Es una historia algo rara, creo... Pero se me hizo divertido escribirla.
Aquí os la dejo:
El pinchazo del escorpión
Una figura oscura se dibujaba
contra sus párpados cerrados. No sabía cuándo había recuperado la consciencia.
Tan sólo unos segundos atrás estaba hundido en la mullida oscuridad del sueño.
Las brumas de la inconsciencia empezaban a retroceder. Parpadeó repetidas veces
hasta poder distinguir a quien tenía delante. Era Camus, por supuesto. Estaba
de pie junto a la cama; observándolo a la luz del quinqué.
-¿Cómo
te sientes? –Camus llevaba un rato viéndolo dormir, esperando a que despertara.
Le tocó la mejilla y sintió la tibia suavidad de su piel. La fiebre había
bajado. Era buena señal.
-Bien…
-Milo se desperezó y la respuesta salió de su boca junto al aire de un
incontenible bostezo-. Creo… – se pasó la mano por la frente. La pereza seguía
prendida de su voz-. ¿Cuánto he dormido?
-Más
de un día entero.
-¿En
serio? –ni siquiera recordaba haberse quedado dormido.
Camus
se sentó en el borde de la cama. Milo tenía la mirada ausente y el francés
imaginó que en esos momentos debía estar manteniendo una encarnizada lucha con
sus recuerdos. Sonrió y le acarició la cara para traerlo de vuelta de sus
pensamientos.
-¿Quieres
que te traiga algo? –preguntó-. ¿Tienes hambre? ¿Sed?
Camus
no había hecho nada más que tocarlo, pero había sido una sensación tan reconfortante
que la niebla de su memoria dejó de preocuparle. Más tarde se lo preguntaría;
ahora sólo quería ir junto a él. Se incorporó con trabajo y le pasó los brazos
alrededor del cuello.
-Estoy
bien –Milo le mostró una franca sonrisa-. Sólo necesito una cosa, pero eso… Eso
nadie puede hacerlo por mí –se apoyó en los hombros del acuariano para ponerse
en pie -. Voy al baño –le aclaró antes de darle la espalda y dirigirse hacia la
mencionada estancia.
Se
miró en el espejo mientras escuchaba el silbido de la cisterna llenándose.
Tenía un aspecto deplorable: el cabello revuelto y los ojos hinchados tras
demasiadas horas de sueño, estaba pálido y sentía una agobiante sensación de
calor trepándole por el cuerpo. Sacudió la cabeza. Abrió el grifo y, por unos
segundos, se dejó envolver por la fresca sensación del agua escurriéndosele
entre los dedos. Luego se refrescó el cuello y el pecho con las manos mojadas.
Los párpados le pesaban, pero no quería volver a dormirse… Ya había perdido
demasiadas horas. Echó una furtiva mirada a la puerta. Camus… Había estado
esperando verlo aparecer. Se mordió el labio inferior… Él podría mantenerlo
despierto…
Entró
despacio en la habitación. Camus estaba inclinado sobre la mesita de noche
Tenía algo entre las manos, pero no podía verlo. Se acercó y lo sujetó por los
hombros. El acuariano se volvió y lo miró a los ojos un instante, antes de
buscar sus labios. La cálida dulzura de sus besos siempre era un bálsamo para
él. Teniéndolo cerca todo estaba bien.
-¿Qué
hacías? –le preguntó, separándose unos pocos centímetros de su boca.
-El
médico te las recetó –explicó-. Tengo que ponértelas.
-¿Ponérmelas?
¿Qué cosa?
Camus
señaló una bandeja plateada sobre la mesilla y Milo retrocedió un par de pasos
cuando identificó lo que contenía.
-¿Inyecciones?
-Sí -al francés le pareció divertida la expresión
asustada de su compañero-. Te hacen bien –le aseguró-. Te bajó la fiebre y…
-No
me gustan las agujas –Milo casi gritó, interrumpiéndolo-. No quiero
inyecciones.
-Pero
Milo…
-No.
No dejaré que me pinches.
-Es
gracioso…
-¿Qué?
¿Qué es gracioso? –era la primera vez que no lograba disfrutar de la sonrisa
del de Acuario.
-Es
gracioso que precisamente a ti te den miedo las agujas.
-No
me dan miedo –quiso sonar convincente pero le faltaba la fuerza de la verdad-.
Es sólo que… Que no me gustan –concluyó.
-Vamos
Milo… -Camus se acercó a él. Milo lo miraba ofendido pero aceptó su avance. Lo
abrazó y le dio un rápido beso en la frente-. Será sólo un pinchazo. No voy a…
¡No!
–lo apartó de un empujón.
-No
voy a hacerte daño –repitió la frase que Milo no le había permitido terminar.
-¿No
hay ninguna pastilla que pueda tragarme en lugar de eso? –Milo rió; intentando
transmitirle que no había pasado nada, que todo estaba bien. Camus lo miraba
con un gesto que no sabía interpretar. No había querido empujarlo. Rechazarlo
era algo que nunca pensó que haría-. ¿Camus? –el silencio del francés comenzaba
a inquietarlo en demasía.
-Ven
–le tendió una mano que Milo no dudó en tomar-. Todo va bien.
Se
dejó atrapar por los brazos del acuariano. Con los ojos entrecerrados, como si
se encontrase, de pronto, bajo la influencia de un opiáceo, se acurrucó contra
su cuerpo.
-Tienes
que ponértelas.
La
voz de Camus lo hizo estremecerse. Intentó alejarse de nuevo. No quería tener
que pelearse con él, pero no le dio tiempo. Camus lo empujó. De un único y
fuerte empellón fue a parar sobre la cama y, casi al mismo tiempo que caía
sobre el colchón, sintió el peso del galo sobre su cuerpo.
-¡Camus,
no! –comenzó a retorcerse en busca de una escapatoria-. ¡Déjame! –una mano se
cerró alrededor de su muñeca como una esposa. Intentó soltarse, apartar los
dedos, pero Camus le sujetó con fuerza el otro brazo-. ¡Suéltame!
-No
tienes ninguna razón para tener miedo –le susurró-. ¿No confías en mí?
El
tono de Camus era suave, amable… Pero también escalofriante. Milo vaciló. Claro
que confiaba en él. Pondría su vida en sus manos, sin embargo… No lograba
deshacerse de la sensación de angustia.
-Por
favor… -intentó liberarse una vez más.
-Sólo
será un pequeño pinchazo –los labios de Camus estaban pegados a su oreja y la
vibración de la voz contra su oído lo hizo estremecer-. Te prometo que no te
enterarás.
Milo
hundió la cara en la almohada. Sentía nauseas, pero creía las palabras del de
Acuario así que dejó de luchar. Al cabo de unos segundos notó como Camus se
apartaba de su espalda y tiraba de su ropa hasta dejar sus glúteos al
descubierto. No se movió; tan sólo apretó los labios cuando escuchó un sonido
metálico que le hizo suponer que Camus tenía la jeringuilla en la mano. Respiró
hondo, tratando de relajarse, recordándose una y otra vez que confiaba plenamente
en el.
-Relájate…
Camus
le acarició las nalgas y Milo se estremeció con esa sensación que se confundía
entre lo placentero y lo perturbador. Giró la cabeza y abrió un ojo para
mirarlo. Camus le sonría con dulzura e, inconscientemente, le devolvió la
sonrisa; sintiéndose repentinamente ridículo por su actuar anterior.
-Camus
yo…
-Shhh
… No digas nada.
El
francés depositó la jeringa sobre el colchón, al lado de sus cuerpos y se
inclinó hasta que sus labios rozaron el final de la espalda del escorpiano. Milo
sintió un escalofrío y, en seguida, la presión de la lengua de Camus intentando
abrirse paso hacia su esfínter rectal. Arqueó la espalda al notarlo. En ese
momento dejó de preocuparse de la dichosa inyección. Camus recorría la
hendidura entre sus glúteos; desde el rosado anillo de su ano hasta la unión
con los testículos. Gimió. Sentía entre las piernas el cosquilleo que recorría
su aprisionada erección y despegó las caderas de la cama para poder
acariciarse.
Camus
volvió a posar las manos sobre sus nalgas; apretando la redondez de su carne
prieta y le dio un sonoro cachete antes de deslizar uno de sus dedos por un
canal ensalivado y presto a recibirlo. Milo jadeó. Un segundo dedo se adentró
en su interior. Camus los movía despacio, hacia delante y hacia atrás;
acariciando las paredes de su ano y embistiendo insistentemente contra su
próstata, haciéndolo gemir y removerse incesantemente presa de un creciente
placer que comenzaba a desesperarlo.
-¿Listo?
Ahogó
contra la almohada un último gemido cuando Camus retiró los dedos de su cuerpo
y asintió. Estaba más que listo.
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-¿Milo?
Llevaba
horas viéndolo dormir. Atento a cualquier cambio en la expresión de su rostro
dormido; analizando su estado mientras dormía. Le había comprobado el pulso, la
temperatura… Incluso le había levantado el párpado para observar la pupila.
Dormía. Dormía plácidamente desde la mañana del día anterior y ya anochecía.
Una
ligera variación en la respiración del escorpiano le hizo pensar que su largo
sueño estaba por finalizar.
-Milo
–lo llamó de nuevo. El griego se agitaba inquieto.-. Milo… -lo zarandeó ligeramente
hasta que los párpados del mencionado se abrieron con pereza.
-Camus
–Milo susurró el nombre de su compañero muy bajito, como si no quisiese que el
otro lo escuchase. El francés estaba inclinado sobre él. La luz tenue de la
lámpara hacía que su piel pareciese blanca y lo encontró sobrecogedoramente
hermoso. No lograba apartar la mirada de él.
-Milo,
¿te encuentras bien? –la expresión del heleno lo desconcertaba.
-Perfectamente
–Milo sonrió. Se colgó de su cuello y lo atrajo hacia sí hasta que sus labios
se tocaron.
Camus
se dejó atrapar y le dio un largo e intenso beso, deseando olvidar la inquietud
de las últimas horas.
-¿Estabas
preocupado por mí? –le preguntó. Después del beso Camus se había quedado
callado, mirándolo mientras peinaba con los dedos los mechones de su
desordenada cabellera. No le gustaba ser la causa de la preocupación del
acuariano, pero no negaría que saberse el centro de sus pensamientos le
provocaba un placer especial.
-Tenías
mucha fiebre y has dormido día y medio –Camus le acarició la cara-. Es raro
verte quieto tanto tiempo.
-Entones…
Te gusta que me mueva –le dijo, con una mirada traviesa.
Camus
meneó la cabeza.
-¡Idiota!
Milo
rió y sacudió la cabeza para liberarse de la mano que Camus le había puesto en
la cara para no ver su triunfadora sonrisa.
-Por
lo visto, sí estás perfectamente -Camus se había apartado y lo miraba
sonriendo-. Esa inyección ha sido efectiva.
-¿Inyección?
–a Milo, la sonrisa se le congeló en los labios al escuchar esa palabra-. ¿Qué
inyección? –se incorporó de un salto y se arrodilló sobre el colchón-. ¿De qué
estás hablando?
-De
eso –Camus le señaló la mesita de noche-. El médico vino a verte anoche y te
las recetó. La fiebre te bajó enseguida, pero aún tienes que… -el escorpiano
parecía no estar escuchándolo-. ¿Milo? –lo llamó.
Milo
se llevó la mano al estómago. Algo se agitaba allí dentro. Tenía una
inquietante sensación de déjà-vu.
-Camus…
–sujetó entre las suyas una de las manos del acuariano-. No quiero inyecciones.
No me gustan las agujas.
-Pero
Milo…
-No
dejaré que me pinches –lo interrumpió. Tenía la clara impresión de estar
reviviendo ese momento.
-¿Pincharte?
¿Yo? –Camus lo miró, perplejo-. Milo, yo no voy a pincharte –el escorpiano
parecía inquieto y trató de calmarlo-. Yo no sé cómo hacerlo y podría hacerte
daño.
-¿No
lo harás? –se sintió tremendamente aliviado de golpe.
-No.
Claro que no –le acarició la mejilla con el dorso de su índice-. Pero… Es
gracioso.
-¿Es
gracioso que precisamente a mí me den miedo las agujas? –Milo se adelantó a sus
palabras.
-Sí…
-Camus empezaba a sentirse realmente intrigado-. Dime, Milo ¿qué está pasando?
El
griego le mostró una elocuente sonrisa. Su cerebro había logrado componer la
secuencia correcta de sus recuerdos. Se acercó hasta los labios la mano de
Camus que aún sostenía entre las suyas y comenzó a chupetear un par de sus
dedos.
Camus
entreabrió la boca. Eso no lo había esperado y la mirada juguetona del griego le
decía a las claras que pensaba ir más allá. Oyó pasos acercándose por el
pasillo; le hubiera gustado ignorarlos pero no podía; sabía que esas pisadas
terminarían por desembocar en el cuarto.
-Milo,
no. No podemos –sacó sus dedos de la boca del escorpiano que lo miró
decepcionado-. Ahora no –explicó-. Alguien viene.
-¿Qué?
¿Quién? –Camus miraba hacia la puerta y él lo hizo también.
-Es
hora de tu inyección –le dijo Camus, con
una sonrisa compasiva-. Ademia viene hacia aquí.
-¡Adem…
-el nombre se le atascó en la garganta-. Camus, esa mujer me da miedo.
-Ya…
A mí también –admitió.
Ademia
era la enfermera del Santuario desde
antes de que ninguno de los que allí vivían podía recordar salvo, tal vez, el
Patriarca. Era una mujer grande como una montaña, con la voz más grave que
cualquier hombre y con más apetito, también.
-Buenas
noches.
La
voz aguardentosa de la mujer los sorprendió a ambos, que sólo acertaron a
inclinar levemente la cabeza, respondiendo a su saludo.
-Bien.
Me alegra verte despierto, jovencito. Eso es buena señal –dijo, fijando en Milo
su mirada bovina-. Ahora, date la vuelta.
Escuchar
eso fue peor que cualquier golpe que nunca le hubieran dado. Resopló e hizo lo
que le había pedido. Verla preparar la jeringa sólo conseguía ponerlo más
nervioso. Se recostó de medio lado y buscó algo de tranquilidad en la siempre
serena mirada de Camus, pero el de Acuario no lo estaba mirando.
-Esperaré
fuera –Camus no sabía cómo interpretaría la mujer su presencia allí y pensó que
lo correcto sería dejarlos a solas.
-¡No!
–Milo no quería que se fuera y aunque hubiera deseado no decirlo tan alto, pero
qué más daba-. Quédate –sus ojos suplicaban.
-Sí…
Quédate… -Ademia sonrió-. El muchacho parece asustado; podrás darle la mano.
Ninguno
dijo nada, sólo se miraron en silencio intentando no enrojecer. Camus dio la
vuelta a la cama, se acuclilló frente a Milo y entrelazó los dedos con los
suyos.
Mientras,
la enorme enfermera había bajado el pijama de Milo y pasaba un algodón empapado
en alcohol por un pedazo de su piel.
-Será
mejor que te relajes, muchacho –le aconsejó, dándole un cachete-. Te dolerá
menos.
-¡¡Joder!!!
–Milo apretó con fuerza la mano de Camus. No le había dado tiempo ni a
respirar. La aguja se clavó en su carne en tensión, haciéndole ver las
estrellas-. ¡Maldita vieja malnacida! –farfulló entre dientes.
Camus
miró a la mujer. Estaba seguro de que tenía que haberlo oído tan claramente
como él, pero su rostro no mostraba ninguna emoción. Tan sólo cuando hubo terminado de recoger sus
útiles de trabajo se volvió para mirarlos.
-Volveré
en doce horas, jovencito –señaló a Milo con el dedo-. Y, por cierto, he oído lo
que has dicho acerca de mi edad y mi nacimiento. Hablaremos de ello en nuestra
próxima cita.
Ambos
compartieron una mirada inquieta mientras escuchaban las risas de la mujer
alejándose por el corredor.
-Prométeme
que no me dejarás solo con esa mala bestia –Milo sujetó el brazo de Camus con
ambas manos y lo miró con ojos suplicantes en busca de una confirmación a su
ruego.
-Milo,
no seas exagerado –a pesar de la desesperación en la voz del griego no pudo
contener una sonrisa-. No habrá sido para tanto –aventuró.
-¡¿Qué
no?! –gritó-. Creo que esa especie de animal con ropa me ha hecho otro agujero en
el culo.
Esta
vez fue Camus quien rio con ganas.
-¡Oye!
–Milo lo empujó-. No te reirías tanto si se tratase de tu derrière* -usó un tono demasiado agudo para pronunciar la última
palabra. Sabía cuánto le molestaba a Camus que usase su lengua natal para
burlarse de él.
-Vale,
vale… Lo siento –se disculpó-. Procuraré ser más considerado con tu trasero –se
levantó del suelo, donde había terminado después del empujón de Milo y fue a
sentarse sobre la cama-. Pero creo que tú también deberías disculparte con
Ademia; todavía te quedan inyecciones que ponerte y no te conviene tenerla de
enemiga
-Me
disculparé, pero no estoy seguro de que no vaya a volver a insultarla –Milo se
frotó la nalga del pinchazo-. Me dolerá un mes entero.
Camus
se mordió la lengua. Iba a volver a decirle que exageraba, pero sabía que no
era buena idea. Decidió que, por esa vez, lo dejaría quejarse cuanto quisiera.
Al fin y al cabo, estaba enfermo y tenía derecho a una dosis extra de
comprensión, así que no dijo nada más, simplemente se tumbó a su lado y le pasó
un brazo por la cintura.
Milo
le sonrió y se acurrucó contra él. Volvía a tener muchas ganas de dormir. El ritmo
pausado de la respiración de Camus lo arrullaba mejor que cualquier canción de
cuna. Aún tenía que contarle el inquietante sueño del que habían sido
protagonistas, pero, en ese momento, se sentía demasiado a gusto como para querer
moverse siquiera. Por la mañana. Se lo
contaría por la mañana…
FIN
*Aclaraciones:
-derrière: trasero, culo.
Esta era la imagen
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