viernes, 22 de junio de 2012

Y llegó el verano... ¡Bienvenido!

Aprovechando que le damos la bienvenida al verano yo traigo hoy un one-shot que lleva justo ese título "Bienvenido"
Como todas mis historias no es más que un pequeño momento íntimo de la relación de los dos; lo único peculiar es que esta vez no especifiqué claramente quién es quién. La "problemática" seme-uke, con respecto a la pareja se me dio en varias ocasiones; personalmente me da igual, no tengo problemas con los roles sexuales; yo prefiero intercambiarlos, pero me da igual siempre que un papel u otro no implique convertir a uno en una damisela indefensa y al otro en un quasi-violador... En fin... Con este ficsito no pretendía nada más que dejar claro lo poco que, a mi entender, importa la posición que ocupen...
Libertad total para imaginar =)


Bienvenido

               Subía deprisa por las escaleras. Dejó atrás su propio templo. No había nada que le interesase allí. Prefirió cargar con la caja de su armadura hasta la onceava casa. No quería pasar ni un minuto más lejos de él. Una ridícula misión en una isla del Índico lo había entretenido más tiempo del necesario. Todo por culpa de ese imbécil de Death Mask ¿Quién demonios lo había nombrado Caballero? Decidió alejar ese pensamiento de su mente. Quizás, en otro momento, lo comentaría con Camus. Siempre le gustaba escuchar lo que el francés pudiera opinar; aunque, sobre este asunto, tenía una ligera idea de lo que diría.
                Hacía calor. Era otro bochornoso día de verano.
              Atravesó Capricornio a la carrera. Saludó a su guardián, sin detenerse, y el español le devolvió una sonrisa divertida.
                Ingresó en el Templo de Acuario. La temperatura era fresca allí, y mitigó el calor de su cuerpo, acrecentado por sus ansias y por sus prisas. El silencio reinaba en la casa circular. Llegó a los aposentos de Camus. Lo observó por unos instantes.
                Se había quedado dormido sobre la cama con un libro en las manos. En su rostro pudo leer una expresión tranquila y confiada. Milo se sentó a su lado y le apartó unos mechones de pelo de la cara. Camus abrió los ojos, lentamente, y sonrió. El Escorpión le devolvió el gesto; esperando, anhelante, lo que adivinó que sucedería.
                El de Acuario le tomó la cara con las manos y cubrió con sus labios, cálidos y húmedos, los de Milo. Después de ese beso se abrazaron y se quedaron inmóviles, como si no supieran como seguir.
                Por la ventana, entreabierta, entró una suave brisa que refrescó, por un instante, la estancia; y sus pieles, calientes, reaccionaron a esa agradable sensación.
                Rodaron por el colchón, abrazados, regalándose besos y caricias, exhalando agitados sobre sus rostros, deshaciéndose de las ropas que vestían. Ese incesante toqueteo sobre sus cuerpos hizo que su excitación creciera hasta hacerles perder la cabeza.
                Sus bocas ardían de sed, así que las fundieron, sorbiendo sus lenguas y buscando en sus encías, mojadas de saliva, cómo saciar esa necesidad. Mientras, las diligentes manos, repasaban sus cuerpos; queriendo recordarse que se pertenecen, completamente.  Que cada milímetro de sus pieles es tan suyo como del otro.
               Se miraron por unos momentos, escrutándose en silencio, conversando sin palabras, respondiendo a la muda pregunta que ya no admitía más demora. Se habían extrañado demasiado.
                Unidos en un abrazo fuerte de brazos y piernas, rodaron, de nuevo, por la mullida cama, en busca de una confortable posición para dar comienzo a su rito de pasión.
                El peso de un cuerpo, desnudo y sudoroso, deslizándose, lentamente, por otro en las mismas condiciones. Uno bronceado y terrenal;  otro marmóreo y divino. Deslumbrantes por el contraste. Espléndidos. Infinitamente deseables. Dos cuerpos que ya se encontraban inflamados de deseo; dispuestos para la confrontación.
                Sus manos recorrían, con minuciosidad, esa sublime composición masculina. Sus labios lo besaban en la boca, en la cara; paseándose, lentos, por su cuello, apresando el lóbulo de su oreja; dando comienzo a un parsimonioso descenso. Esa boca ávida se detuvo en los endurecidos pezones para saborearlos largamente. Poco a poco, trazó un camino de besos hacia el vientre, deteniéndose un poco más  en el ombligo, que su lengua delineó con precisión cartográfica, para luego seguir bajando más; hasta terminar entre sus piernas, que lo recibieron, gozosamente separadas, a la espera del tacto delicioso de esa boca que siempre le proporcionaba un goce divino.
                Arrodillado, lamió la piel sedosa de sus muslos y aspiró el penetrante olor de su cuerpo, mezcla del sudor y de las ansias de entrega. Sus dedos acariciaron las proximidades del palpitante sexo que se mostraba erguido, entre las piernas, deseoso de sus golosos labios. Su mano lo acogió, acariciando y apretando, suavemente; elevándose y descendiendo, repitiéndolo varias veces; produciéndole un extraordinario placer. Renunciando a la inigualable imagen de ese hermoso rostro que reflejaba el placer que sentía, fue agachando la cabeza, poco a poco, y su boca recibió el erecto  y vibrante miembro. Comenzó a chupar, besar, acariciar; con mínimos movimientos. Se conformaba con escucharlo gemir y suspirar.
                Al mismo tiempo, el muchacho bajo él acariciaba su espalda. Con las yemas de sus dedos dibujó pequeños círculos sobre la piel de su nuca, debajo del pelo. Mientras su cuerpo temblaba de gozo, cerró los ojos y se dejó envolver por la ilusión de que se encontraba en el paraíso. Esa boca deliciosa lo estaba haciendo disfrutar como loco, provocándole intensas sensaciones que le arrancaban gritos de placer. Le clavó las uñas en la espalda cuando su cuerpo se combó presa de las convulsiones que pusieron fin a su delirio. Soltó un último gemido y su cuerpo se desplomó sobre la cama. Las piernas le temblaban de placer. Abrió los ojos y sus azules se encontraron. Se miraron con una tierna y satisfecha sonrisa. Había sido placentero, para los dos.
                Tiró de sus brazos para hacerlo caer sobre su pecho. El terciopelo de sus pieles en contacto provocó que corrientes eléctricas recorriesen sus anatomías. Iniciaron una nueva tanda de abrazos y besos. Sus manos se recorrían y sus bocas se buscaban locamente. El rozamiento de sus cuerpos pegados prendió fuego en su interior. Una llama que sólo se apagaría cuando alcanzasen el sublime éxtasis que sólo pueden obtener dos cuerpos que se gustan y se desean tanto como los de ellos, entonces, ahora y siempre.
                Sus piernas se trabaron en una confusión de caricias y sus bocas se fundieron en un ardoroso beso. Se separó un poco del muchacho que abrazaba y deslizó sus manos por sus costados, colándose por debajo de su espalda. El cuerpo sobre la cama se separó del colchón para facilitarle la labor y sus dedos serpentearon entre sus nalgas, acariciando suavemente, adentrándose poco a poco. Acariciaba su interior y a cambio recibía suspiros y gemidos.
                Abrazó con sus piernas la cintura del que buscaba ser uno con él y soltó aire mientras sentía como se introducía, lentamente, en sus entrañas y, por un momento, el tiempo se detuvo y el mundo se redujo al interior de esa habitación. El silencio se instaló, de nuevo, en el undécimo templo, tan sólo roto por el casi imperceptible murmullo que se atoraba en sus gargantas.
                Ambos soltaron un suspiro, como de alivio, cuando completaron su unión. Sus cuerpos se conocían y ya habían aprendido cuál era el ritmo más placentero para los dos; de modo que iniciaron el delicioso movimiento de caderas que, en pocos minutos, los pondría al borde de la locura.
                Sus sentidos estaban llenos de la presencia del otro. Del olor que emanaba de sus juveniles cuerpos; de sus gemidos, que inundaban la habitación; del tacto y el sabor de sus pieles, perladas de saliva y sal y de la gloriosa estampa de sus divinos cuerpos enfrentados.
                En perfecta sincronía, trabajaban, sin descanso, para satisfacerse cumplidamente. El placer los inundaba. Temblaban de gozo, presas de un deleite indescriptible. Sus cuerpos se tensaban  y se pegaban; pareciendo ser sólo uno. Gemían y gritaban con fuerza. La vista se les nubló y se convulsionaron, presintiendo el orgasmo. Pero no estaban dispuestos todavía; buscaban prolongar ese íntimo contacto, queriendo evitar lo inevitable. Permanecieron inmóviles un instante, mirándose a los ojos; retrasando la explosión de sus cuerpos cuanto pudiesen. Una tortura dulce y exquisita. Hasta que sus enardecidos cuerpos sucumbieron, nuevamente, al deseo. Unas leves sacudidas hicieron reaccionar a sus músculos y sus vientres se juntaron en un movimiento salvaje. El placer les llegaba como en oleadas interminables. Sentían sus cuerpos a punto de romperse. Gemían extasiados mientras placenteros escalofríos los recorrían. Acallaron sus gritos con un beso, pero sus cuerpos reflejaban lo que sentían. Sus movimientos se aplacaron y, al final, fueron sólo sus bocas, que no se separaban ni un poco, lo único que se movía.
                Con lentitud y delicadeza deshicieron su unión y agotados, sudorosos y felices se abrazaron sobre el colchón.
                Camus acarició la mejilla del griego y, con una sonrisa, le susurró:
                -Bienvenido, Milo.



FIN


He procurado escoger una imagen no demasiado explícita para no dar ideas con respecto al fic XD


lunes, 11 de junio de 2012

Paso a los jóvenes Caballeros

De vez en cuando siento la necesidad de imaginarlos en sus tiempos de aprendices; supongo que, a pesar del duro entrenamiento para lograr sus Armaduras, en algún momento tendrían la oportunidad de ser simplemente niños.
Aquí queda un capítulo más de Efemérides.


Capítulo 5. Reencuentros.


                    Metía sus escasas pertenencias en una maleta. El día que llevaba esperando tanto tiempo por fin había llegado. Mañana partirían de regreso a Grecia. Sería un largo viaje; aún tardarían unos días en pisar el Santuario, pero el solo hecho de saber que llegarían hacía que sintiese mariposas revoloteando en su estómago.

                Dos años de duros entrenamientos, de sentir el frío maltratando su cuerpo, de soledad…; pero estaba contento. Todo ese esfuerzo había valido la pena. Estaba preparado. Su maestro se lo había dicho y aunque a veces dudara, porque cuando se miraba en el espejo seguía viendo a un niño pequeño, tenía una fe ciega en ese hombre que lo había convertido en lo que sería de ahora en adelante. Un Caballero de Atenea; protector de la humanidad. Eso le daba algo de miedo; pero lo afrontaría. Hasta ahora había cumplido con lo que se esperaba de él y seguiría haciéndolo. Lo había prometido y mantendría esa promesa. No le cabía duda de que él también. Ya no tardaría en descubrirlo y eso lo hacía sentirse realmente feliz.
                Valo miraba a su pequeño discípulo mientras el pequeño recogía sus cosas. Se sentía orgulloso de él. Había sido un aprendiz disciplinado y dispuesto. Sería un digno Caballero, aunque no podía evitar pensar si no sería demasiada responsabilidad para un niño de a penas siete años. En cualquier caso no era decisión suya. Su misión era entrenarlo y lo había hecho. Le había enseñado todo lo que sabía y ya no tenía nada más que ofrecerle. Para él era un honor haber sido el maestro del futuro Santo de Acuario; aunque de lo que más orgulloso se sentía era de haberse ganado el afecto del muchacho. Los inicios no habían sido fáciles; pero, poco a poco, sin saber muy bien cómo, entre ellos se había desarrollado un vínculo especial. Ninguno de los dos lo manifestaba abiertamente, pero el sentimiento estaba ahí. No era muy dado a las expresiones de cariño, ni las alentaba y, a veces, se reprendía por ello. Tratar con un niño había sido una novedad para él. Esperaba haberlo hecho bien.
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                Se sentía realmente emocionado. Estaba de vuelta. Subía por las escaleras como si tuviese alas en los pies. No había visto a ninguno de sus compañeros e imaginó que, a esas horas, estarían entrenando. Iba de Leo a Virgo cuando escuchó un grito a su espalda.
                -¡Milo!
                Antes de poder girarse algo cayó sobre él y en menos de nada se encontró en el suelo con Aioria sobre su cuerpo.
                -¡Gato gordo! –gritó-. ¡Me aplastas! –le espetó mientras intentaba sacárselo de encima. ¡Yo también te he echado de menos! –confirmó con una sonrisa.
                Después de un efusivo abrazo empezaron a hablar atropelladamente, preguntándose y respondiéndose mil y un interrogantes sobre lo que habían hecho durante todo el tiempo que habían estado sin verse. Al cabo de un rato Milo preguntó:
                -¿Estamos todos? No me he encontrado con nadie hasta llegar aquí.
                -Pues no –respondió el león-. DM, Shura, Camus y Afrodita aún no han regresado, pero tienen que estar al llegar.
                Milo sonrió. Tenía que haberlo imaginado.
                -Te veo luego –dijo-. Será mejor que vaya a dejar mis cosas antes de que me gane una reprimenda.
                Durante los días siguientes recuperó la vida que tanto había echado a faltar. Le pareció que el tiempo no había pasado en ese lugar. Todo seguía tal cual lo recordaba. Fue como si el tiempo que había estado lejos hubiese sido tan sólo un largo sueño del que acababa de despertar. Estaba contento; aunque seguía esperando por algo que lo haría sentirse completamente feliz.
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                Esa mañana había entrenado con Aioria, bajo la supervisión de Aioros y Saga. Resultaba bastante más entretenido que sus solitarios entrenamientos en Milos. Iba en busca de su maestro mientras un recurrente pensamiento daba vueltas en su cabeza. DM y Shura habían regresado ya y estaba seguro de que Afrodita sería el siguiente. Si había sido el primero en irse…, ¿por qué tenía que ser el último en regresar?
                Caminaba dando puntapiés a las piedras del camino hasta que una voz lo sacó de su mundo interior.
                -¡Auch!
                Era la voz de Aldebarán. Lo había golpeado con una piedra, sin querer.
                -¡Lo siento, Alde! –se disculpó-. Perdona, no te había visto. Pero…, ¿qué haces plantado ahí en medio?
                -Espero –explicó con tono de aburrimiento. El de Tauro estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, garabateando con un palo sobre la tierra-. Mi maestro se ha puesto de palique y parece que no tiene prisa –le explicó, señalándole el lugar donde el mencionado se encontraba.
                Milo enfocó la mirada hacia donde el otro le indicara. Esa espigada figura que hablaba con el maestro del taurino… La conocía… Si él estaba ahí, entonces…
                -¡Hasta luego, Alde! –gritó echando a correr.
                -Sí, vale… Hasta luego… -se despidió con el mismo tono aburrido.
                Corría escaleras arriba, preguntándose por qué Acuario tenía que ser el penúltimo guardián. Estaba llegando a su propia Casa cuando detuvo su carrera. Una pequeña figura estaba sentada en las escaleras, en la entrada del Templo. Se quedó quieto. Dudaba entre seguir o quedarse donde estaba. Había pasado todo ese tiempo esperando verlo y ahora no sabía qué hacer. Aunque el viento se divertía alborotando su corta melena y no podía verle la cara no le cupo la menor duda. Era él. Era Camus. No lo había visto. Parecía muy entretenido con el libro que tenía en las manos. Cada poco tenía que pasarse la mano por la cara para apartar los mechones de pelo que la brisa se empeñaba en poner delante de sus ojos. En uno de esos gestos levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de aquel que esperaba.
                -¡Milo…! -dijo como para confirmárselo a sí mismo. Su cara mostraba una sincera sonrisa.
                Se levantó como un resorte y fue derecho a donde el otro se había quedado parado. El libro quedó abandonado en el suelo y ahora eran sus páginas las que sufrían los embates del viento. Camus llegó junto a Milo y sin decir nada lo abrazó. No había olvidado la primera vez que se vieron y sus manos se juntaron. Milo era cálido. Tal cual lo recordaba. Hacía mucho que nadie lo abrazaba y cuando los brazos de su amigo se cerraron sobre su espalda se abandonó a la sensación.
                -Me alegro de verte –susurró junto a su oído.
                -Yo también –dijo mientras se separaba de él para poder mirarlo a los ojos-. ¿Qué hacías aquí?
                -Te esperaba –explicó-. Antes, cuando pasé, no estabas.
                -¿Cuándo has llegado? –peguntó-. ¿Sabes? Estaba seguro de que serías el último en llegar.
                -Y lo he sido –confesó-. Afrodita llegó esta mañana temprano. Yo a penas llevo aquí un par de horas.
                Milo sonrió. Lo sabía.
                Camus recogió su libro del suelo y ambos se sentaron en las escaleras. Se felicitaron por haberlo conseguido. La ceremonia de entrega de las Armaduras sería en poco tiempo y los dos estarían allí. Como lo habían pensado dos años atrás, cuando se despidieron precipitadamente en ese mismo lugar donde ahora se habían reencontrado.
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                -¡Estás aquí!
                -Sí, llevo aquí un buen rato –admitió.
                -Ya…, el mismo que yo llevo buscándote –sonaba algo molesto-. Algún día tendrás que dejarme ese libro… debe ser interesantísimo… -añadió con cierto retintín. Le molestaba tener que competir con un libro por la atención de Camus.
                -Cuando quieras –accedió-. Pero está en francés.
                -Mmm, bueno –aceptó, sentándose al lado de su amigo- entonces, quizás puedas leérmelo.
                -Claro, puedo ir traduciendo mientras leo…, creo –nunca lo había hecho antes.
                -No, léemelo en francés –pidió muy seguro-. Puedo intentar averiguar qué estás diciendo.
                Camus lo miró con los ojos muy abiertos. Sí que era optimista.
                -Vale. Tú escucha –y comenzó-. Dans la bonne ville de Tarascon…* -miró a su compañero, como instándole a que dijese lo que creía haber entendido.
                -¿Érase una vez…? –Milo probó, mirando a Camus esperanzado.
                -No –sonrió Camus-. Creo que mejor te lo traduzco.
                -Sí –tuvo que admitir-. Pero dime una cosa, ¿por qué te gusta tanto?
                -Es un regalo –explicó-. El maestro me lo regaló en mi segundo año en Siberia. Me dijo que no debía olvidar mi lengua materna. Ha sido mi mejor compañía en todo este tiempo.
                -Ya entiendo... pero, oye, deja eso ahora. Ven, hay algo que quiero enseñarte –dijo incorporándose. Cuando estuvo de pie tendió una mano a Camus para ayudarlo a levantarse.
                Camus agarró la mano que Milo le ofrecía y lo siguió en dirección al bosque. Era una apacible tarde, no se movía ni una hoja. Caminaban en silencio y al cabo de pocos minutos divisaron, a la sombra de un árbol, dos figuras cómodamente tumbadas sobre el verde pasto, mordisqueando sendas briznas de hierba.
                -¡Hola! –saludó Milo.
                Los dos relajados muchachos dieron un respingo al oírlo.
                -¡Hola! –respondió Aldebarán.
                -¡Ya era hora…! –reclamó Aioria-. ¿Dónde os habíais metido?
                -Ha sido culpa mía… -se disculpó Camus. Aunque no sabía que hubiese alguien esperándolos.
                -Bueno ya da igual. Vámonos –apremió Milo-. Aún tenemos que llegar.
                Los cuatro se pusieron en marcha.
                -¿A dónde vamos? –preguntó Camus. Milo no le había dicho qué era lo que quería mostrarle.
                -Ya lo verás… -respondió sin dar más explicaciones.
                Mientras caminaban, adentrándose cada vez más en el bosque, iban saltando de una orilla a otra del pequeño riachuelo que discurría entre los árboles y charlando animadamente sobre cómo creían que serían sus vidas una vez tuvieran sus Armaduras de Caballeros.
                -Camus… -llamó Aioria.
                -¿Sí?
                -¿Qué es un beso francés? –el de Leo había estado bastante pensativo durante todo el camino y a penas interviniera en la conversación.
                Camus lo miró y se encogió de hombros.
                -No sé… -dijo. Él no sabía que en Francia la gente se besase de manera diferente que en el resto del mundo-. ¿Por qué lo preguntas?
                -Lo escuché…, y me dio curiosidad.
                La pregunta despertó también el interés de Milo y Aldebarán que observaban a sus compañeros con cara de querer saber.
                -Pues yo no sé qué pueda ser eso del beso francés… aunque, bueno…, yo no sé mucho de besos –admitió, algo avergonzado.
                Sus compañeros rieron con su gesto, aunque ellos no supieran más que él, hiriendo su orgullo.
                -¡Los esquimales se besan frotándose la nariz! –les espetó, como queriendo recuperar su dignidad.
                -¿Frotándose la nariz? –preguntó Milo, arqueando una ceja. No le parecía que eso fuese un beso.
                Camus asintió.
                -¿Cómo?
                En un intento de recuperar su honra dañada se acercó al escorpión y sujetándole la cara con ambas manos juntó sus narices para frotarlas suavemente. Cuando sintió el aliento del otro en su rostro y se vio reflejado en sus, tremendamente abiertos, ojos, fue consciente de lo cerca que estaban. Sintió como la sangre se agolpaba en sus mejillas y, deseando que nadie más se diera cuenta, se separó de él, mirando al suelo. Milo también se sintió ruborizar, pero el tímido gesto de su compañero lo hizo sonreir y olvidar su propio sonrojo. Tiró de su brazo para que mirara como Aldebarán y Aioria los habían imitado.
                -Esto es una tontería –dijo el de Leo apartándose del otro.
                -Claro… -dijo Milo con sorna-… no como tus besos de mariposa…
                -¡Eso fue cuando era pequeño! –se defendió.
                -¡Ya! Como ahora eres tan grande… -replicó manteniendo el mismo tono.
                -¡Pues claro, garrapata! –avanzaba muy molesto hacia su amigo.
                Camus miró a Aldebarán. Ya era raro que hubiesen tardado tanto en empezar.
                -¿Qué es eso del beso de mariposa? –preguntó el francés, queriendo frenar la discusión que ya se avecinaba.
                Aioria se acercó a él e intentó acariciar con sus pestañas la mejilla de Camus.
                -¿Qué sientes? –preguntó.
                -Cosquillas.
                -Aioros dice que así sería el beso de una mariposa –explicó.
                -¡Bah! –exclamó Aldebarán-. Eso son tonterías. Yo conozco un beso mucho más interesante.
                Sus compañeros lo miraron con curiosidad.
                -Un beso de vaca –dijo.
                -¡¿Un beso de vaca?! –preguntaron a coro los otros tres.
                Aldebarán sonrió y sin dar más explicaciones caminó hacia Milo. Puso una mano tras su cabeza y le pasó la lengua por la cara.
                -¡Ahhhg! –gritó el besado-. ¡Pero qué guarro! ¡Qué asco, qué asco!
                Camus y Aioria reían mientras Milo se limpiaba la cara con los bajos de su camiseta.
                -Tenías razón –reconoció Aioria, entre risas-. Los besos de vaca son mucho mejores.
                Empezaba a caminar de nuevo cuando escuchó la voz de Milo a sus espaldas.
                -¡Espera! Yo aún conozco otro beso.
                -¿Cuál? –preguntó, volviéndose para mirarlo.
                -El de pez –dijo-. Afrodita me lo enseñó.
                Cuando Camus vio que Milo se aproximaba a su posición entrecerró los ojos, temiéndose lo peor. El escorpión succionaba sus propios carrillos y movía los labios, boqueando, tal cual lo haría un pez. Manteniendo ese gesto, rozó la mejilla del de Acuario, quien abrió los ojos aliviado.
                -El de vaca sigue siendo el mejor –sentenció Aioria. Luego miró a Aldebarán y sin necesidad de mediar palabra saltaron sobre los otros dos para darles un húmedo beso bovino.
                Durante unos minutos en los que lo único que se escuchaba eran risas y gritos, se enzarzaron en una amorosa pelea intentando dar, sin recibir, el temido y mojado beso de vaca.
                Al rato, estaban otra vez en camino.
                -Ahí está –dijo Milo. Miraba a Camus mientras señalaba con su dedo índice una abertura en la base de la montaña.
                -Es una cueva… -murmuró un asombrado francés, adelantando el paso.
                -Sí –explicó-. Aioria y yo la descubrimos hace unas semanas. Dentro hay infinidad de corredores y pequeñas grutas pero no hemos podido explorarla todavía.
                -Aioros dice que es peligroso adentrarse demasiado –intervino Aioria-. Sería fácil perderse. Pero podemos jugar dentro mientras sigamos viendo la salida.
                Entre juegos pasaron un buen rato. Pronto se convertirían en Santos Dorados pero, en realidad y en ese momento, no eran más que unos niños con ganas de jugar y, a ello se dedicaron gran parte de la tarde, convirtiéndose en audaces caballeros que luchaban contra enemigos ocultos entre las rocas.
                Tras haber sido vencedores y vencidos se encontraban sentados en el suelo, haciendo tiempo, mientras se decidían a volver. Milo se levantó y tiró del brazo de Camus, indicándole que lo siguiera. Así lo hizo. Caminaban hacia el interior de la cueva, mirando hacia atrás, procurando no perder de vista a los otros dos. Al dar la vuelta en un recodo dejaron de verlos.
                -Ya no los veo –dijo Camus-. Deberíamos volver. Además, no tenemos con qué iluminarnos y ahí dentro estará oscuro.
                Milo sacó una pequeña linterna de un bolsillo.
                -Vamos…, un poco más… –lo miraba con ojos suplicantes-. ¿No quieres saber qué hay más adentro? Sólo hemos girado una vez. Basta con que nos acordemos.
                -Está bien… -aceptó dudoso-. Pero sólo unos metros.
                Un poco más adelante encontraron un pequeño lago subterráneo. En sus tranquilas aguas se reflejaban hermosas creaciones multicolores de estalactitas. Los dos muchachos se quedaron boquiabiertos. Poseídos por un repentino espíritu aventurero rodearon el estanque y se adentraron en otro corredor. Escucharon un murmullo de agua corriendo y se encaminaron hacia el lugar de donde provenía el sonido. Era una cascada, no muy caudalosa, detrás de la cual, les pareció ver una pequeña abertura. Se miraron y decidieron ir hacia allí. Tras unos pocos pasos se encontraron en una gran sala repleta de estalactitas y estalagmitas. Caminaron entre ellas admirando la belleza del lugar. La linterna de Milo parpadeó.
                -Deberíamos volver –propuso Camus-. Si se apaga no encontraremos el camino.
                Milo asintió.
                Dieron media vuelta y se encontraron con que aquella sala tenía tres corredores de salida. No se habían dado cuenta hasta el momento y aunque ninguno de los dos dijo nada, tras un rato de deambular por allí, no podían recordar por cuál habían entrado.
                Como si se hubiesen puesto de acuerdo se dirigieron hacia el que se encontraba en el centro y entraron en él. Estaban oyendo de nuevo el fluir del agua así que se sintieron aliviados, seguros de haber acertado. Ese corredor los llevó a una pequeña sala donde había una fuente de cristalinas aguas, pero ni rastro de cascada. Se habían equivocado. Se disponían a desandar el camino cuando la linterna parpadeó de nuevo y se apagó. Milo la sacudió con energía y les dio unos segundos más de luz hasta que se apagó definitivamente.
                -Milo–llamó Camus.
                -Estoy aquí –estiró su brazo hasta tocar a su amigo y agarró su mano.
                -Demos la vuelta, el camino hasta aquí ha sido recto. Deberíamos llegar a la otra sala sin problemas –sugirió Camus.
                -Vale –aceptó el escorpión y se dirigieron a la sala que habían abandonado minutos atrás.
                Llevaban un buen rato caminando y todavía no habían llegado a ninguna parte. Empezaban a pensar que se habían perdido de nuevo.
                -Esto no funciona –dijo Camus-. Creo que nos hemos vuelto a equivocar. Quizá deberíamos… -no pudo terminar su frase.
                -¡Aioria! ¡Aldebarán! –Milo llamaba, esperando que sus compañeros pudieran oírlos. El eco de su voz inundó las galerías pero no obtuvo ningún resultado.
                Fuera, un impaciente león daba vueltas frente a la entrada de la cueva. Hacía ya un buen rato que Camus y Milo desaparecieran y empezaba a perder la paciencia.
                -Quizás deberíamos volver y avisar a alguien –propuso el de Tauro-. Hace mucho que se han ido. Puede que se hayan perdido.
                Aioria asintió y mientras murmuraba lo estúpidos que eran los otros dos emprendió la marcha siguiendo a un apurado Aldebarán que ya lo aventajaba en varios metros.
                En vista de lo infructuoso de su llamada, Milo y Camus, decidieron no volver a intentarlo, el sonido que la caverna les devolvía era tremendamente desagradable. Probaron a hacer arder sus Cosmos pero no pudieron. Allí dentro no eran más que dos niños normales, perdidos en la oscuridad. Siguieron caminando un rato más hasta que Camus tiró de la mano de Milo haciendo que se detuviera.
                -No tiene sentido que sigamos caminando –dijo-. Sólo conseguiremos perdernos más. Aioria y Aldebarán nos echarán de menos antes o después y enviarán a alguien a buscarnos. Además, aquí dentro hace mucho calor. Estoy cansado.
                Milo asintió, aunque el otro no pudiera verlo.
                -Lo siento –murmuró.
                -No te preocupes –procuró consolarlo. Su voz había sonado triste-. También ha sido culpa mía –se echó al suelo y apoyó la espalda contra una de las paredes. Empezaba a costarle trabajo respirar.
                Milo se sentó a su lado. No podía evitar sentirse culpable. Sintió como Camus apoyaba la cabeza sobre su hombro.
                -Quédate tranquilo –le dijo-. Yo cuidaré de ti.
                -Sólo necesito descansar un poco y estaré bien –pretendía sonar confiado, no quería que Milo lo creyera débil pero se sentía realmente agotado. Gruesas gotas de sudor corrían por su cuerpo. Le parecía que a cada instante hacía más calor allí dentro y no podía hacer nada para mitigarlo.
                Milo abrió los ojos. Le parecía haber oído a alguien llamándolo. Se había quedado dormido. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que se habían sentado en ese lugar. Se quedó muy quieto intentando averiguar si lo que había oído era verdad o sólo lo había soñado.
                Sonrió. Estaba seguro. Alguien lo llamaba en la distancia.
                -¡Camus! –agitó el cuerpo de su amigo-. ¡Nos han encontrado! –exclamó con alegría. Se levantó para responder a la llamada y la cabeza del acuariano,  que aún reposaba en su hombro, resbaló hasta llegar al suelo-. ¡Estamos aquí! –gritó mientras se agachaba de nuevo para amparar a su caído compañero.
                En breves instantes pudo ver dos alargadas sombras que se dirigían hacia ellos.
                -¡Milo el intrépido! –exclamó Saga-. Menuda habéis montado… -le dijo ofreciéndole una mano y meneando la cabeza.
                Avergonzado, bajó la cabeza y observó cómo Aioros recogía el cuerpo de Camus.
                -No está bien –murmuró.
                -No te preocupes –lo consoló el de Géminis-. Aquí dentro hace calor y no está acostumbrado. Se pondrá bien en cuanto le dé el aire.
                Se quedaron unos minutos frente a la entrada de la cueva esperando a que Camus se recuperase. Cuando pareció completamente restablecido iniciaron la vuelta a las Doce Casas.
                -Creí haberos dicho que no entraseis ahí –reprendió Aioros-. Esa cueva es un lugar de culto. Todos los que entran en ella son despojados de cualquiera que sea el poder que posean, todos deben estar en igualdad de condiciones. Vuestros Cosmos no funcionan ahí.
                Los pequeños se miraron. Lo habían averiguado de la peor manera.
                -Lo sentimos –murmuraron.
                -Claro que debéis sentirlo –continuó Aioros-. Habéis hecho mal y además deberéis disculparos con Aldebarán y Aioria. Les habéis dado un buen susto.
                -Con un poco de suerte –informó Saga- vuestros maestros no se habrán enterado. Podéis consideraros afortunados.
                Continuaron en silencio, cosa que los dos niños agradecieron puesto que se sentían sumamente avergonzados, hasta que llegaron a su destino. Hicieron parada obligada para disculparse con sus compañeros que, a pesar de todo, se alegraron de verlos y continuaron rumbo a sus respectivas Casas con la esperanza de que sus maestros nunca supieran de su aventura. Ellos tampoco volvieron a hablar del tema.
__ ___ ____ _____ ____ ___ __
                La ceremonia de entrega de las Armaduras se había llevado a cabo días atrás. Ya eran los flamantes poseedores de las Cloths doradas.  Camus llevaba días dándole vueltas a algo que quería decirle a Milo. Sabía que sería una conversación difícil pero no podía posponerla por más tiempo.
                Estaban sentados en las gradas del Coliseo esperando para empezar el entrenamiento.
                -Milo… -susurró como si esperase que el otro no lo oyera.
                -¿Sí? –se volvió para mirarlo.
                Para su desgracia sí lo había oído así que no tenía más remedio que continuar.
                -Mi maestro volverá a Siberia en unos días –tragó saliva y continuó-. Va a entrenar a un aspirante a Caballero de Plata y yo… -las palabras se le atragantaban- … yo…, yo voy a volver con él.
                Milo abrió mucho los ojos y negó.
                -¿Por qué vas a hacer eso? –preguntó incrédulo.
                -Bueno, aún tengo mucho que mejorar –explicó balbuceante.- Mi soplo glacial aún dista del cero absoluto y si me quedo aquí nunca lo conseguiré. Necesito…, necesito el frío, para poder progresar y ser el Caballero que se supone que debo ser… -bajó la cabeza. Sabía que tenía razón pero la mirada de Milo lo hacía dudar de sus argumentos.
                Milo iba a replicar pero en ese momento lo llamaron y su vendaval de razones en contra tuvo que esperar. Cuando terminó el entrenamiento no vio a Camus así que buscó a Saga. El guardián de Géminis siempre le daba buenos consejos y ahora mismo necesitaba uno con urgencia. Lo encontró a la entrada de su Templo.
                -Saga –llamó.
                -Hola Milo –lo saludó-. ¿A qué viene esa cara? –preguntó cuando reparó en el ceño fruncido que el pequeño traía.
                -Camus dice que se va, que tiene que mejorar y que aquí no puede hacerlo –explicó atropelladamente-. ¿Qué es lo que quiere mejorar si ya ha conseguido su Armadura?
                Saga se acercó al menor y lo hizo sentarse a su lado.
                -Milo –pasó una mano sobre su rebelde cabellera- todos podemos mejorar siempre. Camus aún no ha llegado al límite de sus posibilidades y aquí no podrá hacerlo. Su energía cósmica –explicó- es distinta de la del resto de nosotros. Sus técnicas requieren de temperaturas muy bajas y este lugar no es el adecuado para eso. Supongo que no querrás que sea un Caballero débil. Aunque sea difícil para ti perder a un amigo deberías apoyarlo en esto. Él volverá. Si de verdad te consideras su amigo procura no ponérselo más difícil. Estoy seguro de que él tampoco quiere marcharse y tomar esa decisión le habrá resultado complicado pero sabe que es lo mejor.
                No era lo que hubiese querido oír, pero no le quedó más remedio que admitir que Saga estaba en lo cierto, así que, tragándose las ganas de llorar, buscó a Camus para decirle que entendía sus razones. Cuando volviera ellos dos decidirían quién era el más fuerte.
                Días después se despedían nuevamente, con ojos llorosos, esperando un pronto reencuentro.
__ ___ ____ _____ ____ ___ __
                -Milo –Shura lo saludaba con una ligera inclinación de cabeza.
                Le devolvió el gesto.
                -¿Cuándo has llegado? –preguntó.
                -Ahora mismo –respondió-. Si me permites, me gustaría llegar cuanto antes a mi Templo.
                Milo hizo un gesto con el brazo indicándole que podía pasar. Shura avanzó unos pasos y se detuvo.
                -Milo –llamó-. ¿Te acuerdas del niño bonito? –preguntó cuando tuvo la atención del otro.
                -Camus… -susurró. Claro que se acordaba de él. Pero había pasado tanto tiempo… Cinco años. Muchas cosas habían sucedido en ese tiempo. Las circunstancias los habían hecho madurar a toda prisa. En su cabeza tenía el recuerdo de un niño pequeño y no imaginaba cómo podía ser ahora. Todos habían cambiado, habían crecido…-. ¿Lo has visto?
                Shura asintió.
                -Hace como un mes Valo los trajo a él y a su otro discípulo a entrenar conmigo y mi maestro. Quería ver qué tal les iba en un lugar más cálido.
                -Y…, ¿cómo está?
                -Bueno…, digamos que se ha puesto… más bonito –informó sin emoción-. Aunque pronto lo verás por ti mismo porque, según me dijo, tenía intención de regresar en breve.
                Los siguientes días los pasó montando guardia a la entrada de su Templo esperando verlo aparecer.
                Esa mañana hacía calor y aunque su Casa estaba bastante arriba el aire no se movía en absoluto. Estaba sentado en las escaleras, acalorado y aburrido. Echó la cabeza hacia atrás y vio una figura que bajaba a toda prisa. ¿Quién demonios era? No había visto pasar a nadie hacia arriba. Se levantó para tener una mejor visión. Tan sólo los separaba un tramo de escalones. Una melena oscura que se agitaba por la carrera de su dueño… Tenía que ser él.
                Camus lo vio y frenó su carrera. Caminó despacio hasta quedar frente a Milo. Todas sus ansias se convirtieron repentinamente en indecisión. ¿Qué hacer?
                Cuando sus miradas se cruzaron dos pares de pupilas se dilataron cual las de un felino al acecho.
                -Milo…
                -Camus…


CONTINUARÁ...



Aclaraciones
-Dans la bonne ville de Tarascon: en la buena ciudad de Tarascon. Del “Tartarín de Tarascón” de Alphonse Daudet. No sería la lectura más adecuada para un niño de siete años pero fue lo único que pudo encontrar en Siberia que estuviese escrito en francés.
-En Grecia, debido a la rica estructura geológica y a la historia, se han formado una multitud de bellísimos subterráneos y cuevas submarinas, que se extienden tanto por el área continental como por la insular. La cueva de este capítulo no es ninguna en concreto, he tomado datos de varias para crear una.








domingo, 3 de junio de 2012

Castigada...

Bueno, pues ya que FanFiction me ha eliminado este fic porque, al parecer no puse correctamente la calificación por edades y, además, me ha castigado dejándome sin publicar "algunos días"; lo publicaré aquí XD


Recuerdo mojado

                Entró corriendo en la habitación y de un salto se encaramó a la cama. Sonrió mientras sentía su cuerpo rebotar sobre el mullido colchón.
                -¡Camus! –escuchó que alguien lo llamaba y miró hacia la puerta pero no encontró al que había gritado su nombre. ¡Caaamus…! –ahora le había parecido que la voz provenía de debajo de la cama así que se asomó por uno de los laterales para confirmar su sospecha.
                Una mano morena y pequeña se movía saludándolo y se descolgó un poco más para poder ver a quien se escondía.
                -¡¿Milo?! –exclamó cuando descubrió a su compañero-. ¿Qué haces ahí?
                -Estoy escondido –explicó, llevándose el dedo índice  a los labios en señal de silencio.
                -¿Y por qué te escondes? –susurró Camus.
                -No quiero que Argus me encuentre –respondió Milo, sonriendo ampliamente.
                -¿De qué te ríes? –se intrigó Camus. No entendía lo gracioso de esa respuesta.
               -Estás del revés –Milo soltó una pequeña risilla-. Ven aquí abajo, anda –pidió-. No quiero que me descubran.
                Camus se bajó de la cama y gateó bajo ella junto al pequeño de ojos turquesas.
                -¿Por qué no quieres que te encuentren? –preguntó tumbándose a su lado.
                -No me quiero bañar… –murmuró entre dientes-. Argus me frota como si fuese un trapo viejo –se excusó al ver el gesto de reproche del pequeño galo.
                -Exageras… -aventuró Camus.
                -¡No! –se defendió Milo-. ¡De verdad! –dijo agarrando el brazo de Camus para, a continuación, frotarlo con fuerza varias veces.
                -¡Auch! –se quejó el francés.
                Milo le tapó la boca para hacerlo callar y, por un instante, se miraron en silencio. Sus ojos brillaban con intensidad en la penumbra.
                -Hueles raro –dijo Camus al cabo de un momento, apartando la mano de Milo de su boca-. Y estás sucio –añadió señalando la mejilla del griego-. Deberías bañarte –sugirió al tiempo que asentía con la cabeza y lo miraba con seriedad.
                -Pero no quiero –negó Milo-. Argus me hace daño.
                -Báñate tú solo –apuntó Camus-. Yo lo hago.
                -¿Tú te bañas solo? –se sorprendió Milo.
                -Sí. Ya soy grande –afirmó orgulloso.
                -No. No lo eres… -terció Milo.
                -Sí. Sí lo soy… –reiteró Camus-. Yo me baño y luego Stavros sólo revisa si me he lavado bien detrás de las orejas –explicó, encogiéndose de hombros.
                Milo sonrió y peinó con la mano los desordenados cabellos de su compañero. Su corta melena aún estaba revuelta por haber estado colgado boca abajo un rato antes.
                -Hueles bien –dijo, aspirando el olor que se desprendía de los cabellos aún húmedos que acababa de peinar.
                Camus agarró la mano de Milo y tiró de él.
                -Ven conmigo –propuso-. Tengo una idea.
                Los dos pequeños salieron a rastras de debajo de la cama.
                -¿A dónde vamos? –quiso saber Milo mientras veía a Camus alejarse en dirección a la puerta de la habitación.
                -A que te bañes –respondió Camus.
                Milo arqueó ligeramente una de sus cejas y caminó hasta él.
                El futuro Guardián de Acuario había asomado la cabeza por la puerta y miraba hacia ambos lados del pasillo. Justo por encima de la suya otra pequeña cabecita realizó el mismo movimiento unos  segundos después. Nadie. Se miraron y tras un gesto de asentimientos los dos salieron corriendo hacia el cuarto de baño de la Onceava Morada.
                El agua subía mientras Milo vertía gel en la bañera y Camus lanzaba una esponja dentro.
                -Voy a buscar una toalla –anunció a su amigo-. Ahora vuelvo.
                Cuando regresó encontró al griego sumergido en un baño rebosante de espuma.
                -Creo que has echado demasiado jabón –rió.
                Milo le tiró la esponja.
                -Frótame la espalda –pidió-. Yo no llego.
                Camus recogió del suelo la esponja empapada y se acercó a la bañera. Se apoyó en el borde mojado de la pieza de porcelana e intentó frotar la espalda de su compañero que no paraba de moverse, tomando la espuma entre sus manos y haciéndola revolotear con soplidos.
                -Milo, estate quieto –pidió-. Así no llego…
                Se inclinó un poco más hacia delante para seguir con lo que hacía pero su mano resbaló, y no encontrando donde sujetarse sólo atinó a abrir mucho los ojos antes de terminar dentro del agua con un sonoro “splash”.
                Milo se dio la vuelta al escuchar el chapoteo y vio al francés emerger entre la espuma chorreando agua y boqueando como un pez.
                -Creía que ya te habías bañado –rió.
                Camus iba a protestar pero la expresión divertida de su amigo le hizo sonreír también.
                Los dos rieron, chapotearon y se lanzaron agua mutuamente. Terminaron su baño entre risas y tras secarse y vestirse nuevamente Milo se llevó las manos a la nariz y respiró profundamente.         
                -Ahora huelo como tú –aseguró con una sonrisa.

__ ___ ____ _____ ____ ___ __

                Habían finalizado el entrenamiento. Se sentía sofocado y sediento. Cansado. El sol de Grecia era su más encarnizado enemigo. Caminó hasta la sombra donde Milo lo aguardaba con una botella de agua fresca. La tomó de sus manos, echó un largo trago y se vació el resto del líquido cristalino por encima.
                -¿Calor? –preguntó el griego, divertido-. Pareces cansado.
                Camus se pasó la mano por la cara y el pelo enjugando el agua que escurría por su rostro y resopló.
                -Se me ocurre algo que nos vendría bien a los dos –Milo susurró sobre su oído.
                El acuariano no dijo nada; tan sólo contempló por unos instantes su pícara expresión. El de Escorpio sonrió y, dándose media vuelta, echó  a andar. Se detuvo tras unos pocos pasos para mirar por encima de su hombro y comprobar si el francés lo seguía. Camus no se había movido pero, cuando sus ojos se cruzaron, se dejó seducir por la mirada descarada de su compañero. Aceptó la propuesta con una sonrisa y dio el primer paso en su dirección.
                Las escaleras hasta el Octavo Templo desaparecieron rápidas bajo sus pies; enseguida franquearon las puertas de la Casa del Escorpión Celeste y caminaron a través de un oscuro y solitario corredor. Cuando lo vio agarrar el pomo de una de las puertas y sonreírle pudo adivinar cuál era la idea que Milo tenía en mente. El blanco cuarto de baño parecía estar esperándolos. Se apoyó contra el lavabo y una risa traviesa escapó de entre sus labios mientras veía al heleno preparar la bañera.
                -¿De qué te ríes? –preguntó el escorpiano sentándose en el borde de la porcelana para mirarlo.
                -Recordaba la primera vez que compartimos un baño. ¿Tú te acuerdas?
                -Por supuesto… -sonrió-. Y, en compensación, esta vez yo te frotaré la espalda –ofreció con un guiño y abandonó su posición para acercarse al galo.
                -Me parece perfecto –aceptó mientras comenzaba a desvestirse asistido por la destreza de Milo.
                Las manos del uno fueron descartando una por una las prendas que tapaban el cuerpo del otro y, en breve, no fueron más que una pequeña montaña de trapos multicolor sobre el albo suelo de baldosa.
                El agua dibujó ondas a su alrededor cuando juntos se introdujeron en ella. Milo se sentó y dejó que Camus se acomodase sobre su cuerpo.  Lo rodeó con los brazos y lo atrajo hacia sí hasta que la espalda del francés descansó sobre su pecho. El agua tibia se mecía acariciándolos con su cada vez más lento vaivén. La cabeza del de Acuario reposó sobre el hombro del griego y cerró los ojos, como adormecido; arrullado por la respiración cálida de su compañero estrellándose contra su mejilla. El ambiente húmedo hacía que sus pieles apareciesen perladas de pequeñas gotas de sudor que, incesantes, brotaban de sus poros para resbalar por sus cinceladas figuras y terminar hundiéndose en el océano templado de la bañera.
                Las manos de Milo se deslizaron por el cuerpo de Camus aprehendiendo cada una de sus curvas. Con el leve roce de las yemas de los dedos reconoció su sereno perfil; la frente, la nariz, la piel caliente y delicada de los labios… Lo acarició desde el cuello hasta los muslos; paseándose por los tensos costados, por los  leves surcos que se abren entre los músculos de su pecho y de su vientre y por los cálidos rincones que se esconden entre sus piernas.
                Se sentía completamente relajado. Sus párpados se resistían a levantarse. Hubiera podido dormirse. Tan sólo su respiración se iba haciendo cada vez más profunda según las manos de Milo avanzaban sobre su ser despertando un cosquilleo en su interior que lo impedía abandonarse en brazos del sueño. Se dejó hacer cuando el heleno lo empujó hacia delante y comenzó a mojar la piel de su espalda con la esponja. Era un pequeño placer sentir primero el tacto cálido del agua y justo después la suave brisa que provocaba la respiración de Milo sobre su dermis alabastrina.
                La luz del sol de media tarde entraba por una pequeña ventana y en el silencioso cuarto de baño tan sólo se escuchaban el sonido de sus respiraciones y el repiqueteo de las gotas de agua que se escurrían de la esponja cayendo con un rítmico compás.
                La espalda descubierta del acuariano era una verdadera tentación para las manos y los labios griegos que la acariciaron y besaron desde el centro hasta los hombros, sintiendo la humedad que la empapaba. Milo cerró los brazos alrededor del cuerpo de Camus haciéndolo reposar de nuevo sobre el suyo y retiró, con suavidad, los cabellos que, ahora húmedos, se le pegaban a la cara y a la espalda. Podía percibir el fuerte palpitar de ambos corazones mientras besaba cada poro de su cuello abrazado a su cintura.
                Camus abrió los ojos y acarició las piernas de Milo; sus muslos prietos, sus rodillas tan suaves como la envoltura de un melocotón y la tersura de sus corvas de seda entretanto los labios de este repartían besos en el  hueco que se formaba entre su cuello y su hombro.
                De pronto una pequeña sombra oscureció la estancia. Algo se había colado por la ventana impidiendo que el sol continuase iluminándolos.
                -Parece que tenemos visita –anunció Camus tras alzar la vista y descubrir al responsable de ese fenómeno.
                Un parajillo se había posado sobre el alféizar del reducido ventanuco del baño.
                Milo silbó y el pequeño pájaro saltó un par de veces sobre sus patas para quedar de frente a los dos Caballeros.
                -¡Eh! Pajarito curioso, ¿qué crees que haces ahí? –el avecilla ladeó la cabeza y lo miró como si lo estuviese escuchando.
                -¡Vaya! –rió Camus-. Te ha hecho caso.
                -Claro… Comería de mi mano si se lo pidiese –fanfarroneó Milo.
                -No me digas… -retó el galo.
                Milo silbó de nuevo y extendió uno de sus brazos en dirección a su visitante.
                -Ven pajarito… Ven… -pidió. El pájaro desplegó sus alas y tras agitarlas un par de veces emprendió el vuelo para desaparecer tan rápido como había aparecido.
                -Te morirías de hambre si fueses un escorpión de verdad… -rió Camus. Tu presa se te ha escapado…
                -Te equivocas –aseguró-. Hace ya mucho que atrapé la única presa que me interesaba cazar –finalizó su explicación dejando un beso sobre la mejilla del acuariano.
                -¿Eso es lo que crees? –cuestionó Camus con tono retador, girando el rostro por encima del hombro para mirar a Milo a los ojos.
                -Eso es lo que sé  -afirmó y acalló con un beso la segura réplica de Camus.
                Los labios se juntaron y separaron repetidas veces; regalándose breves y vibrantes encuentros. Las bocas se demoraban cada vez un poco más en separarse. Ese roce suave transmitía calor a sus cuerpos mojados.
                -¿Ya no estás cansado? –preguntó Milo entre resuellos.
                Con la cabeza apoyada en la frente del griego Camus negó con una sonrisa.
                -Estupendo –sonrió y, de nuevo, volvió a la boca del de Acuario para repetir un sinfín de caricias de labios y de lenguas entrelazadas en un baile frenético
                El deseo había despertado y el ansia por satisfacerlo comenzó a escapar de sus gargantas en forma de jadeos. Una mirada bastó para comprenderse.
                El francés descansó, de nuevo, su cabeza sobre el hombro del de escorpio y arqueó su espalda despegando sus caderas de las de su compañero para concederle paso franco a su cuerpo. Retuvo un suspiro entre sus labios al sentir como era invadido el espacio entre sus glúteos.  Milo lo acariciaba suavemente y se adentraba con precaución. Su respiración se fue haciendo más profunda y agitada y sus caderas bailaban mientras los dedos del heleno acariciaban con mimo sus adentros.  Los movía hacia delante y hacia atrás, aumentando su excitación y haciéndolo jadear con intensidad. Exhaló cuando los sintió retirarse y dejó que las manos diestras de Milo lo guiasen para fundirse en una íntima unión.
                El griego entrecerró los ojos y se mordió el labio inferior entretanto su sexo erecto iba avanzando por el camino que tantas veces había recorrido. Gimió al sentir la maravillosa sensación que era el cuerpo del galo abriéndose para dejarlo entrar. Poder disfrutar de la tersura de ese hombre; rozar su cuerpo contra esa piel blanca y sedosa le provocaba un goce indescriptible. Algo que iba más allá del placer físico. Era la total enajenación de sus sentidos. Camus había poseído cada uno de sus pensamientos; inundado todos los poros de su piel y se había quedado con su corazón. Y no le importaba. En absoluto. Junto a él alcanzaría el clímax del placer y la felicidad porque sabía, y eso era lo mejor, que él le correspondía. Lo escuchó gemir al llegar al final y lo abrazó. Lo rodeó con los brazos, puso las palmas de las manos sobre sus pectorales y apoyó la frente contra su espalda. Lentamente comenzó a besarlo. Sus labios se posaron detrás de sus orejas para pasearse por el cuello hasta la nuca. La respuesta de Camus fue un ronco ronroneo que parecía escaparse desde lo más profundo de su garganta. Sujetó su cintura y, tras dejar un último beso entre sus omóplatos, lo instó a moverse.
                El francés entrelazó los dedos con los del heleno y movió las caderas adelante y atrás un par de veces, arrancando de las gargantas de ambos un murmullo placentero.  El cuerpo de Milo acompañó al suyo en un excitante bamboleo. Pequeños gemidos comenzaban a escapar de entre sus labios. Sus cuerpos clamaban por más. Deshizo el agarre y sus manos se aferraron a los bordes de la bañera para iniciar un lento movimiento ascendente y descendente. Sus caderas se movían despacio; hacia arriba, liberando casi por completo la erección del escorpiano y hacia abajo, dejando que entrase hasta el fondo. Una vez y otra vez, dejándose arrastrar por un sinfín de deleitosas sensaciones. Las manos del griego acariciaban su cuerpo; acompasándose a sus movimientos. Las sentía deslizarse por sus costados, apretar sus caderas, colarse entre sus piernas… Se retorció ligeramente cuando Milo cerró los dedos alrededor del tenso tronco de su pene para comenzar a masajearlo rítmicamente. Gimió con fuerza y apretó los dientes mientras continuaba impulsándose incansable entretanto sentía como el placer lo inundaba; acercándolo al clímax a medida que sus movimientos y los del griego alcanzaban mayor velocidad.
                La mirada del octavo guardián se clavó en la estampa del acuariano. Recorrió despacio su desnuda anatomía. El esfuerzo dibujaba nítidos cada uno de los músculos de su cuerpo. Su vista delineó venas y tendones hinchados por la tensión. El placer lo obligó a cerrar los ojos por un instante y cuando los abrió de nuevo encontró el reflejo de ambos en el espejo del baño. Sus rostros teñidos de carmín; las bocas abiertas, dejando escapar largos gemidos de placer; sus cuerpos torneados y sudorosos; el sexo del francés entre sus manos, enrojecido y duro, a punto de derramarse bajo la caricia de sus dedos. Empujó sus caderas hacia arriba. Camus gemía con la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás. Las convulsiones que pudo notar en su cuerpo fueron señal de que estaba cercano al orgasmo. Aceleró el vaivén de su pelvis.  La necesidad de desahogo comenzaba a consumirlo y sus movimientos comenzaron a desquiciarse. La temperatura de su cuerpo ascendía tanto como la intensidad de sus gemidos.
               
                Continuaron agitándose frenéticamente por unos momentos más, abocándose a un liberador orgasmo entre gritos cortos e intensos; uno que llegó envolviéndolos en una nebulosa de éxtasis cuando sus cuerpos llegaron a la culminación de su resistencia. Suspiros, gemidos y palabras entrecortadas reverberaban en el amplio baño. Con un agónico sonido gutural Camus comenzó a convulsionarse sobre el cuerpo de Milo quien pronto también sintió una corriente de placer recorriéndole la espalda. Tras unas últimas penetraciones más lentas y profundas se relajó sobre el fondo de la bañera. Camus, apenas sin fuerzas, descansó su cuerpo sobre el del griego. Milo acarició su pelo mientras sus respiraciones iban normalizándose. Se miraron y sus labios dibujaron una sonrisa.
                -Y esto era para que me relajase, ¿no? –ironizó el francés.
                -¿Me dirás que no te sientes relajado? –preguntó arqueando las dejas con expresión incrédula.
                La sonrisa de Camus se amplió en su rostro.
                -La próxima vez trabajarás tú –advirtió.
                -Será un placer… -aceptó divertido viendo al francés negar con la cabeza, resignado-. Levanta –pidió, a continuación, dándole un pequeño golpe en el hombro.
                Salió del agua y agarró un par de toallas. Se enredó una a la cintura y se acercó al francés con la otra en la mano. Alargó el brazo y tomó entre sus dedos un mechón de la melena oscura del acuariano.
                -Ahora tú hueles como yo… –certificó acercándoselo a la nariz y aspirando con profundidad. Imitó la sonrisa que Camus le ofreció y, a continuación, se esmeró en secarle el cuerpo firme y reluciente enjugando con el suave paño de algodón las gotas que brillaban sobre su piel. Se entretuvo un poco más deslizando la toalla entre los muslos prietos del galo.
                -Milo… Me parece que ya estoy bastante seco…
                -¿Sí…? ¿Tú crees? –se miraron divertidos.
             Camus tiró de la toalla que sostenía el escorpión para cubrirse con ella y caminó hasta el montoncillo que habían formado sus ropas en el suelo en busca de lo que llevaba puesto cuando llegó. Arrugó la nariz.
                -No puedes volver a ponerte eso –rió Milo.
                Camus lo miró.
                -¿Tienes alguna sugerencia?
                -Quédate esta noche…
                -El problema seguirá ahí por la mañana… -sonrió.
                -Bueno. Entonces…, mañana lo solucionaremos –resolvió y tomó la mano del francés para arrastrarlo fuera del cuarto de baño.
                En el dormitorio principal del Octavo Templo las cortinas que cubrían la ventana entreabierta bailoteaban mecidas por una ligera brisa de primavera. La estancia estaba fresca y silenciosa cuando entraron en ella.
                -¿Dormiremos en el suelo? –cuestionó Camus. La cama de Milo estaba cubierta por un sinfín de bártulos. Libros, mapas, algunas ropas, una bandeja con restos de comida… Cachivaches varios se esparcían por toda su extensión.
                -¿Acaso tienes sueño? –lo miró con ironía.
                El francés se acercó al lecho y tomó uno de los mapas. Conocía bien el perfil que se dibujaba en el plano.
                -¿Una misión? –preguntó despegando los ojos del plano y enfocando su mirada en el griego.
                -Sí –confirmó-. Una menudencia. Pero deja eso ahora… –pidió, arrebatándole la carta de las manos. Estiró el brazo para volver a dejarla donde había estado un momento antes y apoyó las palmas sobre el pecho de Camus para empujarlo contra la pared a su espalda. Acercó su cara a la del galo y susurró-. Tengo que comprobar si te has lavado bien detrás de las orejas…
                El Guardián de Acuario rió y pronto su risa se vio ahogada por los labios del heleno que, ansiosos, se posaron sobre los suyos. Milo lo tomó por la cintura, acercando sus cuerpos. Lo besó a penas rozando sus labios y rodó hasta la barbilla para mordisquearla suavemente. Continuó por el camino sinuoso del cuello hasta la oreja donde su lengua, inquieta y atrevida, se entretuvo jugueteando.
                -Creo que te daré el visto bueno –concedió al separarse.
                Una sonrisa se formó en los labios de Camus. La mirada de Milo lo hipnotizaba. No se cansaría nunca de perderse en ella. Acarició suavemente sus mejillas y recorrió sin prisas el contorno de su rostro con los dedos hasta el nacimiento de su cabello. El tacto suave y tibio de esa piel morena era su único y más íntimo vicio. Aproximó su rostro para inhalar el olor del pelo húmedo de Milo mientras tanto sus manos descendían hasta las caderas griegas para hacer caer la toalla que lo tapaba. Besó con ansia sus hombros y la superficie de la piel que descubrió bajo su cabellera y le susurró un contundente “te deseo”.
                El de Escorpio lo miró. Sus ojos azules se clavaron en los más oscuros de su compañero mientras pasaba las manos, distraídamente, por la ondulación de sus bíceps. El pedazo de algodón que el francés aún mantenía sobre su cuerpo fue un rival fácil de batir. Juntó sus  caderas oprimiendo ambos sexos. Los dos estaban listos. Besó al francés con los labios entreabiertos. Ninguno de los dos cerró los ojos durante ese beso. Permanecieron mirándose el uno al otro, ratificándose en su mutuo deseo.
                Camus se escurrió de entre los brazos de Milo. Su espalda resbaló por la pared y en su descenso sus labios pasearon su ardiente humedad por el cuello y el pecho del griego. Sus rotundos pezones se erguían desafiantes. Los acarició con la yema de los dedos, definiendo su volumen y luego fue su boca la que les brindó mimosas atenciones, deleitándose en su cúspide mientras se sentía perdido en las desbordantes sensaciones que le despertaba cada vez el hombre que abrazaba. No importaba cuántas veces se hubiesen entregado. Cada vez era como la primera. Desde el inocente primer beso hasta ese mismo momento la emoción que experimentaba al tenerlo cerca no había cambiado. Quizás fuese por la obligada distancia; quizás porque nadie más se había esforzado tanto por acercarse a él, quizás… Quizás fuese tan sólo que compartían el mismo sentimiento… El más sublime de los sentimientos… Milo había comenzado a gemir bajito y sentía sus dedos jugueteando con su melena. Continuó descendiendo por su vientre; palpando su duro abdomen; definiendo la forma de su firme musculatura hasta llegar a su entrepierna. Tomó con una mano la más que despierta masculinidad del griego y la lamió con suavidad, pasando la lengua desde la base hasta la punta, una vez y otra vez más, mientras con la otra acariciaba sus testículos. Siguió  acariciándolos con la lengua e introduciéndoselos en la boca con cuidado; aprisionándolos suavemente entre sus labios.
                Milo apoyó una de sus manos contra la pared. Le temblaron las rodillas cuando, por fin, Camus se introdujo su sexo en la boca y comenzó a mover la cabeza adelante y atrás; abarcando un poco más en cada movimiento. Revolvía sus cabellos y miraba hacia abajo. De vez en cuando el francés levantaba la vista y lo miraba consiguiendo estremecerlo al tiempo que sus dedos largos avanzaban y retrocedían en su interior. Las sensaciones comenzaban a ser demasiado intensas y, sujetándole la cabeza con las dos manos lo hizo levantarse. Apoyó su frente en la del galo y tomó aire con intensidad durante unos momentos mientras el otro le acariciaba el cabello.
                -Vamos –dijo al fin. Agarró la muñeca de Camus y dio un par de pasos en dirección a la cama pero se detuvo al ver que allí no había espacio para ellos. Miró al acuariano y empujando sus hombros hacia abajo lo hizo sentarse en el suelo a los pies del lecho. Después, descendió lentamente sobre su regazo; penetrándose despacio.
                Los dos gimieron de placer cuando toda la extensión de Camus se perdió dentro de Milo. Se miraron con intensidad; acariciándose con dulzura antes de comenzar a moverse en un bamboleo rítmico y muy lento que poco a poco fue dando paso a un sinfín de jadeos constantes. En ese momento eran uno solo, envueltos en un gozo increíble. Sus  rostros transformados en placer; las expresiones de deseo salvaje que leían en sus caras aumentaba su excitación. Sus manos se perdían entre ambos cuerpos recorriéndose locamente. La danza continuaba; cada vez más rápido, cada vez más fuerte… Seguían mirándose el uno al otro, comprobando maravillados lo que tenían ante sí. El clímax se acercaba rápido y los dos lo sabían. Se detuvieron. Milo echó la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos aspiró intensamente. Camus acarició su cuello. Sus bocas se buscaron y, durante un rato, permanecieron quietos en esa posición mientras no dejaban de besarse; disfrutando de su unión.
                Sus cuerpos decidieron por ellos. La necesidad de moverse se apoderó de sus músculos. Milo estiró los brazos para sujetarse de la tabla de madera labrada que servía de remate a su cama y procedió a moverse de nuevo encima del francés. Arriba y abajo. Primero lento y luego más rápido cada vez a medida que crecía la excitación. Camus apretaba sus nalgas con las manos y se movía persiguiendo sus caderas. Sus ojos no se despegaban. Sus labios se juntaban y sólo se separaban para dejar escapar gemidos de placer. Ya no pensaban. Sólo se dejaban llevar por el deseo de sentirse hasta que sus sentidos parecieron abandonarlos. Ya no veían, ya no oían… El mundo desapareció y sólo pudieron sentir la plenitud de un increíble orgasmo inundándolos; arrastrándolos a un abismo de placer del que creyeron no salir jamás.
                La cabeza de Milo reposó sobre el hombro de Camus. Acarició su mejilla entretanto sentía las caricias del galo en su espalda.
                -Estamos sudando otra vez –afirmó dibujando una sonrisa contra la dermis francesa. Levantó la cabeza y juntó sus narices mientras sus labios dibujaban una sonrisa  y propuso-. ¿Un baño?


FIN