viernes, 9 de noviembre de 2012

¡¡Feliz cumpleaños, Milo!!

Sé que es con retraso y ya me he flagelado por no haber publicado esto ayer, pero es que los wifis se confabularon en mi contra. Mi conexión hizo huelga de brazos caídos a última hora y ya no pude llegar a publicar. 
La historia no es nueva; tiempo y musa no están en buenas relaciones y este año no pude escribirle nada nuevo a Milo. Espero que no me lo tenga en cuenta... Sabe que lo quiero *-*
He leído muchas historias en las que Milo va a Siberia a visitar a Camus; me gustó la idea de que esta vez fuese al revés; el clima en Milos es mucho mejor XD.

Deseo

              Le gustaba especialmente ese rincón de la isla; allí, las rocas claras que conformaban el acantilado le recordaban a los blancos glaciares de Siberia; como si icebergs viajeros hubiesen llegado allí desde la otra punta del mundo para recordárselo. Quizás, algún día; podría enseñarle ese lugar. Se levantó de la roca en la que se había sentado y, tras sacudirse la ropa, echó un último vistazo al mar y comenzó el descenso por una carretera tortuosa que lo llevaría al puerto. Caminaba despacio por las callejuelas empedradas, con sus casitas de pescadores extendiéndose casi hasta las olas; disfrutando del silencio y del olor de la brisa marina impregnándose en su ser y meciendo los mechones de su cabello.
                Llevaba varios días en Milos. Había llegado para un entrenamiento intensivo. O esa había sido la explicación que esgrimió cuando solicitó el permiso para ausentarse del Santuario. Se acercaba su cumpleaños y la nostalgia lo había invadido de pronto. Lo celebraría a solas con sus recuerdos.
                Como cada mañana, desde que pusiera el pie en la isla acudía al puerto para echar una mano a los pescadores que se afanaban en su rutina diaria. El mismo día de su llegada se había topado con Denes. El joven griego había sido su más cercano amigo durante el tiempo que duró su formación en Milos. Él se había convertido en Caballero de Atenea y el muchacho en pescador, como su padre. Quizás sus destinos serían muy diferentes pero el escorpiano había descubierto que le gustaba trabajar con las manos. Sentir el calor del sol en la cara mientras recogía y doblaba enormes redes de pesca o cargaba pesadas cajas repletas de pescado fresco de un lugar a otro y, por eso, se acercaba cada día a colaborar, codo con codo, en las faenas pesqueras.
                Se pasó la mano por la frente para secarse el sudor que resbalaba por ella. Miró al horizonte. El ferry de mediodía llegaba al puerto en ese momento. Todos los días las calles se llenaban de turistas que recorrían la isla parloteando en un montón de lenguas distintas. Le divertía escucharlos. A algunos los podía comprender y al resto creía poder entenderlos descifrando sus gestos y el tono de sus voces. Una pareja con un crío, un trío de maduras muy bien arregladas, un señor con traje, una rubia llamativa colgada del brazo de… ¡de Camus!
                -¡Denes! –gritó-. Debo irme. Hasta mañana –y sin esperar respuesta corrió hacia donde el barco acababa de atracar.
                Era él. Estaba seguro. Jamás podría confundirlo con otro. La curiosidad lo mataba. ¿Cómo es que estaba ahí? Y, sobre todo… ¿Quién era esa?
                -¡Camus! –se había quedado parado a unos pocos metros de donde el francés estaba parado intentando devolverle su equipaje a la muchacha.
                El de Acuario lo miró, le sonrió y volvió a girarse hacia la chica para dejar en sus manos la maleta que aún sostenía. Se despidió cortésmente y apuró el paso hasta donde Milo lo esperaba.
                No lo perdió de vista mientras se acercaba. No lo había visto en meses y, aunque no podía negar que lo había deseado, no esperó verlo ante sus ojos precisamente ese día; así que cuando Camus le tendió la mano se olvidó de que estaban en medio de una plaza abarrotada de gente y tiró de él para atraparlo en un abrazo fuerte. Las manos de Camus se posaron en su espalda y cerró los ojos, disfrutando de la sensación de verse envuelto en su añorado aroma. Sintió el cuerpo del  galo tensarse entre sus brazos. Tal vez estaba durando demasiado para pasar por un abrazo amistoso. Palmeó su espalda un par de veces antes de separarse de él. Nadia estaba prestándoles atención. Nadie excepto la muchacha que había bajado del barco con Camus. Le sostuvo la mirada durante unos segundos por encima del hombro del francés mientras le dedicaba la sonrisa más encantadora y falsa que sus labios hubiesen esbozado jamás. Tomó al acuariano del brazo y tiró de él.
                -¿Quién era la que colgaba de tu brazo? –le preguntó mientras caminaban fuera de la plaza.
                -No lo sé… Nadie…  -desde luego no había imaginado que la conversación entre ellos fuese a girar en torno a una desconocida.
                -¿Nadie? –insistió.
                -Sí… Bueno. Sólo alguien que viajaba en el barco. Cuando me disponía a bajar me encontré con su maleta en la mano y ella colgada de mi brazo.
                -¿Y qué quería? –había vuelto la cabeza para mirar hacia atrás buscando entre la gente la figura de la joven mujer.
                -¿Que cargara con su equipaje? –aventuró el francés sin entender muy bien a qué venía semejante interrogatorio.
                -Menos mal… -sonrió Milo. Le divirtió el desconcierto en la cara del acuariano-.Pensé que tendría que empezar a preocuparme.
                -¿Preocuparte? –no seguía el discurrir de los pensamientos de Milo.
                -Sí. No veo cómo podría competir con un par de tetas de semejante calibre –bromeó.
                Camus rió comprendiendo al fin el razonamiento de su compañero.
                -Por lo visto te has fijado más que yo.
                -No me ha hecho falta fijarme, Camus  -aseguró-. Saltaban a la vista…
                -Eres… -no terminó la frase. Con un tirón de su brazo Milo lo arrastró a una callejuela solitaria. Cerró los ojos sintiendo su cuerpo rebotar suave contra la blanca fachada de una típica casa isleña y cuando los abrió de nuevo encontró el rostro del griego pegado al suyo.
                -¿Cómo es que has venido? –eso era lo que había querido preguntarle desde el momento en que lo vio.
                -Quería verte –tomó el rostro de Milo entre sus manos-. Hace unos días comencé a pensar y…yo… Tenía que estar contigo hoy –sonrió-. Feliz cumpleaños, Milo.
                La sonrisa de Milo se mantuvo mientras sus bocas se acercaban, despacio, saboreando cada respiración compartida. Sus labios se encontraron y se entretuvieron mordisqueándose, chupándose y acariciándose dulcemente; degustándose como si de frutas maduras se tratase. Al separarse se miraron nuevamente.
                -No tengo un regalo para ti, Milo –confesó. Sólo pude pensar en venir. Yo…
                El griego apoyó su frente en la del galo.
                -Da igual, Camus. Me conformo con que estés aquí.
                El sonido de unos pasos acercándose les recordó dónde estaban.
                -Ven. Vamos por aquí. Por cierto… -aún había otra duda por aclarar-. ¿Cómo supiste que estaba aquí?
                -Aioria me lo dijo.
                -¿Aioria?
                -Sí. Nos encontramos en el pueblo. Y fue una suerte -aseguró. Hubiera sido difícil salir del Santuario una vez dentro.
                -Parece que por una vez la aparición estelar del gato ha sido para bien –bromeó.
                -Eso parece –había algo que él también quería saber-. ¿Por qué has venido?
                -Estos últimos días yo también estuve pensando -declaró-. Yo quería estar solo –sonrió-. En cualquier caso, saben dónde encontrarme si me necesitan.
                -¿En serio querías estar solo? –cuestionó extrañado.
                -Solo con mis recuerdos –apostilló, guiñándole un ojo-. Y dime…, ¿cuánto tiempo más van a necesitar esos discípulos tuyos para convertirse en Caballeros?
                -Milo…
                -En serio Camus; esos mocosos son demasiado lentos. A nosotros nos llevó menos tiempo convertirnos en…
                Durante el trecho que los separaba del lugar en el que Milo había vivido durante su entrenamiento y en los últimos días, intercambiaron información sobre lo que habían sido sus vidas en los meses de obligada separación. Dejaron atrás las blancas casitas isleñas para perderse por un estrecho camino que los condujo a una apartada y solitaria cala de arena blanca. Allí, cobijada entre altas paredes de roca estaba la morada de Milo.
                Una vez atravesó el umbral de la humilde cabaña que los cobijaría Camus volvió sobre sus pasos. Se apartó unos metros de la puerta y observó la construcción con gesto serio.
                -¿Qué haces? –preguntó Milo asomándose.
                -¿Estás seguro de que esto no se nos caerá encima?
                La risa sincera del griego llegó a sus oídos como una cascada de alegría.
                -Yo me pregunté lo mismo cuando la vi por primera vez y ya ves que sigue en pie.
                Fiándose de la palabra de su compañero volvió a entrar en la choza y se dejó arrastrar por Milo hasta el dormitorio. El escorpiano le quitó del hombro la mochila que era todo su equipaje y lo empujó sobre una pequeña cama que chirrió al recibir su cuerpo.
                -¡Dioses, Milo! Esto no… -su frase fue interrumpida por un nuevo quejido del camastro al sentir el peso del griego cayendo de golpe sobre él-. ¿Y tú te quejabas de mi cama en Siberia?
                -Descuida –lo tranquilizó-. Esto puede con lo que le echen –le aseguró con un guiño antes de comenzar a depositar sobre los labios del francés un beso tras otro, recorriendo la boca y sus comisuras. Cuando hubo reconocido todo su contorno se apoyó sobre las manos y lo observó desde esa posición por unos momentos.
                -¿Qué? –preguntó el francés.
                -Estaba pensando…
                Camus arqueó las cejas repitiendo sin hablar su anterior pregunta.
                -Esta mañana pensaba en ti –dijo-. Quería enseñarte algo.
                -¿Y ya no quieres?
                -Sí quiero pero… -sonrió-. También quiero quedarme aquí.
                -Creo que podremos hacerlo todo –se incorporó un poco en el espacio que el heleno le había dado-. Aunque… Ya es más de mediodía. ¿No me darás de comer?
                -Claro. Comer no te vendrá mal –sonrió mientras lo recorría con la mirada-. Algo típico y delicioso… No como esa asquerosa bouillabaisse –su nariz se arrugó en un gesto de desagrado.
                -Pedirla fue tu elección… -le recordó-. Y no es asquerosa –sonrió mirándolo de reojo.
                -Sí, sí… -concedió-. Lo que tú digas… ¡Vamos!- lo animó levantándose de un salto y dirigiéndose a la puerta.
                -Milo…- llamó-. ¿Piensas salir así?
                -Sí, claro. ¿Cuál es el problema? –cuestionó con extrañeza.
                -Pienso que quizás te vendría bien una ducha –sugirió-. Hueles a pescado…
                Las cejas del heleno se arquearon en un gesto de incredulidad. Estiró de su camiseta para acercársela a la cara y su nariz se arrugó de nuevo dando la razón al francés.
                -De acuerdo –admitió-. Ya vuelvo. Tú ni te muevas –advirtió señalándolo con un índice amenazador.
                Cuando regresó a la habitación Camus ya no estaba allí. A través del cristal de la ventana lo vio sentado en la arena de la playa. Salió para ir a buscarlo. Caminaba despacio, procurando que el sonido de sus pisadas fuese ahogado por la arena para poder sorprenderlo.
                -Ni se te ocurra –la voz suave de Camus lo sorprendió en plena ejecución de su improvisado plan.
                -¿Cómo te has dado cuenta? –se admiró el de Escorpio.
                -¿Olvidas que vivo con dos niños? –le recordó Camus mirando al heleno que se había sentado a su lado-. Y a veces eres peor que ellos –sonrió.
                Milo frunció los labios en un puchero, fingiéndose ofendido, y en seguida le devolvió la sonrisa al acuariano. No lo admitiría pero tenía razón.
                -Vamos, anda… -dijo dándole un leve codazo-. O nos quedaremos sin comer.
                Pusieron rumbo al pueblo y volvieron al puerto. En un típico restaurante griego compartieron una botella de Retzina* para regar su almuerzo. Unas aceitunas negras, una típica ensalada griega y un variado plato de pescados fritos. Entretanto aguardaban por la cuenta Camus arrancó una cerilla de la pequeña cajita que había en su mesa, junto a una innecesaria vela a esas horas del día, y la encendió.
                -Pide un deseo –le dijo al griego.
                -¿A una cerilla? –se extrañó.
                -Bueno… A falta de pastel… Tendrá que servir –sonrió.
                -Mmm… –el de Escorpio se mordió el labio inferior y cerró uno de sus ojos mientras parecía pensar muy concentrado.
                -Antes de que me queme, por favor –pidió el galo.
                Milo sonrió y sopló con fuerza apagando la llama que se encontraba ya muy cerca de los dedos de Camus.
                -Espero que se cumpla, Milo –le deseo el galo.
                Los expresivos ojos del escorpiano brillaron con intensidad al tiempo que asentía con una hermosa sonrisa adornando su bronceado semblante.
                Después de la comida caminaron despacio por las callejuelas empedradas. Milo hablaba y Camus trataba de experimentar a través de las palabras de su compañero las experiencias vividas por aquel en ese lugar. Al atardecer contemplaban la puesta de sol en el acantilado. El efecto a esa hora era diferente pero igualmente hermoso.
                -Tendrás que volver para que pueda mostrártelo.
                Camus lo miró y asintió. No se iría si pudiese evitarlo. Ese había sido el primer día de sus vidas en el que habían podido ser ellos mismos, nada más. Libres de obligaciones. No recordaba sentirse así.
                -Vamos –Milo se había puesto en pie y apoyaba la mano sobre su hombro instándolo a levantarse-. Ya es hora de volver.
                El camino de vuelta lo recorrieron con algo más de prisa. Desde que sus cuerpos se toparan esa mañana habían estado reclamándoles algo que ya no iban a negarles por más tiempo. Llegaron de regreso a la pequeña cala en el momento en que la luna hacía su aparición en el cielo nocturno de la isla.
                Milo se detuvo ante la puerta de la cabaña. Se giró y miró al de Acuario.
                -¿Un baño en el mar? –y antes de obtener respuesta corrió hasta la playa.
                Camus lo alcanzó cerca de la orilla. Milo se había quitado la camiseta y pisoteaba un pie con otro tratando de descalzarse mientras se desbrochaba el pantalón. Se lo quedó mirando hasta que el griego, dándose cuenta de la inmovilidad del francés, dejó lo que estaba haciendo.
                -¿Piensas bañarte vestido?
                El acuariano negó. Alzó el brazo y con su dedo índice recorrió la forma de los pectorales de Milo, como si nunca lo hubiese hecho antes. Sonrió y apoyó ambas palmas sobre el pecho del griego.
                -Imagino que el tacto debe ser diferente –dijo.
                La expresión de MIlo pasó de la confusión a la perplejidad y de ahí a la indignación cuando comprendió a qué se estaba refiriendo Camus.
                -¡Entonces sí te habías fijado! –palmeó las manos de Camus para apartarlas.
                De los labios del francés escapó una risa cantarina.
                -No me hizo falta fijarme, Milo. Tú mismo lo dijiste… Saltaban a la vista.
                El heleno sonrió también.
                -En serio Camus… -preguntó borrando la sonrisa de sus labios-. ¿Lo has pensado alguna vez?
                -¿El qué?
                -Cómo sería estar con una mujer… O… con otro hombre –sus ojos estaban fijos en los del francés.
                -No –aseguró rotundo-. Nunca he pensado en nadie más. Siempre has sido tú, Milo… Desde antes incluso de saber qué era lo que estaba sintiendo… Sólo tú…
                Abrió la boca para decir algo pero no llegó a articular palabra alguna. Le dedicó al francés la más encantadora y sincera de sus sonrisas y agarrando el cuello de su camiseta lo atrajo hasta poder aprisionar sus labios con los suyos. Se apartó para mirarlo de nuevo y le guiñó un ojo antes de salir corriendo y gritarle.
                -¡Te espero en el agua!               
                Dejó su ropa en la arena y corrió al mar tras Milo. Se zambulló y avanzó unos metros bajo el agua. Cuando salió a la superficie esta le llegaba al pecho. De pronto, los brazos del escorpiano se agarraron a su cuello y sus piernas se enlazaron por encima de sus caderas.
                -Agradable, ¿verdad? –sonrió con descaro y se pegó más a su cuerpo, besándolo de nuevo.
                Correspondió a ese beso con ardor. Recorrió su cuerpo con las manos. Subiendo desde sus nalgas por toda la espalda hasta la nuca y volviendo a bajar mientras Milo se movía entre sus brazos, frotándose contra él. 
                El griego liberó los labios del acuariano y con un ir y venir de su mirada le indicó un grupo de rocas planas a su espalda. Deshizo el abrazo que los mantenía unidos y nadó hasta ellas, acomodándose sobre la mayor. Recibió al francés con una sonrisa y de nuevo lo atrapó entre sus brazos recostándose con él encima.
                Camus se tendió sobre el lecho acogedor que era la exuberante anatomía del griego y se abrazó a él. Milo repartía amorosos besos por su cuello y él se apretó más contra su cuerpo. Le gustaba sentir el calor de su rostro, de su aliento, y el roce de sus pestañas contra su piel. Giró la cabeza y juntaron sus labios, sus lenguas y sus ansias en un acalorado encuentro. Despacio, se fue separando de Milo que, renuente a dejarlo ir, alzaba la cabeza procurando seguir prendido de su boca. Se arrodilló frente a él, con las piernas un poco separadas, de modo que sus rodillas hacían contacto con los muslos del heleno, morenos y torneados. Milo lo miró en silencio; con sus brillantes ojos muy abiertos, contemplando la silueta serena del galo vestida por la luz blanca de la luna. Sentía las yemas de los dedos de Camus deslizándose desde su mandíbula; trazando un sendero descendente por la línea del cuello hasta el hombro.
                La piel del griego era cálida y suave. Recorrerla era un lento ceremonial al que le gustaba entregarse. Los dedos siguieron bajando para luego ascender a la cima morena de sus rotundos pezones y desviarse después hasta el hueco de la axila. Dibujó despacio el perfil de su brazo. Acarició con cuidado, uno por uno, cada dedo de la mano y repitió el camino a la inversa. Besó con mimo su estómago, su cuello y atendió con el mismo esmero el otro brazo del griego. Volvió a su boca y dejó que Milo le mordisquease los labios con impaciencia; que su lengua inquieta avasallase la propia y que lo explorase hasta saciarse. Compartieron un suspiro al separarse. Tomaron aire mientras se miraban con los labios entreabiertos.
                -Yo también quiero que cargues con mi equipaje –el griego hizo su confesión con una pícara sonrisa en los labios.
                Camus sonrió también y le acarició la mejilla con el dorso de la mano. Continuó besando su cuello, con mucha calma, después los pezones, haciendo movimientos circulares con la lengua, para más tarde descender hasta su vientre y trazar un círculo de saliva alrededor de su ombligo. Milo sintió como le ascendía, desde las puntas de los pies, un agradable cosquilleo de placer que lo hizo soltar un grave ronroneo de satisfacción. Impaciente, abrió un poco más las piernas y Camus se dedicó a acariciarle la cara interna de los muslos, avanzado con besos y caricias de su lengua; abriéndose paso, lento y dulce, hasta su sexo. Deslizó su dedo índice a lo largo de la tensa erección del griego hasta sus testículos. Entonces, inclinándose sobre él comenzó a ensalivarlo con la punta de la lengua, dibujando círculos juguetones en la punta y trazando un serpenteante camino descendente y ascendente. El escorpiano gimió y, de manera inconsciente, su pelvis se acompasó al ritmo de la lengua del francés. Los familiares labios de Camus acariciaron su miembro con mesura mientras sus dedos se introducían con  cuidado en el canal entre sus nalgas; sumergiéndose en él, gentil y preciso, cómo tantas veces, en perfecta comunión con los movimientos de su cuerpo.
                Milo gimoteó y balanceó sus caderas, incapaz de contener sus reacciones. Sus ojos estaban cerrados y su cara reflejaba el placer que lo invadía. Jadeó cuando Camus detuvo el accionar sobre su cuerpo. El francés había levantado la cabeza y lo miraba sonriendo.  Contempló sus ojos reflejándose en esos otros más oscuros y le devolvió la sonrisa. Lo sintió sumergirse nuevamente entre sus piernas, culebreando con su lengua con una delicadeza extrema, casi desesperante. De vez en cuando sus piernas temblaban y se cerraban apresando al acuariano en medio.
                Camus trepó por las caderas del heleno y cubrió con su cuerpo el de Milo. Desde tan corta distancia los ojos turquesas del griego se veían iluminados por un brillo afiebrado. Despacio, muy despacio, comenzó a balancearse con cadencia, hacia delante y hacia atrás, adelante y atrás; presionando su miembro contra el sexo hinchado de Milo; arrancándole un gemido de impaciencia. Presionó sus labios contra los del escorpiano que, excitado, se aferró a su espalda y adelantó la pelvis. El galo apoyó ambas manos en sus nalgas y lo atrajo hacia sí, alzándolo ligeramente.
                 Milo lo recibió ansioso. Las paredes de su ano se cerraron en torno al miembro del francés. Apartó su boca de la del acuariano y jadeó con fuerza, arqueando su cuerpo. Camus se movía dentro de él, dentro y fuera, dentro y fuera… Levantó las piernas para enredarlas alrededor de las caderas de Camus y se entregó al goce de una presión certera y rítmica que se intensificaba por momentos. Cerró los ojos, arqueó el cuello y apretó los puños; sintiéndolo llegar hasta el último rincón de su ser; precipitándose en una caída en picado hacia el orgasmo. Levantó los brazos y lo atrajo con fuerza hacia sí mientras disfrutaba de cada embestida, de cada centímetro del pujante pedazo de carne que había penetrado en él separando y contrayendo sus muros con rítmico frenesí. Los músculos del abdomen del galo refregaron con fuerza su sexo atrapado entre ambos. Adelantó las caderas para mejor incrustarlo en su cuerpo y apretó los músculos para absorberlo, para hacerlo suyo, y sintió como el extremo de su sexo chocaba contra su interior. Gritó con fuerza y escuchó a Camus gemir también. Se colgó de su cuello y susurró contra su oído.
                -Sólo tú…
                El francés hundió la cara en el hueco de su cuello y allí sus labios se pegaron a la piel tibia y aterciopelada de Milo.
                Sus cuerpos oscilaban vertiginosamente, arrancándoles aullidos que los enronquecerían y envolviéndolos en un deleite que les aceleraba la respiración hasta casi hacerlos perder el sentido. El placer llegó con intensidad; deslizándose desde sus nucas y bajando por la espalda para estallar entre sus pelvis. Milo emitió un jadeo agónico al terminar mientras aguantaba unas pocas embestidas más de Camus antes de recibirlo, exhausto, sobre su cuerpo con un gemido aún entre los labios. Permanecieron abrazados por unos minutos hasta que sus cuerpos dejaron de temblar. Camus se apartó despacio de la piel húmeda de Milo pero el griego le hincó los talones en los glúteos para impedirle separarse.
                -No. Espera… Quédate –le rodeó el cuello con los brazos y le acarició cariñosamente la nuca-. ¿Ya vas a quitarme mi regalo? –le preguntó mientras sentía como el francés reposaba de nuevo sobre su cuerpo y lo besaba cerca de la oreja.
                El deseo saciado cedió su lugar al sopor del sueño. A pesar de arrullarlos con su acuática melodía, era precisamente el mar que chocaba contra las rocas salpicando sus cuerpos quien los mantenía despiertos. Camus mojó los dedos en el agua y trazó una línea húmeda a través del pecho de Milo. Luego lo abrazó muy fuerte contra sí y lo arrastró consigo mientras se incorporaba. Por encima del hombro del griego vio la figura oscura que sus cuerpos mojados habían marcado en la roca.
                Se despegaron poco a poco y se miraron en un silencio cómplice. Los labios de Milo se curvaron lentamente componiendo una sonrisa pícara antes de empujar a Camus de espaldas al agua. El de Acuario salió a la superficie unos metros más atrás y el escorpiano se lanzó al agua para nadar hasta él. Cuando estuvieron frente a frente lo sujetó de la cintura y lo atrajo hacia sí para iniciar un nuevo beso. Largo, suave, húmedo…  Comenzó a mover acompasadamente las caderas, restregándose en la entrepierna del francés que dejó escapar un ligero gemido. Sonrió contra sus labios.
                -Ven… Ven… -apremió. Su cuerpo estaba encendido de nuevo y tomándolo de la mano caminó hasta la orilla donde, colgándose otra vez del cuello del galo lo arrastró con él al suelo.
                -Milo, ¿qué…? –se retorció al sentir el fuerte apretón de la mano de Milo alrededor de su sexo.
                -No puede haber un cumpleaños sin pastel –aseguró en un sensual susurro. Apoyó las manos sobre los muslos del acuariano a poyó los labios sobre su glande, bajando poco a poco y enredando la lengua alrededor del tronco.
                Camus cerró los ojos y gimió con fuerza al sentir la boca húmeda y tibia de Milo albergando su miembro por completo. Hundió los dedos en la arena mojada de la orilla y se mordió el labio inferior mientras el griego se sacaba su sexo de la boca y lo volvía a engullir entero una y otra vez, succionando con fuerza, o se entretenía deslizando la lengua hasta sus testículos, acariciando su piel tensa y suave.
                Un leve quejido del de Acuario lo hizo detenerse en su labor. Se acercó al rostro del francés sin poder contener la sonrisa y le besó el cuello, probando el sabor de la sal en su piel. Después, lo lamió dulcemente y bajó hasta su pecho para acariciarlo, mordisquearlo y ensalivarlo mientras Camus pasaba las manos por sus hombros y su espalda. Sentir el cuerpo del galo contoneándose bajo el suyo acrecentaba sus ansias. Lo miró fijamente. Camus le sonreía y lo miraba con deseo. Deslizó primero, un par de dedos entre sus  glúteos y cuando lo supo dispuesto empujó suavemente sintiéndolo abrirse para él. Movió la cadera hacia atrás y salió por completo para luego volver a entrar; experimentándolo todo de nuevo. Siguió lentamente. Con cada movimiento Camus se retorcía y jadeaba. Estiró los brazos y acarició su abdomen musculoso, su pecho firme y los erectos pezones, duros y sensibles.  El francés gemía con los ojos cerrados. Se inclinó y se recostó sobre él entretanto continuaba moviéndose. Cada vez un poco más fuerte, cada vez un poco más profundo, mientras lo masturbaba rítmicamente; masajeando su sexo arriba y abajo, reconociendo su textura.
                Los dos gimieron intensamente. Se sentían llegar al límite de su aguante. Sus cuerpos chocaban y se entremezclaban sus sudores. Camus arqueó la espalda recibiendo las últimas embestidas de las caderas de Milo y ambos se dejaron caer, agotados, sobre la arena. Descansaron por un momento aunque sus manos no pudieron dejar de tocarse. De repente Milo se incorporó y se sentó sobre la cintura del francés. Lo miró a los ojos y expresó una futura promesa.
                -Mismo día, mismo sitio. Dentro de un año.


FIN


Aclaraciones
-Retsina: (Ρετσίνα) es un vino blanco (o rosado) resinado griego que se ha elaborado durante al menos 2000 años. Su sabor único tuvo su origen en la práctica de sellar los recipientes del vino, particularmente ánforas, con la resina del pino de Alepo en épocas antiguas. Antes de la invención de la botella de cristal impermeable, el oxígeno, al estar en contacto con el vino, hacía que éste se estropeara en poco tiempo. La resina del pino ayudó a bloquear la entrada del aire en los recipientes y, a la vez, infundía al vino el aroma de la resina.
-Ensalada griega: (χωριάτικη σαλάτα) es una ensalada elaborada en Grecia con los ingredientes característicos de este país. La ensalada original está elaborada de tomate, pepino, pimiento y cebolla roja, todo ello con sal, pimienta negra y orégano y aliñada con aceite de oliva. A todo ello se le añaden trozos de queso feta, alcaparras y aceitunas kalamata. La lechuga a pesar de lo que piensa la mayoría de la gente es muy rara en la ensalada griega. Existe una variante de ensalada que se denomina μαρούλι, "lechuga" en lugar de ensalada y es muy distinta, consiste en lechuga, cebolla de primavera y eneldo fresco, todo ello aliñado con aceite de oliva y vinagre o zumo de limón.
Respecto al resto de la comida sólo decir que lo de los pescados fritos me lo he inventado; no sé si sean típicos o no pero imagino que en un lugar rodeado de mar algo de peces comerán XP. Tampoco sé si en el puerto existe actividad pesquera o se centra más bien en el turismo.
Sobre la descripción de la isla confieso que mi conocimiento es por fotos e información que he sacado de internet. Mi cabeza imaginó el resto.



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