lunes, 4 de marzo de 2013

Regalitos tardíos...

Febrero ha sido un mes raro; para lo corto que es ha tenido de todo, positivo y negativo. Obviaré lo negativo y me quedaré con que después de una larga temporada alejadas, las musas parece que vuelven a acercarse a mí.

"Pasión Latente", el club de fans de Camus y Milo, y "Éternel", el club de fans de Camus, en el foro Saint Seiya Yaoi, pusieron en marcha un evento para celebrar el cumpleaños del acuariano y, por supuesto, yo me puse manos a la obra para ofrecerle regalitos a mi consentido <3

El primero es una viñeta, que describe un momento tontorrón entre los dos XD

Feo
                   Hoy es uno de esos días en los que no puedo sacarte de mi cabeza; sin importar dónde o con quién esté, lo que sea que tenga que hacer o la hora que marque el reloj; tú lo ocupas todo.
                Mis pies me encaminan hacia donde sé que te encontraré. Ahora no tengo que engañar a mi cuerpo con caricias que son sólo mías, ni saciar con recuerdos mi necesidad de ti; ahora estás aquí.
                Empujo suave la puerta de tu cuarto; es tarde. El ocaso ofrece escasa luz, pero tú tienes la nariz metida entre las hojas de un pequeño libro sin darte cuenta, seguro, de que el sol no te ilumina ya. Temo que más tarde o más temprano terminarás por usar esas viejas gafas que un día encontraste en la biblioteca. Quién sabe cuánto tiempo llevarás perdido entre letras. Reprimo el impulso de llamarte; me daré el gusto de recrearme un poco más en tu visión, pero sólo un poco o empezaré a pensar tonterías. Oh, sí… Mi cerebro se empeña en evocar palabras que nos avergonzarían a los dos si mis labios llegasen a pronunciarlas. ¡Maldita sea! Soy como una colegiala…
                ¡Ya basta!
                Será una lástima interrumpir tu quietud, perder la oportunidad de seguir mirándote, pero es que ahora quiero que me mires a mí.
                No tardo nada en llegar hasta ti. Puede que no te enterases de la partida del sol, pero de mi llegada sí te enterarás. Yo no seré tan sutil.
                Unos pocos pasos y te arrebato el libro de las manos, lanzándolo por encima de mi hombro, lejos de ti. Tus ojos, abiertos en sorpresa, siguen el arco que tu perdida lectura describe hasta aterrizar en el suelo y luego te vuelves a mirarme. ¿Ves cómo en mí sí has reparado?
                «Lo estaba leyendo», dices. Como si no lo supiera. «Ya», sonrío entretanto me siento sobre tus piernas. Sé que ese libro caído con las páginas abiertas de cualquier manera te molesta demasiado; quiero impedir que te levantes para ir a recogerlo.  Sujeto entre las mías tus manos y acerco mi rostro al tuyo, tanto que el aire que respiro es el que acaba de abandonar tus pulmones. «Hola», susurro. Tú repites el saludo y te echas hacia atrás; desde tan escasa distancia es difícil enfocar, pero no quiero que te alejes. Dejo ir tus manos para tomarte el rostro y traerte de vuelta. Las ideas vergonzosas siguen revoloteando en mi cabeza mientras te miro fijamente; insisten en salir. Esperas que diga algo. La ligera curvatura de tus particulares cejas, una sonrisa a medio esbozar, el brillo curioso de tus pupilas ¿No puedes leer en mí como en los libros?
                Tus labios se separan y me apresuro a colocar un par de dedos sobre ellos. Quiero ser yo el que hable. Ya lo he decidido. Es tonto, pero, de algún modo, tengo que decírtelo. «¿Sabes, Camus? –pregunto, apretándote levemente–. Eres feo». Arqueas ambas cejas. Estás sorprendido y sonríes dubitativo. ¿No me entiendes o no quieres entenderme? «Gracias», respondes. Suenas raro, porque la presión de mis palmas en tus mejillas impide el normal movimiento de tu boca. Sonrío. Ya que he empezado no voy a detenerme ahora. «Realmente feo», insisto. Tu expresión es francamente divertida. ¿Crees que me burlo? Me acerco a tu oído y persisto en mi argumento: «Siempre lo has sido –rio levemente y te enfrento de nuevo, haciendo gala de una sonrisa burlona–. Eras un crío horroroso y con los años te has ido poniendo cada vez más feo –te suelto la cara y acaricio despacio tu mejilla–. Tanto, que duele mirarte». Sonrío ampliamente. He logrado avergonzarte; siento el calor de tu piel y tus ojos no me miran, muy ocupados mirando, sólo tú sabes qué, en el espacio entre nuestros cuerpos. «Camus», te llamo. Ladeo la cabeza y busco tu mirar. «Caaamus…», tarareo. «Feeeooo…». Ya no digo más. Me agarras del cuello y depositas un furtivo beso en mis labios antes de decirme, clavando tu mirada en la mía: «Cállate, Quasimodo».


FIN



El segundo es un one-shot que hacía mucho tiempo que tenía en la cabeza, pero que por una cosa u otra se había quedado demasiado tiempo a la espera.

Les adieux

                    Anochecía.

                Por la ventana abierta entraba, junto con el calor del estío, una luz morada que delineaba sus figuras perfilándolas con un halo sutil. Camus levantó la cabeza; su mirada se había quedado prendida de los dibujos irregulares del suelo mientras seguía los pasos decididos de Milo atravesando la habitación. El eco alegre de su voz le acariciaba los oídos; reía contándole algo relacionado con Aldebarán, unos pequeños aprendices y un improvisado entrenamiento. Se apartó un mechón del cabello que le caía sobre los ojos y miró al griego. Estaba sentado sobre la cama; se había quitado la camiseta y ahora se afanaba en deshacer las ataduras de su calzado. Sonreía mientras hablaba. No lo había visto en todo el día; las horas pasaran lentas y silenciosas deslizándose suaves por las páginas del libro con el que se había entretenido, pero Milo había llegado, momentos atrás, para romper la habitual calma de la Casa de Acuario, para hacerla suya, para quedarse con su atención…

                ¿Cuándo había pasado eso? ¿Cuándo le diera permiso para colarse en su vida? ¿Cuándo había dejado de molestarle que lo hiciese? De hecho,  ¿alguna vez le había importado? Milo estaba en su vida desde que podía recordar; cualquier momento vivido a su lado era un recuerdo siempre especial. Justo como ese instante. ¿Cuántas veces se habían desvestido el uno al otro? Hacía tiempo que perdiera la cuenta. No había ningún rincón desconocido para él en ese cuerpo, pero no importaba; descubrirlo, contemplarlo, acariciarlo, simplemente sentir su cercanía suponía ya un pequeño placer y, cada vez, era tan hermoso, tierno y excitante como la primera.

                —¿Vas a quedarte ahí parado mucho rato? –El griego se estiró con lujuria–. Me siento solo aquí –se quejó con un mohín infantil.

                —Tal vez… –respondió con calma–. No se está mal… Aquí.

                Con una sonrisa pícara y más que elocuente, Milo se levantó de la cama y caminó hacia el acuariano. Se detuvo a unos pocos pasos de él y esperó, unos segundos, la reacción del francés.

                —¿No? –preguntó, meloso.

                Camus negó con la cabeza y Milo dejó escapar un exagerado suspiro de resignación antes de volver a avanzar. Sólo tres pasos, calculadamente lentos, mientras su mano acariciaba despacio esa maravilla de firmeza que era su vientre. Seis impecablemente burilados músculos orientados hacia las costillas, bajo un pecho liso, tenso y bronceado.

                El provocativo gesto del escorpiano le produjo un burbujeo de emoción en el estómago, pero sólo se permitió esbozar una casi imperceptible sonrisa al tiempo que negaba de nuevo.

                —¿Tampoco? –Milo respiró hondo y compuso una encantadora sonrisa. Con un único y rápido movimiento se plantó delante de Camus, agarró con fuerza la tela de su camiseta y tiró de él hasta que sus labios casi chocaron-. Así me gusta –fanfarroneó–. Que vengas aquí cuando yo te lo digo.

                Camus parpadeó, perplejo un par de veces y enseguida, los dos rieron divertidos, celebrando la gran victoria del griego.

                —¡Eh! –Puso su mano sobre los labios de Camus mientras procuraba cambiar su gesto sonriente por uno ofendido–. No te rías de mí…

                —No lo hago. –Lo miró sonriendo al tiempo que le agarraba la mano y besuqueaba despacio las yemas de sus dedos–. No me atrevería…

                —Más te vale –le advirtió.

                Clavó levemente las uñas de su mano izquierda en el abdomen del acuariano y calló su posible queja con un beso que ya se había retrasado demasiado; largo, húmedo, sosegado… Lo sujetó del cuello e introdujo la lengua entre sus labios, pegando sus bocas, saboreándolo despacio, deslizándose hasta su cuello con mordiscos juguetones.

                —Ven. –Sin perder el contacto de sus cuerpos dio media vuelta y enredó los brazos de Camus alrededor de su cintura para arrastrarlo consigo, intentado llevarlo hasta la cama.

                —No. –Lo retuvo, apretándolo contra sí, y apoyó la frente en la cabeza de Milo, sintiendo como sus cabellos le hacían cosquillas en la nariz y los ojos.

                —¿Aquí? –Se estremeció cuando Camus le apartó el pelo y posó los labios sobre su nuca, sin prisa por retirarlos–. Como quieras… –suspiró.

                El francés le dio un beso en la mejilla, dibujando una sonrisa contra la piel suave de su rostro, y deslizó los labios por su cuello, besándolo suavemente, culebreando sobre la piel con la lengua. Milo respiró hondo; las manos de Camus le acariciaban febrilmente el pecho y las suyas viajaron hasta la cremallera de su pantalón para bajarla y liberar su miembro ya semitumefacto.

                —¿No me vas a decir qué tiene de especial esta baldosa? –Empujó la cadera contra la pelvis de Camus, moviéndose provocativamente, haciendo crecer la excitación en ambos.

                —No… –Sus labios seguían tan cerca del escorpiano que pudo sentir el calor de su propio aliento chocando contra ambas pieles.

                Milo movió la cabeza y gimió; Camus había deslizado la palma de la mano sobre uno de sus pezones y ahora lo sujetaba entre dos de sus largos dedos, apretándolo con suavidad. Buscó la boca del galo que, enseguida, se acopló a sus labios, presionando su lengua contra la de él y se besaron con deliciosa languidez, ajenos al pasar de segundos y minutos, mientras no dejaban de acariciarse.

                Muy despacio, con mesura, Camus deslizó los dedos por el vientre de Milo hasta llegar a sus muslos. El escorpiano jadeó; agarró la mano del francés y la guió en una placentera caricia a lo largo de su sexo despierto. La oleada de placer fue tan intensa que hizo que el sudor escapara por todos los poros de su piel; su excitación iba en aumento. Camus era suave, cálido, deleitosamente meticuloso… Sus labios le recorrían el cuello y sus etéreas manos seguían moviéndose libremente por su cuerpo, guiándolo por las distintas fases del placer. Abrió los ojos, procurando no ceder aún y la vio. En una esquina del cuarto, oculta entre las sombras del crepúsculo, una pequeña y desgastada maleta esperaba ser cerrada.

                —Has recogido tus cosas –Milo musitó entre jadeos–. ¿Eso tampoco ibas a decírmelo?

                Camus no le respondió esta vez. Dejó un último beso sobre su hombro y luego apoyó la cabeza en él. No. No iba a decírselo. Despedirse siempre era demasiado duro y pasar juntos esas horas previas sabiendo que serían las últimas en no sabían cuánto tiempo no ayudaba así que, ¿por qué pasar por ello una y otra vez? ¿Qué podrían decirse que no se hubieran dicho ya? ¿Acaso iban a encontrar en alguna ocasión la frase que les diera consuelo? Dejar atrás a Milo, darle la espalda a su acogedora mirada, era cada vez un poco más difícil; algo en lo que prefería no pensar.

                Supo lo que pasaba por la mente de Camus; los mismos pensamientos que, de pronto, le llegaron también, pero decidió que en ese momento era mejor ignorarlos. Respiró profundamente y se volvió hacia él decidido a enfrentar su mirada. Cuando vio la preocupación en sus ojos, Milo intentó calmarla con besos. Llevó las manos a sus mejillas y lo besó repetidas veces. Camus respondió con un grave ronroneo y abrazándolo con fuerza. En ese momento estaban en perfecta comunión; nada más importaba, sólo ellos.

                —Ayúdame con esto, anda. –Lo que habían empezado seguía pendiente de realización. Le dio un sonoro beso en la mejilla y le sonrió con picardía mientras sus manos se afanaban ya en desabrocharle el pantalón.

                Él mismo se quitó la camiseta, después observó los dedos de Milo moverse con la maestría que el tiempo les había concedido y, enseguida, sintió la ropa deslizándose por sus piernas. Estiró un brazo e hizo caer la que, ya a medio bajar, se resistía a despegarse de los muslos del escorpiano. Las prendas de ambos no tardaron mucho en convertirse en unas telas arrugadas a sus pies, que terminaron de quitarse pisoteándolas en el suelo sin despegarse sus miradas, leyendo en las pupilas contrarias el deseo.

                Milo esbozó una sonrisa radiante y Camus tuvo la clara impresión de que podía sentir sus emociones: puras, tiernas, apasionadas… Un escalofrío descendió desde su nuca, erizándole el vello pelo a pelo. De pronto, fue consciente de las reacciones de su cuerpo y sonrió también. Sin prisa alguna, el escorpión dorado dibujó el contorno de la sonrisa de su compañero deslizando con sutileza la punta de su índice sobre sus labios, interrumpió la caricia para apretarse contra él y, rodeándolo con los brazos, hundir la cara entre su pelo, emitiendo un profundo suspiro. Camus le acarició la espalda y, por un momento, se mecieron en silencio al compás de sus respiraciones hasta que el griego se separó unos pocos centímetros, permitiendo al aire de la noche colarse entre los dos.

                –No vayas a moverte ahora –dijo.

                Contorneó la circunferencia de su ombligo, centro gravitatorio de un vientre duro y plano, desde el que descendió acariciando la fina línea de vello que iba a morir en su pubis. La mirada del heleno era intensa; Camus le acarició los hombros con levedad y lo miró fijamente, demorándose en sus claras y grandes pupilas. Creyó que iba a acercar su rostro y besarlo, pero, en lugar de eso, sonrió maliciosamente,  le pellizcó una nalga y se arrodilló frente a su sexo a medio despertar. 

                Milo posó los labios en las caderas del francés, luego en el pliegue de la ingle, donde la punta de su lengua logró arrancarle un estremecimiento, y siguió afanado en besar cada pedazo de piel entre el ombligo y los muslos mientras le acariciaba los glúteos. Escuchó a Camus suspirar. Acto seguido, sujetó delicadamente la turgencia de su sexo y deslizó la lengua, presionando levemente, recorriéndolo adelante y atrás, reconociendo cada centímetro de ese miembro que conocía desde antes de que alcanzase las proporciones que ahora lucía. Separó los labios y lo cubrió con ellos, despacio. Cuando llegó al tope que su boca le daba, retrocedió igual de despacito, deleitándose con ese sabor tan especial que para él tenía la piel del francés. Se detuvo al final del glande y lo colmó de lengüetazos; mientras con los labios ejercía una leve presión y con una mano continuaba masturbándolo, su lengua se movía en círculos, dando pequeños golpecitos, insistiendo siempre en el mismo lugar, jugando justo en su agujero.

                Camus se oyó gemir. Tenía la impresión de que la lengua de Milo estaba en cada parte de su ser y que todas sus terminaciones nerviosas se habían desplazado al mismo lugar de su cuerpo; las piernas amenazaban con dejar de sostenerlo.

                –Milo… –llamó. Tomó su rostro entre las manos y se inclinó, pegando su frente a la del griego.

                El acuariano tomaba aire con intensidad a través de sus entreabiertos labios, Milo podía sentir su aliento sobre los suyos. 

                –Te has movido –susurró contra su boca.

                Camus se incorporó y miró a sus pies. Seguían dentro de la misma baldosa.

                –No –respondió.

                Milo arrugó la nariz, burlón, y se sentó en el suelo. Observó al francés: algunos mechones de su largo pelo se le habían pegado a la piel por obra del sudor que había empezado a brotar de sus poros, dotándola de un brillo acuoso, y el esfuerzo por mantenerse en pie había dibujado nítido cada músculo, como los de una estatua minuciosamente esculpida. Mientras lo miraba, su mano resbaló hasta su propia entrepierna y comenzó a acariciarse. Regresó a su rostro, en busca de los ojos galos. Camus lo estaba mirando y simplemente le sostuvo la mirada, mordiendo su labio inferior con una media sonrisa.

                Camus ladeó ligeramente la cabeza y su boca compuso un tenue gesto que imitaba al del escorpiano. No le hizo falta palabra alguna. Sabía lo que Milo quería; sus ojos, sus labios que no precisaban de vocalizar para hablarle, la inocente picardía de su gesto… ¿Cuándo habían aprendido a entenderse sin hablarse? No podía recordarlo, pero, ¿qué más daba? Era otra cosa más que simplemente había sucedido, fruto de ese vínculo nacido años atrás, cuando eran dos críos que ni siquiera hablaban el mismo idioma, sin embargo, ya entonces, se habían entendido.

                Milo se acomodó sobre las frías baldosas, tendiéndole los brazos, invitándolo a reunirse con él en ese pequeño espacio de suelo que sería su lecho ese anochecer y Camus aceptó del mismo modo en que había sido invitado, en completo silencio. Se dispuso a horcajadas sobre la morena figura de su compañero, le apoyó ambas palmas sobre el pecho y descendió hasta que notó entre los glúteos  el calor de su sexo erecto dispuesto a invadir sus entrañas. Apretó los dientes y continuó bajando con sumo cuidado, venciendo la resistencia de su cuerpo con un quejido ronco que se confundió con el del heleno. Eso, ambos lo resentirían después.

                Las iniciales pataletas de Milo por sus partidas se habían acabado tiempo atrás; ya no había reproches ni apelaciones al sentimiento que compartían en vanos intentos de retrasar lo inevitable. Los años habían terminado por imponer una calma engañosa, porque seguía sin ser fácil. Pero lo que el paso del tiempo no había vencido era esa aguda punzada de culpabilidad que se alojaba en su pecho cada víspera de despedida, esa pequeña debilidad con la que el escorpiano había aprendido a jugar y que lo hacía plegarse a su voluntad.

                Permaneció quieto y durante un tiempo indeterminado no hicieron más que mirarse, disfrutando de la mutua contemplación, y tocarse, sabiendo que tanto les gusta acariciarse como ser acariciados.

                El movimiento inició despacio, suave, pero firme, acompañado de un par de gemidos casi simultáneos que colindaban con la queja de dolor tanto como con la expresión de placer. Aquello ardía, dolía y gustaba. Se detuvieron de nuevo y se miraron: Milo soltó una pequeña risa que destensó sus facciones, Camus sacudió la cabeza y palmeó uno de los muslos del griego en represalia. Respiraron hondo antes de volver a moverse. Las manos de Milo se posaron en los muslos del acuariano que, sosteniéndose sobre sus rodillas, fue arriba, subiendo lento, sin llegar a separarse de su compañero, y abajo, descendiendo con fuerza, llevándolo cada vez más dentro de sí. Subió. Bajó. El escozor inicial se había perdido en medio del placer. A cada movimiento, las sensaciones se iban intensificando, los jadeos haciéndose más intenso, el ritmo ascendiendo.

                Bajo el francés, Milo se agitaba de gozo, gimiendo, a veces apretando los ojos y con los labios permanentemente abiertos, dejando escapar gemidos roncos que nacían más allá de su garganta. Yacía tumbado, con la espalda arqueada, constantemente recorrida por escalofríos que lo hacían temblar. Respiraba agitadamente,  y en su cuerpo podía leerse la tensión en los largos músculos y tendones, marcándosele bajo la piel. Extendió los brazos y los dedos convulsivamente, en busca de algo a lo que aferrarse, pero no había nada, excepto el cuerpo del acuariano que se movía sin descanso, ciñéndolo cual boa en torno a una presa. El fuego que se había prendido entre sus piernas acaparaba ahora todo su ser; ardía por dentro. Sentía el avance desesperado del placer creciéndole en las entrañas; abrió la boca para gritar, pero de su garganta sólo salió un largo y profundo gemido. Abrió los ojos y lo miró con el sentido nublado: se removía y subía y bajaba la cabeza; sus gemidos ya no se detenían. Alargó una mano para tocarlo y murmuró su nombre entrecortadamente mientras pensaba que se iba a desvanecer de gozo.


                Camus separó más las piernas; se alzó y descendió; por la cara le resbalaban gotas de sudor; algunas encontraban espacio entre sus pestañas logrando empañar su visión, otras seguían descendiendo, yendo a encontrarse con las que regaban el resto de su piel, uniéndose en diminutos riachuelos que finalmente iban a mezclarse con la humedad que revestía el cuerpo de Milo, entonando acuosos acordes a cada choque de sus pelvis. Contrajo los dedos, sus uñas arañaron ligeramente los músculos del abdomen del griego; se impulsó con fuerza, alzó el rostro al techo y abrió  la boca en busca de aire. El esfuerzo hacía dificultosa la respiración, los músculos de los muslos le temblaban, las rodillas comenzaban a flaquearle. Sentía tal calor en su interior que le parecía que le ardían las entrañas. Dejó caer la cabeza hacia delante; sus gemidos eran largos e intensos. Buscó asirse a las manos de Milo, apoyándose en ellas para continuar con el deleitoso vaivén que conmocionaba sus nervios y provocaba que sus latidos retumbasen con fuerza en cada rincón de sus cuerpos ardientes, casi ensordeciendo los sonidos de sus voces. Las caderas del heleno perseguían las suyas, meciéndose como una misma entidad, con la cadencia perfecta que la complicidad y la costumbre les habían enseñado, envueltos en un goce increíble.

                –¡Camus…!

                Tras gritar su nombre, Milo comenzó a gemir incontroladamente. Sus gemidos habían pasado de ser dilatados y profundos a ser cortos y explosivos, estaba a punto. Apretó los músculos con vehemencia, oprimiendo las dilatadas paredes de su recto, precipitando el orgasmo del escorpiano. Aminoró el ritmo, pero continuó subiendo y bajando, despacio, meciendo suavemente las caderas mientras Milo seguía sumergido en los últimos balanceos del placer a la deriva. Esperó. Los ojos turquesas del griego se abrieron con pesadez, pero sus labios enseguida le brindaron una amplia sonrisa.

                –Ven. –Milo le guiñó un ojo. Se sentía demasiado pesado como para moverse de donde estaba, no se consideraba aún dueño de sus extremidades; las sentía, pero no creía poder controlarlas.

                Camus gateó sobre el cuerpo de su compañero hasta posicionarse a cuatro patas encima de su cabeza, ofreciendo a su boca su necesitada erección. Milo tamborileó primero con la lengua por la punta de su enrojecido glande. El francés se estremeció y gimió con fuerza. Luego recorrió con los labios toda la longitud del pene y entonces se lo metió en la boca unos instantes, succionando lentamente. Después lo sacó y lo mordisqueó suavemente, para enseguida metérselo en la boca de nuevo, resuelta y definitivamente, mientras un par de sus dedos viajaban por debajo de los testículos, recorriendo sin prisa la zona perianal. Camus aflojó codos y rodillas, introduciendo más de su sexo en la boca del heleno. Milo deslizó los dedos entre sus nalgas buscando su próstata. Un fuerte gemido  y un incontenible espasmo en el cuerpo del acuariano le hicieron saber que estaba tocando el lugar adecuado. Presionó y lamió con dedicación logrando  que el francés se convulsionase y explotase en un intenso orgasmo dentro de su boca.

                Camus se abandonó completamente al placer de vaciarse, apenas sacando y volviendo a meter su pene entre los labios de Milo, tan sólo lo justo para mantener la sensación de roce con ellos. Sus manos y rodillas mal lo sostenían ya; se dejó caer al lado del escorpiano y resopló mirando al techo.

                Milo se incorporó y se acercó a Camus. Se tumbó sobre el francés, descansando la mejilla sobre su abdomen. Desde donde estaba, la maleta abierta se dibujaba borrosa en su rincón frente a sus ojos; cerró los párpados. Bajo su cabeza podía sentir el calmo latir del vientre del acuariano. Permaneció quieto y en silencio durante un rato, medio adormecido, dejándose arrullar por la laxitud de su cuerpo y por el jugueteo de los dedos de Camus entre su pelo.

                –Estoy harto, Camus. –Lo sujetó de la muñeca, deteniendo las caricias. Se había callado su disconformidad demasiadas veces, durante demasiado tiempo, pero esa vez, la queja salió de sus labios en el mismo momento en el que la pensó. Aún con los ojos cerrados seguía viendo la vieja maleta del galo. ¿Cuánto tiempo más iba a durar todavía? ¿Cuánto tendría aún que esperar?–.  Esto me…

                –Esta será la última vez que me vaya –lo interrumpió.

                –¿En serio? –Se levantó cual resorte. Necesitaba mirarlo a los ojos y asegurarse de que lo que le decía era verdad–. ¿De verdad crees que ese melón que tienes por alumno va a conseguirlo de una vez?

                No obtuvo una respuesta. Sin embargo sí logró algo que encandiló su ser por completo.  Camus reía. Una sonora, límpida y sincera carcajada como no recordaba haberle escuchado antes. Lo había oído reír otras veces, pero de una forma tan incontenible y desinhibida, jamás.

                A lo largo de los años Milo había usado un sinfín de calificativos coloristas para referirse a sus pupilos: más o menos burlonas, más o menos despectivas, pero nunca hasta ese momento los había comparado con frutas o verduras. No sabía por qué le hacía tanta gracia; quizás porque por un breve instante imaginó a su joven discípulo como un pequeño melón con brazos y piernas, quizás por lo inesperado de la comparación, pero no podía dejar de reírse.

                Apoyado sobre manos y rodillas, flanqueando el cuerpo del francés con sus extremidades, Milo lo miraba reír, sin poder contener una sonrisa de oreja a oreja. A Camus no solían gustarle los adjetivos que le dedicaba a los niñatos; de haber sabido que ese le haría tanta gracia, habría llamado melón al mocoso mucho antes.

                –¡Hey! –Le sujetó el mentón con índice y pulgar y aproximó su rostro hasta que casi se rozaron sus narices. Necesitaba una respuesta que le permitiera disfrutar de esa risa como era debido–. ¿Lo decías en serio?

                Camus asintió. Apretó los labios y se tragó las últimas carcajadas que querían salir de su garganta. Poco a poco su cuerpo dejó de agitarse por la risa y tomó aire, tratando de calmarse definitivamente antes de responder.

                –Sí –dijo–. Está preparado.

                Milo sonrió. Quiso decir muchas cosas, pero optó por no decir ninguna. Se recostó sobre el cuerpo de Camus y lo acarició detrás de la oreja con la nariz, hundiendo la cara en su cabello, allí donde era tan suave como el pelo de un conejo, y lo abrazó con fuerza.

                El cuerpo de Milo era cálido y denso. Giró la cabeza y dejó un beso en su cuello, luego pasó las manos por debajo de sus brazos para apoyarlas en su espalda. Lo acarició mientras lo escuchaba susurrarle algo al oído. Frunció el entrecejo y rió quedo.

                –Caprichoso –acusó. Apretó al griego contra sí y giró, dejándolo bajo su cuerpo–. Dime, ¿qué harás cuánto ya no puedas aprovecharte de mi sentimiento de culpa?

                –Ya me apañaré –fanfarroneó.

                Camus se echó hacia atrás y se sentó en el espacio que Milo le cedió entre sus piernas abiertas. Muy despacio, deslizó una mano entre sus muslos y los separó. Se sujetó el pene y lo encerró en su puño, iniciando una lenta caricia arriba y abajo. El escorpiano lo miraba con los ojos muy abiertos, sintiendo como la excitación hacía reaccionar su cuerpo tan rápido como el de su compañero. Se acercó y tomó la mano de Camus, se la llevó a la boca y untó sus dedos de saliva, volvió a colocarla en torno al sexo del francés, cerrando la suya encima, acompañándolo en su accionar y juntaron sus labios en un beso que añadiera más calor al que ya empezaban a sentir.

                Milo dejó que Camus continuase solo, deslizó ambos brazos alrededor de su cuello y se dejó ir hacia atrás, arrastrando al acuariano con él.

                –Hazlo ya –exigió. Separó las piernas, con las pantorrillas presionó su trasero para empujarlo más profundamente en su interior y jadeó ansioso al sentirlo.

                Camus se hundió en él progresivamente, ensanchando el camino, anillo tras anillo, al paso de su miembro. El griego jadeaba contra su oído y él ahogaba sus propios gemidos en su hombro moreno. Siguió balanceándose despacio, hacia delante y hacia atrás, presionando el miembro de Milo contra su abdomen y arrancándole gemidos de impaciencia. Entraba y salía, pegando y separando sus cuerpos. El griego respondía a cada movimiento gimiendo y arqueando la espalda, clavándole las uñas en los antebrazos. Cada vez que avanzaba, las paredes del recto de Milo se contraían alrededor de su sexo, invitándolo a quedarse, intentando atraerlo a lo más profundo, provocándole un calor intenso que se le iba extendiendo de la cabeza a los pies. Poco a poco fue incrementando el ritmo: más rápido, más profundo. A medida que crecía la intensidad, los gemidos de ambos aumentaban en volumen. Continuaron moviéndose, emborrachándose de la sensación, sintiendo como se unían sus cuerpos y sus almas una vez más. De repente, todo en el mundo convergió en el centro de la habitación; un gemido más intenso y agudo surgió de sus gargantas y se sacudieron juntos en un último espasmo. Camus se quedó dentro mientras sus cuerpos se calmaban y luego se retiró para tenderse al lado del escorpiano.

                Milo lo siguió con la mirada; el francés se había sentado y ahora estaba poniéndose en pie.

                –¿A dónde vas? –inquirió extrañado.

                –A la cama.

            –¿Ahora quieres ir a la cama? –Milo se incorporó y apoyándose sobre un codo lo miró sorprendido.

                –Deberíamos dormir –apuntó.

                –Ya dormirás en Siberia , Camus.


FIN

Y por último, un par de dibujitos: