No soy muy fan de los AU, ellos me gustan como lo que son, por eso me pareció que convertirlos en caballeros medievales no los alejaría mucho de sus papeles reales.
Esta es la historia.
La senda del tiempo
La tarde se hacía noche tiñendo
el cielo de rojo y escarlata. Detuvo su montura. Una infinidad de emociones se
había dado cita en su estómago revoloteando como libélulas. En su mente, los
recuerdos de ese lugar al que se dirigía y el misterio de su llamado daban
vueltas sin cesar. Sentía la inconfundible certeza de que algo estaba por
cambiar, por concluir… Un tiempo, un ciclo, una vida… Un destello púrpura se
reflejó en sus ojos y miró hacia el sol
que concluía ya su descenso, al oeste, por detrás de las almenas.
Arreó
su cabalgadura. El caballo relinchó antes de ponerse en marcha. Villeneuve du
Temple, el inmenso recinto fortificado de la Orden de los Caballeros
Templarios, se alzaba imponente ante él. Galopó. El ansia en su estómago había
ascendido hasta su garganta y allí permaneció hasta que la gran hoja de madera
del puente levadizo retumbó a su espalda.
Se
dirigió a las caballerizas y descabalgó. Allí pudo reconocer el jamelgo castaño
de uno de sus Hermanos de armas. Acarició el morro de su rocín y entregó las
riendas a un escudero.
Llegaba
tarde. El viaje había sido más duro de lo previsto. Se apresuró por un
solitario pasillo. Sus pisadas resonaban sobre la baldosa. Las blancas
vestiduras que lo cubrían bailoteaban al compás de sus zancadas. Se descubrió
la cabeza y la meneó un par de veces para que las hebras oscuras de su cabello
se desparramasen libres, enmarcando su gentil rostro.
Al
desembocar en un nuevo corredor se topó con siete figuras que aguardaban ante
una puerta cerrada.
-Se
bienvenido, Hermano –su mirada se paseó por los rostros de los allí presentes
en respuesta a ese saludo, deteniéndose un poco más en un par de ojos turquesas
que lo miraban con intensidad.
Todos
ellos habían acudido a la llamada del gran Maestre del Temple. Esa tarde, como
tantas otras desde que Felipe IV de Francia había comenzado a tramar su gran
golpe contra la Orden de los Caballeros Templarios, Jacques de Molay había
rezado por los Hermanos asesinados por orden del rey. Era consciente de que desde
Vienne llegaría su condena. “El Hermoso” hasta allí había acudido para
presionar al Papa Clemente y al Tribunal Eclesiástico. Era su ocasión para
asestar el golpe mortal al Temple.
El
Gran Maestre, firme y sereno, abrió la puerta de la sala en la que se había
recluido e invitó a sus Hermanos a pasar.
Jacques
de Molay extendió cuidadosamente el Mandylion y los allí reunidos vieron
aparecer en su extensión el cuerpo de Cristo con los signos del tormento
sufrido. Los Caballeros hincaron las rodillas en el suelo y, guiados por su
superior, rezaron durante horas. Las oraciones se detuvieron cuando de Molay se
levantó y doblando con delicadeza la mortaja, la depositó junto a un lino ya
plegado de similares características.
-Deberéis
disponer vuestra marcha cuanto antes –con un gesto de su mano los invitó a
tomar asiento. La conversación sería larga e importantes los asuntos a tratar.
En
esa reunión se dispuso que Beltrán de Santillana, acompañado por cuatro
caballeros, custodiaría la Sábana Santa hasta la encomienda templaria de Castro
Marim, en Portugal. Geoffroy de Charney y otros dos Hermanos cabalgarían hasta
Lirey donde se guardaría el lino en el que, años atrás, François de Charney
había envuelto la santa reliquia para atravesar con ella tierras infieles y
hacérsela llegar al Temple. Un lino suave, con la misma textura y color de
aquel con el que José de Arimatea envolvió el cuerpo de Cristo. Un milagro se
había obrado en esa tela. Ambos linos eran desde entonces sagrados, por más que
sólo uno de ellos hubiese envuelto el cuerpo del Señor.
Descansarían
el resto de la noche y en la mañana comenzarían los preparativos para sus
respectivos viajes.
Caminaba
hacia su celda. Tan sólo sus pensamientos y el eco de unas pisadas coreando las
suyas acompañaban su marcha.
-Camus…
Una
mano se había posado sobre su hombro. Se detuvo y volvió la cara para poder
mirar a los ojos a quien le hablaba. Estaban tan cerca que sus rostros casi se
tocaban.
-Milo…
-susurró-. Ha pasado mucho tiempo, griego …
El
mencionado sonrió. Hacía mucho que nadie lo llamaba así. Su bisabuelo había
regresado de una campaña en Grecia con la que había convertido en su esposa.
Sangre helena corría por sus venas y poco tiempo después de conocerse le había
contado esa historia a quien acababa de recordársela.
-Demasiado
–concordó-. Hace tiempo te dije que la Divina Providencia volvería a ponernos
en el mismo camino… Y aquí estamos los dos.
Ambos
ingresaran en la Orden con apenas dieciocho años, procedentes de nobles
familias de distintos lugares de Francia. De Normandía, Camus; de Bretaña,
Milo. Su camino se había bifurcado varios años atrás.
Camus
asintió mientras sentía la respiración de su compañero en el rostro. Por un
momento pensó que debería separarse y pretendió dar un paso atrás para alejarse
pero no lo hizo. Un instante después Milo agarró su brazo y tiró de él.
-Acompáñame…
-pidió.
En
el interior de la humilde cámara sus figuras eran iluminadas por la luz tenue
de unas velas. Tomó de las manos de Milo el cuenco de vino que este le ofrecía.
Bebió y se lo devolvió a su anfitrión quien, mirándolo, probó un sorbo de él
para después depositarlo nuevamente en sus manos y, sin pensarlo siquiera, tomó
de nuevo. Era costumbre entre Hermanos compartir escudilla y vituallas pero, en
esos momentos, ese hecho tan común hacía que su corazón galopase desbocado.
Milo le retiró la copa y la devolvió a su lugar original sobre una tosca mesa
de madera. Los ojos de Camus siguieron el movimiento de su compañero hasta que
sus miradas volvieron a cruzarse y entonces se sonrieron. Sus brazos chocaron
torpemente al intentar alcanzar el cuerpo del otro.
Las
manos de Camus descansaron sobre las caderas de Milo mientras las de este
acariciaban con lentitud su cara y su cintura. En ese momento no había más
mundo que el que podían contemplar en sus ojos. Suspiraron antes de dejar que
sus labios se juntasen. Las bocas se resistían a separarse así que las
entreabrieron para poder respirar. Sus cuerpos, apoyados uno contra el otro, se
apretaban y frotaban. Algo crecía en su interior. Algo que había permanecido
latente desde aquella tarde que ahora se les presentaba como muy lejana. Una
fría tarde de primavera en la que habían sentido sus sentidos alborotarse por
primera vez.
Milo
levantó el borde de la túnica blanca de Camus y lo acarició allí donde algo
despertaba mientras lo empujaba hacía abajo para terminar recostados sobre el
hosco camastro. La mano de Camus se perdió entre las piernas de Milo. Las rojas
cruces de sus ropas se entrelazaban en el suelo mientras los suspiros se
mezclaban en el aire. Con los ojos cerrados se acariciaron hasta que creyeron
que la vida se les escapaba entre suspiros.
Camus
abrió los ojos y miró a Milo que yacía como desfallecido a su lado. Repasó su
cuerpo, sin prisas, y recorrió con dulzura la marca rosada de una cicatriz entre
las costillas del descendiente de los dioses olímpicos.
-Parece
que la muerte ha querido tomarte por esposo…
-Sólo
después de que tú la rechazaste –sonrió Milo. Sus ojos buscaron el abdomen de
su Hermano de Orden y alargó la mano para delinear la larga señal que le
surcaba la piel. No había olvidado todos los días que con sus interminables
noches había velado su sueño con la esperanza de verlo abrir los ojos. Esa
había sido su primera herida por la causa. Pero no la única. Al igual que el
suyo, ese cuerpo revestido de blanca piel presentaba más de un testimonio de
batalla.
Esa
noche no pudieron dormir. Sus espíritus se sentían agitados. La felicidad de su
reencuentro se mezclaba con una angustiosa sensación de incertidumbre. Con los
ojos perdidos en la oscuridad percibían resonancias no sentidas hasta entonces.
Los sonidos de algo que estaba por venir.
Con
las primeras luces del alba se aprestaron para partir. Acompañarían al Caballero
de Charney en su viaje a Lirey. Ciento cincuenta quilómetros los separaban de
su destino.
Durante
todo el camino la impresión de ser observados los acompañó como la brisa fresca
del otoño. Geoffroy de Charney llevaba el lino guardado en el zurrón tal como
lo había hecho su tío François. Camus y Milo cabalgaban unos metros por detrás
del noble Caballero. Habían dejado atrás el pueblo de Troyes y en pocas leguas
llegarían al señorío de Lirey. Quizás sería esa su última misión para la Orden.
A ella habían consagrado su vida y ahora parecía no tener futuro. Por unos días
disfrutaron de la hospitalidad y el sosiego entre los miembros de la familia de
Charney. Pronto tendrían que volver a París a enfrentarse contra el enemigo más
cruel. Uno que no conocía la nobleza en el combate ni el honor. Felipe de
Francia, el rey.
El
último tramo de la ruta de vuelta transcurrió en un absoluto silencio tan sólo
roto por el sonido de los cascos de la caballería. La fortaleza templaria se
dibujaba ya ante sus ojos y Camus sintió una conocida sensación adueñándose de
nuevo de su ser. Estaba seguro de que Milo, a la cabeza del grupo, podía escuchar
los latidos de su corazón. Un escalofrío recorrió su espalda cuando los ojos
turquesas de su compañero se posaron sobre los suyos y espoleó a su caballo
para llegar junto a él.
-Tú
también lo sientes, ¿verdad?
Milo
asintió y agachó la cabeza para luego volver a levantarla y dedicarle una
sonrisa que el otro correspondió. Habían escogido el mismo camino y juntos lo
recorrerían hasta el final.
El
Gran Maestre salió a su encuentro en cuanto pusieron los pies en Villeneuve du
Temple. Las cosas parecían suceder con prisa. Ciento veintisiete acusaciones se
imputaban a la Orden. El final estaba más cerca de lo que creían.
Las
palabras de Jacques de Molay aún resonaban en su cabeza cuando la puerta de su
celda se abrió dando paso a la figura de Milo. El Caballero avanzó para
sentarse a su lado.
-¿Estás
bien? –preguntó, apoyando la mano sobre la rodilla de Camus.
-Sí
–respondió, mirándose en los ojos de su Hermano-. Sólo pensaba… Dime Milo,
¿cuándo nos hemos convertido en eso que dicen? Es posible que nos hayamos
equivocado en algo pero… De nuestras manos ha salido más bien que mal…
Milo
sacudió la cabeza.
-Hemos
caído ante la codicia de un rey… -sus iris turquesas titilaban mientras miraba a su compañero-. Camus…
-llamó-. ¿Tienes miedo a la muerte?
-No
–negó-. ¿Y tú?
-Tampoco
–desde siempre había esta rondando sus vidas. Eran conscientes de que antes o
después los alcanzaría-. Sólo… No puedo soportar la idea de que ella te tenga
antes que yo… -confesó-. La expresión que leyó en el rostro de Camus le resultó
indescifrable-. ¿Crees que cometo un pecado si te amo?
-¿Cómo
podría ser pecado el amor? –el gesto de su cara se suavizó dando paso a una
cálida sonrisa-. Y si así fuera; los dos estaríamos pecando –permitió a su mano
acercarse y acariciar con el dorso de su dedo índice la mejilla coloreada por
la sangre griega que llenaba de vida a su amigo-. Compartiremos penitencia
–propuso-. En cualquier caso… Ya nos han condenado.
Milo
sonrió. Después de escucharlo no podía dejar de hacerlo. Tenía el cabello
húmedo y las ondas rebeldes que conformaban su cabellera permanecían
adormecidas reposando detrás de sus orejas. Movido por el deseo, Camus alargó
su mano para tomar entre sus dedos uno de los mechones más cortos para atusarlo
junto a los otros mientras pensaba que ese cabello indómito pronto volvería por
sus fueros.
Sus
miradas permanecían unidas y sus sentidos, embargados por el aroma de sus
respiraciones, despertaban ya al calor de la cercanía de sus cuerpos. El ardor
furioso de unas impetuosas llamas los
invadía por dentro; inundando cada rincón. Sus pieles deseaban con urgencia
sentir la del otro y, enardecidos, se rodearon con los brazos; abrazándose con
el rostro, con la cintura, con las caderas…; buscando la boca ajena para la
propia. La ropa les sobraba y con prisa sabia y desconocida se desprendieron de
ataduras.
Los
corazones latían con fuerza. Cada palpitación estallaba en el pecho del otro.
Caídos sobre un minúsculo lecho deslizaron las manos por el cuerpo desnudo de
aquel que amaban. Las yemas de los dedos descubrían ansiosas el tacto cálido de
sus pieles mientras sentían sus entrañas abrirse con hambre voraz; reclamándose.
Sin
más palabras habían pactado su entrega y con ella llegó un dolor que creyeron
insufrible pero que aceptaron como penitencia si es que acaso estuvieran
pecando. Sus rostros se contrajeron en un gesto de suplicio hasta que el
crispamiento desapareció y se suavizaron las facciones. Su expiación había
terminado o, quizás, nunca había sido tal. Durante un tiempo que les pareció
interminable por varias veces creyeron morir y resucitar entre abrazos y
gemidos.
Esa
sería la segunda noche que pasarían en vela juntos. Cerraron la puerta a la
desazón y atendieron tan sólo a esos deseos a los que no se habían permitido
rendirse hasta entonces y que pedían ser colmados una vez y otra vez más.
La
noche aún no había levantado su oscuro manto cuando de nuevo fueron llamados a
presentarse ante el Gran Maestre. El final que temían pronto se presentaría
ante el portón de la fortaleza.
-Preparaos
para partir –ordenó.
-Pero
señor… -Milo pretendió protestar pero sus palabras fueron cortadas por un gesto
de Jacques de Molay.
-Seríamos
más útiles aquí –intervino Camus.
-En
absoluto –negó el superior de la Orden.-. Escuchadme –pidió-. Este será el
último requerimiento que os solicite como Gran Maestre del Temple… La última
misión que desempeñareis para la causa –aseguró-. En breve todos seremos presos
de la codicia de Felipe. Conservad la vida. Regresad a Lirey y guardad la Santa
reliquia mientras las fuerzas os lo permitan. No permitáis que caiga en malas
manos.
-La
protegeremos con nuestras vidas –prometió Milo al tiempo que Camus asentía en
acuerdo con sus palabras.
Al
amparo de la oscuridad abandonaron Villeneuve du Temple. Poco después Jacques
de Molay, Geoffroy de Charney y el resto de los templarios que aún permanecían
en la fortaleza fueron prendidos y conducidos a las mazmorras del palacio del
rey.
En
el mismo lugar en que por dos veces había sentido como se encogía su alma Camus se detuvo y
miró atrás. Ahora sentía la certidumbre del fin. Muchas vidas se habían perdido
y más se perderían. Miró a Milo y su espíritu se tranquilizó. La vida que
conocían había terminado pero una nueva parecía comenzar ahora para los dos.
FIN
ACLARACIONES
Como
ya comenté en la ficha la historia de fondo no me pertenece. Las idas y venidas
de la Sábana Santa fueron escritas por Julia Navarro en su novela “La
Hermandad de la Sábana Santa” y yo utilicé su historia para enmarcar la
mía.
Desde
que surgió el evento mi idea era convertirlos en Caballeros Templarios pero no
encontraba la excusa; esa novela me la dio y creo que tengo que agradecerle a
la señora Navarro por ello =).
Jacques
de Molay y Geoffroy de Charney son personajes reales. Del tío, François de
Charney y Beltrán de Santillana no he encontrado datos así que me inclino a
pensar que fueron creaciones de la autora. En la novela se mezclan datos reales
y ficción. De la Síndone (Sábana Santa) no se supo nada desde su desaparición
en Constantinopla hasta que en 1357 fue expuesta en una iglesia de Lirey. Se sospecha que, tal vez, durante todo ese
tiempo estuvo en manos de los Caballeros Templarios. Después de varias idas y
venidas, con las que no quiero aburrir, la Sábana Santa fue depositada en
Turín, donde aún permanece, en 1578. ¿Qué haya dos linos con la imagen de
Cristo? Una posible teoría =). Quizás por eso todos los intentos de datarla la
sitúan en la Edad Media…
Respecto
a los Templarios… Pues habría mucho que contar. Hay mucha información por la
red y a veces los datos no coinciden al cien por cien. Esta historia se sitúa
en los últimos días de la Orden así que sólo os dejo una breve reseña. Espero
que como aclaración sí sea suficiente.
Uno
de los reyes que depositó su tesoro en manos de los templarios era el rey Felipe
IV "El Hermoso"
de Francia. Con el tiempo acabó debiéndole a la orden y queriendo recuperar
su fortuna y ambicionando también la demás riqueza de los templarios organizó
un proceso inquisitorio en su contra apoyado por su maquiavélico canciller Guillermo
de Nogaret; juntos planearon la caída del temple tal vez
también sintiéndose amenazados por el poder militar de la orden. Fue el papa Clemente
V el que
consintió que los templarios fueran acusados de herejes y encerrarlos para
posteriores torturas que confirmaran las acusaciones. Como es bien sabido, en
muchos procesos inquisitorios o en la mayoría se acostumbraba torturar a los
acusados hasta que dijeran la verdad, y después de esto se les torturaba más
para purificar con dolor su alma. Las acusaciones principales eran la adoración
de ídolos (Baphomet o Bafumet), sodomía, escupir u orinar en la cruz… Las demás acusaciones eran menores. Bajo el
poder de poderosas torturas los inquisidores obtuvieron las respuestas que
querían, es decir que los templarios confesaban que las acusaciones eran
ciertas.
Fue
así como en 1307 los templarios franceses fueron arrestados, incluido el gran
maestre francés Jaques de Moley quien, 7 años después, en la hoguera,
frente a la catedral de Nôtre-Dame, se arrepintió de todas las acusaciones que
se había visto obligado a admitir por fuerza de las duras torturas a las que fue
sometido e invitó a sus acusadores y enemigos al "juicio del cielo"
en el plazo de un año, e increíblemente Felipe IV, Guillermo de Nogaret y el papa Clemente V murieron en dicho plazo de causas
naturales. Así como Jacques de Moley, muchos otros caballeros se arrepintieron
y negaron las confesiones que se habían visto obligados a proferir, sin embargo
de nada serviría para salvar a la orden, el daño estaba hecho y fueron quemados
en la hoguera, se dice que sólo trece pudieron escapar. Me gustó pensar que dos
de esos trece fueron Camus y Milo =).
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