acerca para silenciar con un beso los estertores finales de este amordazado encuentro.
Se deja caer sobre mi cuerpo y yo lo acojo entre mis brazos para entregarnos, ahora sí, a un merecido descanso. Escucho un ahogado golpeteo. Camus no se ha movido. Duerme ya. Decido no darle importancia y estiro mi brazo todo lo que puedo para alcanzar la manta, que se ha caído de la cama, y cubrirnos a los dos. Probablemente dormir en el suelo no sea una buena idea, pero, ahora mismo, no querría estar en ningún otro lugar.


FIN