De vez en cuando siento la necesidad de imaginarlos en sus tiempos de aprendices; supongo que, a pesar del duro entrenamiento para lograr sus Armaduras, en algún momento tendrían la oportunidad de ser simplemente niños.
Aquí queda un capítulo más de
Efemérides.
Capítulo 5.
Reencuentros.
Metía sus escasas pertenencias en
una maleta. El día que llevaba esperando tanto tiempo por fin había llegado.
Mañana partirían de regreso a Grecia. Sería un largo viaje; aún tardarían unos
días en pisar el Santuario, pero el solo hecho de saber que llegarían hacía que
sintiese mariposas revoloteando en su estómago.
Dos
años de duros entrenamientos, de sentir el frío maltratando su cuerpo, de
soledad…; pero estaba contento. Todo ese esfuerzo había valido la pena. Estaba
preparado. Su maestro se lo había dicho y aunque a veces dudara, porque cuando
se miraba en el espejo seguía viendo a un niño pequeño, tenía una fe ciega en
ese hombre que lo había convertido en lo que sería de ahora en adelante. Un
Caballero de Atenea; protector de la humanidad. Eso le daba algo de miedo; pero
lo afrontaría. Hasta ahora había cumplido con lo que se esperaba de él y
seguiría haciéndolo. Lo había prometido y mantendría esa promesa. No le cabía
duda de que él también. Ya no tardaría en descubrirlo y eso lo hacía sentirse realmente
feliz.
Valo
miraba a su pequeño discípulo mientras el pequeño recogía sus cosas. Se sentía
orgulloso de él. Había sido un aprendiz disciplinado y dispuesto. Sería un
digno Caballero, aunque no podía evitar pensar si no sería demasiada responsabilidad
para un niño de a penas siete años. En cualquier caso no era decisión suya. Su
misión era entrenarlo y lo había hecho. Le había enseñado todo lo que sabía y
ya no tenía nada más que ofrecerle. Para él era un honor haber sido el maestro
del futuro Santo de Acuario; aunque de lo que más orgulloso se sentía era de
haberse ganado el afecto del muchacho. Los inicios no habían sido fáciles;
pero, poco a poco, sin saber muy bien cómo, entre ellos se había desarrollado
un vínculo especial. Ninguno de los dos lo manifestaba abiertamente, pero el
sentimiento estaba ahí. No era muy dado a las expresiones de cariño, ni las
alentaba y, a veces, se reprendía por ello. Tratar con un niño había sido una
novedad para él. Esperaba haberlo hecho bien.
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Se
sentía realmente emocionado. Estaba de vuelta. Subía por las escaleras como si
tuviese alas en los pies. No había visto a ninguno de sus compañeros e imaginó
que, a esas horas, estarían entrenando. Iba de Leo a Virgo cuando escuchó un
grito a su espalda.
-¡Milo!
Antes
de poder girarse algo cayó sobre él y en menos de nada se encontró en el suelo
con Aioria sobre su cuerpo.
-¡Gato
gordo! –gritó-. ¡Me aplastas! –le espetó mientras intentaba sacárselo de
encima. ¡Yo también te he echado de menos! –confirmó con una sonrisa.
Después
de un efusivo abrazo empezaron a hablar atropelladamente, preguntándose y
respondiéndose mil y un interrogantes sobre lo que habían hecho durante todo el
tiempo que habían estado sin verse. Al cabo de un rato Milo preguntó:
-¿Estamos
todos? No me he encontrado con nadie hasta llegar aquí.
-Pues
no –respondió el león-. DM, Shura, Camus y Afrodita aún no han regresado, pero
tienen que estar al llegar.
Milo
sonrió. Tenía que haberlo imaginado.
-Te
veo luego –dijo-. Será mejor que vaya a dejar mis cosas antes de que me gane
una reprimenda.
Durante
los días siguientes recuperó la vida que tanto había echado a faltar. Le
pareció que el tiempo no había pasado en ese lugar. Todo seguía tal cual lo
recordaba. Fue como si el tiempo que había estado lejos hubiese sido tan sólo
un largo sueño del que acababa de despertar. Estaba contento; aunque seguía
esperando por algo que lo haría sentirse completamente feliz.
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Esa
mañana había entrenado con Aioria, bajo la supervisión de Aioros y Saga.
Resultaba bastante más entretenido que sus solitarios entrenamientos en Milos.
Iba en busca de su maestro mientras un recurrente pensamiento daba vueltas en
su cabeza. DM y Shura habían regresado ya y estaba seguro de que Afrodita sería
el siguiente. Si había sido el primero en irse…, ¿por qué tenía que ser el
último en regresar?
Caminaba
dando puntapiés a las piedras del camino hasta que una voz lo sacó de su mundo
interior.
-¡Auch!
Era
la voz de Aldebarán. Lo había golpeado con una piedra, sin querer.
-¡Lo
siento, Alde! –se disculpó-. Perdona, no te había visto. Pero…, ¿qué haces
plantado ahí en medio?
-Espero
–explicó con tono de aburrimiento. El de Tauro estaba sentado en el suelo con
las piernas cruzadas, garabateando con un palo sobre la tierra-. Mi maestro se
ha puesto de palique y parece que no tiene prisa –le explicó, señalándole el
lugar donde el mencionado se encontraba.
Milo
enfocó la mirada hacia donde el otro le indicara. Esa espigada figura que
hablaba con el maestro del taurino… La conocía… Si él estaba ahí, entonces…
-¡Hasta
luego, Alde! –gritó echando a correr.
-Sí,
vale… Hasta luego… -se despidió con el mismo tono aburrido.
Corría
escaleras arriba, preguntándose por qué Acuario tenía que ser el penúltimo
guardián. Estaba llegando a su propia Casa cuando detuvo su carrera. Una
pequeña figura estaba sentada en las escaleras, en la entrada del Templo. Se
quedó quieto. Dudaba entre seguir o quedarse donde estaba. Había pasado todo
ese tiempo esperando verlo y ahora no sabía qué hacer. Aunque el viento se
divertía alborotando su corta melena y no podía verle la cara no le cupo la
menor duda. Era él. Era Camus. No lo había visto. Parecía muy entretenido con
el libro que tenía en las manos. Cada poco tenía que pasarse la mano por la
cara para apartar los mechones de pelo que la brisa se empeñaba en poner
delante de sus ojos. En uno de esos gestos levantó la mirada y sus ojos se
encontraron con los de aquel que esperaba.
-¡Milo…!
-dijo como para confirmárselo a sí mismo. Su cara mostraba una sincera sonrisa.
Se
levantó como un resorte y fue derecho a donde el otro se había quedado parado.
El libro quedó abandonado en el suelo y ahora eran sus páginas las que sufrían
los embates del viento. Camus llegó junto a Milo y sin decir nada lo abrazó. No
había olvidado la primera vez que se vieron y sus manos se juntaron. Milo era
cálido. Tal cual lo recordaba. Hacía mucho que nadie lo abrazaba y cuando los
brazos de su amigo se cerraron sobre su espalda se abandonó a la sensación.
-Me
alegro de verte –susurró junto a su oído.
-Yo
también –dijo mientras se separaba de él para poder mirarlo a los ojos-. ¿Qué
hacías aquí?
-Te
esperaba –explicó-. Antes, cuando pasé, no estabas.
-¿Cuándo
has llegado? –peguntó-. ¿Sabes? Estaba seguro de que serías el último en
llegar.
-Y
lo he sido –confesó-. Afrodita llegó esta mañana temprano. Yo a penas llevo
aquí un par de horas.
Milo
sonrió. Lo sabía.
Camus
recogió su libro del suelo y ambos se sentaron en las escaleras. Se felicitaron
por haberlo conseguido. La ceremonia de entrega de las Armaduras sería en poco
tiempo y los dos estarían allí. Como lo habían pensado dos años atrás, cuando
se despidieron precipitadamente en ese mismo lugar donde ahora se habían
reencontrado.
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-¡Estás
aquí!
-Sí,
llevo aquí un buen rato –admitió.
-Ya…,
el mismo que yo llevo buscándote –sonaba algo molesto-. Algún día tendrás que
dejarme ese libro… debe ser interesantísimo… -añadió con cierto retintín. Le
molestaba tener que competir con un libro por la atención de Camus.
-Cuando
quieras –accedió-. Pero está en francés.
-Mmm,
bueno –aceptó, sentándose al lado de su amigo- entonces, quizás puedas
leérmelo.
-Claro,
puedo ir traduciendo mientras leo…, creo –nunca lo había hecho antes.
-No,
léemelo en francés –pidió muy seguro-. Puedo intentar averiguar qué estás
diciendo.
Camus
lo miró con los ojos muy abiertos. Sí que era optimista.
-Vale.
Tú escucha –y comenzó-. Dans la bonne
ville de Tarascon…* -miró a su compañero, como instándole a que dijese lo
que creía haber entendido.
-¿Érase
una vez…? –Milo probó, mirando a Camus esperanzado.
-No
–sonrió Camus-. Creo que mejor te lo traduzco.
-Sí
–tuvo que admitir-. Pero dime una cosa, ¿por qué te gusta tanto?
-Es
un regalo –explicó-. El maestro me lo regaló en mi segundo año en Siberia. Me
dijo que no debía olvidar mi lengua materna. Ha sido mi mejor compañía en todo
este tiempo.
-Ya
entiendo... pero, oye, deja eso ahora. Ven, hay algo que quiero enseñarte –dijo
incorporándose. Cuando estuvo de pie tendió una mano a Camus para ayudarlo a
levantarse.
Camus
agarró la mano que Milo le ofrecía y lo siguió en dirección al bosque. Era una
apacible tarde, no se movía ni una hoja. Caminaban en silencio y al cabo de
pocos minutos divisaron, a la sombra de un árbol, dos figuras cómodamente
tumbadas sobre el verde pasto, mordisqueando sendas briznas de hierba.
-¡Hola!
–saludó Milo.
Los
dos relajados muchachos dieron un respingo al oírlo.
-¡Hola!
–respondió Aldebarán.
-¡Ya
era hora…! –reclamó Aioria-. ¿Dónde os habíais metido?
-Ha
sido culpa mía… -se disculpó Camus. Aunque no sabía que hubiese alguien
esperándolos.
-Bueno
ya da igual. Vámonos –apremió Milo-. Aún tenemos que llegar.
Los
cuatro se pusieron en marcha.
-¿A
dónde vamos? –preguntó Camus. Milo no le había dicho qué era lo que quería
mostrarle.
-Ya
lo verás… -respondió sin dar más explicaciones.
Mientras
caminaban, adentrándose cada vez más en el bosque, iban saltando de una orilla
a otra del pequeño riachuelo que discurría entre los árboles y charlando
animadamente sobre cómo creían que serían sus vidas una vez tuvieran sus
Armaduras de Caballeros.
-Camus…
-llamó Aioria.
-¿Sí?
-¿Qué
es un beso francés? –el de Leo había estado bastante pensativo durante todo el
camino y a penas interviniera en la conversación.
Camus
lo miró y se encogió de hombros.
-No
sé… -dijo. Él no sabía que en Francia la gente se besase de manera diferente
que en el resto del mundo-. ¿Por qué lo preguntas?
-Lo
escuché…, y me dio curiosidad.
La
pregunta despertó también el interés de Milo y Aldebarán que observaban a sus
compañeros con cara de querer saber.
-Pues
yo no sé qué pueda ser eso del beso francés… aunque, bueno…, yo no sé mucho de
besos –admitió, algo avergonzado.
Sus
compañeros rieron con su gesto, aunque ellos no supieran más que él, hiriendo
su orgullo.
-¡Los
esquimales se besan frotándose la nariz! –les espetó, como queriendo recuperar
su dignidad.
-¿Frotándose
la nariz? –preguntó Milo, arqueando una ceja. No le parecía que eso fuese un
beso.
Camus
asintió.
-¿Cómo?
En
un intento de recuperar su honra dañada se acercó al escorpión y sujetándole la
cara con ambas manos juntó sus narices para frotarlas suavemente. Cuando sintió
el aliento del otro en su rostro y se vio reflejado en sus, tremendamente abiertos,
ojos, fue consciente de lo cerca que estaban. Sintió como la sangre se agolpaba
en sus mejillas y, deseando que nadie más se diera cuenta, se separó de él,
mirando al suelo. Milo también se sintió ruborizar, pero el tímido gesto de su
compañero lo hizo sonreir y olvidar su propio sonrojo. Tiró de su brazo para
que mirara como Aldebarán y Aioria los habían imitado.
-Esto
es una tontería –dijo el de Leo apartándose del otro.
-Claro…
-dijo Milo con sorna-… no como tus besos de mariposa…
-¡Eso
fue cuando era pequeño! –se defendió.
-¡Ya!
Como ahora eres tan grande… -replicó manteniendo el mismo tono.
-¡Pues
claro, garrapata! –avanzaba muy molesto hacia su amigo.
Camus
miró a Aldebarán. Ya era raro que hubiesen tardado tanto en empezar.
-¿Qué
es eso del beso de mariposa? –preguntó el francés, queriendo frenar la
discusión que ya se avecinaba.
Aioria
se acercó a él e intentó acariciar con sus pestañas la mejilla de Camus.
-¿Qué
sientes? –preguntó.
-Cosquillas.
-Aioros
dice que así sería el beso de una mariposa –explicó.
-¡Bah!
–exclamó Aldebarán-. Eso son tonterías. Yo conozco un beso mucho más
interesante.
Sus
compañeros lo miraron con curiosidad.
-Un
beso de vaca –dijo.
-¡¿Un
beso de vaca?! –preguntaron a coro los otros tres.
Aldebarán
sonrió y sin dar más explicaciones caminó hacia Milo. Puso una mano tras su
cabeza y le pasó la lengua por la cara.
-¡Ahhhg!
–gritó el besado-. ¡Pero qué guarro! ¡Qué asco, qué asco!
Camus
y Aioria reían mientras Milo se limpiaba la cara con los bajos de su camiseta.
-Tenías
razón –reconoció Aioria, entre risas-. Los besos de vaca son mucho mejores.
Empezaba
a caminar de nuevo cuando escuchó la voz de Milo a sus espaldas.
-¡Espera!
Yo aún conozco otro beso.
-¿Cuál?
–preguntó, volviéndose para mirarlo.
-El
de pez –dijo-. Afrodita me lo enseñó.
Cuando
Camus vio que Milo se aproximaba a su posición entrecerró los ojos, temiéndose
lo peor. El escorpión succionaba sus propios carrillos y movía los labios,
boqueando, tal cual lo haría un pez. Manteniendo ese gesto, rozó la mejilla del
de Acuario, quien abrió los ojos aliviado.
-El
de vaca sigue siendo el mejor –sentenció Aioria. Luego miró a Aldebarán y sin
necesidad de mediar palabra saltaron sobre los otros dos para darles un húmedo
beso bovino.
Durante
unos minutos en los que lo único que se escuchaba eran risas y gritos, se
enzarzaron en una amorosa pelea intentando dar, sin recibir, el temido y mojado
beso de vaca.
Al
rato, estaban otra vez en camino.
-Ahí
está –dijo Milo. Miraba a Camus mientras señalaba con su dedo índice una
abertura en la base de la montaña.
-Es
una cueva… -murmuró un asombrado francés, adelantando el paso.
-Sí
–explicó-. Aioria y yo la descubrimos hace unas semanas. Dentro hay infinidad
de corredores y pequeñas grutas pero no hemos podido explorarla todavía.
-Aioros
dice que es peligroso adentrarse demasiado –intervino Aioria-. Sería fácil
perderse. Pero podemos jugar dentro mientras sigamos viendo la salida.
Entre
juegos pasaron un buen rato. Pronto se convertirían en Santos Dorados pero, en realidad
y en ese momento, no eran más que unos niños con ganas de jugar y, a ello se
dedicaron gran parte de la tarde, convirtiéndose en audaces caballeros que
luchaban contra enemigos ocultos entre las rocas.
Tras
haber sido vencedores y vencidos se encontraban sentados en el suelo, haciendo
tiempo, mientras se decidían a volver. Milo se levantó y tiró del brazo de Camus,
indicándole que lo siguiera. Así lo hizo. Caminaban hacia el interior de la
cueva, mirando hacia atrás, procurando no perder de vista a los otros dos. Al
dar la vuelta en un recodo dejaron de verlos.
-Ya
no los veo –dijo Camus-. Deberíamos volver. Además, no tenemos con qué
iluminarnos y ahí dentro estará oscuro.
Milo
sacó una pequeña linterna de un bolsillo.
-Vamos…,
un poco más… –lo miraba con ojos suplicantes-. ¿No quieres saber qué hay más
adentro? Sólo hemos girado una vez. Basta con que nos acordemos.
-Está
bien… -aceptó dudoso-. Pero sólo unos metros.
Un
poco más adelante encontraron un pequeño lago subterráneo. En sus tranquilas
aguas se reflejaban hermosas creaciones multicolores de estalactitas. Los dos
muchachos se quedaron boquiabiertos. Poseídos por un repentino espíritu
aventurero rodearon el estanque y se adentraron en otro corredor. Escucharon un
murmullo de agua corriendo y se encaminaron hacia el lugar de donde provenía el
sonido. Era una cascada, no muy caudalosa, detrás de la cual, les pareció ver
una pequeña abertura. Se miraron y decidieron ir hacia allí. Tras unos pocos
pasos se encontraron en una gran sala repleta de estalactitas y estalagmitas.
Caminaron entre ellas admirando la belleza del lugar. La linterna de Milo parpadeó.
-Deberíamos
volver –propuso Camus-. Si se apaga no encontraremos el camino.
Milo
asintió.
Dieron
media vuelta y se encontraron con que aquella sala tenía tres corredores de
salida. No se habían dado cuenta hasta el momento y aunque ninguno de los dos
dijo nada, tras un rato de deambular por allí, no podían recordar por cuál
habían entrado.
Como
si se hubiesen puesto de acuerdo se dirigieron hacia el que se encontraba en el
centro y entraron en él. Estaban oyendo de nuevo el fluir del agua así que se
sintieron aliviados, seguros de haber acertado. Ese corredor los llevó a una
pequeña sala donde había una fuente de cristalinas aguas, pero ni rastro de
cascada. Se habían equivocado. Se disponían a desandar el camino cuando la
linterna parpadeó de nuevo y se apagó. Milo la sacudió con energía y les dio
unos segundos más de luz hasta que se apagó definitivamente.
-Milo–llamó
Camus.
-Estoy
aquí –estiró su brazo hasta tocar a su amigo y agarró su mano.
-Demos
la vuelta, el camino hasta aquí ha sido recto. Deberíamos llegar a la otra sala
sin problemas –sugirió Camus.
-Vale
–aceptó el escorpión y se dirigieron a la sala que habían abandonado minutos
atrás.
Llevaban
un buen rato caminando y todavía no habían llegado a ninguna parte. Empezaban a
pensar que se habían perdido de nuevo.
-Esto
no funciona –dijo Camus-. Creo que nos hemos vuelto a equivocar. Quizá
deberíamos… -no pudo terminar su frase.
-¡Aioria!
¡Aldebarán! –Milo llamaba, esperando que sus compañeros pudieran oírlos. El eco
de su voz inundó las galerías pero no obtuvo ningún resultado.
Fuera,
un impaciente león daba vueltas frente a la entrada de la cueva. Hacía ya un
buen rato que Camus y Milo desaparecieran y empezaba a perder la paciencia.
-Quizás
deberíamos volver y avisar a alguien –propuso el de Tauro-. Hace mucho que se
han ido. Puede que se hayan perdido.
Aioria
asintió y mientras murmuraba lo estúpidos que eran los otros dos emprendió la
marcha siguiendo a un apurado Aldebarán que ya lo aventajaba en varios metros.
En
vista de lo infructuoso de su llamada, Milo y Camus, decidieron no volver a
intentarlo, el sonido que la caverna les devolvía era tremendamente
desagradable. Probaron a hacer arder sus Cosmos pero no pudieron. Allí dentro
no eran más que dos niños normales, perdidos en la oscuridad. Siguieron
caminando un rato más hasta que Camus tiró de la mano de Milo haciendo que se
detuviera.
-No
tiene sentido que sigamos caminando –dijo-. Sólo conseguiremos perdernos más.
Aioria y Aldebarán nos echarán de menos antes o después y enviarán a alguien a
buscarnos. Además, aquí dentro hace mucho calor. Estoy cansado.
Milo
asintió, aunque el otro no pudiera verlo.
-Lo
siento –murmuró.
-No
te preocupes –procuró consolarlo. Su voz había sonado triste-. También ha sido
culpa mía –se echó al suelo y apoyó la espalda contra una de las paredes.
Empezaba a costarle trabajo respirar.
Milo
se sentó a su lado. No podía evitar sentirse culpable. Sintió como Camus
apoyaba la cabeza sobre su hombro.
-Quédate
tranquilo –le dijo-. Yo cuidaré de ti.
-Sólo
necesito descansar un poco y estaré bien –pretendía sonar confiado, no quería
que Milo lo creyera débil pero se sentía realmente agotado. Gruesas gotas de
sudor corrían por su cuerpo. Le parecía que a cada instante hacía más calor
allí dentro y no podía hacer nada para mitigarlo.
Milo
abrió los ojos. Le parecía haber oído a alguien llamándolo. Se había quedado
dormido. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que se habían sentado en ese
lugar. Se quedó muy quieto intentando averiguar si lo que había oído era verdad
o sólo lo había soñado.
Sonrió.
Estaba seguro. Alguien lo llamaba en la distancia.
-¡Camus!
–agitó el cuerpo de su amigo-. ¡Nos han encontrado! –exclamó con alegría. Se
levantó para responder a la llamada y la cabeza del acuariano, que aún reposaba en su hombro, resbaló hasta
llegar al suelo-. ¡Estamos aquí! –gritó mientras se agachaba de nuevo para amparar
a su caído compañero.
En
breves instantes pudo ver dos alargadas sombras que se dirigían hacia ellos.
-¡Milo
el intrépido! –exclamó Saga-. Menuda habéis montado… -le dijo ofreciéndole una
mano y meneando la cabeza.
Avergonzado,
bajó la cabeza y observó cómo Aioros recogía el cuerpo de Camus.
-No
está bien –murmuró.
-No
te preocupes –lo consoló el de Géminis-. Aquí dentro hace calor y no está
acostumbrado. Se pondrá bien en cuanto le dé el aire.
Se
quedaron unos minutos frente a la entrada de la cueva esperando a que Camus se
recuperase. Cuando pareció completamente restablecido iniciaron la vuelta a las
Doce Casas.
-Creí
haberos dicho que no entraseis ahí –reprendió Aioros-. Esa cueva es un lugar de
culto. Todos los que entran en ella son despojados de cualquiera que sea el
poder que posean, todos deben estar en igualdad de condiciones. Vuestros Cosmos
no funcionan ahí.
Los
pequeños se miraron. Lo habían averiguado de la peor manera.
-Lo
sentimos –murmuraron.
-Claro
que debéis sentirlo –continuó Aioros-. Habéis hecho mal y además deberéis
disculparos con Aldebarán y Aioria. Les habéis dado un buen susto.
-Con
un poco de suerte –informó Saga- vuestros maestros no se habrán enterado.
Podéis consideraros afortunados.
Continuaron
en silencio, cosa que los dos niños agradecieron puesto que se sentían
sumamente avergonzados, hasta que llegaron a su destino. Hicieron parada
obligada para disculparse con sus compañeros que, a pesar de todo, se alegraron
de verlos y continuaron rumbo a sus respectivas Casas con la esperanza de que
sus maestros nunca supieran de su aventura. Ellos tampoco volvieron a hablar
del tema.
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La
ceremonia de entrega de las Armaduras se había llevado a cabo días atrás. Ya
eran los flamantes poseedores de las Cloths doradas. Camus llevaba días dándole vueltas a algo que
quería decirle a Milo. Sabía que sería una conversación difícil pero no podía
posponerla por más tiempo.
Estaban
sentados en las gradas del Coliseo esperando para empezar el entrenamiento.
-Milo…
-susurró como si esperase que el otro no lo oyera.
-¿Sí?
–se volvió para mirarlo.
Para
su desgracia sí lo había oído así que no tenía más remedio que continuar.
-Mi
maestro volverá a Siberia en unos días –tragó saliva y continuó-. Va a entrenar
a un aspirante a Caballero de Plata y yo… -las palabras se le atragantaban- …
yo…, yo voy a volver con él.
Milo
abrió mucho los ojos y negó.
-¿Por
qué vas a hacer eso? –preguntó incrédulo.
-Bueno,
aún tengo mucho que mejorar –explicó balbuceante.- Mi soplo glacial aún dista
del cero absoluto y si me quedo aquí nunca lo conseguiré. Necesito…, necesito
el frío, para poder progresar y ser el Caballero que se supone que debo ser…
-bajó la cabeza. Sabía que tenía razón pero la mirada de Milo lo hacía dudar de
sus argumentos.
Milo
iba a replicar pero en ese momento lo llamaron y su vendaval de razones en
contra tuvo que esperar. Cuando terminó el entrenamiento no vio a Camus así que
buscó a Saga. El guardián de Géminis siempre le daba buenos consejos y ahora
mismo necesitaba uno con urgencia. Lo encontró a la entrada de su Templo.
-Saga
–llamó.
-Hola
Milo –lo saludó-. ¿A qué viene esa cara? –preguntó cuando reparó en el ceño
fruncido que el pequeño traía.
-Camus
dice que se va, que tiene que mejorar y que aquí no puede hacerlo –explicó
atropelladamente-. ¿Qué es lo que quiere mejorar si ya ha conseguido su
Armadura?
Saga
se acercó al menor y lo hizo sentarse a su lado.
-Milo
–pasó una mano sobre su rebelde cabellera- todos podemos mejorar siempre. Camus
aún no ha llegado al límite de sus posibilidades y aquí no podrá hacerlo. Su
energía cósmica –explicó- es distinta de la del resto de nosotros. Sus técnicas
requieren de temperaturas muy bajas y este lugar no es el adecuado para eso.
Supongo que no querrás que sea un Caballero débil. Aunque sea difícil para ti
perder a un amigo deberías apoyarlo en esto. Él volverá. Si de verdad te
consideras su amigo procura no ponérselo más difícil. Estoy seguro de que él
tampoco quiere marcharse y tomar esa decisión le habrá resultado complicado
pero sabe que es lo mejor.
No
era lo que hubiese querido oír, pero no le quedó más remedio que admitir que
Saga estaba en lo cierto, así que, tragándose las ganas de llorar, buscó a
Camus para decirle que entendía sus razones. Cuando volviera ellos dos
decidirían quién era el más fuerte.
Días
después se despedían nuevamente, con ojos llorosos, esperando un pronto
reencuentro.
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-Milo
–Shura lo saludaba con una ligera inclinación de cabeza.
Le
devolvió el gesto.
-¿Cuándo
has llegado? –preguntó.
-Ahora
mismo –respondió-. Si me permites, me gustaría llegar cuanto antes a mi Templo.
Milo
hizo un gesto con el brazo indicándole que podía pasar. Shura avanzó unos pasos
y se detuvo.
-Milo
–llamó-. ¿Te acuerdas del niño bonito? –preguntó cuando tuvo la atención del
otro.
-Camus…
-susurró. Claro que se acordaba de él. Pero había pasado tanto tiempo… Cinco
años. Muchas cosas habían sucedido en ese tiempo. Las circunstancias los habían
hecho madurar a toda prisa. En su cabeza tenía el recuerdo de un niño pequeño y
no imaginaba cómo podía ser ahora. Todos habían cambiado, habían crecido…-. ¿Lo
has visto?
Shura
asintió.
-Hace
como un mes Valo los trajo a él y a su otro discípulo a entrenar conmigo y mi
maestro. Quería ver qué tal les iba en un lugar más cálido.
-Y…,
¿cómo está?
-Bueno…,
digamos que se ha puesto… más bonito –informó sin emoción-. Aunque pronto lo
verás por ti mismo porque, según me dijo, tenía intención de regresar en breve.
Los
siguientes días los pasó montando guardia a la entrada de su Templo esperando
verlo aparecer.
Esa
mañana hacía calor y aunque su Casa estaba bastante arriba el aire no se movía
en absoluto. Estaba sentado en las escaleras, acalorado y aburrido. Echó la
cabeza hacia atrás y vio una figura que bajaba a toda prisa. ¿Quién demonios
era? No había visto pasar a nadie hacia arriba. Se levantó para tener una mejor
visión. Tan sólo los separaba un tramo de escalones. Una melena oscura que se
agitaba por la carrera de su dueño… Tenía que ser él.
Camus
lo vio y frenó su carrera. Caminó despacio hasta quedar frente a Milo. Todas
sus ansias se convirtieron repentinamente en indecisión. ¿Qué hacer?
Cuando
sus miradas se cruzaron dos pares de pupilas se dilataron cual las de un felino
al acecho.
-Milo…
-Camus…
CONTINUARÁ...
Aclaraciones
-Dans la bonne ville de Tarascon: en la buena ciudad de Tarascon.
Del “Tartarín
de Tarascón” de Alphonse Daudet. No sería la lectura más adecuada para
un niño de siete años pero fue lo único que pudo encontrar en Siberia que
estuviese escrito en francés.
-En Grecia, debido a la rica
estructura geológica y a la historia, se han formado una multitud de bellísimos
subterráneos y cuevas submarinas, que se extienden tanto por el área
continental como por la insular. La cueva de este capítulo no es ninguna en
concreto, he tomado datos de varias para crear una.