sábado, 15 de septiembre de 2012

Sábado por la noche...

Pues eso, sábado por la noche y estoy tan hecha polvo que no he sido capaz de reunir fuerzas para salir... El trabajo está siendo horroroso estas últimas semanas y el exceso de horas me cansan física y mentalmente. Hoy he aprovechado para no hacer nada de nada y a estas horas, que ya es completamente de noche y refresca agradablemente unas cuentas ideas empiezan a rondarme por la cabeza.
Aprovecharé el momento y me pondré a escribir, mientras, dejaré un nuevo capítulo de Efemérides; es hora de que los chicos resuelvan algo que lleva demasiado tiempo pendiente.

Confesión. Capítulo 7

            Apenas el entrenamiento hubo terminado se vio, literalmente, arrastrado por un impaciente Milo fuera de los terrenos del Santuario.
                -¿Por qué tanta prisa?
                El griego detuvo sus pasos y se volvió para encararlo.
                -Te fuiste porque querías convertirte en el Caballero que creías que debías ser…  Porque necesitabas mejorar…, dijiste –las palabras salieron de sus labios cargadas de reproche-. Me lo prometiste –le recordó-. Acordamos que a tu vuelta veríamos quién de los dos es el más fuerte… Quiero que me demuestres de cuánto te han servido estos cinco años… ¡Y quiero saberlo ya!
                Le sostuvo la mirada por unos segundos. Ese repentino enojo lo había pillado por sorpresa.
                -He fracasado, Milo –dijo al tiempo que se sentaba en la hierba con las piernas cruzadas-. No he logrado mi objetivo.
                -¿Qué quieres decir? –preguntó arrodillándose frente a su compañero.
                -Mi meta, como Caballero de Oro de Acuario, es el cero absoluto y… aún no he conseguido alcanzarlo –explicó cabizbajo.
                -No puedes estar muy lejos… -el tono frustrado de esa confesión fue como un golpe inesperado y buscaba a toda prisa en su cabeza las palabras que pudiesen reconfortarlo. Apoyó las manos en las rodillas del francés y, agachándose un poco más, ladeó la cabeza para poder mirarlo a los ojos-. Hace mucho que superaste a tu maestro y no hay ningún otro Caballero que pueda…
                -Los demás Caballeros no son el enemigo… -suspiró y levantó la cabeza para fijar su mirada en la del griego.
                -Explícame qué es el cero absoluto –pidió.
                -El cero absoluto es la temperatura suprema. -273’15 grados centígrados. A esa temperatura cesa todo movimiento y actividad de la materia –explicó-. Milo, a esa temperatura se congelan nuestras armaduras y yo no puedo…
                -Nosotros no somos el enemigo –lo interrumpió-. Tú lo has dicho. Además…, siempre podrías pedirle a quien fuera que se la quite primero… -se burló, guiñándole un ojo.
                -¡Eres idiota! –lo empujó y se puso en pie mientras Milo se carcajeaba, de espaldas en el suelo-. ¡Yo no le veo la gracia! –y se dio media vuelta dispuesto a irse por donde habían llegado pero, tras unos cuantos pasos, unos brazos cerrándose sobre su pecho detuvieron su avance.
                -Sí que te has vuelto susceptible en estos años –dijo, apoyando su barbilla sobre el hombro del galo.
                -Es que… ¡esto me frustra! –confesó-. Me hace sentir indigno de la confianza que han puesto en mí.
                -Te preocupas demasiado –aseguró-. He visto tu entrenamiento de esta mañana y creo que podrías darle una buena paliza a cualquiera… Excepto a mí, claro –fanfarroneó.
                Camus tomó entre las suyas las manos de Milo para deshacerse de su agarre y poder darse la vuelta.
                -¿Quieres averiguarlo? –lo retó, fijando los suyos en los iris turquesas del griego.
                Milo sólo asintió mientras una amplia sonrisa de satisfacción se dibujaba en su rostro. Fuese cual fuese el resultado final de esa amistosa contienda él ya se consideraba vencedor.

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                -¡Menudas pintas! –exclamó al ver el desaliñado aspecto de sus compañeros-. ¿Qué habéis estado haciendo?
                -Nada que te importe, Aioria.
                Como si no hubiese escuchado la cordial respuesta de Milo, el de Leo dirigió su mirada hacia Camus en espera de una mejor contestación.
                -Sólo un poco de entrenamiento extra –respondió-. ¿Nos buscabas? –preguntó mientras fijaba su mirada en algo que se movía unos metros por detrás del quinto guardián.
                -Sí, de hecho llevo buscándoos un buen rato.
                -¿Y qué es lo que quieres?
                -En realidad nada, Milo… Es sólo que ya empezaba a echar de menos tu arrogante presencia.
                -¡Oye, imbécil…
                -Aioria, ¿venías tú solo? –sabía que preguntaba en vano. Cuando esos dos se enzarzaban en una discusión el mundo podría hundirse a su alrededor que ni cuenta se darían. Mientras escuchaba como seguían diciéndose lindezas se acercó hasta unos cercanos arbustos para confirmar lo que creía haber visto. Estaba seguro de que había alguien más que ellos en el lugar.
                A los apelativos siguieron los menosprecios y a estos los empujones. Volvió junto a los eternos contrincantes antes de que la cosa pasara a mayores.
                -¡Aioria! –llamó. Instantáneamente dos pares de ojos se dirigieron hacia su persona-. Esto es para ti –dijo, ofreciéndole un pequeño ramo de flores silvestres.
                -¿Camus…? –la voz de Milo escapó de su boca apenas audible. En un momento sintió como se le encogía el estómago y como un desazonado cosquilleo ascendía por su nariz hasta sus ojos. Apretó los puños en un intento de contener la inquietante y molesta sensación que se extendía por su cuerpo. Tristeza, rabia, ira…, todo eso estaba experimentando. Una mescolanza de emociones que lo mantenían pegado al suelo sin saber cómo reaccionar.
                Un sorprendido Aioria tomaba en sus manos lo que el francés le tendía mientras, por el rabillo del ojo, no perdía de vista las reacciones de su no menos confundido compatriota.
                -Alguien me las ha dado para ti –se explicó Camus-. Y creo que lo correcto sería que fueses  a agradecérselo.
                El Caballero de Leo sacudió la cabeza, perplejo, tratando de procesar la información que acababa de recibir.
                -Allí, detrás de aquellos arbustos –le indicó con el brazo.
                Sin tener muy claro en qué se estaba metiendo comenzó a caminar en la dirección que le habían señalado.
                -¡Por todos los dioses, Camus!  –exclamó. La sangre que instantes antes había dejado de correr por sus venas reinició su habitual discurrir-. Por un momento pensé que te habías enamorado  de Aioria.
                -¡¿Qué?! –en ningún momento había sido consciente de la impresión que su actuar pudiera haber causado en los otros-. ¡No! Yo no… Yo… -dudaba en si debía o no debía dar más explicaciones cuando, de pronto, un pensamiento lo asaltó y su cara compuso un inconsciente gesto de susto-. ¿Crees que él haya pensado lo mismo?
                -Mmm, no sé… –respondió con calma, tratando de tranquilizarlo; aunque estaba completamente seguro de que Aioria había pensado exactamente lo mismo, al menos durante un segundo-. Aunque lo que importa es que ahora ya sabe que no.
                -Bueno, lo que sí es seguro es que alguien sí se ha enamorado de Aioria. Mira… -y señaló con la cabeza hacia donde se encontraba el de Leo-. ¿Tú sabes quién es?
                Aioria estaba parado delante de una niña, algo más pequeña que él, que tras un par de aspavientos terminó colgada de su cuello.
                Sí. Es Itzel –explicó Milo, entre risas-. Es la hija del hombre que trae los suministros. Se dedica a espiar al gato en la distancia. La verdad…, no sé qué le ve… -buscó mirarse en los ojos azules de Camus y añadió-. Yo soy mucho más guapo.
                -Y más modesto… –concedió-. Creo que tú no le gustas porque no tienes unos preciosos ojos verdes –aventuró al tiempo que se echaba a andar.
                -¡¿Eh?! –parpadeó un par de veces-.  ¿Eso lo dice ella o lo dices tú? –preguntó pero no obtuvo ninguna respuesta de su compañero que continuó su camino sin inmutarse-. ¡¿Camus?! –lo llamó y se apresuró a darle alcance.
                Cuando llegaron a donde los esperaba el custodio de la quinta casa se sonrieron al ver el saludable colorado que adornaba sus mejillas.
                -¿Tenemos que felicitarte, Aioria?
                -¡Cállate, Milo! –fue la respuesta a una pregunta hecha con retintín-. Tenemos que volver ya –continuó-. Vine a buscaros porque tenemos que prepararnos para un ejercicio –dicho lo cual, inició una apresurada marcha tratando de ignorar a un insistente Milo que no cesaba de preguntarle por su planes de futuro con su ya no tan secreta admiradora.

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                Sus compañeros los esperaban frente al Templo de Aries.
                -Hace ya rato que deberíamos haber partido –Shura mostraba un semblante serio en extremo.
                -¿Qué habéis hecho vosotros dos? –la mirada de Death Mask se mantuvo fija en Milo y Camus hasta que la dirigió a Aioria, que aún traía en la mano las flores que acababan de obsequiarle-. ¿Os habéis peleado por la “ninfa del bosque”? –continuó, señalando al de Leo con la cabeza
                -¡Vete al infierno Death!
                -Con gusto, Aioria. Pero de allí me han sacado. Por lo visto tengo que pasar más tiempo con mis compañeros… Pero bueno, estamos perdiendo el tiempo aquí. ¿Cómo nos repartimos? –preguntó al de Capriconio.
                -Tú te quedas con la “ninfa” y Apolo y Jacinto se vienen conmigo –dispuso, siguiéndole el juego al italiano.
                -De acuerdo –aceptó, mostrando una media sonrisa-. Aldebarán, Shaka…, bella ninfa… ¡Vámonos!
                -¡Vosotros! –Afrodita señalaba dos enormes bultos en el suelo-. Os toca llevar eso.
                -¡Pero…! –Milo iba  a protestar cuando sintió la mano de Camus posándose sobre su hombro.
                -Déjalo…
                -Pero no es justo.
                -Creo que ya hemos llamado bastante la atención por hoy… Vamos.
                Agarraron las cosas y emprendieron la marcha tras sus compañeros de grupo. Aioria se había despedido agitando un dedo amenazador. Por lo visto ese rutinario ejercicio se había convertido en algo más personal.
                Una vez llegaron a su destino el español les explicó que debían defender su posición de un posible ataque del enemigo, que en este caso no era otro que sus compañeros de armas. Era un ejercicio de sobra conocido así que tras montar las tiendas de campaña y compartir una ligera y poco apetecible cena fría se repartieron los turnos de guardia y se dispusieron a ir a dormir.
                Afrodita dio las buenas noches y se deslizó al interior del entoldado que compartiría con el de Capricornio, mientras este se apostaba fuera para hacer la primera ronda de vigilancia.
                -Buenas noches, Shura.
                -Buenas noches, Camus –respondió-. Espero que esta noche sí puedas dormir tranquilo –le deseó  mirando a Milo de reojo.
                -Sí.., gracias –y mirándose los pies giró sobre sus talones y se encaminó hacia la que esa noche sería su habitación.
                -¿Qué has querido decir con eso? –en cuanto Camus hubo desaparecido en el interior de la tienda Milo se dirigió al español.
                -Pregúntaselo a él… –fue su sencilla respuesta-. Pero cuando veas que empieza a ponerse azul recuérdale que tiene que respirar…
                Semejante explicación lo dejó aún más intrigado así que se dirigió hacia donde estaba el francés muerto de curiosidad.
                -¿A qué se refería Shura? –preguntó mientras gateaba hasta donde Camus estaba sentado, descalzándose.
                -Ah. Mmm… No… Nada… –no entendía por qué Milo tenía que ser tan curioso y menos aún por qué Shura había tenido que mencionar ese asunto-. Bueno…
                -¡Camus! –llamó-. Arranca ya.
                -Hace algunos meses  -empezó con tono titubeante- mi maestro nos llevó a su otro discípulo y a mí a entrenar a España y bueno…, resultó que él y el maestro de Shura eran algo más que amigos…  -bajó la vista, evitando ver la divertida expresión que mostraba la cara de Milo-. Nosotros estábamos en la habitación contigua y los oímos…
                -¿Eso te molestó? –quiso saber mientras lo veía juguetear con los cordones de su calzado.
                -No.., no es eso Milo. Es sólo que ese era un aspecto de la vida de mi maestro que no esperaba conocer… -admitió levantando la cabeza para mirarlo.
                -Ya…, y… ¿por qué crees que ha dicho lo de Apolo y Jacinto? –necesitaba saber si el de Capricornio sabía algo que él no.
                -¡¿Qué?! –esa pregunta no se la esperaba-. No sé… –y volvió a fijar su atención sobre sus pies-. Supongo que sólo le seguía la corriente a Death, tratando de molestarnos –aventuró-. Como lo de Aioria y la ninfa… -se dejó caer sobre el saco de dormir en un intento de dar por terminada la conversación.
                Por un momento guardaron silencio; hasta que Milo se tumbó encarando a su compañero.
                -¿Acaso tienes miedo de mí?
                -¿Por qué lo dices? –no entendía el porqué de semejante pregunta.
                -Has colocado tu almohada de barrera entre los dos.
                -¿Ah? No, Milo. No te tengo miedo –sonrió-. Es una costumbre que tengo desde pequeño –aclaró-. Durante los primeros días en Siberia pasé mucho frío y dormir abrazado a la almohada me permitía conservar mejor el calor. Ahora lo hago por costumbre –admitió ruborizándose.
                -Si es por eso… –dijo, apartando la almohada-. Puedes abrazarme a mí –y, sin más, se acurrucó contra el cuerpo de su desprevenido compañero.
                Durante unos segundos no supo cómo reaccionar, hasta que Milo lo agarró del brazo para colocarlo alrededor de su cuerpo y, simplemente, lo dejó allí.
                -Camus, al final no te lo pregunté, –acababa de recordar la conversación que habían mantenido aquella misma mañana- ¿qué temperatura es la que tu alcanzas?
                -Yo me quedo en el umbral del cero absoluto, Milo, -273 grados.
                De sus labios escapó una leve risilla.
                -Eres demasiado perfeccionista, Camus –dijo mirando su propio reflejo en los ojos del otro y, tras desearle buenas noches, recuperó su posición anterior para esperar que el sopor del sueño hiciese presa de ambos.




Continuará…


Aclaraciones

-Apolo y Jacinto: según el mito Jacinto era un hermoso joven amado por el dios Apolo. Él y su amante estaban jugando a lanzarse el disco el uno al otro, cuando Apolo para demostrar su poder e impresionar a Jacinto lo lanzó con todas sus fuerzas. Jacinto, para a su vez impresionar a Apolo, intentó atraparlo, fue golpeado por el disco y cayó muerto. Otra versión del mito añade que el responsable de la muerte de Jacinto fue el dios del viento Céfiro. La belleza del muchacho provocó una disputa amorosa entre Céfiro y Apolo. Celoso de que Jacinto hubiese preferido el amor de Apolo, Céfiro desvió el disco con la intención de herir y matar a Jacinto. Sin embargo, mientras agonizaba, Apolo no permitió que Hades, el dios de los muertos, reclamara al muchacho; de la sangre derramada del joven hizo brotar una flor, el jacinto. Según la versión de Ovidio, las lágrimas de Apolo cayeron sobre los pétalos de la flor y la convirtieron en una señal de luto. En otras variaciones Céfiro tiene una forma física y en castigo Apolo lo convierte en viento para que no dañe a nadie más.

No lo he descrito en el capítulo, pero quizás así pudo ser su pequeño enfrentamiento.


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