lunes, 11 de junio de 2012

Paso a los jóvenes Caballeros

De vez en cuando siento la necesidad de imaginarlos en sus tiempos de aprendices; supongo que, a pesar del duro entrenamiento para lograr sus Armaduras, en algún momento tendrían la oportunidad de ser simplemente niños.
Aquí queda un capítulo más de Efemérides.


Capítulo 5. Reencuentros.


                    Metía sus escasas pertenencias en una maleta. El día que llevaba esperando tanto tiempo por fin había llegado. Mañana partirían de regreso a Grecia. Sería un largo viaje; aún tardarían unos días en pisar el Santuario, pero el solo hecho de saber que llegarían hacía que sintiese mariposas revoloteando en su estómago.

                Dos años de duros entrenamientos, de sentir el frío maltratando su cuerpo, de soledad…; pero estaba contento. Todo ese esfuerzo había valido la pena. Estaba preparado. Su maestro se lo había dicho y aunque a veces dudara, porque cuando se miraba en el espejo seguía viendo a un niño pequeño, tenía una fe ciega en ese hombre que lo había convertido en lo que sería de ahora en adelante. Un Caballero de Atenea; protector de la humanidad. Eso le daba algo de miedo; pero lo afrontaría. Hasta ahora había cumplido con lo que se esperaba de él y seguiría haciéndolo. Lo había prometido y mantendría esa promesa. No le cabía duda de que él también. Ya no tardaría en descubrirlo y eso lo hacía sentirse realmente feliz.
                Valo miraba a su pequeño discípulo mientras el pequeño recogía sus cosas. Se sentía orgulloso de él. Había sido un aprendiz disciplinado y dispuesto. Sería un digno Caballero, aunque no podía evitar pensar si no sería demasiada responsabilidad para un niño de a penas siete años. En cualquier caso no era decisión suya. Su misión era entrenarlo y lo había hecho. Le había enseñado todo lo que sabía y ya no tenía nada más que ofrecerle. Para él era un honor haber sido el maestro del futuro Santo de Acuario; aunque de lo que más orgulloso se sentía era de haberse ganado el afecto del muchacho. Los inicios no habían sido fáciles; pero, poco a poco, sin saber muy bien cómo, entre ellos se había desarrollado un vínculo especial. Ninguno de los dos lo manifestaba abiertamente, pero el sentimiento estaba ahí. No era muy dado a las expresiones de cariño, ni las alentaba y, a veces, se reprendía por ello. Tratar con un niño había sido una novedad para él. Esperaba haberlo hecho bien.
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                Se sentía realmente emocionado. Estaba de vuelta. Subía por las escaleras como si tuviese alas en los pies. No había visto a ninguno de sus compañeros e imaginó que, a esas horas, estarían entrenando. Iba de Leo a Virgo cuando escuchó un grito a su espalda.
                -¡Milo!
                Antes de poder girarse algo cayó sobre él y en menos de nada se encontró en el suelo con Aioria sobre su cuerpo.
                -¡Gato gordo! –gritó-. ¡Me aplastas! –le espetó mientras intentaba sacárselo de encima. ¡Yo también te he echado de menos! –confirmó con una sonrisa.
                Después de un efusivo abrazo empezaron a hablar atropelladamente, preguntándose y respondiéndose mil y un interrogantes sobre lo que habían hecho durante todo el tiempo que habían estado sin verse. Al cabo de un rato Milo preguntó:
                -¿Estamos todos? No me he encontrado con nadie hasta llegar aquí.
                -Pues no –respondió el león-. DM, Shura, Camus y Afrodita aún no han regresado, pero tienen que estar al llegar.
                Milo sonrió. Tenía que haberlo imaginado.
                -Te veo luego –dijo-. Será mejor que vaya a dejar mis cosas antes de que me gane una reprimenda.
                Durante los días siguientes recuperó la vida que tanto había echado a faltar. Le pareció que el tiempo no había pasado en ese lugar. Todo seguía tal cual lo recordaba. Fue como si el tiempo que había estado lejos hubiese sido tan sólo un largo sueño del que acababa de despertar. Estaba contento; aunque seguía esperando por algo que lo haría sentirse completamente feliz.
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                Esa mañana había entrenado con Aioria, bajo la supervisión de Aioros y Saga. Resultaba bastante más entretenido que sus solitarios entrenamientos en Milos. Iba en busca de su maestro mientras un recurrente pensamiento daba vueltas en su cabeza. DM y Shura habían regresado ya y estaba seguro de que Afrodita sería el siguiente. Si había sido el primero en irse…, ¿por qué tenía que ser el último en regresar?
                Caminaba dando puntapiés a las piedras del camino hasta que una voz lo sacó de su mundo interior.
                -¡Auch!
                Era la voz de Aldebarán. Lo había golpeado con una piedra, sin querer.
                -¡Lo siento, Alde! –se disculpó-. Perdona, no te había visto. Pero…, ¿qué haces plantado ahí en medio?
                -Espero –explicó con tono de aburrimiento. El de Tauro estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, garabateando con un palo sobre la tierra-. Mi maestro se ha puesto de palique y parece que no tiene prisa –le explicó, señalándole el lugar donde el mencionado se encontraba.
                Milo enfocó la mirada hacia donde el otro le indicara. Esa espigada figura que hablaba con el maestro del taurino… La conocía… Si él estaba ahí, entonces…
                -¡Hasta luego, Alde! –gritó echando a correr.
                -Sí, vale… Hasta luego… -se despidió con el mismo tono aburrido.
                Corría escaleras arriba, preguntándose por qué Acuario tenía que ser el penúltimo guardián. Estaba llegando a su propia Casa cuando detuvo su carrera. Una pequeña figura estaba sentada en las escaleras, en la entrada del Templo. Se quedó quieto. Dudaba entre seguir o quedarse donde estaba. Había pasado todo ese tiempo esperando verlo y ahora no sabía qué hacer. Aunque el viento se divertía alborotando su corta melena y no podía verle la cara no le cupo la menor duda. Era él. Era Camus. No lo había visto. Parecía muy entretenido con el libro que tenía en las manos. Cada poco tenía que pasarse la mano por la cara para apartar los mechones de pelo que la brisa se empeñaba en poner delante de sus ojos. En uno de esos gestos levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de aquel que esperaba.
                -¡Milo…! -dijo como para confirmárselo a sí mismo. Su cara mostraba una sincera sonrisa.
                Se levantó como un resorte y fue derecho a donde el otro se había quedado parado. El libro quedó abandonado en el suelo y ahora eran sus páginas las que sufrían los embates del viento. Camus llegó junto a Milo y sin decir nada lo abrazó. No había olvidado la primera vez que se vieron y sus manos se juntaron. Milo era cálido. Tal cual lo recordaba. Hacía mucho que nadie lo abrazaba y cuando los brazos de su amigo se cerraron sobre su espalda se abandonó a la sensación.
                -Me alegro de verte –susurró junto a su oído.
                -Yo también –dijo mientras se separaba de él para poder mirarlo a los ojos-. ¿Qué hacías aquí?
                -Te esperaba –explicó-. Antes, cuando pasé, no estabas.
                -¿Cuándo has llegado? –peguntó-. ¿Sabes? Estaba seguro de que serías el último en llegar.
                -Y lo he sido –confesó-. Afrodita llegó esta mañana temprano. Yo a penas llevo aquí un par de horas.
                Milo sonrió. Lo sabía.
                Camus recogió su libro del suelo y ambos se sentaron en las escaleras. Se felicitaron por haberlo conseguido. La ceremonia de entrega de las Armaduras sería en poco tiempo y los dos estarían allí. Como lo habían pensado dos años atrás, cuando se despidieron precipitadamente en ese mismo lugar donde ahora se habían reencontrado.
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                -¡Estás aquí!
                -Sí, llevo aquí un buen rato –admitió.
                -Ya…, el mismo que yo llevo buscándote –sonaba algo molesto-. Algún día tendrás que dejarme ese libro… debe ser interesantísimo… -añadió con cierto retintín. Le molestaba tener que competir con un libro por la atención de Camus.
                -Cuando quieras –accedió-. Pero está en francés.
                -Mmm, bueno –aceptó, sentándose al lado de su amigo- entonces, quizás puedas leérmelo.
                -Claro, puedo ir traduciendo mientras leo…, creo –nunca lo había hecho antes.
                -No, léemelo en francés –pidió muy seguro-. Puedo intentar averiguar qué estás diciendo.
                Camus lo miró con los ojos muy abiertos. Sí que era optimista.
                -Vale. Tú escucha –y comenzó-. Dans la bonne ville de Tarascon…* -miró a su compañero, como instándole a que dijese lo que creía haber entendido.
                -¿Érase una vez…? –Milo probó, mirando a Camus esperanzado.
                -No –sonrió Camus-. Creo que mejor te lo traduzco.
                -Sí –tuvo que admitir-. Pero dime una cosa, ¿por qué te gusta tanto?
                -Es un regalo –explicó-. El maestro me lo regaló en mi segundo año en Siberia. Me dijo que no debía olvidar mi lengua materna. Ha sido mi mejor compañía en todo este tiempo.
                -Ya entiendo... pero, oye, deja eso ahora. Ven, hay algo que quiero enseñarte –dijo incorporándose. Cuando estuvo de pie tendió una mano a Camus para ayudarlo a levantarse.
                Camus agarró la mano que Milo le ofrecía y lo siguió en dirección al bosque. Era una apacible tarde, no se movía ni una hoja. Caminaban en silencio y al cabo de pocos minutos divisaron, a la sombra de un árbol, dos figuras cómodamente tumbadas sobre el verde pasto, mordisqueando sendas briznas de hierba.
                -¡Hola! –saludó Milo.
                Los dos relajados muchachos dieron un respingo al oírlo.
                -¡Hola! –respondió Aldebarán.
                -¡Ya era hora…! –reclamó Aioria-. ¿Dónde os habíais metido?
                -Ha sido culpa mía… -se disculpó Camus. Aunque no sabía que hubiese alguien esperándolos.
                -Bueno ya da igual. Vámonos –apremió Milo-. Aún tenemos que llegar.
                Los cuatro se pusieron en marcha.
                -¿A dónde vamos? –preguntó Camus. Milo no le había dicho qué era lo que quería mostrarle.
                -Ya lo verás… -respondió sin dar más explicaciones.
                Mientras caminaban, adentrándose cada vez más en el bosque, iban saltando de una orilla a otra del pequeño riachuelo que discurría entre los árboles y charlando animadamente sobre cómo creían que serían sus vidas una vez tuvieran sus Armaduras de Caballeros.
                -Camus… -llamó Aioria.
                -¿Sí?
                -¿Qué es un beso francés? –el de Leo había estado bastante pensativo durante todo el camino y a penas interviniera en la conversación.
                Camus lo miró y se encogió de hombros.
                -No sé… -dijo. Él no sabía que en Francia la gente se besase de manera diferente que en el resto del mundo-. ¿Por qué lo preguntas?
                -Lo escuché…, y me dio curiosidad.
                La pregunta despertó también el interés de Milo y Aldebarán que observaban a sus compañeros con cara de querer saber.
                -Pues yo no sé qué pueda ser eso del beso francés… aunque, bueno…, yo no sé mucho de besos –admitió, algo avergonzado.
                Sus compañeros rieron con su gesto, aunque ellos no supieran más que él, hiriendo su orgullo.
                -¡Los esquimales se besan frotándose la nariz! –les espetó, como queriendo recuperar su dignidad.
                -¿Frotándose la nariz? –preguntó Milo, arqueando una ceja. No le parecía que eso fuese un beso.
                Camus asintió.
                -¿Cómo?
                En un intento de recuperar su honra dañada se acercó al escorpión y sujetándole la cara con ambas manos juntó sus narices para frotarlas suavemente. Cuando sintió el aliento del otro en su rostro y se vio reflejado en sus, tremendamente abiertos, ojos, fue consciente de lo cerca que estaban. Sintió como la sangre se agolpaba en sus mejillas y, deseando que nadie más se diera cuenta, se separó de él, mirando al suelo. Milo también se sintió ruborizar, pero el tímido gesto de su compañero lo hizo sonreir y olvidar su propio sonrojo. Tiró de su brazo para que mirara como Aldebarán y Aioria los habían imitado.
                -Esto es una tontería –dijo el de Leo apartándose del otro.
                -Claro… -dijo Milo con sorna-… no como tus besos de mariposa…
                -¡Eso fue cuando era pequeño! –se defendió.
                -¡Ya! Como ahora eres tan grande… -replicó manteniendo el mismo tono.
                -¡Pues claro, garrapata! –avanzaba muy molesto hacia su amigo.
                Camus miró a Aldebarán. Ya era raro que hubiesen tardado tanto en empezar.
                -¿Qué es eso del beso de mariposa? –preguntó el francés, queriendo frenar la discusión que ya se avecinaba.
                Aioria se acercó a él e intentó acariciar con sus pestañas la mejilla de Camus.
                -¿Qué sientes? –preguntó.
                -Cosquillas.
                -Aioros dice que así sería el beso de una mariposa –explicó.
                -¡Bah! –exclamó Aldebarán-. Eso son tonterías. Yo conozco un beso mucho más interesante.
                Sus compañeros lo miraron con curiosidad.
                -Un beso de vaca –dijo.
                -¡¿Un beso de vaca?! –preguntaron a coro los otros tres.
                Aldebarán sonrió y sin dar más explicaciones caminó hacia Milo. Puso una mano tras su cabeza y le pasó la lengua por la cara.
                -¡Ahhhg! –gritó el besado-. ¡Pero qué guarro! ¡Qué asco, qué asco!
                Camus y Aioria reían mientras Milo se limpiaba la cara con los bajos de su camiseta.
                -Tenías razón –reconoció Aioria, entre risas-. Los besos de vaca son mucho mejores.
                Empezaba a caminar de nuevo cuando escuchó la voz de Milo a sus espaldas.
                -¡Espera! Yo aún conozco otro beso.
                -¿Cuál? –preguntó, volviéndose para mirarlo.
                -El de pez –dijo-. Afrodita me lo enseñó.
                Cuando Camus vio que Milo se aproximaba a su posición entrecerró los ojos, temiéndose lo peor. El escorpión succionaba sus propios carrillos y movía los labios, boqueando, tal cual lo haría un pez. Manteniendo ese gesto, rozó la mejilla del de Acuario, quien abrió los ojos aliviado.
                -El de vaca sigue siendo el mejor –sentenció Aioria. Luego miró a Aldebarán y sin necesidad de mediar palabra saltaron sobre los otros dos para darles un húmedo beso bovino.
                Durante unos minutos en los que lo único que se escuchaba eran risas y gritos, se enzarzaron en una amorosa pelea intentando dar, sin recibir, el temido y mojado beso de vaca.
                Al rato, estaban otra vez en camino.
                -Ahí está –dijo Milo. Miraba a Camus mientras señalaba con su dedo índice una abertura en la base de la montaña.
                -Es una cueva… -murmuró un asombrado francés, adelantando el paso.
                -Sí –explicó-. Aioria y yo la descubrimos hace unas semanas. Dentro hay infinidad de corredores y pequeñas grutas pero no hemos podido explorarla todavía.
                -Aioros dice que es peligroso adentrarse demasiado –intervino Aioria-. Sería fácil perderse. Pero podemos jugar dentro mientras sigamos viendo la salida.
                Entre juegos pasaron un buen rato. Pronto se convertirían en Santos Dorados pero, en realidad y en ese momento, no eran más que unos niños con ganas de jugar y, a ello se dedicaron gran parte de la tarde, convirtiéndose en audaces caballeros que luchaban contra enemigos ocultos entre las rocas.
                Tras haber sido vencedores y vencidos se encontraban sentados en el suelo, haciendo tiempo, mientras se decidían a volver. Milo se levantó y tiró del brazo de Camus, indicándole que lo siguiera. Así lo hizo. Caminaban hacia el interior de la cueva, mirando hacia atrás, procurando no perder de vista a los otros dos. Al dar la vuelta en un recodo dejaron de verlos.
                -Ya no los veo –dijo Camus-. Deberíamos volver. Además, no tenemos con qué iluminarnos y ahí dentro estará oscuro.
                Milo sacó una pequeña linterna de un bolsillo.
                -Vamos…, un poco más… –lo miraba con ojos suplicantes-. ¿No quieres saber qué hay más adentro? Sólo hemos girado una vez. Basta con que nos acordemos.
                -Está bien… -aceptó dudoso-. Pero sólo unos metros.
                Un poco más adelante encontraron un pequeño lago subterráneo. En sus tranquilas aguas se reflejaban hermosas creaciones multicolores de estalactitas. Los dos muchachos se quedaron boquiabiertos. Poseídos por un repentino espíritu aventurero rodearon el estanque y se adentraron en otro corredor. Escucharon un murmullo de agua corriendo y se encaminaron hacia el lugar de donde provenía el sonido. Era una cascada, no muy caudalosa, detrás de la cual, les pareció ver una pequeña abertura. Se miraron y decidieron ir hacia allí. Tras unos pocos pasos se encontraron en una gran sala repleta de estalactitas y estalagmitas. Caminaron entre ellas admirando la belleza del lugar. La linterna de Milo parpadeó.
                -Deberíamos volver –propuso Camus-. Si se apaga no encontraremos el camino.
                Milo asintió.
                Dieron media vuelta y se encontraron con que aquella sala tenía tres corredores de salida. No se habían dado cuenta hasta el momento y aunque ninguno de los dos dijo nada, tras un rato de deambular por allí, no podían recordar por cuál habían entrado.
                Como si se hubiesen puesto de acuerdo se dirigieron hacia el que se encontraba en el centro y entraron en él. Estaban oyendo de nuevo el fluir del agua así que se sintieron aliviados, seguros de haber acertado. Ese corredor los llevó a una pequeña sala donde había una fuente de cristalinas aguas, pero ni rastro de cascada. Se habían equivocado. Se disponían a desandar el camino cuando la linterna parpadeó de nuevo y se apagó. Milo la sacudió con energía y les dio unos segundos más de luz hasta que se apagó definitivamente.
                -Milo–llamó Camus.
                -Estoy aquí –estiró su brazo hasta tocar a su amigo y agarró su mano.
                -Demos la vuelta, el camino hasta aquí ha sido recto. Deberíamos llegar a la otra sala sin problemas –sugirió Camus.
                -Vale –aceptó el escorpión y se dirigieron a la sala que habían abandonado minutos atrás.
                Llevaban un buen rato caminando y todavía no habían llegado a ninguna parte. Empezaban a pensar que se habían perdido de nuevo.
                -Esto no funciona –dijo Camus-. Creo que nos hemos vuelto a equivocar. Quizá deberíamos… -no pudo terminar su frase.
                -¡Aioria! ¡Aldebarán! –Milo llamaba, esperando que sus compañeros pudieran oírlos. El eco de su voz inundó las galerías pero no obtuvo ningún resultado.
                Fuera, un impaciente león daba vueltas frente a la entrada de la cueva. Hacía ya un buen rato que Camus y Milo desaparecieran y empezaba a perder la paciencia.
                -Quizás deberíamos volver y avisar a alguien –propuso el de Tauro-. Hace mucho que se han ido. Puede que se hayan perdido.
                Aioria asintió y mientras murmuraba lo estúpidos que eran los otros dos emprendió la marcha siguiendo a un apurado Aldebarán que ya lo aventajaba en varios metros.
                En vista de lo infructuoso de su llamada, Milo y Camus, decidieron no volver a intentarlo, el sonido que la caverna les devolvía era tremendamente desagradable. Probaron a hacer arder sus Cosmos pero no pudieron. Allí dentro no eran más que dos niños normales, perdidos en la oscuridad. Siguieron caminando un rato más hasta que Camus tiró de la mano de Milo haciendo que se detuviera.
                -No tiene sentido que sigamos caminando –dijo-. Sólo conseguiremos perdernos más. Aioria y Aldebarán nos echarán de menos antes o después y enviarán a alguien a buscarnos. Además, aquí dentro hace mucho calor. Estoy cansado.
                Milo asintió, aunque el otro no pudiera verlo.
                -Lo siento –murmuró.
                -No te preocupes –procuró consolarlo. Su voz había sonado triste-. También ha sido culpa mía –se echó al suelo y apoyó la espalda contra una de las paredes. Empezaba a costarle trabajo respirar.
                Milo se sentó a su lado. No podía evitar sentirse culpable. Sintió como Camus apoyaba la cabeza sobre su hombro.
                -Quédate tranquilo –le dijo-. Yo cuidaré de ti.
                -Sólo necesito descansar un poco y estaré bien –pretendía sonar confiado, no quería que Milo lo creyera débil pero se sentía realmente agotado. Gruesas gotas de sudor corrían por su cuerpo. Le parecía que a cada instante hacía más calor allí dentro y no podía hacer nada para mitigarlo.
                Milo abrió los ojos. Le parecía haber oído a alguien llamándolo. Se había quedado dormido. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que se habían sentado en ese lugar. Se quedó muy quieto intentando averiguar si lo que había oído era verdad o sólo lo había soñado.
                Sonrió. Estaba seguro. Alguien lo llamaba en la distancia.
                -¡Camus! –agitó el cuerpo de su amigo-. ¡Nos han encontrado! –exclamó con alegría. Se levantó para responder a la llamada y la cabeza del acuariano,  que aún reposaba en su hombro, resbaló hasta llegar al suelo-. ¡Estamos aquí! –gritó mientras se agachaba de nuevo para amparar a su caído compañero.
                En breves instantes pudo ver dos alargadas sombras que se dirigían hacia ellos.
                -¡Milo el intrépido! –exclamó Saga-. Menuda habéis montado… -le dijo ofreciéndole una mano y meneando la cabeza.
                Avergonzado, bajó la cabeza y observó cómo Aioros recogía el cuerpo de Camus.
                -No está bien –murmuró.
                -No te preocupes –lo consoló el de Géminis-. Aquí dentro hace calor y no está acostumbrado. Se pondrá bien en cuanto le dé el aire.
                Se quedaron unos minutos frente a la entrada de la cueva esperando a que Camus se recuperase. Cuando pareció completamente restablecido iniciaron la vuelta a las Doce Casas.
                -Creí haberos dicho que no entraseis ahí –reprendió Aioros-. Esa cueva es un lugar de culto. Todos los que entran en ella son despojados de cualquiera que sea el poder que posean, todos deben estar en igualdad de condiciones. Vuestros Cosmos no funcionan ahí.
                Los pequeños se miraron. Lo habían averiguado de la peor manera.
                -Lo sentimos –murmuraron.
                -Claro que debéis sentirlo –continuó Aioros-. Habéis hecho mal y además deberéis disculparos con Aldebarán y Aioria. Les habéis dado un buen susto.
                -Con un poco de suerte –informó Saga- vuestros maestros no se habrán enterado. Podéis consideraros afortunados.
                Continuaron en silencio, cosa que los dos niños agradecieron puesto que se sentían sumamente avergonzados, hasta que llegaron a su destino. Hicieron parada obligada para disculparse con sus compañeros que, a pesar de todo, se alegraron de verlos y continuaron rumbo a sus respectivas Casas con la esperanza de que sus maestros nunca supieran de su aventura. Ellos tampoco volvieron a hablar del tema.
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                La ceremonia de entrega de las Armaduras se había llevado a cabo días atrás. Ya eran los flamantes poseedores de las Cloths doradas.  Camus llevaba días dándole vueltas a algo que quería decirle a Milo. Sabía que sería una conversación difícil pero no podía posponerla por más tiempo.
                Estaban sentados en las gradas del Coliseo esperando para empezar el entrenamiento.
                -Milo… -susurró como si esperase que el otro no lo oyera.
                -¿Sí? –se volvió para mirarlo.
                Para su desgracia sí lo había oído así que no tenía más remedio que continuar.
                -Mi maestro volverá a Siberia en unos días –tragó saliva y continuó-. Va a entrenar a un aspirante a Caballero de Plata y yo… -las palabras se le atragantaban- … yo…, yo voy a volver con él.
                Milo abrió mucho los ojos y negó.
                -¿Por qué vas a hacer eso? –preguntó incrédulo.
                -Bueno, aún tengo mucho que mejorar –explicó balbuceante.- Mi soplo glacial aún dista del cero absoluto y si me quedo aquí nunca lo conseguiré. Necesito…, necesito el frío, para poder progresar y ser el Caballero que se supone que debo ser… -bajó la cabeza. Sabía que tenía razón pero la mirada de Milo lo hacía dudar de sus argumentos.
                Milo iba a replicar pero en ese momento lo llamaron y su vendaval de razones en contra tuvo que esperar. Cuando terminó el entrenamiento no vio a Camus así que buscó a Saga. El guardián de Géminis siempre le daba buenos consejos y ahora mismo necesitaba uno con urgencia. Lo encontró a la entrada de su Templo.
                -Saga –llamó.
                -Hola Milo –lo saludó-. ¿A qué viene esa cara? –preguntó cuando reparó en el ceño fruncido que el pequeño traía.
                -Camus dice que se va, que tiene que mejorar y que aquí no puede hacerlo –explicó atropelladamente-. ¿Qué es lo que quiere mejorar si ya ha conseguido su Armadura?
                Saga se acercó al menor y lo hizo sentarse a su lado.
                -Milo –pasó una mano sobre su rebelde cabellera- todos podemos mejorar siempre. Camus aún no ha llegado al límite de sus posibilidades y aquí no podrá hacerlo. Su energía cósmica –explicó- es distinta de la del resto de nosotros. Sus técnicas requieren de temperaturas muy bajas y este lugar no es el adecuado para eso. Supongo que no querrás que sea un Caballero débil. Aunque sea difícil para ti perder a un amigo deberías apoyarlo en esto. Él volverá. Si de verdad te consideras su amigo procura no ponérselo más difícil. Estoy seguro de que él tampoco quiere marcharse y tomar esa decisión le habrá resultado complicado pero sabe que es lo mejor.
                No era lo que hubiese querido oír, pero no le quedó más remedio que admitir que Saga estaba en lo cierto, así que, tragándose las ganas de llorar, buscó a Camus para decirle que entendía sus razones. Cuando volviera ellos dos decidirían quién era el más fuerte.
                Días después se despedían nuevamente, con ojos llorosos, esperando un pronto reencuentro.
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                -Milo –Shura lo saludaba con una ligera inclinación de cabeza.
                Le devolvió el gesto.
                -¿Cuándo has llegado? –preguntó.
                -Ahora mismo –respondió-. Si me permites, me gustaría llegar cuanto antes a mi Templo.
                Milo hizo un gesto con el brazo indicándole que podía pasar. Shura avanzó unos pasos y se detuvo.
                -Milo –llamó-. ¿Te acuerdas del niño bonito? –preguntó cuando tuvo la atención del otro.
                -Camus… -susurró. Claro que se acordaba de él. Pero había pasado tanto tiempo… Cinco años. Muchas cosas habían sucedido en ese tiempo. Las circunstancias los habían hecho madurar a toda prisa. En su cabeza tenía el recuerdo de un niño pequeño y no imaginaba cómo podía ser ahora. Todos habían cambiado, habían crecido…-. ¿Lo has visto?
                Shura asintió.
                -Hace como un mes Valo los trajo a él y a su otro discípulo a entrenar conmigo y mi maestro. Quería ver qué tal les iba en un lugar más cálido.
                -Y…, ¿cómo está?
                -Bueno…, digamos que se ha puesto… más bonito –informó sin emoción-. Aunque pronto lo verás por ti mismo porque, según me dijo, tenía intención de regresar en breve.
                Los siguientes días los pasó montando guardia a la entrada de su Templo esperando verlo aparecer.
                Esa mañana hacía calor y aunque su Casa estaba bastante arriba el aire no se movía en absoluto. Estaba sentado en las escaleras, acalorado y aburrido. Echó la cabeza hacia atrás y vio una figura que bajaba a toda prisa. ¿Quién demonios era? No había visto pasar a nadie hacia arriba. Se levantó para tener una mejor visión. Tan sólo los separaba un tramo de escalones. Una melena oscura que se agitaba por la carrera de su dueño… Tenía que ser él.
                Camus lo vio y frenó su carrera. Caminó despacio hasta quedar frente a Milo. Todas sus ansias se convirtieron repentinamente en indecisión. ¿Qué hacer?
                Cuando sus miradas se cruzaron dos pares de pupilas se dilataron cual las de un felino al acecho.
                -Milo…
                -Camus…


CONTINUARÁ...



Aclaraciones
-Dans la bonne ville de Tarascon: en la buena ciudad de Tarascon. Del “Tartarín de Tarascón” de Alphonse Daudet. No sería la lectura más adecuada para un niño de siete años pero fue lo único que pudo encontrar en Siberia que estuviese escrito en francés.
-En Grecia, debido a la rica estructura geológica y a la historia, se han formado una multitud de bellísimos subterráneos y cuevas submarinas, que se extienden tanto por el área continental como por la insular. La cueva de este capítulo no es ninguna en concreto, he tomado datos de varias para crear una.








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