domingo, 4 de noviembre de 2012

Algo más de las efemérides...

Me retrasé, y mis disculpas a quienes leen, pero ya vengo con un capítulo nuevo de Efemérides.
Es el día siguiente de su primer beso y a los pobres les va a surgir algún problemilla... Nada que no puedan resolver ^^

En el Templo de Géminis. Capítulo 11.


                El calor era denso; a esas horas, el triunfante sol era dueño y señor del celeste firmamento. El cielo resplandeciente convertía el sudor que brotaba de su piel en un vaho abrumador  que lo aletargaba tanto como la bruma del sueño no satisfecho. Patalear le había servido para despegar las sábanas de su cuerpo pero la pereza… Esa se mantenía bien prendida; los párpados le pesaban y mantener los ojos abiertos le estaba costando demasiado, literalmente. Esos golpes dolerían después… Y encima, tenía que escucharlo.
                –¡¿Se puede saber qué te pasa?! –era el colmo, acababa de golpearlo dos veces seguidas y esa, desde su punto de vista,  boba sonrisa seguía sin desaparecer –. ¡Por si no te has enterado, te informo de que te estoy dando una paliza! –le gritó mientras se preparaba para volver a la carga–. ¡Así que no sé de qué te ríes, idiota!
                –¡Más quisieras, imbécil! –replicó,  manteniendo el tipo como pudo. Ese último golpe casi terminara de sacar todo el aire de su cuerpo–. Lo único que pasa es que hoy me he levantado de buen humor –se irguió con orgullo, obviando el dolor en su abdomen,  y le mostró su radiante sonrisa–. Por esta vez quería ser amable contigo, pero ya que te empeñas… –le dijo con los ojos encendidos de furia –. Te daré lo tuyo y luego dejaré que te lamas las heridas en paz, gata dorada…
                –¡Estúpido!
                No sabía de dónde iba a sacar las fuerzas, pero tenía que vencerlo ya.
                El maldito sol quemaba, tenía sueño, el incesante fanfarroneo de Aioria lo sacaba de quicio y no veía a Camus por ningún lado. Llegaran juntos hasta el graderío pero, mientras él se enzarzaba en la enésima discusión con su compatriota por el retintín con el que los recibiera, el francés había desaparecido y suponía el porqué… El gato y su bocaza…
                A esas alturas sus entrenamientos no estaban sujetos a ningún horario o lugar, sin embargo, la costumbre seguía arrastrándolos a la arena del coliseo cada mañana. Allí, Caballeros de diferentes rangos y aspirantes ponían a prueba sus técnicas; era uno de los escasos momentos en que se podía decir que confraternizaban, aunque también había quien hacía ya tiempo que dejara de hacer acto de presencia.  En cualquier caso, eran demasiadas las personas que, gracias a la malintencionada falta de discreción del león, habían reparado en su apresurada llegada. Adelantó un pie y abrió los brazos invitándolo a dar el primer golpe; quizás ese no fuera su mejor día, pero no le daría a su perenne contrincante la satisfacción de reconocerlo.
                –¡Venga! –lo instó-. ¡Acabemos ya!

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                El cielo estaba ya invadido de sol cuando despertaron esa mañana; al final sí habían terminado por quedarse dormidos. Mientras corría, el mismo resplandor rojizo que lo había despertado, colándose a través del espeso telón que eran sus pestañas, impedía que viese con claridad el camino; el calor pesaba demasiado, como un hálito caliente que caía sobre él y lo aplastaba oponiéndose, obstinado, a su avance.
                Se detuvo; total, no iba a ningún sitio. Era sólo que había decidido que prefería correr y sudar la gota gorda exponiéndose a los castigadores rayos del astro rey, a entrenar con las las miradas curiosas de la mitad de los habitantes del Santuario clavadas en su persona.
                No era la primera vez, y estaba seguro de que no sería la última, que los continuos rifirrafes de Milo y Aioria lo dejaban en una situación incómoda y precisamente, por causa de esa inmadura necesidad de pincharse constantemente, había sido el burlón saludo del de Leo el que revelara, a todos aquellos que estaban lo suficientemente cerca como para escucharlo, su presencia. Por querer ganarle la partida al tiempo y que nadie llegase a echarlos en falta, habían llamado la atención más de lo que hubiera querido. Seguro que su aspecto, acalorados y jadeantes después de una inútil carrera, corroboraba las palabras de su compañero. Quienes entrenaban o, simplemente, observaban sentados en las gradas se volvieran para comprobar cuán agotados estaban después de ese entrenamiento privado al que el griego hiciera alusión. Tenía que admitir que esa vez a él mismo le hubiera gustado gritarle un «cállate, idiota», pero nadie lo hacía mejor que Milo. Además, estaba Shura. El español observaba la arena desde el peldaño más alto, justo donde ellos habían frenado sus pasos, y, a pesar de que ni había apartado la vista de donde fuese que la tenía fijada, su «no tienes buena cara, Camus. ¿Otra vez tienes problemas para dormir?», había hecho que se sintiera pillado en falta. Sabía que bromeaba; hacía mucho tiempo que el capricorniano se convirtiera en el mudo testigo de las idas y venidas que Milo y él hacían de Escorpio a Acuario y viceversa, así que no preguntaba porque quisiese o necesitase saber; al igual que Aioria sólo pretendía molestar, pero, por más que le agradeciese el que hubiera sido más discreto que el otro en su chanza,  no era molestia lo que quería sentir; esas últimas horas habían sido especiales y tenía mejores sensaciones por las que dejarse envolver. Masculló una malsonante respuesta en francés que estaba seguro entendería y regresó sobre sus pasos,  tan apresurado como había llegado.
                La memoria de lo sucedido en la madrugada y en esa misma mañana estaba muy vívida en su cabeza; se llevó un par de dedos a los labios; allí, junto con el recuerdo de los besos compartidos con el escorpiano descubrió un tacto nuevo; estaban… diferentes.  Deslizó la lengua sobre ellos y notó las pequeñas pielecillas que se habían desprendido y se dejaban arrastrar al paso de la misma; su propia saliva le causaba un leve escozor.
                Una línea de luz, especialmente brillante, se coló entre las hojas del árbol bajo el que estaba parado como un filo relumbrante que lo alcanzó de repente, penetrando en el azul oscuro de sus iris; parpadeó, sintiendo la humedad acumulársele en los ojos y el sudor volver a brotar de todos sus poros, animado por el soplo espeso y ardiente de una brisa que nada hacía por refrescarlo. Sería mejor volver.

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                Apresuró sus andares; Aldebarán se quedaría en Tauro, estaba demasiado cansado como para intentar sacarle algún tipo de conversación a Shura y de Aioria ya había tenido bastante por ese día; sólo quería llegar a su Templo, sacarse la modorra bajo el agua de la ducha e ir a buscarlo. Esa mañana todo estaba bien; aún con las prisas habían tenido tiempo de compartir un apresurado último beso antes de salir de Acuario, pero el hecho de que desapareciera lo tenía intranquilo; llamar la atención no era algo de lo que Camus disfrutase. Aioria los había expuesto a demasiadas miradas y apostaría lo que fuese a que eso lo había molestado. Necesitaba encontrarlo y averiguar lo que pasaba por su cabeza; lo que Camus pensaba sólo él lo sabía; aventurar cualquier posibilidad era ponerse en manos del azar.
                Las columnas de Géminis, desdibujadas tras la neblina diáfana de la calima que los atosigaba esa mañana, pronto aparecieron ante sus ojos y, entre ellas, la esbelta figura del francés perdiéndose deprisa en las sombras de la Tercera Casa. Corrió; la respuesta a sus inquietudes estaba más cerca de lo que había supuesto; sólo tenía que alcanzarlo, pero Camus corría también.
                –¡Camus!  –o lograba que se detuviera o, con la distancia que le sacaba y a ese ritmo, tendría que perseguirlo hasta su Templo-. ¿Por qué tanta prisa? –preguntó con una sonrisa cuando, unos metros más adelante, pudo ver el rostro del galo, que se había detenido y lo esperaba en medio del claroscuro que componían los robustos pilares.
                El acuariano se encogió de hombros mientras, distraídamente, echaba un vistazo a su alrededor.
                –Estoy sudando y… – se miró a sí mismo y, sujetándola entre dos dedos, tiró de su camiseta, alejando la humedad de su piel, pero los pies de Milo no habían tardado mucho en recorrer esos pocos metros que se interponían entre ellos y ahora eran sus dedos, posándose sobre sus labios, los que dejaron a medias su explicación.
                –Hola… –el griego sonrió.
                –Hola… –parpadeó, sorprendido por el saludo. ¿A qué venía tanta formalidad? No es que fuera la primera vez que se veían ese día.
                Milo terminó de acercarse a Camus y apoyó la cabeza sobre su hombro. De su piel emanaba una especie de humedad cálida; olía de una forma extraña, pero agradable. Era el olor del bosque jugando a esconderse entre las hebras de su cabello.
                –¿Por qué no me abrazas? –susurró.
                Aunque formulada en forma de pregunta, Milo expresaba una petición; si Camus lo hacía, sus inquietudes comenzarían a desvanecerse.
                El acuariano aceptó. Milo seguía con la cabeza apoyada en su hombre y él le acarició el pelo, despacio, como si fuese su único contacto con el mundo, mientras sentía los brazos del heleno deslizarse alrededor de su cuello y sus labios encontrándose con los propios en un roce liviano. Lo tomó de la cintura y estuvieron un rato inmóviles, unidos en un beso quieto, sin apenas respirar. Todo estaba en silencio, en una calma tal que, por un instante, les permitió sentirse como los únicos habitantes de su universo particular.
                Por detrás de ellos unos pasos se acercaban deprisa. Eran sus compañeros que pronto llegarían a donde ellos estaban. Camus fue a decir algo, pero Milo se lo impidió colocando, otra vez, un dedo sobre sus labios y arrastrándolo hasta detrás de una de las gruesas columnas laterales.
                Siguió un hondo silencio, pues Shura y Aioria enseguida se perdieron por el otro extremo del corredor. Ellos permanecieron callados aún, mirándose a los ojos brillantes de emoción.
                –¿Adónde fuiste? –preguntó Milo.
                –Por ahí –no pudo precisar más; la verdad era que había estado corriendo sin rumbo–. No me sentía cómodo con tanta atención…
                Milo frunció el entrecejo.
                –No fue muy amable de tu parte desaparecer y dejarme allí solo con todos mirándome –le reprochó.
                –¿No? –Camus se mostró igualmente molesto–. Conozco a alguien que hizo exactamente lo mismo no hace mucho tiempo.
                –¡Auch! Tocado… –Milo dejó caer la cabeza hacia atrás, riendo divertido, pero su carcajada se cortó de golpe. Poniéndose muy serio, enfrentó la mirada de Camus y tomó un mechón del pelo oscuro del francés en un puño, cual si sujetara una cuerda que no pudiera soltar–. ¿Estás enfadado? –preguntó. Había tenido razón al imaginar que estaría contrariado; sólo necesitaba saber cuánto.
                –Molesto.
                –¿Conmigo?
                –Con la situación –Aclaró–. No me gusta sentirme expuesto.
                –¿Te avergüenza que sepan que tú y yo…
                –Milo… –lo interrumpió–. No es eso –sujetó la mano que agarraba con su pelo–. Pero no creo que sea de su incumbencia. Lo que hagamos tú y yo sólo nos concierne a nosotros.
                Los ojos turquesa del escorpiano sonrieron antes que sus labios. Buscó la boca de Camus y ambos se quedaron otra vez quietos, como dos amantes encantados.
                –¿Qué te pasa? –preguntó cuando los labios del francés se alejaron sutilmente.
                –Nada –respondió; aunque sus ojos miraban con desconfianza alrededor.
                –¿Nada? –no ocultó su incredulidad ante esa respuesta. No podía creerlo, no cuando sabía que todos los sentidos del acuariano estaban alerta. Una expresión que Milo no le había visto antes se dibujaba en el rostro de Camus; era sutil, pero jamás le pasaría inadvertida. Conocía esa cara demasiado bien.
                –Es sólo que… –dudó. Tal vez no era más que una tontería y no tenía sentido contárselo, pero… Como si pudiese ocultárselo; era Milo–. No me gusta estar aquí. Desde que volví de Siberia, cada vez que atravieso este Templo tengo una sensación extraña.
                –Lo sé –ahora entendía las prisas del francés–. Yo también lo siento –desde que su Guardián desapareciera, algo inquietante se respiraba en ese lugar–. Es como si algo no marchase bien aquí desde que Saga no está para cuidarlo. Cuando era un crío pensaba que era la tristeza, porque le echaba de menos, pero ahora… –sacudió la cabeza y le sonrió al francés–. Es la primera vez desde hace mucho tiempo que me detengo aquí.
                –Vámonos –mientras siguiesen allí no podría disfrutar de la sonrisa de Milo como era debido–. Salgamos de aquí –tomó su  mano y apretándola suavemente tiró de él; el aire pesaba y tenía la turbadora sensación de que los observaban. Cuánto antes saliesen de allí, mejor.
                Iniciaron un trote ligero, avanzando sin perderse de vista, pero la salida tardaba en aparecer; atravesaran ese pasillo miles de veces antes y nunca fuera tan largo. Se miraron confusos y aceleraron un poco más. La luz del sol estaba esperándolos fuera y la necesidad de sentirla de nuevo sobre sus cabezas crecía tanto como la de salir de Géminis, sin embargo, por cada metro que avanzaban, otro más parecía sumarse a la distancia que aún debían salvar.
                Milo se detuvo y miró a Camus, interrogándolo con la mirada. El francés no supo qué decir; giró sobre sí mismo, escudriñando el alto techo de la Tercera Casa, con la esperanza de encontrar allí la respuesta. Respiró hondamente y le devolvió al griego la misma mirada ansiosa e incrédula. Lo que estaba pasando allí, no era posible.
                –¿Camus? –por puro instinto había adoptado una posición de ataque. Percibía la alerta en el acuariano, pero su aparente falta de reacción le preocupaba. Pegó su espalda a la de él y se preparó para enfrentar lo que fuese–. ¿Qué hacemos? –miró por encima del hombro, esperando alguna contestación de su compañero.
                –Irnos –dijo.
                –¿Qué? –Milo lo miró sorprendido.
                –Vamos, ven –insistió–. La salida está ahí delante.
                –Pero… –ya sabía dónde estaba la salida. Siempre había estado allí, pero ahora parecía inalcanzable–. De acuerdo –accedió. Confiaba en la serena y segura convicción que leía en los ojos del galo.
                De nuevo corrieron y en unas pocas zancadas, allí estaba. Un tenue resplandor que fue creciendo como el amanecer de un día lleno de luz. El calor, antes pesado y agobiante, se había convertido en una caricia dulce y acogedora.
                –¡Espera! –Géminis había quedado atrás, pero no se detuvieron inmediatamente. Lejos ya de la sombra del Templo, Milo frenó–. ¿Qué demonios ha pasado ahí dentro?
                Camus se encogió de hombros y negó.
                –¿Crees que es posible que…
                –No lo sé, Milo –se apresuró a cortarlo. Seguro que la suposición del escorpiano era la misma que se le había ocurrido a él mismo, pero… ¿Cómo? ¿Por qué?
                Camus recordó los días de su infancia, cuando Saga aún estaba con ellos, dejando a un lado sus momentos de silencio y melancolía para ejercer de hermano mayor, para escuchar sus inquietudes y apoyarles la mano en el hombre dulcemente. Milo lo adoraba y él lo admiraba. No podía estar seguro de lo que había pasado en la Casa de los Gemelos, pero sí lo estaba de sus recuerdos.
                Milo entendió que era mejor no insistir. Presionarlo no era la mejor manera de llegar a él y lo sabía. A Camus no le gustaban las incógnitas; antes o después buscaría una respuesta y no dudaba de que lo haría partícipe de ello cuando fuera que estuviese preparado para hablar al respecto.
                –¿Seguimos?
                –Sí.
                Las escaleras hasta Cáncer, otro templo poco agradable de atravesar, no fueron problema. Frente a sus puertas, acompañando a su Guardián, Shura y Aioria los recibieron con sendas miradas inquisidoras; cargada de confusión la del griego y de reproche la del español.
                –Es mucho tiempo para atravesar un solo Templo, ¿no?
                Death Mask fue el primero en abrir la boca para interrogarlos con tono burlón. Camus y Milo se miraron; cierto que se habían entretenido un poco y que luego el camino se les había hecho más largo de lo habitual, pero tan sólo fueran unos pocos minutos de más, nada que pudiese llamar la atención.
                –¿Qué dices? –Milo lo miró molesto.
                –Te vimos entrar en Géminis –Aioria intervino para aclarar a qué se refería el italiano–. Y escuchamos como lo llamabas a él… –señaló a Camus con la cabeza–. Hace más de una hora.
                –¡¿Qué?! –eso no podía ser. No tuvo que mirar a Camus para saber que estaría tan sorprendido como él. –. En cualquier caso –agregó, ocultando su desconcierto tras una media sonrisa– no es asunto vuestro.
                Camus, que había estado observando los rostros de sus compañeros, volvió los ojos hacia Milo. El escorpiano caminaba decidido hacia delante; por lo visto, la conversación había terminado, y se dispuso a seguirlo. Sin mirar a nadie, dio un paso tras otro, pero al pasar junto a Shura éste lo sujetó por un brazo. El de Capricornio no articuló palabra alguna, sin embargo sintió que debía darle algún tipo de respuesta.
                –No nos detuvimos en Géminis –las palabras fluyeron suavemente, tan seguras como de costumbre. No iba a contarle su pequeño tonteo entre las paredes del Templo ni la desconcertante situación de después. ¿Cómo decírselo?–. No sé qué pasó –apretó los labios –no tenía nada más que añadir y, aunque hubiera querido, no podría ofrecerle explicación alguna.
                Shura había dejado de mirarlo; los ojos del español estaban más allá de su persona. Se dio media vuelta y la socarrona sonrisa del Death Mask lo golpeó como una inesperada bofetada; el capricorniano lo miraba a él. Frunció el ceño y tiró de su brazo; Shura lo apretaba con más fuerza y lo miró extrañado, reclamando un porqué, pero tampoco esta vez su compañero pronunció palabra; abrió los dedos y lo dejó ir.
                Mientras, en el interior de Cáncer, Aioria interrogaba a Milo.
                –Ya te he dicho que no es de tu incumbencia –Milo resopló. Nada de lo que había sucedido en Géminis podía contarle y la insistencia del de Leo estaba acabando con su paciencia.
                –Ya… –torció el gesto–. ¿Y tampoco de la de Shura?
                –¿Shura? ¿Qué pinta Shura?
                –¿Es que no has visto su cara? –durante el tiempo que estuvieron esperando verlos aparecer, el semblante del español se había ido ensombreciendo poco a poco–. ¿Acaso crees que no le preguntará a Camus? Mira –señaló a su espalda–. Ninguno de los dos viene todavía.
                –¿Y eso qué?–preguntase Shura lo que preguntase, Camus no le diría nada.
                –Vamos, Milo… –se paró delante del escorpiano–. Piensa… –para él estaba claro y Milo debía ser tonto si no lo veía del mismo modo–. Esos dos se llevan bien y ya sabes cómo es Shura; no le habrá gustado nada que os quedaseis a tontear en Géminis.
                –¡Qué no hemos hecho nada! ­–gritó.
                –Vale, vale… Lo que tú digas –Aioria sonrió–. Pero yo no me lo creo y él tampoco lo hará. Creo que Camus se ha ganado una amonestación.
                –Pero, ¿por qué?, ¿con qué derecho?
                –Con el que le concede el ser “don correcto” –ironizó  Aioria--. Un Templo no es un patio de juegos ­–añadió, imitando el tono regio del español–. A ti te dará igual, pero sabes que Camus sí tendrá en cuenta lo que diga.
                –Eres idiota… –Milo sonrió sin querer. Verlo burlarse del serio Guardián de Capricornio había sido gracioso, pero su última afirmación lo molestaba. Aunque no le gustaba admitirlo, no le faltaba razón
                –Sí, todo lo idiota que quieras, pero sabes que es cierto –se jactó.
                –No sabes de lo que hablas –alargó el brazo y le dio un empujón–. Cállate de una vez.
                Aioria pensaba replicar, pero el gesto de Milo se volvió amenazante cuando a sus oídos llegó el eco de unas pisadas; aquellos de quienes hablaban estaban ya muy cerca.
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                El ascenso desde Cáncer había sido como una pequeña penitencia; en silencio absoluto, como si temiesen que pronunciar una palabra fuese a romper el frágil equilibrio en el que vivían. No había sido consciente antes, pero esa mañana Milo había tenido la sensación de que el Santuario era como un puzle en el que no todas las piezas encajaban. Desde hacía mucho, Camus se había convertido en todo su mundo; fuera de las misiones que ocasionalmente los mantenían alejados durante algunos días, pasaban juntos todo el tiempo que podían; sin embargo, hoy, el mundo real, ese en el que de verdad vivían aunque no se diesen cuenta, había encontrado la forma de colarse en ese otro que era sólo suyo. Cuando llegaron a Escorpio ni siquiera pudo despedirse del francés; nada compartieron más allá de una rápida mirada; todo se había vuelto demasiado incómodo de repente.  Tumbado sobre la cama, pensaba y esperaba. Pensaba en lo que Aioria había dicho y esperaba que Camus llegase para decirle que el de Leo se equivocaba, que lo que Shura pudiera decir o pensar no iba a afectarles a ellos. Él mismo se lo había dicho horas antes, «lo que hagamos tú y yo sólo nos concierne a nosotros».
                Camus se detuvo bajo el dintel de la puerta del cuarto de Milo; el de Escorpio estaba tumbado en paralelo al cabecero, mirando hacia la pared contraria, y su larga cabellera caía como una cascada azulada por uno de los laterales del colchón, en  fuerte contraste con el color claro de la colcha.      Parecía no ser consciente de su presencia, de modo que caminó despacio y, cuando estuvo lo suficientemente cerca, se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra la cama, mezclando su oscura melena con la de su compañero.
                –Camus… –el nombre del galo salió de sus labios en medio de una sonrisa. Se dio la vuelta y, tumbado ahora boca abajo, respiró el particular olor que desprendían siempre los cabellos del francés–. ¿Estás bien? –los silencios de Camus, normalmente, no le importaban, pero en ese momento necesitaba saber.
                –Sí –se giró y sus ojos se encontraron con los de Milo que se había descolgado un poco más para poder mirarlo bien a la cara. Sonrió–. ¿Y tú?
                –Sí… Bueno, no sé –le faltaba un dato importante para saber si estaba bien o no–. ¿Qué pasó con Shura? ¿Te dijo algo?
                Antes de responder, Camus tomó uno de los indomables mechones del pelo del escorpiano y jugueteó con él, enrollándolo entre sus dedos. Shura sí le había dicho algo, algo desconcertante; un inesperado consejo que aún no sabía a qué aplicar. Al despedirse de él en la Décima Casa, el español lo había mirado fijamente y, con la misma rotunda sobriedad con la que regía su vida, había pronunciado: «ten cuidado».
                –Me dijo que tuviera cuidado  –soltó el cabello de Milo y le sujetó el rostro con las dos manos para asegurarse de que tenía toda su atención–. Y tú debes tenerlo también.
                –¿Cuidado? –puso sus manos sobre las de Camus–. Pero, ¿cuidado de qué?
                –Eso no lo sé –negó con la cabeza–. De todo, de todos… –se encogió ligeramente de hombros–. Sólo ten cuidado, ¿de acuerdo?
                –Nos cuidaremos –asintió. Era un Caballero Dorado y su deber era para con su diosa, pero, como otros antes que él, había encontrado junto a quién y por quién pelear.
                ­Por toda respuesta, Camus sonrió dulcemente; uno de esos gestos de los que únicamente Milo era espectador. Deslizó sus manos, despacio, por las mejillas del escorpiano y, recuperando su posición original, echó la cabeza hacia atrás, apoyándola sobre el colchón.
                –¿Te quedarás? –preguntó Milo. Había ido a arrodillarse justo detrás del francés y ahora lo miraba desde arriba.
                –Sí –arrugó la nariz. El pelo del griego le hacía cosquillas en la cara.
                Milo le guiñó un ojo y se inclinó despacio sobre su rostro.
                –Estupendo –susurró antes de apresarle los labios.

CONTINUARÁ… 



          


         

Así deben verse ahora *-*




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