No he escrito prácticamente nada desde hace meses, tan sólo inicios que, de momento, se han quedado en eso, en inicios de relatos que espero poder concluir en algún momento.
Lo único completo que ha salido de mis manos ha sido esta pequeña historia que guarda cierta relación con algo que escribí hace ya tiempo, en mis comienzos. Aquella historia se llamaba "Afortunado en el juego, ¿desafortunado en amores?" y esta otra, bien podría haber sido el antes de esa XD.
Repóker
–Llegas tarde –gruñó, desde la
sombra que le proporcionaba la columna en la que se apoyaba.
–No
lo creo. –Camus se detuvo. Milo estaba oculto a sus ojos; tenía la vista fija
en el lugar del que había llegado la voz, pero no lo veía–. Cuando me pediste
que viniera no mencionaste hora alguna.
–Hace
rato que te espero.
–No
lo sabía. –Ahora que Milo había salido de la oscuridad podía ver que la
expresión de su cara reflejaba la misma molestia que su voz–. Lo siento.
–Da
igual –dijo y, tomándolo de la muñeca, tiró de él hacia el interior del
templo–. Apúrate; tenemos poco tiempo.
–¿Poco
tiempo para qué?
No
entendía nada; ni el porqué del enfado de Milo, ni sus prisas. El escorpiano no
dijo nada más mientras lo arrastraba con prisa por el pasillo hacia sus
dependencias personales y la confusión de Camus creció aún más cuando, al
entrar por la puerta del cuarto, le colocó en las manos una baraja de cartas
que no supo de dónde sacó.
–¿Qué
es esto?
–Una
baraja.
–Eso
ya lo veo pero, ¿para qué me la das? ¿Qué quieres que haga con ella?
–Quiero
que te hagas su amigo –respondió con voz risueña–. Es francesa. –Le guiñó un
ojo–. Supongo que podréis entenderos, ¿verdad?
–¿Quieres…
–Lo miró fijamente tras parpadear con rapidez varias veces seguidas–. ¿Quieres
que hable con ella? –inquirió confuso.
–¡Qué
gracioso! –repuso burlón. Recobró los naipes de las manos titubeantes de Camus
y fue a sentarse sobre la cama–. Ven aquí. –Palmeó sobre el colchón–. Tenemos
una hora para que aprendas a jugar al póker.
Seguía
sin entender nada.
–¿Al
póker? ¿Para qué?
–Shura,
Aldebarán, Death, Aioria y yo jugamos cada semana –explicó–. Aioria no está y
tú vas a sustituirlo.
–Pero…
–¡Chist!
–Alzó el dedo índice; la protesta del acuariano les haría perder un tiempo que
ya era de por sí escaso–. Presta atención.
Durante
los siguientes minutos Milo extendió los naipes sobre la cama, señalando e
indicando el nombre y el valor de cada uno de ellos y cuál era el mejor
modo de combinarlos. Tréboles, picas,
diamantes, corazones… Ases, Reyes, Reinas… Tríos, dobles parejas, escaleras de
color… Hasta que decidió que la mejor forma de comprobar si Camus había
entendido algo era con una partida de prueba.
–Venga,
¿qué tienes?
Había
mostrado sus cartas y se desesperaba viendo como el francés miraba las suyas
muy concentrado una y otra vez, pero sin hacer ningún movimiento.
–
¡Por todos los dioses, Camus! –Se dejó caer de espaldas sobre el colchón en
medio de un aparatoso aspaviento–. Nos van a dar una paliza…
–No
dramatices. –Tomó uno de los cojines que descansaban a su lado y se lo tiró al
desesperado escorpiano–. Lo he entendido y creo que te gano –auguró,
descubriendo su jugada.
Milo
se incorporó y, tras devolverle el cojín a Camus, observó las cartas.
–Vaya…
Bien jugado –admitió–. Sabía que lo entenderías.
–Sí,
claro…
El
cojín voló de nuevo hacia el griego.
–¡Hey…!
Las
agujas del reloj habían cubierto ya más de la mitad de su recorrido alrededor
de la esfera blanca. La lección había ido bien hasta el momento, pero quedaba
todavía un pequeño detalle.
–Ahora
que ya sabes jugar; falta que aprendas a apostar.
–¿Apostar?
¿El qué?
El
de Acuario se palpó el cuerpo; no llevaba nada encima que pudiera jugarse.
–Jugamos
con fichas –explicó–. Pero por ahora podemos apañarnos con esto… –Deslizó las
manos por debajo de su camiseta y se la quitó, arrojándola luego por encima de
su cabeza–. ¿La ves?
–La
veo –respondió Camus, volviendo a mirar al griego después de haber seguido el
vuelo de la prenda–. ¿Y ahora qué?
–Ahora
tú tienes que subir la apuesta.
–¿Subirla?
¿Qué significa eso exactamente?
–Pues
que tienes que quitarte la camiseta… –Se arrodilló sobre el colchón y gateó
hacia Camus para ayudarle a hacerlo–. Y ahora… –La ropa del francés fue a parar
junto a la que él se había quitado antes–. Tienes que apostar algo más…
–Vale…
–susurró–. Los zapatos.
–Veo
tus zapatos. –Se deshizo de los suyos con rapidez–. Y subo unos vaqueros.
Dejó
su lugar en la cama; uno a uno, desabrochó con lentitud los botones de la
bragueta. Miró a Camus y esperó un tentador momento antes de quitárselos por
completo.
–De
acuerdo.
Camus
se levantó y, parado frente a él, repitió los movimientos del heleno–. Los veo
y subo… ¿Unos calcetines? –preguntó. Aunque su tono divertido no encajaba con
su intensa mirada.
–Esos
puedes dejártelos.
Milo
se aproximó y rozó la gruesa columna que se marcaba contra la tela de algodón,
logrando un estremecimiento por parte de Camus. Luego deslizó un dedo por debajo
de la goma de la cintura y tiró de ella.
–¿Lo
has entendido? –preguntó.
–Creo
que si…
Camus
se quitó los calzoncillos y esperó, exhibiendo su oscuro vello púbico, mientras
se sujetaba el pene con el puño.
Milo
tardó unos segundos en reaccionar. No es que no hubiera antes lo que ahora el
francés se empeñaba en ocultarle, pero la imagen resultaba demasiado
cautivadora como para dejar de mirarla. Tragó saliva y habló en un ronco
susurro:
–Me
parece que ya es hora de que te enseñe lo que son los comodines.
Camus
arqueó las cejas.
–¿También
hay comodines?
–Por
supuesto… –Le apartó la mano y acarició lo que había estado guardando–. Y si
los empleas bien, puedes ganar la partida.
–¿En
serio? –preguntó en medio de un suspiro.
–En
serio –Sus labios dibujaron una sonrisa maliciosa y perfecta–. ¿Quieres saber
cómo?
Camus
echó un rápido vistazo al reloj.
–¿Nos
queda tiempo? –preguntó. Aunque era ya demasiado tarde para ignorar lo que sus
cuerpos pedían a gritos.
–Tendremos
que aplicarnos…
Dejándose
llevar por un impulso desmedido y agresivo cayeron abrazados sobre la cama;
acariciándose de arriba abajo mientras sus respiraciones se iban haciendo más
entrecortadas y aumentaban la velocidad y el deseo. Milo le hincó las uñas en
las nalgas y Camus lo penetró con tanta implacabilidad que su excitación creció
aún más.
Estaban
tan absortos en el estremecedor placer que los recorría que no fueron
conscientes de las presencias que avanzaban por el Templo.
–¡Milo!
Esa
voz no pertenecía a ninguno de los dos.
–Creo
que tus invitados han llegado. –Camus jadeó contra el oído de Milo mientras
seguía empujando con fuerza.
–¡Mmmm…
¡¡Mierda! ¡Mmmm…! –gimió–. ¡Muévete, muévete! ¡Deprisa!
–No
grites. –Le puso una mano sobre los labios–. Van a oírte.
Nunca
habían hecho el amor en esas circunstancias. Ni siquiera durante las breves
visitas de Milo a Siberia habían estado tan cerca de ser descubiertos. Pero era
excitante. Cada movimiento, por pequeño que fuera, aportaba una sensación de
placer prohibido. Comenzaron a restregarse con todas sus fuerzas, intentado
acelerar las cosas. La cama, la habitación al completo, se sacudía.
–¡Milo!
Otra
vez…
–¡Deprisa,
deprisa…! –pidió con voz inconstante debido a las acometidas–. Yo ya… Ya…
Camus, córrete… ¡Córrete..!
Y
lo hicieron; como estrellas explotando, con salvaje y hormigueante placer. Se
permitieron un instante para permanecer tumbados, jadeando, pero un nuevo grito
acortó el momento.
Milo
se levantó, recogió su ropa del suelo, cerró los pantalones sobre su todavía
hinchado miembro y salió corriendo al pasillo terminando de vestirse. No había
razón para que sus visitantes se aventuraran más allá del salón en el que
solían reunirse, pero no iba a arriesgarse.
–¡¡Miilooo!!
Qué
pesado podía llegar a ser ese hombre…
–Se
agradece la puntualidad –saludó a sus compañeros que permanecían algo confusos
en medio de la sala–. Ya puedes dejar de gritar Death. ¡No estoy sordo!
–Disculpa,
disculpa… Pero es que no sabíamos si estabas en casa –replicó, acercándose.
Mientras hablaba, caminaba en círculos alrededor del escorpiano–. ¿Estás bien,
Milo? Pareces azorado.
–Estoy
perfectamente, gracias. –En realidad estaba sudoroso y enrojecido y trataba,
como podía, de calmar su fuerte respiración–. Tú siéntate y cállate. –Tiró de
la arrugada camiseta tratando de tapar la zona que aún palpitaba entre sus
piernas–. Ya es bastante con aguantar tus quejas cuando pierdes.
–Esta
noche no. Tengo una corazonada.
–¿En
serio, Death?
Aldebarán
cuestionó con una sonrisa la predicción del canceriano y Shura simplemente
meneó la cabeza. Ese hombre jamás dejaba de fanfarronear.
Mientras,
Camus había entrado en el salón sin que nadie reparase en él. Saludó con calma:
–Buenas
noches.
–¡Camus!
–La sorpresa de DM fue exagerada–. ¿Ya estabas aquí?
–Sí
–respondió sin agregar nada más.
–¿Nos
acompañarás esta noche? –preguntó Shura.
–Al
parecer, así será.
–Toma
asiento –invitó Aldebarán–. DM va a demostrarnos sus dotes de vidente –bromeó.
–Ríete
ahora. Pronto dejarás de hacerlo –masculló el italiano.
–Sí,
sí…
–Señores,
por favor –intervino Shura.
Camus
se sentó frente a sus compañeros, entrelazó los dedos sobre la mesa y agachó la
cabeza, ocultando el rostro de ojos curiosos. Apretó los labios con fuerza. A
espaldas de sus invitados Milo se acercaba despacio a la mesa con las cartas y
las fichas de juego mientras movía los ojos y la boca en una exagerada mueca de
éxtasis.
Pasase
lo que pasase esa noche, él ya había ganado una partida.
FIN
Y ya que estoy, os dejo un par de dibujitos de los chicos en su versión manga. Siempre los preferiré con su aspecto en el anime, pero me apeteció dibujarlos tal cómo Kurumada los pensó.
Un gran saludo para quienes aún se pasen por aquí :3