Aprovecharé el momento y me pondré a escribir, mientras, dejaré un nuevo capítulo de Efemérides; es hora de que los chicos resuelvan algo que lleva demasiado tiempo pendiente.
Confesión. Capítulo 7
Apenas el entrenamiento hubo
terminado se vio, literalmente, arrastrado por un impaciente Milo fuera de los
terrenos del Santuario.
-¿Por
qué tanta prisa?
El
griego detuvo sus pasos y se volvió para encararlo.
-Te
fuiste porque querías convertirte en el Caballero que creías que debías
ser… Porque necesitabas mejorar…,
dijiste –las palabras salieron de sus labios cargadas de reproche-. Me lo
prometiste –le recordó-. Acordamos que a tu vuelta veríamos quién de los dos es
el más fuerte… Quiero que me demuestres de cuánto te han servido estos cinco
años… ¡Y quiero saberlo ya!
Le
sostuvo la mirada por unos segundos. Ese repentino enojo lo había pillado por
sorpresa.
-He
fracasado, Milo –dijo al tiempo que se sentaba en la hierba con las piernas
cruzadas-. No he logrado mi objetivo.
-¿Qué
quieres decir? –preguntó arrodillándose frente a su compañero.
-Mi
meta, como Caballero de Oro de Acuario, es el cero absoluto y… aún no he
conseguido alcanzarlo –explicó cabizbajo.
-No
puedes estar muy lejos… -el tono frustrado de esa confesión fue como un golpe
inesperado y buscaba a toda prisa en su cabeza las palabras que pudiesen
reconfortarlo. Apoyó las manos en las rodillas del francés y, agachándose un
poco más, ladeó la cabeza para poder mirarlo a los ojos-. Hace mucho que
superaste a tu maestro y no hay ningún otro Caballero que pueda…
-Los
demás Caballeros no son el enemigo… -suspiró y levantó la cabeza para fijar su
mirada en la del griego.
-Explícame
qué es el cero absoluto –pidió.
-El
cero absoluto es la temperatura suprema. -273’15 grados centígrados. A esa
temperatura cesa todo movimiento y actividad de la materia –explicó-. Milo, a
esa temperatura se congelan nuestras armaduras y yo no puedo…
-Nosotros
no somos el enemigo –lo interrumpió-. Tú lo has dicho. Además…, siempre podrías
pedirle a quien fuera que se la quite primero… -se burló, guiñándole un ojo.
-¡Eres
idiota! –lo empujó y se puso en pie mientras Milo se carcajeaba, de espaldas en
el suelo-. ¡Yo no le veo la gracia! –y se dio media vuelta dispuesto a irse por
donde habían llegado pero, tras unos cuantos pasos, unos brazos cerrándose
sobre su pecho detuvieron su avance.
-Sí
que te has vuelto susceptible en estos años –dijo, apoyando su barbilla sobre
el hombro del galo.
-Es
que… ¡esto me frustra! –confesó-. Me hace sentir indigno de la confianza que
han puesto en mí.
-Te
preocupas demasiado –aseguró-. He visto tu entrenamiento de esta mañana y creo
que podrías darle una buena paliza a cualquiera… Excepto a mí, claro
–fanfarroneó.
Camus
tomó entre las suyas las manos de Milo para deshacerse de su agarre y poder
darse la vuelta.
-¿Quieres
averiguarlo? –lo retó, fijando los suyos en los iris turquesas del griego.
Milo
sólo asintió mientras una amplia sonrisa de satisfacción se dibujaba en su
rostro. Fuese cual fuese el resultado final de esa amistosa contienda él ya se
consideraba vencedor.
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-¡Menudas
pintas! –exclamó al ver el desaliñado aspecto de sus compañeros-. ¿Qué habéis
estado haciendo?
-Nada
que te importe, Aioria.
Como
si no hubiese escuchado la cordial respuesta de Milo, el de Leo dirigió su
mirada hacia Camus en espera de una mejor contestación.
-Sólo
un poco de entrenamiento extra –respondió-. ¿Nos buscabas? –preguntó mientras
fijaba su mirada en algo que se movía unos metros por detrás del quinto
guardián.
-Sí,
de hecho llevo buscándoos un buen rato.
-¿Y
qué es lo que quieres?
-En
realidad nada, Milo… Es sólo que ya empezaba a echar de menos tu arrogante
presencia.
-¡Oye,
imbécil…
-Aioria,
¿venías tú solo? –sabía que preguntaba en vano. Cuando esos dos se enzarzaban
en una discusión el mundo podría hundirse a su alrededor que ni cuenta se
darían. Mientras escuchaba como seguían diciéndose lindezas se acercó hasta
unos cercanos arbustos para confirmar lo que creía haber visto. Estaba seguro
de que había alguien más que ellos en el lugar.
A
los apelativos siguieron los menosprecios y a estos los empujones. Volvió junto
a los eternos contrincantes antes de que la cosa pasara a mayores.
-¡Aioria!
–llamó. Instantáneamente dos pares de ojos se dirigieron hacia su persona-.
Esto es para ti –dijo, ofreciéndole un pequeño ramo de flores silvestres.
-¿Camus…?
–la voz de Milo escapó de su boca apenas audible. En un momento sintió como se
le encogía el estómago y como un desazonado cosquilleo ascendía por su nariz
hasta sus ojos. Apretó los puños en un intento de contener la inquietante y
molesta sensación que se extendía por su cuerpo. Tristeza, rabia, ira…, todo
eso estaba experimentando. Una mescolanza de emociones que lo mantenían pegado
al suelo sin saber cómo reaccionar.
Un
sorprendido Aioria tomaba en sus manos lo que el francés le tendía mientras,
por el rabillo del ojo, no perdía de vista las reacciones de su no menos
confundido compatriota.
-Alguien
me las ha dado para ti –se explicó Camus-. Y creo que lo correcto sería que
fueses a agradecérselo.
El
Caballero de Leo sacudió la cabeza, perplejo, tratando de procesar la
información que acababa de recibir.
-Allí,
detrás de aquellos arbustos –le indicó con el brazo.
Sin
tener muy claro en qué se estaba metiendo comenzó a caminar en la dirección que
le habían señalado.
-¡Por
todos los dioses, Camus! –exclamó. La
sangre que instantes antes había dejado de correr por sus venas reinició su
habitual discurrir-. Por un momento pensé que te habías enamorado de Aioria.
-¡¿Qué?!
–en ningún momento había sido consciente de la impresión que su actuar pudiera
haber causado en los otros-. ¡No! Yo no… Yo… -dudaba en si debía o no debía dar
más explicaciones cuando, de pronto, un pensamiento lo asaltó y su cara compuso
un inconsciente gesto de susto-. ¿Crees que él haya pensado lo mismo?
-Mmm,
no sé… –respondió con calma, tratando de tranquilizarlo; aunque estaba
completamente seguro de que Aioria había pensado exactamente lo mismo, al menos
durante un segundo-. Aunque lo que importa es que ahora ya sabe que no.
-Bueno,
lo que sí es seguro es que alguien sí se ha enamorado de Aioria. Mira… -y
señaló con la cabeza hacia donde se encontraba el de Leo-. ¿Tú sabes quién es?
Aioria
estaba parado delante de una niña, algo más pequeña que él, que tras un par de
aspavientos terminó colgada de su cuello.
Sí.
Es Itzel –explicó Milo, entre risas-. Es la hija del hombre que trae los
suministros. Se dedica a espiar al gato en la distancia. La verdad…, no sé qué
le ve… -buscó mirarse en los ojos azules de Camus y añadió-. Yo soy mucho más
guapo.
-Y
más modesto… –concedió-. Creo que tú no le gustas porque no tienes unos
preciosos ojos verdes –aventuró al tiempo que se echaba a andar.
-¡¿Eh?!
–parpadeó un par de veces-. ¿Eso lo dice
ella o lo dices tú? –preguntó pero no obtuvo ninguna respuesta de su compañero
que continuó su camino sin inmutarse-. ¡¿Camus?! –lo llamó y se apresuró a
darle alcance.
Cuando
llegaron a donde los esperaba el custodio de la quinta casa se sonrieron al ver
el saludable colorado que adornaba sus mejillas.
-¿Tenemos
que felicitarte, Aioria?
-¡Cállate,
Milo! –fue la respuesta a una pregunta hecha con retintín-. Tenemos que volver
ya –continuó-. Vine a buscaros porque tenemos que prepararnos para un ejercicio
–dicho lo cual, inició una apresurada marcha tratando de ignorar a un
insistente Milo que no cesaba de preguntarle por su planes de futuro con su ya
no tan secreta admiradora.
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Sus
compañeros los esperaban frente al Templo de Aries.
-Hace
ya rato que deberíamos haber partido –Shura mostraba un semblante serio en
extremo.
-¿Qué
habéis hecho vosotros dos? –la mirada de Death Mask se mantuvo fija en Milo y
Camus hasta que la dirigió a Aioria, que aún traía en la mano las flores que
acababan de obsequiarle-. ¿Os habéis peleado por la “ninfa del bosque”?
–continuó, señalando al de Leo con la cabeza
-¡Vete
al infierno Death!
-Con
gusto, Aioria. Pero de allí me han sacado. Por lo visto tengo que pasar más
tiempo con mis compañeros… Pero bueno, estamos perdiendo el tiempo aquí. ¿Cómo
nos repartimos? –preguntó al de Capriconio.
-Tú
te quedas con la “ninfa” y Apolo y Jacinto se vienen conmigo –dispuso, siguiéndole
el juego al italiano.
-De
acuerdo –aceptó, mostrando una media sonrisa-. Aldebarán, Shaka…, bella ninfa…
¡Vámonos!
-¡Vosotros!
–Afrodita señalaba dos enormes bultos en el suelo-. Os toca llevar eso.
-¡Pero…!
–Milo iba a protestar cuando sintió la
mano de Camus posándose sobre su hombro.
-Déjalo…
-Pero
no es justo.
-Creo
que ya hemos llamado bastante la atención por hoy… Vamos.
Agarraron
las cosas y emprendieron la marcha tras sus compañeros de grupo. Aioria se
había despedido agitando un dedo amenazador. Por lo visto ese rutinario
ejercicio se había convertido en algo más personal.
Una
vez llegaron a su destino el español les explicó que debían defender su
posición de un posible ataque del enemigo, que en este caso no era otro que sus
compañeros de armas. Era un ejercicio de sobra conocido así que tras montar las
tiendas de campaña y compartir una ligera y poco apetecible cena fría se
repartieron los turnos de guardia y se dispusieron a ir a dormir.
Afrodita
dio las buenas noches y se deslizó al interior del entoldado que compartiría
con el de Capricornio, mientras este se apostaba fuera para hacer la primera
ronda de vigilancia.
-Buenas
noches, Shura.
-Buenas
noches, Camus –respondió-. Espero que esta noche sí puedas dormir tranquilo –le
deseó mirando a Milo de reojo.
-Sí..,
gracias –y mirándose los pies giró sobre sus talones y se encaminó hacia la que
esa noche sería su habitación.
-¿Qué
has querido decir con eso? –en cuanto Camus hubo desaparecido en el interior de
la tienda Milo se dirigió al español.
-Pregúntaselo
a él… –fue su sencilla respuesta-. Pero cuando veas que empieza a ponerse azul
recuérdale que tiene que respirar…
Semejante
explicación lo dejó aún más intrigado así que se dirigió hacia donde estaba el
francés muerto de curiosidad.
-¿A
qué se refería Shura? –preguntó mientras gateaba hasta donde Camus estaba
sentado, descalzándose.
-Ah.
Mmm… No… Nada… –no entendía por qué Milo tenía que ser tan curioso y menos aún
por qué Shura había tenido que mencionar ese asunto-. Bueno…
-¡Camus!
–llamó-. Arranca ya.
-Hace
algunos meses -empezó con tono
titubeante- mi maestro nos llevó a su otro discípulo y a mí a entrenar a España
y bueno…, resultó que él y el maestro de Shura eran algo más que amigos… -bajó la vista, evitando ver la divertida
expresión que mostraba la cara de Milo-. Nosotros estábamos en la habitación
contigua y los oímos…
-¿Eso
te molestó? –quiso saber mientras lo veía juguetear con los cordones de su
calzado.
-No..,
no es eso Milo. Es sólo que ese era un aspecto de la vida de mi maestro que no
esperaba conocer… -admitió levantando la cabeza para mirarlo.
-Ya…,
y… ¿por qué crees que ha dicho lo de Apolo y Jacinto? –necesitaba saber si el
de Capricornio sabía algo que él no.
-¡¿Qué?!
–esa pregunta no se la esperaba-. No sé… –y volvió a fijar su atención sobre
sus pies-. Supongo que sólo le seguía la corriente a Death, tratando de
molestarnos –aventuró-. Como lo de Aioria y la ninfa… -se dejó caer sobre el
saco de dormir en un intento de dar por terminada la conversación.
Por
un momento guardaron silencio; hasta que Milo se tumbó encarando a su
compañero.
-¿Acaso
tienes miedo de mí?
-¿Por
qué lo dices? –no entendía el porqué de semejante pregunta.
-Has
colocado tu almohada de barrera entre los dos.
-¿Ah?
No, Milo. No te tengo miedo –sonrió-. Es una costumbre que tengo desde pequeño
–aclaró-. Durante los primeros días en Siberia pasé mucho frío y dormir
abrazado a la almohada me permitía conservar mejor el calor. Ahora lo hago por
costumbre –admitió ruborizándose.
-Si
es por eso… –dijo, apartando la almohada-. Puedes abrazarme a mí –y, sin más,
se acurrucó contra el cuerpo de su desprevenido compañero.
Durante
unos segundos no supo cómo reaccionar, hasta que Milo lo agarró del brazo para
colocarlo alrededor de su cuerpo y, simplemente, lo dejó allí.
-Camus,
al final no te lo pregunté, –acababa de recordar la conversación que habían
mantenido aquella misma mañana- ¿qué temperatura es la que tu alcanzas?
-Yo
me quedo en el umbral del cero absoluto, Milo, -273 grados.
De
sus labios escapó una leve risilla.
-Eres
demasiado perfeccionista, Camus –dijo mirando su propio reflejo en los ojos del
otro y, tras desearle buenas noches, recuperó su posición anterior para esperar
que el sopor del sueño hiciese presa de ambos.
Continuará…
Aclaraciones
-Apolo y Jacinto: según el
mito Jacinto era un hermoso joven amado por el dios Apolo. Él y su amante
estaban jugando a lanzarse el disco el uno al otro, cuando Apolo para demostrar
su poder e impresionar a Jacinto lo lanzó con todas sus fuerzas. Jacinto, para
a su vez impresionar a Apolo, intentó atraparlo, fue golpeado por el disco y
cayó muerto. Otra versión del mito añade que el responsable de la muerte de
Jacinto fue el dios del viento Céfiro. La belleza del muchacho provocó una
disputa amorosa entre Céfiro y Apolo. Celoso de que Jacinto hubiese preferido
el amor de Apolo, Céfiro desvió el disco con la intención de herir y matar a
Jacinto. Sin embargo, mientras agonizaba, Apolo no permitió que Hades, el dios
de los muertos, reclamara al muchacho; de la sangre derramada del joven hizo
brotar una flor, el jacinto. Según la versión de Ovidio, las lágrimas de Apolo
cayeron sobre los pétalos de la flor y la convirtieron en una señal de luto. En
otras variaciones Céfiro tiene una forma física y en castigo Apolo lo convierte
en viento para que no dañe a nadie más.
No lo he descrito en el capítulo, pero quizás así pudo ser su pequeño enfrentamiento.
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