Y aprovechando el tema de las despedidas, un one-shot en el que tienen que decirse adiós... Aunque a ellos les va mejor que a mí *-*
Antes de partir
Llevaba varios minutos viéndolo
ir y venir de un lado a otro; recogiendo lo que llevaría consigo en su ya
cercana partida. Había subido al Templo de Acuario para pasar juntos las
últimas horas de Camus en el Santuario. Mañana regresaría de nuevo a Siberia
para continuar con la instrucción de sus jóvenes discípulos.
Se
dejó caer sobre la cama con los brazos abiertos. Aspiro profundamente. El aire
era diferente allí. Invariablemente más fresco que en el resto de los recintos
e impregnado de una esencia especial. No era algo que pudiese identificar; sólo
sabía que siempre había estado flotando el ambiente; incluso antes de la
llegada de Camus. La había notado desde sus primeros días en el sagrado lugar.
Una agradable sensación lo envolvía cada vez que atravesaba la casa circular.
Una impresión que lo hacía sentirse especialmente bien. Rodó sobre el colchón y
hundió la nariz en la ligera frazada que lo cubría. Esa olía a él. La estrujó
entre los dedos e inhaló; dejando a sus sentidos embriagarse de esa fragancia.
En su cabeza golpeaba fuerte una idea. Un pensamiento que llevaba días
acosándolo sin tregua y que, en ese momento, le estaba costando mucho refrenar.
Levantó
la cabeza y lo vio plantado delante de su pequeña maleta, abierta sobre una
antigua escribanía, con un libro en una
mano y un par de prendas en la otra; sopesando cuál le sería de mayor utilidad.
En su reducida valija no había sitio para todo.
-Tendrás
que decidir –lo retó-. Las necesidades de tu cuerpo o las de tu mente.
Camus
depositó el libro encima del resto de sus cosas y se volvió para mirarlo y
toparse con la amplia sonrisa del griego.
-Acabarás
paseándote en cueros delante de esos mocosos –bromeó. El gesto de susto que se
dibujó en la cara del de Acuario transformó su sonrisa en carcajada-. Eso no
sería nada adecuado –advirtió mientras se acercaba-. Mejor búscate un libro más
delgado –le aconsejó al tiempo que devolvía el gordo libraco a la estantería y
colocaba en su lugar la ropa que el francés había descartado.
Se
sentó sobre el viejo escritorio y esperó; dejando a sus piernas balancearse y a
sus dedos tamborilear nerviosos sobre la superficie de madera; mirándolo sin
pestañear; viendo como deslizaba un pequeño libro en el interior de la maleta
antes de cerrarla.
-Ya
pensaba que no terminarías nunca –confesó aliviado.
-Perdona,
no sabía que hubiese tardado tanto –se disculpó-. Es sólo que no quiero que me
explote en la cara cuando vaya a abrirla –su tono parecía neutro pero Milo
captó la indirecta a la primera. Un pequeño contratiempo un par de años atrás y
Camus ya no le dejaba acercarse a su equipaje.
-¿Cuánto
tiempo será esta vez? –preguntó. Había ansiedad en su voz. Llevaban toda la
vida despidiéndose pero eso no lo hacía más fácil.
-Ya
lo sabes… -respondió; volviéndose a mirar la cerrada maleta. Quería evitar la
escrutadora mirada del octavo guardián.
Milo
advirtió el gesto y lo sujetó de la barbilla para obligarlo a mirarlo. Sabía
que algo le ocultaba; pero no tuvo que preguntárselo. Cuando sus azules se
encontraron Camus dejó que las palabras salieran de su boca.
-Quizá
sea un poco más esta vez… –la mirada de Milo lo interrogaba sin palabras-. El
invierno es duro y largo –explicó-. Demasiado… No puedo dejarlos solos… Creo…
que no regresaré hasta la primavera.
Milo
tragó la saliva que parecía habérsele atorado en la garganta. Primavera.
Faltaban muchos meses aún. Más que los días que luego Camus pasaría en el Santuario. Todo su interior se
revolucionó. Ahora estaba más seguro que nunca. Si lo dejaba pasar su
conciencia estaría reclamándole durante meses. Había pasado los últimos días
dándole vueltas y vueltas y ya no quería esperar más. Suficiente de pensar. Una
ráfaga de deseo se apoderó de él haciendo que le robara un beso. Uno en el cual
entregó una muestra de la pasión que en ese momento lo desbordaba. Disfrutó de
los labios franceses abriéndose sobre su boca; entregándose sin condiciones a
ese beso apasionado. Con las manos sobre las mejillas de Camus lo apartó para
mirarlo a los ojos. Sus rostros estaban muy cerca y aprovechó para juntar sus
frentes, como si así sus ardientes pensamientos pudiesen pasar a él y lo
instase, de ese modo, a compartir el deseo que lo inundaba.
Los
brazos de Camus se cerraron sobre la espalda de Milo. Mientras lo abrazaba,
buscó sus labios, apetecibles y sensuales, para unirse a ellos en un ansioso
beso de despedida.
-Es
tarde ya… -dijo, al poner fin a ese contacto-. Deberías…
-No
quiero irme –lo interrumpió con decisión. Lo tomó de la mano y, en silencio y
custodiados por la rojiza luz del atardecer, caminaron hasta la cama para
compartir un tiempo que no volverían a tener en una larga temporada.
Se
acurrucó en el pecho de Camus mientras sentía cómo este pasaba su brazo
alrededor de sus hombros. Aspiró el olor que se desprendía de su cuerpo. Quería
sentir su piel. Quería sentir su calor. Levantó la cabeza y su boca rozó la del
francés, con la que se fundió en un tierno beso. Su mano se deslizó por el
cuerpo del muchacho que lo abrazaba hasta colarse entre sus piernas,
provocándole un respingo de sorpresa.
-¿Qué…
haces…? –preguntó titubeante.
-Te
quiero –dijo muy seguro-. Te deseo… Quiero estar contigo esta noche. Ahora –su
voz sonaba firme y ante semejante declaración los ojos de Camus se abrieron
como platos y su rostro se cubrió de un vergonzoso rubor al tiempo que su boca
se abría y cerraba sin poder articular palabra. Con la sonrisa en la cara se
acercó, de nuevo, a su desconcertado compañero y le puso la mano tras el cuello para acercarlo a
sus labios.
Camus
reaccionó con nerviosismo ante la iniciativa de Milo. No sabía si responder a
ese beso, apartarlo de su cuerpo o comenzar a desvestirlo. Sus brazos
permanecieron lánguidos a sus costados hasta que tuvo la fuerza para alejarse
del calor del griego.
-Espera.
Espera… -pidió, poniendo distancia de por medio-. No podemos hacer esto ahora.
Dentro de unas horas ya no estaré aquí. No.., no creo que sea correcto.
-¿Correcto?
–inquirió molesto.
-Sí.
No estaría bien –se explicó. De rodillas sobre el colchón y ante la intensa
mirada de su compañero intentaba exponer sus razones-. Yo me iré por la mañana
y no volveré en mucho tiempo…
-Pues
precisamente por eso creo que es el momento perfec…
-No
–lo cortó tajante. No sabemos cómo nos sentiremos después… ¿y si… -
-Pero
sí sé cómo me siento ahora… -lo detuvo-. Y también sé cómo me sentiré durante
los próximos meses –se acercó de nuevo al galo y le acarició el rostro-. Camus…
Otra vez estás anteponiendo tu cerebro a tu cuerpo –lo reprendió con una melancólica
sonrisa. Terminó con la distancia que existía entre los dos y lo abrazó.
Por
un momento se quedó estático, con los brazos abiertos, sin atreverse a
cerrarlos sobre el cuerpo de Milo. Miles de emociones revoloteaban en su
interior y quien las provocaba todas era precisamente el muchacho que estaba
con él. Su compañero, su amigo, su amor. Ese que le había confesado sus
sentimientos y que permanecía aferrado a su cuerpo a la espera de que se
decidiese a demostrarle cuánto sentía también por él. Lo estrechó en un
apretado abrazo y esta vez fue su turno de iniciar las caricias y los largos y
amorosos besos.
El
sabor de sus bocas emborrachó sus cuerpos y los dos supieron, en ese momento, que
ya no se querían detener. Se miraron con ternura y deseo, al mismo tiempo, y
entre besos y caricias fueron despojándose de sus sencillos atavíos, que en
poco tiempo no fueron más que un revoltijo en el suelo. Mientras se
contemplaban, por vez primera, en completa desnudez sus mentes comprendieron
que era real lo que sucedía y, de repente, un súbito sentimiento de pudor los
embargó. Se abrazaron para ocultar el rubor que cubría sus rostros y la piel se
pegó contra la piel; erizándose bajo el tacto de sus manos; haciendo que miles
de chispitas los recorriesen de la cabeza a los pies transformándose en
ahogados jadeos al llegar a sus bocas. El roce de sus cuerpos en contacto era
excitante y tumbados, el uno sobre el otro, volvieron a regalarse el sabor de
sus labios con un nuevo repertorio de dulces besos, aderezados de lujuria, esta
vez; enredando sus lenguas con ardor mientras se mezclaban sus respiraciones y
sus cuerpos temblaban de excitación.
El
instinto de supervivencia lo obligó apartarse de los labios del galo pero,
mientras lo miraba, sus sentidos le recordaban su presencia. Podía escuchar aún
el sonido de los besos que habían compartido y paladear su sabor. Podía sentir
sobre el suyo el peso del cuerpo cálido de Camus, aplastándolo ligeramente
contra la cama, y aspirar el aroma de su piel. Podía perderse en su profunda
mirada y creer enloquecer con el roce de sus ya despiertas pasiones.
Camus
se apartó del cuerpo de Milo, apoyándose sobre las manos, situadas a ambos
lados del cuerpo de su compañero. Las sombras de la noche casi habían
conquistado el undécimo templo y tuvo que parpadear un par de veces para que la
imagen del griego se dibujara con claridad ante sus ojos. Milo respiraba tan
agitadamente como él. Los labios entreabiertos, las pupilas dilatadas, los
revueltos bucles de su larga melena enmarcando su rostro… Por un momento se
dejó hipnotizar por esa visión hasta que
la voz del griego reclamó su atención.
-¿Ves…?
–le susurró con voz entrecortada al tiempo que le acariciaba el rostro con las
manos y le apartaba el pelo de la cara.
Por
toda respuesta, sus cejas se arquearon en un gesto de extrañeza.
-Todo
es mejor… cuando no piensas tanto… -con una suave curvatura de sus labios
respondió a su muda pregunta.
Camus
le dedicó una cálida y dulce sonrisa y se acercó a los labios de Milo,
despacio, hasta que pudo sentir su aliento y cuando lo vio cerrar los ojos posó
la suya sobre esa boca dulce y carnosa. Rozó sus labios. Le gustaba sentirlos
contra los suyos; tan calientes, tan suaves… Se entretuvo dibujando su contorno
con la lengua mientras lo escuchaba susurrar su nombre y sentía sus dedos
recorriéndole la columna, acariciando su espalda. Levantó la cabeza. Milo tenía
los ojos cerrados y su pecho subía y bajaba con rapidez, respirando de modo
desacompasado a causa de la excitación. Mientras lo miraba, despacio, sus manos
recorrieron todas aquellas partes de la anatomía de su compañero que supuso lo
harían estremecer. El cuello, los pezones, el vientre, las ingles…;
acariciándolo parsimoniosamente.
Milo
se removía y jadeaba suavemente cada vez que el placer se apoderaba de su
cuerpo. Una especie de ronroneo escapó de su garganta cuando sintió la mano del
francés cerrarse sobre su sexo enhiesto y recorrer su longitud; lentamente al
principio y más rápido después. Se le erizó la piel y gimió bajito cuando un
cálido hálito envolvió su anhelante envergadura. La boca de Camus sobre su
miembro lograba hacerlo enloquecer. Apretaba con los labios, lamiendo suave y
pausadamente, una y otra vez. Lo acariciaba desde la base hasta la punta,
alternando la lengua con la mano, descubriendo cada oculto rincón de esa piel,
enrojecida y caliente. Había comenzado con un lento subir y bajar al tiempo que
sus manos le acariciaban los muslos y las nalgas. Todas esas atenciones lo
hacían sudar, gemir y convulsionarse de placer. Incapaz de contener las
reacciones de su cuerpo sus inquietas manos se aferraron a los cabellos del
francés empujándole la cabeza hacia abajo para marcarle el ritmo que creía
necesitar. Tomaba aire con dificultad, su respiración estaba desacompasada y
sentía el corazón palpitándole en la garganta.
Escuchaba
sus gemidos y percibía cómo se contoneaba bajo su cuerpo. Las manos de Milo
sobre su cabeza lo obligaban a un movimiento más intenso y cuando el miembro en
su boca tocó el final de su garganta no pudo reprimir una arcada y, sin querer
pero sin poder evitarlo, se apartó de él; quedándose sentado sobre sus pies,
intentado retomar el ritmo normal de su respiración.
El
griego permaneció tumbado durante unos instantes; procurando recuperar el
aliento e, incluso, la consciencia pero en cuanto su cerebro pudo procesar lo
que había sucedido se incorporó, como movido por un resorte, para acercarse al
francés. Lo agarró por los hombros y lo atrajo hacia sí hasta que sus rostros
estuvieron tan cerca que pudo sentir el calor de su respiración.
-Lo
siento… –susurró titubeante-. Demasiado
ansioso… -se explicó. La sonrisa que pudo leer en la cara de Camus le hizo
saber que sus disculpas habían sido aceptadas.
-Si
no, no serías tú… - le aseguró-. Milo de
Escorpio siempre tiene que hacer las cosas a su manera…
-Cierto…
-acto seguido acercó su boca a los húmedos y dulces labios de Camus para dejar
sobre ellos un beso tierno, entregado y amoroso al tiempo que se apoyaba sobre
su cuerpo para obligarlo a acostarse.
Cuando
lo tuvo tumbado comenzó a acariciarle el cuerpo suavemente mientras le sonreía
y lo besaba con dulzura. Sus dedos recorrieron el cuerpo del acuariano desde
los hombros al ombligo, esbozando una senda que luego recorrerían sus labios.
Le besó el cuello, dejándole sentir bajo las orejas su húmeda respiración, y su
lengua exploró cada rincón de su agitado pecho; complacido al escucharlo
respirar fuertemente. Le acarició las piernas mientras su boca se entretenía en
prodigar placenteros mimos en el trabajado abdomen; paseándose desde el pubis
al ombligo una y otra vez. Se separó un
momento para tomar aire y lo miró. Camus lo estaba mirando también. Le sonrió.
Se acercó para dejarle un breve beso en los entreabiertos labios y lo empujó
con suavidad para que volviese a tener la cabeza sobre la cama.
Accedió
a los deseos de su compañero y se dejó hacer. Con
la mirada clavada en el alto techo de la habitación sintió cómo se le erizaba
la piel con el electrizante contacto de las manos griegas en el interior de sus
muslos y sus ingles. Había comenzado a sentir el cosquilleo de la excitación.
Gimió, por la sorpresa, cuando Milo pasó la lengua por su despierta erección.
Quiso volver a incorporarse pero la mano del griego sobre su pecho lo mantuvo
pegado al colchón.
Milo
se mordió el labio. Le había encantado escucharlo. Con las manos apoyadas sobre
los muslos de Camus repitió la acción anterior. Lo recorrió lentamente durante
unos momentos hasta que pudo darse cuenta de cómo aumentaba el ritmo de su
respiración. Fue entonces cuando agachó la cabeza y su boca comenzó a subir y
bajar por el miembro del galo. Volvió a lamerlo antes de besarlo y pasar sus
labios apretados por toda su extensión. Se lo introdujo, de nuevo, y poco a
poco fue aumentando el ritmo. Lo hizo por un rato; escuchando los
ininteligibles murmullos que salían de la boca del francés, su respiración
entrecortada, sus gemidos..; disfrutando de las caricias de sus dedos en el
cuello y la nuca.
-¡Para…!
¡Para…! –pidió entre jadeos entrecortados. Las sensaciones en su cuerpo estaban
siendo demasiado intensas y creyó no poder soportarlas así que lo detuvo al
tiempo que trataba de suavizar su agitada respiración y detener su inminente
orgasmo.
Milo
se dejó caer sobre Camus. Sus cuerpos, brillantes por el sudor se pegaron y,
por unos instantes, permanecieron abrazados, mirándose fijamente mientras sus
pechos se llenaban de aire y sus cerebros regresaban a la normalidad.
Dejándose
llevar por la latente excitación que albergaban en su interior se unieron en un
apasionado beso y dejaron a sus manos recorrerse sin pudor, explorando cada
milímetro de sus ardientes pieles. Entre caricias y besuqueos rodaron por el
colchón.
Las
manos de Milo recorrían la espalda gala arañando con suavidad toda su amplitud,
inflamado por el ardor de sentir en su entrepierna el roce sutil del miembro de
Camus y el delicioso tacto de su cuerpo frotándose contra el suyo. Cuando la lengua invasora se retiró de su
boca tomó aire. La cara de Camus estaba muy cerca de la suya. Sus labios rojos,
su mirada brillante… Leyó en su cara el mismo anhelo que latía en su interior. Cargado
de deseo volvió a tomar la iniciativa y se giró, ofreciéndole la espalda.
Camus
se recostó sobre él y acercó los labios a su oído.
-¿Estás…
seguro? –le preguntó con ternura; como queriendo asegurarse de que tenía
permiso para entrar en él.
Milo
giró la cabeza y lo miró, asintiendo. Buscó una de las manos de Camus y se la
llevó a la boca para chupetear sus dedos, uno por uno, despacio, probando su
sabor; haciendo que el francés cerrase los ojos, disfrutando de la sensación. Se
demoró en su labor; mordisqueando, ensalivando y acariciando esos suaves dedos
con su lengua mientras sentía como le
acariciaba el pelo y repartía pequeños besos por su nuca y su cuello.
La
mano de Camus descendió por la espalda de Milo, con suavidad, sin prisa,
erizando el vello suave de su piel, hasta llegar a sus glúteos, que sus dedos
recorrieron, masajeándolos con lentitud, procurando que se relajase antes de
continuar. Retiró su mano de la boca del
griego y esos lubrificados dedos comenzaron a moverse dentro de la recién
explorada intimidad del octavo guardián.
Los
echó de menos en su boca y aguanto la respiración al sentirlos penetrar en su
cuerpo. Primero uno, entrando parsimoniosamente, sin fuerza, con suavidad; un
segundo, después, logrando que se removiese en la cama y que de sus labios
escapase un suave gemido; y un tercero, que lo obligó a morderse los labios en
un vano intento de reprimir un leve quejido de incomodidad. Sentía la mano de
Camus jugueteando con su cabello, su aliento en la cara, el calor que emanaba de su cuerpo y una
contradictoria sensación en su interior. Respiraba con intensidad, tratando de
concentrarse en disfrutar todos los estímulos que su compañero le provocaba.
Sacó
los dedos del cuerpo de Milo y se colocó entre sus piernas. Se incorporó un
poco y comenzó a bajar por su cuello y su espalda, besándolo con calma. Su
erecto miembro se alojaba en el canal que se formaba entre sus prietas nalgas
mientras sus manos lo ceñían por la cintura. A medida que lo besaba pudo sentir
como su cuerpo se distendía, dejándose llevar por las sensaciones que sus
labios le causaban. Cuando llegó al final de su espalda, dudó por un momento
pero Milo había vuelto la cabeza para mirarlo y en su contundente mirada pudo
adivinar que lo deseaba tanto como él; así que, tras dedicarle una tierna
sonrisa, se aferró a su cuerpo e inició la andadura en su interior, empujando
con suavidad.
Milo
apretó los dientes. Su cuerpo se tensó y estrujó con fuerza la ropa de la cama
mientras gemía. Camus se adentraba lentamente pero la punzante sensación en su
interior hacía que con cada avance creyese quebrarse de dolor. Unas inoportunas
lágrimas acudieron a sus ojos y mordió las sábanas para no gritar.
Era
consciente de la absoluta tensión en el cuerpo de su compañero. Avanzaba con
suavidad. El interior de Milo era tibio y palpitante. Estrecho. Sentía una
desesperante presión en su sexo mientras continuaba moviéndose dentro de él,
queriendo llegar a lo más recóndito de su ser. Contuvo la respiración por unos
segundos. La sensación era desquiciante y con cada movimiento creía que se le
pararía el corazón.
Los
dos gimieron con fuerza cuando, finalmente, el miembro del francés estuvo
completamente dentro; aprisionado en el suave y húmedo interior del griego. Permanecieron
quietos, escuchando sus respiraciones, por un tiempo que ninguno de los dos pudo
calcular. Un tiempo que sirvió para que se amoldaran el uno al otro. Pecho contra espalda, apretados. Dos cuerpos
en contacto temblando de ansiedad. La impaciencia los consumía pero ninguno de
los dos se atrevía a moverse todavía.
Sujetando
sus costados, Camus repartía besos por su cabeza, su cuello, su nuca y por el
camino sinuoso de su espalda. A medida que lo besaba se iba relajando y fue
soltando la sábana que tenía agarrada. Lo sentía entre sus piernas, agarrándolo
con fuerza por las caderas e intentó mirarlo por encima del hombro. Para ese
entonces sus nervios ya casi parecían haberse calmado y se dejó vencer por el
instinto natural de apretar sus músculos y moverse en busca de un mayor
contacto con su compañero, dándole a entender que estaba listo para continuar. En
respuesta a ese movimiento Camus se movió hacia atrás, retirándose casi
completamente para volver a avanzar de nuevo después, despacio. Cerró los ojos
y dejó que su cuerpo se moviera al compás de las embestidas del acuariano.
Durante
los minutos siguientes, sus cuerpos experimentaron una marea de sensaciones.
Dolor, calor, placer… Una extraña mezcla de emociones recorría sus cuerpos
mientras se acostumbraban al ritmo y comenzaban a gozar. El aire del cuarto se
llenó con el eco de sus sollozos, largos y constantes; muestra manifiesta de la
intensidad de lo que estaban experimentando; una conjunción de placer y dolor
que estaba consiguiendo volverlos locos.
El
sudor había empezado a cubrir sus cuerpos y su temperatura corporal aumentaba a
cada momento. En los minutos siguientes se acostumbraron a la cadencia de sus
movimientos. El dolor desaparecía, cediendo su lugar a una gozosa sensación que
fue recorriéndolos desde el centro de sus cuerpos hasta el último rincón de sus
ardientes pieles. Gemían casi al unísono como si las oleadas de placer los
recorriesen a ambos al mismo tiempo.
Los
músculos de Milo estaban en completa tensión. Había vuelto a agarrar con fuerza
las sábanas que tenía debajo. El sudor le resbalaba por la espalda y se colaba
entre sus piernas mezclándose con el del francés. Giró la cabeza buscando
encontrarse con sus ojos. Lo miró por unos instantes. Su cuerpo igualmente
sudoroso, los pezones erectos, los músculos tan tensionados como nunca antes, la
boca entreabierta, jadeante... Le encantó esa imagen y en medio de la bruma que
en esos momentos nublaba su entendimiento le sonrió. Uno de esos gestos tan
habituales en su rostro pero que en esos momentos parecía que le costaba un
mundo esbozar.
En
respuesta al empuje de sus caderas Milo se retorcía y él sentía que su cuerpo
no le respondería por mucho más tiempo. Ralentizó sus movimientos. Le acarició
la cara mientras tomaba aire. El heleno le sujetó la mano con la que lo
acariciaba y, alzando sus caderas, se la
llevó hasta su necesitado miembro. Camus retomó su bamboleo cuando se
acostumbraron a la nueva posición; moviéndose cadenciosamente en la intimidad
del griego y masturbándolo al ritmo de sus acometidas. Lo sentía contonearse
bajo su cuerpo. Milo levantaba y bajaba la cabeza constantemente, incapaz ya de
controlarse. Empezó a moverse más rápido y más fuerte, sintiendo como sus
cuerpos vibraban con cada empujón. Sus
gemidos ya no se detenían. Un momento después notó como entre cortos e intensos gritos el cuerpo de Milo temblaba
debajo del suyo mientras continuaba la andadura en su interior. Lo abrazó con
fuerza y cerró los ojos cuando sintió la electrizante corriente del placer
apoderándose también de él. Aspiró el aroma de su cabello mientras sus gemidos
se mezclaban con los del heleno experimentando, casi a la par, el éxtasis de su
primer orgasmo juntos.
Lo
sintió desplomarse a su lado. Volvió la cabeza y lo encontró mirándolo con ojos
llenos de pasión, el rostro sudoroso y mechones de su sedosa cabellera pegados
a las mejillas. Le apartó el pelo de la cara y se acercó para besarlo. Fue un
ligero roce, pero que consiguió aderezar de ternura el momento que estaban
viviendo. Durante un breve instante sus labios permanecieron juntos, sus
lenguas pegadas y sus ojos cerrados. Cuando terminaron ese beso se quedaron
mirándose por largo rato, perdidos en un mar de sensaciones y pensamientos. No
necesitaban decirse nada. En pocas horas tendrían que separarse de nuevo pero
se sentían afortunados porque tenerse y amarse era lo mejor que les había
tocado en suerte.
FIN
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