Es el día siguiente de su primer beso y a los pobres les va a surgir algún problemilla... Nada que no puedan resolver ^^
En el Templo de Géminis. Capítulo 11.
El
calor era denso; a esas horas, el triunfante sol era dueño y señor del celeste
firmamento. El cielo resplandeciente convertía el sudor que brotaba de su piel
en un vaho abrumador que lo aletargaba
tanto como la bruma del sueño no satisfecho. Patalear le había servido para
despegar las sábanas de su cuerpo pero la pereza… Esa se mantenía bien prendida;
los párpados le pesaban y mantener los ojos abiertos le estaba costando
demasiado, literalmente. Esos golpes dolerían después… Y encima, tenía que
escucharlo.
–¡¿Se
puede saber qué te pasa?! –era el colmo, acababa de golpearlo dos veces
seguidas y esa, desde su punto de vista,
boba sonrisa seguía sin desaparecer –. ¡Por si no te has enterado, te
informo de que te estoy dando una paliza! –le gritó mientras se preparaba para
volver a la carga–. ¡Así que no sé de qué te ríes, idiota!
–¡Más
quisieras, imbécil! –replicó, manteniendo
el tipo como pudo. Ese último golpe casi terminara de sacar todo el aire de su
cuerpo–. Lo único que pasa es que hoy me he levantado de buen humor –se irguió
con orgullo, obviando el dolor en su abdomen,
y le mostró su radiante sonrisa–. Por esta vez quería ser amable contigo,
pero ya que te empeñas… –le dijo con los ojos encendidos de furia –. Te daré lo
tuyo y luego dejaré que te lamas las heridas en paz, gata dorada…
–¡Estúpido!
No
sabía de dónde iba a sacar las fuerzas, pero tenía que vencerlo ya.
El
maldito sol quemaba, tenía sueño, el incesante fanfarroneo de Aioria lo sacaba
de quicio y no veía a Camus por ningún lado. Llegaran juntos hasta el graderío
pero, mientras él se enzarzaba en la enésima discusión con su compatriota por
el retintín con el que los recibiera, el francés había desaparecido y suponía el
porqué… El gato y su bocaza…
A
esas alturas sus entrenamientos no estaban sujetos a ningún horario o lugar,
sin embargo, la costumbre seguía arrastrándolos a la arena del coliseo cada
mañana. Allí, Caballeros de diferentes rangos y aspirantes ponían a prueba sus
técnicas; era uno de los escasos momentos en que se podía decir que
confraternizaban, aunque también había quien hacía ya tiempo que dejara de
hacer acto de presencia. En cualquier
caso, eran demasiadas las personas que, gracias a la malintencionada falta de
discreción del león, habían reparado en su apresurada llegada. Adelantó un pie
y abrió los brazos invitándolo a dar el primer golpe; quizás ese no fuera su
mejor día, pero no le daría a su perenne contrincante la satisfacción de
reconocerlo.
–¡Venga!
–lo instó-. ¡Acabemos ya!
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El
cielo estaba ya invadido de sol cuando despertaron esa mañana; al final sí habían
terminado por quedarse dormidos. Mientras corría, el mismo resplandor rojizo
que lo había despertado, colándose a través del espeso telón que eran sus
pestañas, impedía que viese con claridad el camino; el calor pesaba demasiado,
como un hálito caliente que caía sobre él y lo aplastaba oponiéndose,
obstinado, a su avance.
Se
detuvo; total, no iba a ningún sitio. Era sólo que había decidido que prefería
correr y sudar la gota gorda exponiéndose a los castigadores rayos del astro
rey, a entrenar con las las miradas curiosas de la mitad de los habitantes del
Santuario clavadas en su persona.
No
era la primera vez, y estaba seguro de que no sería la última, que los
continuos rifirrafes de Milo y Aioria lo dejaban en una situación incómoda y
precisamente, por causa de esa inmadura necesidad de pincharse constantemente, había
sido el burlón saludo del de Leo el que revelara, a todos aquellos que estaban
lo suficientemente cerca como para escucharlo, su presencia. Por querer ganarle
la partida al tiempo y que nadie llegase a echarlos en falta, habían llamado la
atención más de lo que hubiera querido. Seguro que su aspecto, acalorados y
jadeantes después de una inútil carrera, corroboraba las palabras de su
compañero. Quienes entrenaban o, simplemente, observaban sentados en las gradas
se volvieran para comprobar cuán agotados estaban después de ese entrenamiento
privado al que el griego hiciera alusión. Tenía que admitir que esa vez a él
mismo le hubiera gustado gritarle un «cállate, idiota», pero nadie lo hacía mejor que
Milo. Además, estaba Shura. El español
observaba la arena desde el peldaño más alto, justo donde ellos habían frenado
sus pasos, y, a pesar de que ni había apartado la vista de donde fuese que la
tenía fijada, su «no
tienes buena cara, Camus. ¿Otra vez tienes problemas para dormir?», había hecho
que se sintiera pillado en falta. Sabía que bromeaba; hacía mucho tiempo que el
capricorniano se convirtiera en el mudo testigo de las idas y venidas que Milo
y él hacían de Escorpio a Acuario y viceversa, así que no preguntaba porque quisiese
o necesitase saber; al igual que Aioria sólo pretendía molestar, pero, por más
que le agradeciese el que hubiera sido más discreto que el otro en su chanza, no era molestia lo que quería sentir; esas
últimas horas habían sido especiales y tenía mejores sensaciones por las que
dejarse envolver. Masculló una malsonante respuesta en francés que estaba
seguro entendería y regresó sobre sus pasos,
tan apresurado como había llegado.
La
memoria de lo sucedido en la madrugada y en esa misma mañana estaba muy vívida
en su cabeza; se llevó un par de dedos a los labios; allí, junto con el
recuerdo de los besos compartidos con el escorpiano descubrió un tacto nuevo; estaban…
diferentes. Deslizó la lengua sobre
ellos y notó las pequeñas pielecillas que se habían desprendido y se dejaban
arrastrar al paso de la misma; su propia saliva le causaba un leve escozor.
Una
línea de luz, especialmente brillante, se coló entre las hojas del árbol bajo
el que estaba parado como un filo relumbrante que lo alcanzó de repente,
penetrando en el azul oscuro de sus iris; parpadeó, sintiendo la humedad
acumulársele en los ojos y el sudor volver a brotar de todos sus poros, animado
por el soplo espeso y ardiente de una brisa que nada hacía por refrescarlo. Sería
mejor volver.
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Apresuró
sus andares; Aldebarán se quedaría en Tauro, estaba demasiado cansado como para
intentar sacarle algún tipo de conversación a Shura y de Aioria ya había tenido
bastante por ese día; sólo quería llegar a su Templo, sacarse la modorra bajo
el agua de la ducha e ir a buscarlo. Esa mañana todo estaba bien; aún con las
prisas habían tenido tiempo de compartir un apresurado último beso antes de
salir de Acuario, pero el hecho de que desapareciera lo tenía intranquilo;
llamar la atención no era algo de lo que Camus disfrutase. Aioria los había
expuesto a demasiadas miradas y apostaría lo que fuese a que eso lo había
molestado. Necesitaba encontrarlo y averiguar lo que pasaba por su cabeza; lo
que Camus pensaba sólo él lo sabía; aventurar cualquier posibilidad era ponerse
en manos del azar.
Las
columnas de Géminis, desdibujadas tras la neblina diáfana de la calima que los
atosigaba esa mañana, pronto aparecieron ante sus ojos y, entre ellas, la
esbelta figura del francés perdiéndose deprisa en las sombras de la Tercera
Casa. Corrió; la respuesta a sus inquietudes estaba más cerca de lo que había
supuesto; sólo tenía que alcanzarlo, pero Camus corría también.
–¡Camus! –o lograba que se detuviera o, con la
distancia que le sacaba y a ese ritmo, tendría que perseguirlo hasta su Templo-.
¿Por qué tanta prisa? –preguntó con una sonrisa cuando, unos metros más
adelante, pudo ver el rostro del galo, que se había detenido y lo esperaba en
medio del claroscuro que componían los robustos pilares.
El
acuariano se encogió de hombros mientras, distraídamente, echaba un vistazo a
su alrededor.
–Estoy
sudando y… – se miró a sí mismo y, sujetándola entre dos dedos, tiró de su
camiseta, alejando la humedad de su piel, pero los pies de Milo no habían
tardado mucho en recorrer esos pocos metros que se interponían entre ellos y
ahora eran sus dedos, posándose sobre sus labios, los que dejaron a medias su
explicación.
–Hola…
–el griego sonrió.
–Hola…
–parpadeó, sorprendido por el saludo. ¿A qué venía tanta formalidad? No es que
fuera la primera vez que se veían ese día.
Milo
terminó de acercarse a Camus y apoyó la cabeza sobre su hombro. De su piel
emanaba una especie de humedad cálida; olía de una forma extraña, pero
agradable. Era el olor del bosque jugando a esconderse entre las hebras de su
cabello.
–¿Por
qué no me abrazas? –susurró.
Aunque
formulada en forma de pregunta, Milo expresaba una petición; si Camus lo hacía,
sus inquietudes comenzarían a desvanecerse.
El
acuariano aceptó. Milo seguía con la cabeza apoyada en su hombre y él le
acarició el pelo, despacio, como si fuese su único contacto con el mundo,
mientras sentía los brazos del heleno deslizarse alrededor de su cuello y sus
labios encontrándose con los propios en un roce liviano. Lo tomó de la cintura
y estuvieron un rato inmóviles, unidos en un beso quieto, sin apenas respirar.
Todo estaba en silencio, en una calma tal que, por un instante, les permitió
sentirse como los únicos habitantes de su universo particular.
Por
detrás de ellos unos pasos se acercaban deprisa. Eran sus compañeros que pronto
llegarían a donde ellos estaban. Camus fue a decir algo, pero Milo se lo
impidió colocando, otra vez, un dedo sobre sus labios y arrastrándolo hasta
detrás de una de las gruesas columnas laterales.
Siguió
un hondo silencio, pues Shura y Aioria enseguida se perdieron por el otro
extremo del corredor. Ellos permanecieron callados aún, mirándose a los ojos
brillantes de emoción.
–¿Adónde
fuiste? –preguntó Milo.
–Por
ahí –no pudo precisar más; la verdad era que había estado corriendo sin rumbo–.
No me sentía cómodo con tanta atención…
Milo
frunció el entrecejo.
–No
fue muy amable de tu parte desaparecer y dejarme allí solo con todos mirándome
–le reprochó.
–¿No?
–Camus se mostró igualmente molesto–. Conozco a alguien que hizo exactamente lo
mismo no hace mucho tiempo.
–¡Auch!
Tocado… –Milo dejó caer la cabeza hacia atrás, riendo divertido, pero su
carcajada se cortó de golpe. Poniéndose muy serio, enfrentó la mirada de Camus
y tomó un mechón del pelo oscuro del francés en un puño, cual si sujetara una
cuerda que no pudiera soltar–. ¿Estás enfadado? –preguntó. Había tenido razón
al imaginar que estaría contrariado; sólo necesitaba saber cuánto.
–Molesto.
–¿Conmigo?
–Con
la situación –Aclaró–. No me gusta sentirme expuesto.
–¿Te
avergüenza que sepan que tú y yo…
–Milo…
–lo interrumpió–. No es eso –sujetó la mano que agarraba con su pelo–. Pero no
creo que sea de su incumbencia. Lo que hagamos tú y yo sólo nos concierne a
nosotros.
Los
ojos turquesa del escorpiano sonrieron antes que sus labios. Buscó la boca de
Camus y ambos se quedaron otra vez quietos, como dos amantes encantados.
–¿Qué
te pasa? –preguntó cuando los labios del francés se alejaron sutilmente.
–Nada
–respondió; aunque sus ojos miraban con desconfianza alrededor.
–¿Nada?
–no ocultó su incredulidad ante esa respuesta. No podía creerlo, no cuando
sabía que todos los sentidos del acuariano estaban alerta. Una expresión que
Milo no le había visto antes se dibujaba en el rostro de Camus; era sutil, pero
jamás le pasaría inadvertida. Conocía esa cara demasiado bien.
–Es
sólo que… –dudó. Tal vez no era más que una tontería y no tenía sentido
contárselo, pero… Como si pudiese ocultárselo; era Milo–. No me gusta estar aquí.
Desde que volví de Siberia, cada vez que atravieso este Templo tengo una
sensación extraña.
–Lo
sé –ahora entendía las prisas del francés–. Yo también lo siento –desde que su
Guardián desapareciera, algo inquietante se respiraba en ese lugar–. Es como si
algo no marchase bien aquí desde que Saga no está para cuidarlo. Cuando era un
crío pensaba que era la tristeza, porque le echaba de menos, pero ahora…
–sacudió la cabeza y le sonrió al francés–. Es la primera vez desde hace mucho
tiempo que me detengo aquí.
–Vámonos
–mientras siguiesen allí no podría disfrutar de la sonrisa de Milo como era
debido–. Salgamos de aquí –tomó su mano
y apretándola suavemente tiró de él; el aire pesaba y tenía la turbadora
sensación de que los observaban. Cuánto antes saliesen de allí, mejor.
Iniciaron
un trote ligero, avanzando sin perderse de vista, pero la salida tardaba en
aparecer; atravesaran ese pasillo miles de veces antes y nunca fuera tan largo.
Se miraron confusos y aceleraron un poco más. La luz del sol estaba
esperándolos fuera y la necesidad de sentirla de nuevo sobre sus cabezas crecía
tanto como la de salir de Géminis, sin embargo, por cada metro que avanzaban,
otro más parecía sumarse a la distancia que aún debían salvar.
Milo
se detuvo y miró a Camus, interrogándolo con la mirada. El francés no supo qué
decir; giró sobre sí mismo, escudriñando el alto techo de la Tercera Casa, con
la esperanza de encontrar allí la respuesta. Respiró hondamente y le devolvió
al griego la misma mirada ansiosa e incrédula. Lo que estaba pasando allí, no
era posible.
–¿Camus?
–por puro instinto había adoptado una posición de ataque. Percibía la alerta en
el acuariano, pero su aparente falta de reacción le preocupaba. Pegó su espalda
a la de él y se preparó para enfrentar lo que fuese–. ¿Qué hacemos? –miró por
encima del hombro, esperando alguna contestación de su compañero.
–Irnos
–dijo.
–¿Qué?
–Milo lo miró sorprendido.
–Vamos,
ven –insistió–. La salida está ahí delante.
–Pero…
–ya sabía dónde estaba la salida. Siempre había estado allí, pero ahora parecía
inalcanzable–. De acuerdo –accedió. Confiaba en la serena y segura convicción
que leía en los ojos del galo.
De
nuevo corrieron y en unas pocas zancadas, allí estaba. Un tenue resplandor que
fue creciendo como el amanecer de un día lleno de luz. El calor, antes pesado y
agobiante, se había convertido en una caricia dulce y acogedora.
–¡Espera!
–Géminis había quedado atrás, pero no se detuvieron inmediatamente. Lejos ya de
la sombra del Templo, Milo frenó–. ¿Qué demonios ha pasado ahí dentro?
Camus
se encogió de hombros y negó.
–¿Crees
que es posible que…
–No
lo sé, Milo –se apresuró a cortarlo. Seguro que la suposición del escorpiano
era la misma que se le había ocurrido a él mismo, pero… ¿Cómo? ¿Por qué?
Camus
recordó los días de su infancia, cuando Saga aún estaba con ellos, dejando a un
lado sus momentos de silencio y melancolía para ejercer de hermano mayor, para
escuchar sus inquietudes y apoyarles la mano en el hombre dulcemente. Milo lo
adoraba y él lo admiraba. No podía estar seguro de lo que había pasado en la
Casa de los Gemelos, pero sí lo estaba de sus recuerdos.
Milo
entendió que era mejor no insistir. Presionarlo no era la mejor manera de
llegar a él y lo sabía. A Camus no le gustaban las incógnitas; antes o después
buscaría una respuesta y no dudaba de que lo haría partícipe de ello cuando
fuera que estuviese preparado para hablar al respecto.
–¿Seguimos?
–Sí.
Las
escaleras hasta Cáncer, otro templo poco agradable de atravesar, no fueron problema.
Frente a sus puertas, acompañando a su Guardián, Shura y Aioria los recibieron
con sendas miradas inquisidoras; cargada de confusión la del griego y de
reproche la del español.
–Es
mucho tiempo para atravesar un solo Templo, ¿no?
Death
Mask fue el primero en abrir la boca para interrogarlos con tono burlón. Camus
y Milo se miraron; cierto que se habían entretenido un poco y que luego el
camino se les había hecho más largo de lo habitual, pero tan sólo fueran unos
pocos minutos de más, nada que pudiese llamar la atención.
–¿Qué
dices? –Milo lo miró molesto.
–Te
vimos entrar en Géminis –Aioria intervino para aclarar a qué se refería el
italiano–. Y escuchamos como lo llamabas a él… –señaló a Camus con la cabeza–. Hace
más de una hora.
–¡¿Qué?!
–eso no podía ser. No tuvo que mirar a Camus para saber que estaría tan
sorprendido como él. –. En cualquier caso –agregó, ocultando su desconcierto
tras una media sonrisa– no es asunto vuestro.
Camus,
que había estado observando los rostros de sus compañeros, volvió los ojos
hacia Milo. El escorpiano caminaba decidido hacia delante; por lo visto, la
conversación había terminado, y se dispuso a seguirlo. Sin mirar a nadie, dio
un paso tras otro, pero al pasar junto a Shura éste lo sujetó por un brazo. El
de Capricornio no articuló palabra alguna, sin embargo sintió que debía darle
algún tipo de respuesta.
–No
nos detuvimos en Géminis –las palabras fluyeron suavemente, tan seguras como de
costumbre. No iba a contarle su pequeño tonteo entre las paredes del Templo ni
la desconcertante situación de después. ¿Cómo decírselo?–. No sé qué pasó
–apretó los labios –no tenía nada más que añadir y, aunque hubiera querido, no
podría ofrecerle explicación alguna.
Shura
había dejado de mirarlo; los ojos del español estaban más allá de su persona.
Se dio media vuelta y la socarrona sonrisa del Death Mask lo golpeó como una
inesperada bofetada; el capricorniano lo miraba a él. Frunció el ceño y tiró de
su brazo; Shura lo apretaba con más fuerza y lo miró extrañado, reclamando un
porqué, pero tampoco esta vez su compañero pronunció palabra; abrió los dedos y
lo dejó ir.
Mientras,
en el interior de Cáncer, Aioria interrogaba a Milo.
–Ya
te he dicho que no es de tu incumbencia –Milo resopló. Nada de lo que había
sucedido en Géminis podía contarle y la insistencia del de Leo estaba acabando
con su paciencia.
–Ya…
–torció el gesto–. ¿Y tampoco de la de Shura?
–¿Shura?
¿Qué pinta Shura?
–¿Es
que no has visto su cara? –durante el tiempo que estuvieron esperando verlos
aparecer, el semblante del español se había ido ensombreciendo poco a poco–.
¿Acaso crees que no le preguntará a Camus? Mira –señaló a su espalda–. Ninguno
de los dos viene todavía.
–¿Y
eso qué?–preguntase Shura lo que preguntase, Camus no le diría nada.
–Vamos,
Milo… –se paró delante del escorpiano–. Piensa… –para él estaba claro y Milo
debía ser tonto si no lo veía del mismo modo–. Esos dos se llevan bien y ya
sabes cómo es Shura; no le habrá gustado nada que os quedaseis a tontear en
Géminis.
–¡Qué
no hemos hecho nada! –gritó.
–Vale,
vale… Lo que tú digas –Aioria sonrió–. Pero yo no me lo creo y él tampoco lo
hará. Creo que Camus se ha ganado una amonestación.
–Pero,
¿por qué?, ¿con qué derecho?
–Con
el que le concede el ser “don correcto” –ironizó Aioria--. Un Templo no es un patio de juegos –añadió,
imitando el tono regio del español–. A ti te dará igual, pero sabes que Camus
sí tendrá en cuenta lo que diga.
–Eres
idiota… –Milo sonrió sin querer. Verlo burlarse del serio Guardián de
Capricornio había sido gracioso, pero su última afirmación lo molestaba. Aunque
no le gustaba admitirlo, no le faltaba razón
–Sí,
todo lo idiota que quieras, pero sabes que es cierto –se jactó.
–No
sabes de lo que hablas –alargó el brazo y le dio un empujón–. Cállate de una
vez.
Aioria
pensaba replicar, pero el gesto de Milo se volvió amenazante cuando a sus oídos
llegó el eco de unas pisadas; aquellos de quienes hablaban estaban ya muy
cerca.
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El
ascenso desde Cáncer había sido como una pequeña penitencia; en silencio
absoluto, como si temiesen que pronunciar una palabra fuese a romper el frágil
equilibrio en el que vivían. No había sido consciente antes, pero esa mañana
Milo había tenido la sensación de que el Santuario era como un puzle en el que
no todas las piezas encajaban. Desde hacía mucho, Camus se había convertido en
todo su mundo; fuera de las misiones que ocasionalmente los mantenían alejados
durante algunos días, pasaban juntos todo el tiempo que podían; sin embargo,
hoy, el mundo real, ese en el que de verdad vivían aunque no se diesen cuenta,
había encontrado la forma de colarse en ese otro que era sólo suyo. Cuando
llegaron a Escorpio ni siquiera pudo despedirse del francés; nada compartieron
más allá de una rápida mirada; todo se había vuelto demasiado incómodo de
repente. Tumbado sobre la cama, pensaba
y esperaba. Pensaba en lo que Aioria había dicho y esperaba que Camus llegase
para decirle que el de Leo se equivocaba, que lo que Shura pudiera decir o
pensar no iba a afectarles a ellos. Él mismo se lo había dicho horas antes, «lo que hagamos tú y yo sólo nos concierne a nosotros».
Camus
se detuvo bajo el dintel de la puerta del cuarto de Milo; el de Escorpio estaba
tumbado en paralelo al cabecero, mirando hacia la pared contraria, y su larga
cabellera caía como una cascada azulada por uno de los laterales del colchón,
en fuerte contraste con el color claro
de la colcha. Parecía no ser consciente de su presencia,
de modo que caminó despacio y, cuando estuvo lo suficientemente cerca, se sentó
en el suelo, apoyando la espalda contra la cama, mezclando su oscura melena con
la de su compañero.
–Camus…
–el nombre del galo salió de sus labios en medio de una sonrisa. Se dio la
vuelta y, tumbado ahora boca abajo, respiró el particular olor que desprendían
siempre los cabellos del francés–. ¿Estás bien? –los silencios de Camus,
normalmente, no le importaban, pero en ese momento necesitaba saber.
–Sí
–se giró y sus ojos se encontraron con los de Milo que se había descolgado un
poco más para poder mirarlo bien a la cara. Sonrió–. ¿Y tú?
–Sí…
Bueno, no sé –le faltaba un dato importante para saber si estaba bien o no–.
¿Qué pasó con Shura? ¿Te dijo algo?
Antes
de responder, Camus tomó uno de los indomables mechones del pelo del escorpiano
y jugueteó con él, enrollándolo entre sus dedos. Shura sí le había dicho algo,
algo desconcertante; un inesperado consejo que aún no sabía a qué aplicar. Al
despedirse de él en la Décima Casa, el español lo había mirado fijamente y, con
la misma rotunda sobriedad con la que regía su vida, había pronunciado: «ten cuidado».
–Me
dijo que tuviera cuidado –soltó el
cabello de Milo y le sujetó el rostro con las dos manos para asegurarse de que
tenía toda su atención–. Y tú debes tenerlo también.
–¿Cuidado?
–puso sus manos sobre las de Camus–. Pero, ¿cuidado de qué?
–Eso
no lo sé –negó con la cabeza–. De todo, de todos… –se encogió ligeramente de
hombros–. Sólo ten cuidado, ¿de acuerdo?
–Nos
cuidaremos –asintió. Era un Caballero Dorado y su deber era para con su diosa,
pero, como otros antes que él, había encontrado junto a quién y por quién
pelear.
Por
toda respuesta, Camus sonrió dulcemente; uno de esos gestos de los que
únicamente Milo era espectador. Deslizó sus manos, despacio, por las mejillas
del escorpiano y, recuperando su posición original, echó la cabeza hacia atrás,
apoyándola sobre el colchón.
–¿Te
quedarás? –preguntó Milo. Había ido a arrodillarse justo detrás del francés y
ahora lo miraba desde arriba.
–Sí
–arrugó la nariz. El pelo del griego le hacía cosquillas en la cara.
Milo
le guiñó un ojo y se inclinó despacio sobre su rostro.
–Estupendo
–susurró antes de apresarle los labios.
CONTINUARÁ…
Así deben verse ahora *-*
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