Capítulo 4. Distancia
Durante las siguientes semanas
los aprendices fueron enviados a los que serían sus lugares de entrenamiento
los próximos años. Tan sólo Aioria
permaneció en el Santuario junto con su hermano y Saga. No volverían a verse
hasta que estuvieran preparados para recibir sus Armaduras.
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Verkhoyansk*,
en Siberia Oriental. Ese había sido el destino de Camus. La pequeña población,
conocida como el “polo frío el mundo”*
sería su hogar mientras durase su entrenamiento.
Cuando
abandonaron Grecia su maestro le contó que se dirigían al lugar más frío de la
Tierra. En aquel momento creyó que exageraba pero ahora estaba convencido de
que decía la verdad. Había empezado a congelarse días atrás, cuando pusieron
pie en Rusia. Se animó pensando que se aclimataría pero ya habían pasado varios
días y aún no se acostumbraba. Su mentor andaba ligero. Ese clima inclemente parecía
no afectarle en lo más mínimo. Él caminaba, o algo parecido, unos metros por detrás,
siguiéndolo a duras penas, pertrechado con más abrigos de los que jamás hubiera
pensado poder llevar encima. Y se había quedado corto. La cosa empeoraba según
avanzaban y a esas alturas ya había dejado de sentir algunas partes de su
cuerpo. Conocía la nieve. En su ciudad
nevaba en invierno y siempre le había gustado jugar con el helado elemento,
pero eso era demasiado. Mirase a donde mirase no veía más que un desértico
paisaje blanco y congelado. Las palabras de Death Mask regresaron a su cabeza.
Aunque no notaba nada raro en su entrepierna sí empezaba a temer por su nariz.
Pararan
en una modesta tienda a proveerse de víveres y útiles de primera necesidad
antes de continuar camino. Porque no vivirían dentro de la ciudad, no. Aún
caminarían un poco más hasta perderse en la nieve y dejar de ver cualquier
rastro de civilización. No se sentía capaz de conseguirlo. Jamás lograría
convertirse en Caballero. Se moriría de frio antes de alcanzar su objetivo. La
tristeza lo invadió, por unos instantes, hasta que esa sensación se transformó
en vergüenza de sí mismo. Había hecho una promesa y tenía que cumplirla. Estaba
seguro de que él no se rendiría; nunca lo hacía, y, por supuesto, no se
permitiría decepcionarlo.
Su
maestro se detuvo. Parecía que, por fin, habían llegado. Una pequeña cabaña de
madera en medio de la nada. Ahí vivirían. Desde fuera no parecía gran cosa pero
en cuanto puso un pie dentro y dejó de sentir ese viento helado azotándole el
rostro la consideró un palacio.
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El
destino de Milo había sido mucho más benévolo, al menos en lo que al clima se
refería. El futuro Caballero de Escorpión completaría su entrenamiento en
Milos, “la isla de los colores”*, la más occidental del archipiélago de las Cícladas.
A
poca distancia de Adamas, su principal puerto, el joven griego se instalaría,
junto con su maestro en una humilde barraca de, a su parecer, incierta solidez.
Se la quedó mirando por unos instantes. Debían haberse gastado todo el dinero
en las Armaduras de Oro, porque, desde luego, con el alojamiento no se habían
lucido. Un gesto de su mentor, instándolo a entrar lo hizo ponerse en marcha de
nuevo. Dejó sus cosas en el que iba a ser su cuarto y salió, otra vez, al
exterior. No estaba seguro de que esa casita no se le fuera a caer encima.
Se
sentó en la fina arena de la playa y hundió sus manos en ella. Era suave y
cálida. Fijó su mirada en las tranquilas aguas del Egeo, tan azules como sus
ojos, y se perdió en sus pensamientos. Debería sentirse afortunado. Viviría en
la playa, bajo el sol, en su tierra…, pero no estaba contento. Allí estaría solo y a
él le gustaba la gente. Apreciaba a su maestro, era un gran hombre, estricto
pero justo. Le debía mucho. Aunque no todo había sido coser y cantar. Sus
caracteres habían chocado en un principio y los dos habían tenido que ceder y
aprender a tolerarse. De hecho, ambos habían hecho una muy buena labor el uno
con el otro. Milo ya tenía muy bien enseñado a su mentor pero no creía que
tenerlo como única compañía fuera a bastarle. Sólo dos días desde que partieran
del Santuario y ya extrañaba la rutina a
la que se había acostumbrado, la peculiar familia que eran… Echaba de menos sus
incesantes discusiones con Aioria, las constantes pullas del insufrible
cangrejo, los consejos de Saga… En definitiva, su vida.
Se
levantó de un saltó cuando escuchó a su preceptor llamándolo para la cena. Se
sacudió las manos para deshacerse de los diminutos granos de arena que se le
habían quedado pegados. Tendría que lavárselas. Unas minúsculas y brillantes
partículas insistían en quedarse donde estaban. Le dedicó una última mirada al
mar. Ni sabía cuánto tiempo estuvo perdido en sus cavilaciones, pero debió ser
bastante porque había oscurecido. Ahora el mar y el cielo se fundían en un tono
azul más oscuro, distinto del de sus ojos, más parecido al de los de aquel que
había comenzado a echar de menos semanas atrás. Camus había desaparecido de su
vida súbitamente. De un día para otro su maestro decidió que tenían que partir.
Ese hombre parecía no llevarse bien con los relojes. Podía pasar de la más
absoluta calma a un loco frenesí sin razón aparente. Quizá se le había
congelado la parte del cerebro que sirve para medir el tiempo. Ojalá Camus no
terminara como él.
Se
dio media vuelta y caminó hacia donde su maestro lo esperaba. Un día, no muy
lejano, volvería al Santuario para reclamar su Armadura y Camus estaría también
allí. Se lo habían prometido en una precipitada despedida y estaba seguro de
que ambos cumplirían su palabra.
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Siete de
Febrero. Su cumpleaños. Se había levantado temprano, como todos los días desde
que llegara a ese congelado lugar, hacía ya más de un año, para iniciar su
rutina de entrenamiento. Era casi la hora de comer. Daría por concluida la
sesión hasta la tarde. Estaba tirado sobre el hielo, inhalando y espirando a un
ritmo acelerado. Tenía los ojos cerrados y recordaba lo pésimo que había sido
su primer cumpleaños en Siberia. Su regalo había sido un curioso dato que de
nada le iba a servir pero del que estaba seguro no se olvidaría. Ese mismo día
del año 1892, en ese mismo lugar, se había registrado la temperatura más baja
de la historia, -69’8oC*. Sonrió. ¿Se acordaría su maestro del día
que era? Ojalá. No esperaba un regalo, pero sí le gustaría, al menos, una
felicitación. Lo admiraba y lo respetaba. Había hecho tanto por él… En ese
último año fuera su constante apoyo en el arduo camino que lo separaba de su
meta. Era consciente de cuánto había mejorado y todo gracias al Caballero de
Plata. Se conformaría con un gesto; una caricia o con una de sus escasas
sonrisas. Sólo lo tenía a él.
Se
levantó del suelo y se dirigió a la cabaña. Caminaba sin prisas, el frío hacía
ya tiempo que dejara de ser un problema. Desde que estuvo seguro de que no
moriría congelado todas sus fuerzas las había concentrado en aprender. Valo se
lo había dicho desde el principio. El entrenamiento sería duro, muy duro. Acorde con el poder de la Armadura que
pretendía. Debía estar a la altura.
Cuando
entró en la pequeña cocina su maestro lo esperaba sentado a la mesa. Con un
gesto le indicó que se sentara y comieron en silencio. Definitivamente no
recordaba el día que era y Camus se sintió entristecer. Pidió permiso para marcharse
en cuanto terminó con el contenido de su plato pero no lo obtuvo. Fue el
finlandés quien se levantó, salió y a los pocos minutos volvió con dos paquetes
envueltos en un horrendo papel marrón que entregó a su sorprendido discípulo.
El
pequeño los abrió sin saber muy bien qué pensar. Los ojos de Camus se hicieron
muy grandes cuando descubrió el contenido del primer paquete. Un libro. En
francés. Su maestro pensó que sería una pena que olvidase su lengua natal. Le
dio las gracias con una sonrisa y se afanó en abrir el segundo de los bultos.
Bizcocho. Sus jugos gástricos se pusieron a cien. En todo el tiempo que llevaba
allí no había vuelto a probar un dulce. Su dieta, si bien era sana, no era
precisamente el sueño de un niño de seis años. Compartieron la modesta tartaleta y cuando hubieron terminado
Camus se levantó y abrazó tímidamente al hombre sentado a su lado susurrándole
un sentido gracias. Su maestro le revolvió el pelo y le indicó que se retirase
a meditar. Tenía que perfeccionar su autocontrol. Sus técnicas serían más
efectivas ejecutadas en total calma y sin titubeos. Con la mente libre de
distracciones. Faltaba poco para que volvieran a Grecia y debía estar preparado
para que la Armadura de Acuario lo aceptase como su legítimo portador. Camus
sabía lo que eso significaba. Hoy meditaría y mañana se pasaría el día en el
hielo, bajo la implacable mirada del finlandés, en un arduo entrenamiento;
hasta que el dolor de sus entumecidos músculos lo obligase a parar. Conocía muy
bien a su maestro y había aprendido que ese hombre no tenía medida. Lo que no se
haga hoy, deberá hacerse mañana. Esa era su frase preferida. Lo que no entendía
Camus era por qué no se podía repartir.
Sentado
sobre su minúscula cama, Camus intentaba hacer lo que se le había ordenado,
pero vaciar su mente se le estaba haciendo especialmente difícil. A su cabeza
acudieron un montón de recuerdos y aunque ese día había sido más especial de lo
que se hubiera atrevido a imaginar no podía evitar pensar en alguien más con el
que le hubiera gustado compartirlo.
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Milo
se sentía especialmente feliz ese día. Su maestro acababa de comunicarle que en
poco tiempo partirían rumbo al Santuario. Estaba preparado para recibir su
Armadura. No le cabía la menor duda de que se la merecía. Durante casi dos años
había soportado un severo entrenamiento; doloroso, las más de las veces, y
agotador, siempre. Por suerte, poseía un espíritu enérgico que le impedía
rendirse.
Su
maestro sabía que era un encarnizado trabajador pero aún así le sorprendió, más
de una vez, la extraordinaria resistencia que el pequeño demostraba; tanto
física como moral. La técnica del Escorpión esta intrínsecamente unida al dolor
y, a pesar de no ser más que un crío, Milo parecía haberlo comprendido y la
aplicaba sin titubeos. Sería un rival difícil de vencer, sobre todo porque
parecía disfrutar en el combate. Su actitud arrogante y su entusiasmo lo
convertirían en un gran guerrero.
Estaba
plantado en medio del cuarto repasando mentalmente todo lo que tendría que empacar.
En realidad, poca cosa. Prácticamente lo mismo que había llevado consigo dos
años atrás. Algo de ropa, que en ese tiempo se le había quedado más bien escasa,
y una importante pila de libros que aún
no sabía cómo iba a cargar. Le pareció increíble pero los había leído todos. Su
maestro los consideraba parte del entrenamiento así que cada cierto tiempo le
entregaba uno que; ya fuera por falta de algo mejor que hacer o porque
realmente disfrutaba leyendo, cosa que no admitiría jamás; devoraba en pocos
días. Además, él no quería ser el Caballero más tonto de la Orden. Se le
ocurrían mejores candidatos a ese título. Esa idea lo hizo sonreír. Pronto
volvería a ver a sus compañeros y las cosas serían otra vez como antes. Recordó
algo muy importante que no podía olvidar. Su caja de los tesoros. La había
escondido bajo uno de los tablones que estaban sueltos en el suelo. Ahora
pesaba más que antes, estaba un poco más llena. Durante ese tiempo en Milos
había ido recopilando diferentes objetos que le recordarían su estancia en la
isla. La abrió para echar un vistazo en su interior. Sus labios se curvaron en
una pequeña sonrisa. ¿Habría pensado alguna vez en él? Pronto lo sabría.
Cotinuará…
*Aclaraciones
Verkhoyansk: situada en el extremo nororiental de Siberia es
conocida como “el polo frío del mundo”. Está considerada como la ciudad más
fría del mundo ya que el 7 de Febrero de 1892 registró la temperatura más baja
de la historia para una población estable, -69’8oC.
La isla de los colores: Milos es conocida como “la isla de los colores” gracias a sus
espléndidas bellezas de origen volcánico. Adamas es el puerto principal de la
isla y en donde, junto con Plaka, la capital, transcurre la vida más activa de
Milos.
No encontré ninguna que encajase con lo que se cuenta en el capítulo, pero aquí quedan los nenes lindos :3
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