Hasta la próxima vez
Serían las últimas horas que
compartirían en un tiempo que siempre era demasiado. Cuando el sol volviera a
salir, Camus retornaría a Siberia, para convertirse de nuevo en el adorado
maestro de dos jóvenes aspirantes a
Caballeros, y Milo regresaría al Santuario, a cumplir con sus deberes como Guardián de la
Casa del Escorpión; porque esos eran ellos, miembros de una Orden a la que,
tragándose dudas y desacuerdos, servían con abnegación. Porque esos eran ellos,
Caballeros de Atenea al servicio de su diosa y de la Humanidad. Porque esos
eran ellos, Camus de Acuario y Milo de Escorpio.
Casi
todo el tiempo…
Porque
otras veces eran sólo Camus y Milo; amigos y amantes. Como en ese momento. La
noche antes de una nueva separación yacían juntos en una pequeña y dura cama,
sus cuerpos pegajosos por el calor estival. El agotamiento del deseo satisfecho
los había dejado lánguidos y soñolientos.
Dos
días; sólo dos días lejos de obligaciones. Dos días sólo para ellos, unas mini
vacaciones para las que ni siquiera tenían permiso, unas pocas horas para otra
de sus escapadas clandestinas, para otro de esos encuentros que acabaría con
sus fuerzas físicas pero que les devolvería las anímicas, las que tanto
necesitaban para sobrellevar la distancia.
-¿Camus?
–sentía bajo su cabeza el vientre del francés subir y bajar dulcemente.
Respiraba con pesadez.
-¿Hmm…?
–levantó la cabeza de la almohada y buscó con la mirada al propietario de esa
voz. En ese instante el sudor acumulado en sus cejas descendió sobre sus ojos, distorsionando
su visión momentáneamente como un velo ligero.
-¿Calor?
–no necesitaba oír la respuesta. Se había despegado del cuerpo del acuariano y,
apoyado sobre las manos, lo miraba a pocos centímetros de su rostro. El calor
ardía en sus mejillas y las gotas de
sudor que brillaban en su piel convertían los mechones de su cabello en una
especie de jirones oscuros que se pegaban a ella.
Camus
resopló, refrescando momentáneamente el aire que compartían. El sol no había dejado
de brillar en todo el día y aún ahora, en la noche, la isla parecía envuelta en
fuego.
Milo
rió. Metió los dedos en la jarra de agua que, olvidada en la mesita de noche,
ya no refrescaría sus gargantas y trazó una línea húmeda desde la mano del galo,
a lo largo de su brazo. Atravesó el pecho, parsimoniosamente, disfrutando del
tacto y la contemplación de esa piel que se erizaba bajo la caricia de sus
yemas, y descendió luego por el otro hasta detenerse delicadamente en la
delgada cicatriz blanca que se escondía en la cara interna del brazo y la
muñeca.
-Cuéntamelo
otra vez –pidió en voz baja.
-Ya
te lo he contado muchas veces…
-No
importa –insistió-. Quiero oírlo…
-El
hielo se quebró y… -comenzó con desgana. Sabía lo que pasaría a continuación.
-…
Y tú te pusiste en medio para protegerlos a ellos… -su rostro se ensombreció.
Ambos
eran conscientes de que era un modo de torturarse. Camus no entendía por qué
Milo quería oírlo una y otra vez y el griego no sabía la razón, pero necesitaba
escucharlo. Cada vez que tenían que separarse sólo esperaban con ansia el
momento de volverse a ver; no pensaban o, quizás, se negaban a pensar en los
peligros que tendrían que enfrentar en ese tipo alejados. La cicatriz en el
cuerpo de Camus era la prueba de que por muy poderosos que fueran, no dejaban
de ser simples mortales. Magulladuras y heridas las coleccionaban desde sus
tiempos de aprendices, pero esa marca era la prueba tangible de que cada
despedida podría ser la última. Unos pocos centímetros hacia el otro lado, una
milésima de segundo más tarde, podría haber sido fatal.
El
heleno sujetaba la muñeca del francés y en ese momento la apretaba como si
temiese que se le fuera a escapar. Imaginar la sangre manchando la piel clara
de Camus era una imagen demasiado perturbadora. Dolía…
-Milo…
-los ojos del griego seguían clavados en su brazo, mirando la fina señal del
mismo modo en que miraba a sus rivales en combate-. Milo, mírame –llamó su
atención.
Las
inquietudes del escorpiano eran también las suyas. Milo vivía en el Santuario,
un lugar donde los buenos momentos se habían quedado en el pasado, enfrentando
misión tras misión. Le acarició la mejilla con el dorso de los dedos mientras
fruncía los labios en un infantil y tímido puchero, tratando de disipar su
preocupación porque no, esa no era la expresión que quería ver; quería su
sonrisa. Porque cuando Milo sonreía todo iba bien; lo demás se quedaba fuera…
Y
la obtuvo.
El
griego sonrió y depositó un vibrante y sonoro beso sobre la cicatriz de Camus
antes de dejarse caer de nuevo sobre el cuerpo delgado del de Acuario.
-Los
mataré si vuelves a hacerte daño por su culpa –sentenció.
-No
–Camus rió suavemente. A pesar de la contundencia en sus palabras no podía
creerlo-. No lo harás.
-¿Dudas
de mi palabra? –Milo levantó la cabeza y lo miró desafiante.
-Jamás
–mientras le sostenía con firmeza la mirada peinó con los dedos sus bucles
revueltos-. Pero sé que no lo harás.
-Tal
vez… -por supuesto, no iba a darle la razón.
Volvió
a acomodarse sobre el pecho del acuariano. Camus quería a esos mocosos, lo
sabía bien, y justo eso era lo que
restaba validez a su amenaza. Ni la ridícula punzada de celos que sentía porque
ellos lo tenían más que él lo llevaría a herirlos intencionadamente. Sin
embargo…
-¿Quieres
asegurarte de ello?
Camus
arqueó una ceja. Milo lo miraba y sonreía pícaramente. Tenía los brazos
cruzados encima de su pecho y con el mentón apoyado sobre ellos aguardaba una
respuesta.
-¿Cómo?
-Fácil
–le guiñó un ojo-. Sólo quédate quieto –colocó las manos en los costados del
francés y mordisqueó juguetonamente su piel húmeda y salada-. Yo soy el único
que puede dejarte marcas.
Sonrió
y le dejó hacer. Al día siguiente volverían a ser los Caballeros de Acuario y
Escorpio, con obligaciones y responsabilidades, pero por esa noche eran todavía
Camus y Milo y volverían a amarse; sin prisas, con ímpetu, con las ganas
acumuladas y nunca totalmente saciadas, con la pasión de la juventud y la
madurez de los amantes experimentados; llenándose el uno del otro para
sobrevivir hasta la próxima vez.
FIN
Camus y Milo
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